8. Llamadas telefónicas

Suena el teléfono. Me preparo para otro hombre de la Stasi. Pero es una voz de mujer.

—Anna, ¿eres Anna?

Algo se me remueve por dentro. Es Miriam.

—Sí, Miriam, hola, quería haberte…

—Llamaba solo para darte las gracias por lo del otro día. Te lo agradezco mucho.

¿Por qué me da ella las gracias a mí? De pronto me doy cuenta de que debería haberla llamado antes:

—No, por favor, gracias a ti —le digo. Hay algo raro. Se está produciendo un retroceso en la intimidad alcanzada.

—Fue un placer conocerte. Y te deseo buena suerte con tu trabajo.

Suena a punto y final. Le quiero preguntar si sabe lo de las urnas sin reclamar de la Runde Ecke, pero no me parece oportuno.

—Podríamos vernos en otra ocasión —le sugiero—, en algún momento.

—Me encantaría —dice rápidamente—. Me encantaría que vinieses por aquí de vez en cuando. Podríamos ir a ver a mis amigos que tienen un jardín de esculturas. Es muy bonito, y me gustaría que los conocieras… —Se detiene—. Bueno, tú llámame y vamos.

—Lo haré. Y gracias… por todo.

Cuelgo el auricular. Si yo fuese Miriam y hubiese contado a alguien los pasajes más dolorosos e instructivos de mi vida, no estaría segura de querer volver a ver a esa persona. Sobre todo si mi vida han sido otros quienes me la han escrito, robado, dirigido. El teléfono es de plástico negro. No es un inalámbrico pero unos ingeniosos estudiantes le acoplaron un cable de una longitud exagerada. Vuelvo por donde he venido, a través del piso vacío y deshecho, siguiendo el cable hasta su raíz.

He arrastrado el colchón hasta el salón, para estar más cerca de la estufa. Todas las noches me quedo dormida viendo la tele. Es una caja astuta que, aunque recibe solo tres canales, los elige por su cuenta, y uno de ellos, a pesar de que no tengo parabólica, es satélite. Se ven todos en blanco y negro y los terrestres siempre tienen nieve.

Bien entrada la noche echan un programa que se llama Voyeur. Entrevistan a los invitados y les hacen un test sobre su vida sexual que consta de veintidós sórdidas hipótesis: «Si tu novia trajese a su hermana a casa para jugar, ¿tú…?», «¿Hay algo a lo que hayas tenido que renunciar tras la reasignación?». Se exhiben imágenes que tientan a los censores: exposiciones sobre sexo, experimentos sexuales, revistas y arte porno.

Esta noche están poniendo un reportaje sobre una stripper de Leipzig llamada Heidi, Yasmina de nombre artístico. La mujer tiene un cuerpo recio y firme, coronado por unos ojos azules y un rubio de bote. Esta noche, ella y su novio hacen un espectáculo de «horror erótico» inspirado en la Walpurgisnacht, la noche de Walpurgislas Brujas, en la que las brujas se reúnen para pasárselo en grande con el Diablo. Sobre el escenario unas jóvenes brujas, ataviadas con máscaras de látex, piel de leopardo y látigo, son desvestidas por esqueletos hasta que no quedan más que caras de goma y tangas de lentejuelas bajo la penumbra de la nieve carbónica. La cámara hace zoom adelante y atrás, casi marea, hacia tetas y paquetes. Luego hay una entrevista con Yasmina, a la que, al ponerse la careta de bruja encima de la cabeza, se le ha quedado la nariz sobre la frente y parece que asiente al hablar. El entrevistador quiere saber cómo era tener la única escuela de striptease de la antigua RDA. «¿Es verdad —le pregunta mientras le acerca aún más el micrófono a la cara— que hiciste striptease para el Politburó?».

Yasmina sonríe y agita una mano llena de garras.

—Siempre he querido ofrecer a mi público algo diferente —dice—, tanto antes como ahora.

Guiña, la nariz asiente con la nariz y el programa corta de buenas a primeras y mete la siguiente sección: moldes de yeso de partes del cuerpo. Lo primero es un pecho de mujer, lo segundo, dos dedos de uñas enormes a ambos lados de un clítoris. Una voz empalagosa de hombre anuncia: «¡Oferta especial de Voyeur! Por solo 250 marcos tú también puedes tener tus partes más íntimas conservadas para siempre en yeso».

