7. El olor a viejo

Aquí, en el cuartel general de Normannenstrasse, cundió el pánico. A los funcionarios de la Stasi se les dio órdenes de destruir los expedientes, empezando por los más incriminatorios: los que nombraban a occidentales que espiaban para ellos y los que estaban relacionados con muertes. Eliminaron los expedientes hasta que las destructoras de papel se colapsaron. Entre otras escaseces del Este, también había escasez de este tipo de máquinas, así que mandaron a agentes encubiertos a Berlín Occidental para comprar más. Solo en el edificio 8, los miembros del movimiento civil se encontraron con más de cien destructoras averiadas. Cuando la Stasi no pudo hacerse con más máquinas, empezaron a destruir los archivos y los expedientes con las manos, haciendo trizas los documentos y poniéndolos luego en sacas. Pero lo hicieron con tal orden —cajones enteros de documentos en una misma bolsa— que ahora, en Nuremberg, las mujeres puzle son capaces de volver a encajar las piezas.

El 13 de noviembre, Mielke, con ochenta y un años, empezó a desesperarse ante la debacle de su mundo. Dio su primer y único discurso ante el Parlamento, emitido en directo. «Queridos camaradas», empezó, y los abucheos estallaron. Gritos de «No somos camaradas» surgieron desde los escaños de los partidos minoritarios, independientes desde hacía poco. Luego, como si simplemente no pudiese comprender por qué no le apreciaban, Mielke balbuceó ante el micrófono: «Yo quiero… yo es que os quiero a todos. Me he desvivido por vosotros…»[10]. A los alemanes orientales, cuando piensan en Mielke, les gusta recordarlo así. Tal vez haya algo reparador en el ridículo; sea como sea, el caso es que alivia del terror y de la rabia.

El 3 de diciembre, Krenz, junto a Mielke, fue expulsado del Partido. Hans Modrow, un político de Dresde, se convirtió en el líder. Modrow decidió cambiar el nombre de «Ministerio para la Seguridad del Estado» por el de «Oficina para la Seguridad Nacional» (Amt für Nationale Sicherheit), un lavado de cara que daba como resultado un acrónimo de lo menos afortunado: «Nasi». No engañaron a nadie.

El grupo de alemanes occidentales que están visitando el edificio parece haberse apaciguado. Han parado las bromitas por lo bajo de los hombres, las miradas entre las esposas. La guía pregunta si quieren ver la parte de arriba, pero arrastran los pies y sacuden las cabezas, dicen que es probable que ya no les dé tiempo hoy.

—Bueno, entonces —dice—, hemos llegado al final de nuestra historia. —Con sus maneras de marimandona y su nariz arrugada, se ve que no tiene intención de dejar que esos occidentales se vayan de aquí antes de oír cómo el pueblo tomó el edificio.

Cuenta que, en enero de 1990, al ver el humo saliendo por las chimeneas, los berlineses vinieron hasta aquí para protestar. Trajeron ladrillos y piedras y construyeron un muro simbólico alrededor del edificio para instar a la Stasi a que dejara de quemar los expedientes. Dice que es extraordinario que, con tantas piedras como había, no se lanzase ni una y que, del otro lado, tampoco llegase ningún disparo:

—Había un montón de agentes de la Stasi circulando entre los manifestantes —dice con desdén—, tal vez por eso no dispararon, para no herir a un compañero.

Al final, cuando la Stasi hubo hecho todo lo que pudo para esconder y destruir sus archivos, abrieron las puertas a los manifestantes.

Las denuncias contra Mielke empezaron tan pronto como perdió el poder; no podía ser de otra forma, sobre todo con un pueblo tan bien entrenado en eso de denunciar. La oficina del fiscal de Berlín recibió una nota que acusaba a Mielke de utilizar fondos públicos para construir su villa y su coto de caza. En enero de 1990 se añadieron más cargos a la acusación: sospecha de alta traición; colaboración en la reforma de la Constitución en la que él y Erich Honecker instituyeron un «sistema nacional de vigilancia del correo y de las telecomunicaciones»; privación de libertad a la gente, «en contra de la ley», al ponerla bajo «custodia preventiva» durante el cuadragésimo aniversario de la RDA.