Ya no le encuentro ningún sentido. La blancura del yeso me recuerda la de la cabeza del Lenin muerto sobre el escritorio de Mielke. Cambio de canal y encuentro mi programa favorito; es maná para los que sufren de insomnio, o para gente como yo que no puede parar quieta. Llevan una cámara instalada sobre el techo de un coche. Mientras van conduciendo, la imagen se desliza por las carreteras, los senderos y las autovías del este de Alemania durante un verano sublime. Las imágenes son hipnóticas: un volar incorpóreo por los pueblos, las calles principales, y luego de nuevo por el campo. Las tiendas están abiertas o cerradas, mujeres con delantal barriendo las aceras donde la gente se sienta a tomar café, madres corriendo bajo paraguas detrás de niños descarriados, operarios de la carretera enfundados en sus monos de aquí para allá. Es el mundo descongelado. Está en blanco y negro y cubierto de nieve, pero sé que se trata del amarillo luminoso de la colza, del verde nebuloso del trigo y del verde más oscuro de los robles que se inclinan sobre la carretera. De vez en cuando nos detenemos en semáforos, a la altura del ojo encapuchado. Luego seguimos y seguimos, atravesando mágicamente un pueblo en deshielo tras otro, lugares en los que nunca he estado y a los que nunca iré.

En mi sueño continúo en silencio por el campo, tonificada por el viento sobre la piel. De pronto se me une otra mujer que vuela a la misma altura. Donde tendría que estar su cara hay un borrón, pero no se me hace raro. Está desnuda, salvo por unos guantes de goma rosas. Sus pezones, fruncidos, son de un rosa más intenso y su vello púbico es de un dorado fascinante. Me sorprende no estar sola en el aire, que esté desnuda. «Los guantes, como es normal, son para conducir», me dice. Asiento y me miro las manos. No llevo guantes. Luego me miro el cuerpo y veo que también estoy desnuda. Mi sensación de bienestar se evapora. Miro hacia abajo, hacia la calle principal de un pueblo: hay gente debajo de nosotras. Las campanas de la iglesia empiezan a repicar, repican y repican y no paran y de pronto me caigo —¡No tengo guantes de conducir!— y todos me ven caer, desnuda y absurda.

Me levanto para coger el teléfono. El reloj marca las 2.30 de la mañana: la hora del infarto, la hora de las malas noticias desde casa. ¿U otro hombre de la Stasi? El acoso telefónico es algo normal para ellos, pero no creo que sea de las primeras de su lista. Debe de haber sonado como quince veces antes de que encuentre el teléfono negro, enrollada como estoy en el edredón.

—¿Hola?

—Hola, amiga mía. —Una voz achispada desde mi pub local que llega por la línea a través de una boca con una pipa, un marcado acento sajón y una barba: es Klaus. Por cómo suena deduzco que está apoyando la barbilla contra el auricular.

—¿Te has recuperado ya de la última? —me pregunta—. ¿Te hace otra sesión alcohólica?

—Klaus, son las dos y media de la mañana.

—Venga, a estas horas la otra noche todavía estabas entrando en calor.

No tengo ningunas ganas de que me recuerden otras noches. Soy de la opinión de que una de las convenciones entre compañeros de borrachera que se precien es que, si no hay amnesia real, debe simularse. La otra noche llenamos el aire de palabras y humo que ya se han disipado. Mi único recuerdo es la resaca que me llevé a Leipzig.

—He tenido un día muy largo.

—Aquí se está bien. Están poniendo nuestra canción.

No me está tirando los tejos. Quiere decir que están poniendo su canción.

Klaus Renft es el legendario «Mick Jegger» del Bloque del Este. Vive a la vuelta de la esquina, en un piso de un solo cuarto lleno de vídeos y carteles de su banda, la Klaus Renft Combo. Siempre tiene bolsas de deporte llenas de cerveza y de todos los utensilios para fumar que haya conocido el hombre. Ambos somos habituales del pub local; tanto es así que lo utilizamos de salón. En el equipo de sonido del pub está retumbando la lastimera pero bella canción «Hilflos», una nueva versión incluida en su reciente álbum de regreso.

—¿Sigues ahí? —me pregunta.

—Sí. Y aquí me quedo.

—Pues entonces dulces sueños, pequeña —dice estirando las palabras. Cuando cuelga el auricular no lo pone bien y se queda descolgado. Me llevo el teléfono de vuelta a la cama. Me quedo oyendo «Hilflos» y luego cuelgo.

Me levanto con el timbre del teléfono. Es por la mañana.

Guten Tag. Puso usted un anuncio en el Märkische Allgemeine.

—Sí. Gracias por llamar. Mi intención es hablar con gente que trabajara para el Ministerio, para poder hacerme una idea de cómo era. Estoy escribiendo sobre la vida en la RDA.

Hay una pausa.

—En el anuncio ponía que era usted australiana.

—Sí.

—¿Es usted australiana?

—Sí.

—¿Es usted de Australia?

—Así es.

En la RDA gran parte de la geografía no era más que teoría porque la gente no podía salir del Bloque del Este. Si los orientales pensaban alguna vez en Australia era como en un lugar imaginario al que ir en caso de catástrofe nuclear.

—¿Escribe en inglés o en alemán?

—En inglés.

—Quedaré con usted, para dejar las cosas claras. Puede que en Australia no hayan puesto a la gente en contra nuestra y que por lo menos allí podamos dar nuestra visión con información objetiva y análisis. ¿Puede usted quedar mañana?

—Sí.

—¿En Potsdam, por la tarde?

—Sí.

—De acuerdo, entonces nos encontraremos del siguiente modo: estaré a las puertas de la iglesia de la plaza del mercado a las 15 horas. Llevaré el Märkische Allgemeine de mañana enrollado bajo mi brazo izquierdo. ¿Entendido?

—Sí —respondo obediente, aunque no puedo creer que este hombre siga con ganas de jugar a los espías siete años después de que haya caído el Muro. Luego le pregunto—: ¿Cuál es su nombre?

Otra pausa:

—Winz.

—Hasta mañana entonces, herr Winz.

Llego temprano a la iglesia y no hay nadie más en la entrada. El cielo está encapotado, muy gris. Llevo botas negras todoterreno y un abrigo negro con un ribete de piel falsa; doy el cante: salta a la vista que no tengo nada más que hacer que esperar una cita. En el mercado cercano a la iglesia mujeres con bufandas y guantes de lana de vivos colores empujan sus carritos entre los tenderetes, asomándose bajo los toldos a rayas rojas y blancas.

Compran patatas, encurtidos expuestos en cubas y ristras rosas de salchicha de hígado. En uno de los puestos un hombre con antebrazos como codillos le sirve a un barrendero una salchicha y un trozo de pan sobre un plato de papel. Las campanas repican tres veces. Cambio de un brinco de una pierna congelada a otra.

Después de diez minutos, un hombre se acerca con un periódico enrollado bajo el brazo izquierdo. Rondará los sesenta años, es barrigudo y con grandes carrillos, como un sabueso. Lleva una chaqueta de tweed que parece de corte extranjero. Cuando se saca el periódico de debajo del brazo para saludarme, veo que incluso tiene coderas de cuero: va disfrazado de occidental.

—Aparcar aquí es horrible —dice herr Winz a modo de disculpa por llegar tarde, pero también como si yo tuviese la culpa. Habla con ladridos autoritarios—. Sugiero que vayamos a un lugar neutral. Suelo utilizar el hotel Merkur.

¿Neutral? ¿Suelo?

—Por mí bien, herr Winz —le contesto, y nos vamos andando hacia el hotel, a unos quince minutos largos de aquí. Se me ocurre que lo mismo ha escondido el coche en alguna parte para que, en el caso de que caiga en la tentación, no pueda seguirlo. Sea como sea, me alegra que nos movamos.

El hotel tiene un vestíbulo de techo bajo, con reservados marrones y un montón de plantas de plástico. No hay nadie. Le pedimos café a un camarero con un antojo en la nariz y empiezo a explicarle a herr Winz mi interés por hablar con antiguos trabajadores de la Stasi. Me hace gestos de que me calle. Espera a que el camarero esté lo bastante lejos como para que no pueda oír. Luego se inclina hacia mí.