Encerraron a Mielke en prisión preventiva. Durante 1990 y 1991 entró y salió de varias cárceles berlinesas, incluida Hohenschönhausen, donde había mandado a la mayoría de sus presos políticos. Con el tiempo se añadieron más cargos, entre ellos los de los agentes de Policía asesinados en 1931. El juicio de Mielke empezó en 1992 pero, para cuando terminó, las únicas acusaciones que quedaban eran las relacionadas con los crímenes de Bülowplatz. Fue condenado a seis años de prisión por participar en ellos. La guía le explica a su rebaño:

—Fue absurdo encarcelarlo por unos asesinatos tan antiguos.

Pese a todo, mucha gente pensó que algo era algo. Lo liberaron por cuestiones de salud en agosto de 1995 y desde entonces vive no muy lejos de este edificio.

Honecker salió peor parado. A principios de 1990 se le arrestó por sospecha de corrupción y alta traición, para luego ser puesto en libertad bajo fianza. En noviembre de ese mismo año se le acusó de ser responsable de asesinatos cometidos en el Muro, pero huyó a Moscú, desde donde comunicó a la prensa que no albergaba remordimiento alguno y protestó por el arresto de antiguos colegas. En julio de 1992 fue extraditado a Berlín para que afrontara un juicio que sería suspendido en enero debido a su cáncer de hígado terminal. Honecker y su mujer se exiliaron a Chile, donde él murió en mayo de 1994.

Conforme el Partido fue perdiendo apoyos en el país, empezó a negociar con la Runde Tisch, el consorcio de activistas pro derechos civiles y de grupos eclesiásticos de Alemania Oriental. Pero incluso éstos estaban infectados de confidentes de la Stasi. Con todo, cuando la Runde Tisch aprobó una moción en su primer encuentro del 7 de diciembre de 1989, por la cual se exigía que se llevasen a cabo unas elecciones libres y que se disolviera la Stasi bajo control civil, la mayoría de los confidentes votaron a favor. Al parecer, para no ser descubiertos, se vieron obligados a votar medidas para acabar con el régimen que les había dado de comer[11].

Entre 1989 y octubre de 1990 se mantuvo un encendido debate sobre qué hacer con los archivos de la Stasi. ¿Debían abrirse o quemarse? ¿Debían ponerse bajo llave durante cincuenta años y luego abrirlos, cuando la gente que aparecía en ellos hubiese muerto o, posiblemente, perdonado? ¿Cuáles eran los peligros de saber? ¿Y los peligros de ignorar el pasado y volver a caer en lo mismo, solo que con banderas, pañuelos o cascos de distinto color?

Al final, algunos archivos se destruyeron, otros se pusieron bajo llave y otros se abrieron. La Runde Tisch decidió que la Hauptverwaltung Aufklärung (el brazo internacional de la Stasi) podía disolverse por sí sola. En ese tesoro enterrado había demasiados archivos en relación con demasiados países extranjeros —entre los cuales no eran pocos los relacionados con la administración de Alemania Federal, donde se habían infiltrado numerosos espías de la Stasi— que, ni que decir tiene, eran demasiado peligrosos.

Esto reducía el asunto a los expedientes de la Stasi sobre la gente del interior de la RDA. Muchos alemanes orientales, sobre todo aquellos que habían estado en el poder o habían sido confidentes, estaban en contra de que quedasen a disposición de cualquiera.

El Gobierno de la RFA era de la misma opinión. ¿Temían la vergüenza que sentirían cuando se abriesen los archivos, cuando se revelasen sus propios tejemanejes para apoyar al régimen? ¿O se producirían baños de sangre indiscriminados cuando la gente se vengase de los confidentes?