—Hoy en día, nunca se es lo suficientemente cauteloso —dice tocándose la nariz y mirando hacia la espalda del camarero. Luego me inspecciona con la mirada—. Por favor, en primer lugar, enséñeme su identificación.

Bitte?

—Me gustaría ver su documento de identidad.

—No tengo.

—¿A qué se refiere?

—En Australia no tenemos documento de identidad.

Se ha quedado sin habla. Me mira como si todas sus sospechas se hubiesen confirmado: vengo de un país tan remoto, tan primitivo, que todavía ni siquiera han etiquetado y numerado a la gente.

Cedo:

—Pero tengo pasaporte —digo, y lo saco de mi bolso. Hay un buen puñado de cosas que no se pueden hacer en este país de forma anónima: desde comprar una tarjeta para un móvil hasta viajar en tren. He tenido que demostrar mi identidad tan a menudo que ahora siempre llevo conmigo el pasaporte, como una fugitiva.

Lee mi fecha de nacimiento y me compara con mi yo más joven. Luego lo hojea para ver dónde he estado en los últimos años:

—Vaya, Checoslovaquia —murmura en cierto momento. Después ve que estuve en la RDA en 1987—. ¿Así que visitó usted mi país? —dice con aprobación.

—Sí, estuve aquí en Potsdam y luego en Dresde, y una vez fui a una fiesta con unos amigos en Berlín Oriental.

Me acuerdo de un día gris y frío como éste en Potsdam, con las calles desiertas. Nuestro autocar cargado de universitarios visitó solo las partes adoquinadas y doradas de esta ciudad de muestra, calles escogidas en forma de bonito redil para los turistas. En Dresde nos metieron en un funicular colina arriba y nos dieron una comida que provenía —hasta el sucedáneo de filete— de latas. En mi fiesta de Berlín Oriental el anfitrión, un periodista judío de impecable pedigrí comunista, resultó ser un confidente; se supo más tarde, cuando cayó el Muro. Puede que gane algo de credibilidad a los ojos de este hombre por tener unos sellos con un martillo y un compás en mi pasaporte, pero no se puede decir que conociera su país. Lo visité lo suficiente como para preguntarme qué era lo que me estaban escondiendo.

Le pido a herr Winz que me enseñe él también su identificación, pero me despacha con una risa y un gesto de desdén. Detrás de él, el camarero mira, como si el gesto hubiese sido para llamarlo, pero cruzamos miradas y sacudo la cabeza levemente. Se vuelve a meter la libretilla en el bolsillo del delantal.

Herr Winz abre su maletín y saca papeles, panfletos y una tesis encuadernada en espiral. Luego pone un pequeño libro de pasta dura encima de la montaña. Es El manifiesto comunista de Karl Marx y Friedrich Engels.

Me cuenta que trabajó para el Ministerio en Potsdam, desde 1961 a 1990, siempre en contraespionaje. Coge la tesis y me lee el título:

La labor del Ministerio para la Seguridad del Estado en la defensa contra la infiltración de inteligencia por los servicios secretos de los estados de la OTAN en contra de la RDA, presentada desde la perspectiva de un miembro de la división de contraespionaje, administración regional, Potsdam.

—Es una tesis que escribí basada en mi trabajo en el Ministerio. Si la lee, se enterará de muchas de las cosas que quiere saber.

Le echo un vistazo a la portada y veo que el estudio fue escrito en 1994 dentro del «Grupo de trabajo del Insiderkomitee de Potsdam para la revisión de la historia del Ministerio para la Seguridad del Estado».

—¿Lo escribió para el Insiderkomitee? —le pregunto.

—Sí.

—¿Es usted miembro?

—Sí, pero hemos cambiado el nombre por el de «Sociedad para la protección de los derechos civiles y de la dignidad del hombre».

¿El Insiderkomitee, derechos civiles y dignidad del hombre? Ya he oído antes ese nombre. Es una sociedad más o menos secreta formada por antiguos empleados de la Stasi que escriben estudios en los que cuentan su perspectiva de la historia, presionan para que se les concedan subsidios a ex funcionarios y se apoyan los unos a los otros en caso de juicio. Mantienen estrechos vínculos con el partido sucesor del SED, el Partido del Socialismo Democrático, y se dice que es posible que todos ellos tengan acceso a las decenas de millones de marcos que pertenecieron al SED y que todavía no han aparecido[12].

También está muy extendida la sospecha de que, además, estos hombres se dedican a acosar a quienes son susceptibles de delatarlos. A un ex guardia fronterizo que fue entrevistado en televisión le amenazaron con atacarle con ácido y hubo que ponerlo bajo protección policial. El acoso a domicilio está muy extendido: a un hombre le entregaron un paquete bomba en la puerta de su casa; hay esposas que han tenido que firmar albaranes por material porno que sus maridos no han pedido. El incidente más extraño del que he tenido noticia fue cuando a un hombre le entregaron un camión lleno de cachorros aullando en su puerta mientras el conductor le pedía su firma. Cables de freno cortados, accidentes y muertes por una marcha atrás. Uno o dos desconocidos recogieron del colegio a la hija de un escritor contestatario y se la llevaron a tomar un chocolate caliente, solo una hora o así. Se ve que lo de retener a la gente proporciona un peculiar placer; es una costumbre a la que es difícil renunciar[13].

Miro a herr Winz y de pronto me doy cuenta de que aquí el horizonte está abarrotado de víctimas: de los nazis, de Stalin, del SED y de la Stasi, y ahora toda esta caterva de aspirantes a víctimas de la democracia y de la aplicación de la ley.

—¿A qué se dedica el Insiderkomitee? —le pregunto.

—Intentamos presentar una visión objetiva de la historia, para luchar contra las mentiras y las tergiversaciones de los medios occidentales.

—También se dice que el Insiderkomitee es un frente para coordinar acciones contra aquellos que trabajan para desenmascarar lo que hizo la Stasi.

—Si fuese así, yo no sabría nada.

—¿Por qué no?

—No soy ningún pez gordo —dice—. Estoy aquí para contarle el excelente trabajo, la obra de arte de la Stasi en materia de contraespionaje. Pasé allí mi vida.

O herr Winz no sabe mucho, o no tiene intención de decírmelo. Tampoco va a responder a mis preguntas sobre el Insiderkomitee ni a hablarme de él. Cada vez que le pregunto sobre la realidad de la vida en la RDA me sale con los encantos de la teoría socialista. Creo que tiene la esperanza de sembrar las semillas del socialismo a través de mí en un rincón no mancillado del mundo.

—Teníamos gente por todas partes —me dice. Su principal interés parece ser haber enviado a jóvenes orientales comprometidos a vivir en Alemania Federal, donde se dejaban ver por los servicios de seguridad occidentales, que acababan reclutándolos—. Los teníamos bien arriba. Günter Guillaume era secretario del canciller Brandt y Klaus Kuron estaba en la contrainteligencia de la RFA; también teníamos a la mujer que preparaba a diario los informes de inteligencia del canciller Kohl.

Lo que cuenta es verdad, pero es cosa sabida por todos. Me cuesta creer que herr Winz estuviese implicado a un nivel tan alto. Su interpretación como espía ni convence ni inspira la suficiente confianza para creer que en realidad lo fue. Intento figurarme qué es lo que hizo porque él no me lo va a decir. Lo mejor que se me ocurre es que escribía manuales de instrucciones.

Pero herr Winz se está entusiasmando con su cuento:

—La CIA… ¡vaya hatajo de bandidos! Una pandilla de lo más despreciable. ¿Sabía que atentaron contra la vida de Fidel Castro en veinte ocasiones?

—No serían muy buenos entonces —digo sonriendo. Parece perplejo. No le hace gracia.

—Unos bandidos —grita—, le digo que eran unos bandidos.

Miro de reojo detrás de él, hacia el camarero, que está ocupado en su puesto. Si tenía alguna curiosidad sobre la procedencia de este hombre, ahora debe de haberla saciado con creces.

—¿Cómo le tratan hoy en día, como ex empleado de la Stasi? —le pregunto. Quiero averiguar por qué va disfrazado de occidental.