En agosto de 1990, el primer y único parlamento electo de la RDA aprobó una ley que garantizaba el derecho del pueblo a ver sus propios expedientes. Pero el gobierno de Alemania Federal, en su borrador del Tratado de Unificación de ambos países, recomendó que se enviaran todos los expedientes a los archivos federales de Koblenz, en Alemania Federal, donde lo más probable era que se guardasen bajo llave.

Los ciudadanos de a pie de la RDA estaban horrorizados. Temían que se siguiera utilizando toda la información sobre ellos, o que no llegasen a saber nunca cómo había manipulado sus vidas la Compañía. Las protestas empezaron. El 4 de septiembre de 1990 los manifestantes ocuparon este vestíbulo y, una semana más tarde, empezaron una huelga de hambre. Al final salieron victoriosos y vieron que en el Tratado de Unificación se incluyeron disposiciones para regular el acceso a los archivos.

El 3 de octubre de 1990, el día de la reunificación alemana y el día en que dejó de existir la RDA, el pastor alemán oriental Joachim Gauck tomó posesión de su cargo como director de la recién inaugurada Oficina de Documentación de la Stasi. Aunque por los pelos, Alemania se convirtió en el único país del Bloque del Este que consiguió, valiente y concienzudamente, abrir para su pueblo los archivos sobre su pueblo.

El grupo se va, ya ni siquiera murmuran entre ellos. Supongo que tienen prisa por volver a su hotel en Berlín Occidental, cuyo estilo internacional no les recuerda nada; no los culpo. La guía se me acerca y me pregunta qué es lo que me interesa de este sitio. Le explico que después de ver la Runde Ecke de Leipzig tenía ganas de visitar el cuartel general de la Stasi, y le cuento que lo que quiero es hablar con gente que se opuso al régimen, más que con los que lo representaron.

—En ese caso —me dice—, tiene que conocer a frau Paul.

La sigo hasta su oficina, un pequeño espacio atestado de carpetas llenas de expedientes, y me da un número de teléfono.

Subo por las escaleras del vestíbulo. A ambos lados del pasillo hay vitrinas de cristal con objetos expuestos que escondían cintas y cámaras para documentar al «enemigo». Hay más variedad que en Leipzig: una maceta, una regadera, una lata de gasolina y la puerta de un coche, todo con cámaras de diversos tamaños escondidas en el interior. Hay termos con micrófonos en la tapa, un chaquetón de montañismo con una cámara cosida al bolsillo de la solapa y un aparato parecido a una antena de televisión que podía captar conversaciones a cincuenta metros de distancia, en otros edificios, o mientras estabas en el coche, parado en un semáforo.

En el siguiente corredor paso por delante de un busto negro de Marx sobre un pedestal, parece un dios con el cabello al viento. Han convertido uno de los despachos en una sala de trofeos para las baratijas de la Stasi. Hay estandartes de cada regimiento, cintas y medallas al servicio e insignias de ojal como distintivos de jerarquía. Hay Lenins de barba picuda en miniatura, de todos los tamaños, y una larga fila de puños de yeso cerrados y alzados por el socialismo internacional. Hay trofeos y jarrones, y jarras de cerveza con el emblema de la RDA: el martillo y el compás. Una cajita de libros en miniatura contiene la vida y milagros del camarada Erich Honecker y hay un retrato tamaño relicario del propio Mielke en —qué cosas— esmalte. En la pared cuelga una alfombra con el triunvirato de los perfiles de Marx, Engels y Lenin bordado en lana junto a una sorprendente esterilla tejida a mano con el símbolo de la Stasi en acrílico rojo, amarillo y negro. Las alfombras me dejan fascinada. Creo que ponderan el valor de la mano de obra por encima del resto de objetos expuestos, la mayoría cosas de adorno o funcionales.