—El enemigo ha hecho propaganda de guerra contra nosotros, una campaña de calumnias y difamaciones. Por eso no suelo identificarme ante la gente. Pero en Potsdam hay personas que vienen y me dicen —pone voz lastimera—: «Teníais razón. El capitalismo es aún peor de lo que nos dijisteis. En la RDA una mujer podía andar sola por la noche. Podías dejar abierta la puerta de casa».

Tampoco hacía falta, pienso; de todas formas podían ver por dentro.

—El capitalismo es ante todo explotación. Es injusto. Es brutal. Los ricos se hacen más ricos y las masas son cada vez más pobres. Y genera guerras, sobre todo el imperialismo alemán. Cada industrial es un criminal en guerra con otro, cada negocio está en guerra con el de al lado. —Le da un sorbo al café y levanta la mano para impedir que le pregunte—. Y además, el capitalismo está acabando con el planeta: el agujero de la capa de ozono, la explotación de los bosques, la contaminación… ¡Tenemos que acabar con este sistema social! Si no, la raza humana no durará ni cincuenta años.

Hay un arte, un arte profundamente político, de utilizar las circunstancias que surgen para ponerlas de tu parte o en contra de la oposición, reformulando continuamente una realidad en la que la inocencia solo existe en los extremos. Y en su forma de hablar se evidencia que el socialismo, como dogma de fe, puede seguir existiendo en las mentes y en los corazones a pesar de las miserias de la historia. Este hombre va disfrazado de occidental para pasar desapercibido en el mundo al que se ha visto abocado, pero cuanto más habla, más patente se hace que se esconde, a la espera de la Segunda Venida del socialismo.

Recobra la compostura y baja la voz, inclinándose hacia mí con maneras conspirativas. Su aliento es cálido y amargo por el café y pequeñas motas de caspa caen sobre la cubierta de cartoné de la tesis.

—Tome esto. —Me tiende El manifiesto comunista que está encima de la pila. Parece bien cuidado—. Tiene que leerlo —masculla—. Después entenderá mucho mejor. Todavía no se ha escrito un mejor análisis del capitalismo. Es un regalo.

Saca un boli y me dedica el libro. «Como recuerdo de nuestra charla en Potsdam».

—Muchas gracias.

Herr Winz recoge sus cosas y se levanta para irse. Luego apoya los nudillos contra la mesa y acerca su cara a la mía:

—Puede creerme —me dice—. Ya he vivido una revolución, en 1989, y conozco los síntomas. —Su voz empieza a subir de tono. Veo las venas de su frente—. ¡Este sistema está dando sus últimos coletazos! ¡Tiene los días contados! ¡El capitalismo no va a durar! La revolución —levanta el puño de la mesa— está al llegar.

Luego se va por el vestíbulo hasta la puerta de entrada y el camarero me trae la cuenta.

Una voz alegre: «En este momento no podemos coger el teléfono, pero si deja un mensaje le llamaremos lo antes posible. Si son buenas noticias, antes todavía. Adiós».

—Miriam, soy Anna —empiezo. Luego oigo el pitido. Vuelvo a empezar—: Miriam, soy Anna. La verdad es que llamaba simplemente para saludarte. No tengo noticias. Volveré a llamarte, o puedes contactar conmigo en el teléfono de Berlín. Espero que vaya todo bien. —No se me ocurre nada más que decir—. Adiós.

Varios días después, cada vez que suena el teléfono, pienso que tal vez sea ella, pero casi siempre es gente de la Stasi. Después de una semana o así, a pesar de los funcionarios de la Stasi, sigo teniendo esperanza cuando suena el aparato. Pasa otra semana y la sensación empieza a cuajar en algo más desalentador: ¿la habré ofendido? Justifico su silencio con distintas posibilidades: «ha perdido mi número», «está de vacaciones», y la más elaborada: «revivir su historia ha sido demasiado para ella y se ha colgado de una cuerda en su torre». A pesar de lo gráfico de esta última, decido dejar pasar otras dos semanas antes de volver a llamarla. En cierto modo, al menos soy consciente de que estoy siguiendo a una persona que ya ha sufrido bastante acoso.

¿Contar tu historia supone una liberación? ¿O meterte de lleno en tu futuro?