De esta sala se pasa a otra más pequeña. En un principio pienso que contendrá más kitsch revolucionario, pero aquí solo hay libros y medallas bajo cristal. De hecho, la mayoría de las cosas son papeles, aunque cuando empiezo a leerlos comprendo por qué merecen una sala aparte: son los planes de 1985 de la Stasi y del ejército para invadir Berlín Occidental. Éstos son metódicos: incluyen la división del «nuevo territorio» en delegaciones de la Stasi y las cifras exactas sobre el número de funcionarios que se asignarían a cada una. Y hay una medalla, acuñada en bronce, plata y oro por orden de Honecker, para ser concedida, después del triunfo de la invasión, al «Valor ante el Enemigo Occidental». En el Oeste nadie podría haberse imaginado hasta dónde llegaba la ambición de la Stasi.

Las habitaciones de Mielke están en la segunda planta. No se ve a nadie. Mis zapatos hacen un ruido de goma sobre el linóleo hasta que llego a su despacho, donde el suelo es de parqué. Es una habitación espaciosa, con un halo de decadencia bien conservada. Da la misma sensación que experimentarías al visitar la casa de alguien que compró los muebles de su boda en los años cincuenta pero que nunca tuvo los medios para renovarlos. De hecho, todo parece tener ese color de los cincuenta, entre amarillo y verde, como de gas mostaza.

El principal atractivo de la habitación es un escritorio chapado de tamaño mediano. Al acercarme paso por delante de un retrato de Lenin, cuyos ojos me siguen por la habitación. Lo único que hay sobre el escritorio son dos teléfonos y una máscara mortuoria de Lenin en yeso. De tamaño real, la cabeza parece pequeña comparada con otras versiones exageradas en lana, en pintura y en mármol de la cámara del tesoro de abajo. También parece muy muerto: un memento mori de este sistema de creencias, como un crucifijo en otro. Pero, aparte de esta presencia, el lugar parece más bien el despacho del alcalde de una casa consistorial venida a menos, en una pequeña pero orgullosa ciudad rural cuyos habitantes guardan un buen recuerdo de los días en que el precio de la lana era alto.

La luz es tan pobre que los contornos están desdibujados. Avanzo un poco, atravieso las habitaciones privadas de Mielke (un sofá cama y una silla) y un cuarto de baño (un modelo de sobrio alicatado) hasta una antesala más amplia que alberga hoy mesas de cafetería para los turistas. También está vacía. Hay un par de viejos sillones en una esquina; un televisor reproduce una cinta de vídeo. Voy hasta allí, hacia la fuente de luz, y me siento a verla.

La película son imágenes captadas por un aficionado de los manifestantes irrumpiendo en el edificio en la fría noche del 15 de enero de 1990. Atraviesan las oficinas, el supermercado, las peluquerías, abriendo puertas cerradas y mirando de hito en hito las sacas y sacas de papeles. No parecen alegres, ni siquiera se muestran bravucones. Por el contrario, sus caras están a medio camino entre el asco y la tristeza. Ya me han descrito antes esa peculiar sensación por la que no sabes si reírte o vomitar.

Hace frío y el aire huele a cerrado. Me subo el cuello del chaquetón hasta las orejas. No creo que haya en la historia algo comparable a esto, a que, casi de la noche a la mañana, la sede de un servicio secreto haya pasado de ser tan temida que apenas se osaba pronunciar su nombre, a convertirse en un museo en el que te puedes sentar en un confortable sillón al lado del mingitorio privado del jefe y ver un vídeo sobre cómo tomaron su despacho. Oigo pisadas detrás de mí y me doy la vuelta: una pequeña mujer rubia con vaqueros y guantes de goma con un bote de limpiamuebles.

—¿Van a cerrar ya? —le pregunto—. ¿Me voy?

Sonríe y da una palmadita al vacío con una mano de plástico rosa.

—No se preocupe —dice—. Ya no quedamos más que nosotras, así que no pasa nada si nos vamos las dos juntas cuando acabe.

Empieza a rociar las mesas con la munición perfumada. Vuelvo a la película. Muestra imágenes de la morgue de la Stasi de Leipzig: cuerpos sobre las mesas, incluido el de un joven sin heridas aparentes. Pasan a una entrevista con un trabajador del cementerio General Sur que explica que había recibido llamadas «unas veinte o treinta veces» para que dejase cierto horno abierto «con el fin de que la Stasi hiciese su trabajo». El hombre parece incómodo, pero también se encoge de hombros como diciendo «era mi trabajo». La voz en off comenta que se encontraron unas treinta urnas en las oficinas de la Stasi de Leipzig, sin etiquetar y sin reclamar. Me pregunto si Miriam lo sabrá. Creo que debería llamarla.

Lo siguiente es una entrevista con un hombre muy repeinado y con un bigote pelirrojo que fue psicólogo de la Stasi. Está explicando la buena voluntad del pueblo de informar sobre sus compatriotas, en lo que llama «un impulso de asegurarte de que tu vecino está haciendo lo correcto». Ni se inmuta. «Se remonta a algo que está en la mentalidad alemana —dice—, cierta pulsión por el orden, la meticulosidad y cosas por el estilo».

Cosas por el estilo. Una tos a mis espaldas.

—Claro que viví con normalidad —dice la limpiadora. Me giro. Tiene la cara surcada por las arrugas, de fumadora, y una delgadez de pecho hundido—. Me conformé, como todo el mundo. Pero tampoco es verdad que la RDA fuera una nación de 17 millones de confidentes. Solo había dos por cada cien habitantes.

—Sí —respondo, y luego no sé qué más añadir. Incluso con un confidente por cada cincuenta personas, la Stasi tenía a toda la población cubierta.

Me da por caso perdido.

—No hay manera de sacarle las manchas a estas mesas —dice, y vuelve a su trabajo.

Cuando acaba volvemos por las habitaciones privadas de Mielke, por el baño y el despacho. Cierra las puertas con llave y nos vamos.

—¿Sabe qué? En este país no hay unidad verdadera —me explica— aunque hayan pasado siete años. No me siento parte de este país. ¿Sabe que en el barrio de Kreuzberg de Berlín Occidental quieren que se vuelva a levantar el Muro? ¡Para protegerse de nosotros! —Se enciende un cigarro—. ¿Le cabe en la cabeza que un alemán pueda pensar así?

Espero que sea una pregunta retórica. Lo único que sé es que solo hicieron falta cuarenta años para crear dos tipos de alemanes muy distintos, y que llevará otros tantos limar las diferencias.

Pasamos por delante de un aseo con una «H» de Herren.

—Solo necesitaban aseos de caballeros —dice—. Las mujeres no podían pasar del rango de coronel y, de todas formas, solo había tres. Esto era un Männerklub. —Asoma la cabeza en un pequeño cuarto para un centinela—. Mire esto —me dice. Sobre la mesa todavía hay un calendario de enero de 1990—. No, allí. —Me señala la otra pared, detrás del escritorio. Hay un manchón sobre la pintura—. Ahí es donde el colega se reclinaba en su silla y apoyaba su gorda y grasienta cabeza sobre la pared. —Está asqueada—. Eso no sale.

Proseguimos nuestro camino en zigzag por las escaleras, dejando atrás a Marx y su pelo al viento. El único sonido es el de nuestras pisadas, y la única luz, la de abajo, la de la entrada.

—¿No le da miedo estar aquí sola de noche? —le pregunto.

—A veces —me dice—, pero era peor todavía nada más abrirlo. Antes olía todo el edificio, lo limpiamos y lo limpiamos pero no había manera de acabar con ese olor.

Se para y me mira de frente. Incluso en la penumbra sus ojos son hermosos, de un azul aciano. Se le crispa la cara.

—¿Sabe lo que le digo? —No espera mi respuesta—. Era un olor a viejo.