6. Cartel General de la Stasi

Al día siguiente las llamadas empiezan bien temprano por la mañana. No me había parado a pensarlo: no me había imaginado cómo sería tener a una serie de militares, que han perdido su autoridad y su país, llamándote por teléfono a casa.

Estoy durmiendo. Cojo el teléfono y digo mi nombre.

Ja. Llamo por su anuncio en el Märkische Allgemeine.

Ja… —Busco a tientas mi reloj. Son las 7.35.

—¿Cuánto paga?

Bitte?

—Comprenderá que… —dice la voz. Me incorporo y me tapo con el edredón.

—¿Con quién hablo?

—Eso de momento no importa. —Es una voz confiada—. Comprenderá que hoy en día a la gente como yo le resulta muy difícil conseguir trabajo en la nueva Alemania. Se nos discrimina y nos toman el pelo como a chinos cada dos por tres en este… Kapitalismus. Pero aprendemos rápido, por eso le estoy preguntando cuánto tiene intención de pagarme por mi historia.

—No sé, no puedo ofrecerle una cantidad sin saber qué clase de historia es.

—Fui I. M. —dice.

Me siento tentada. Los I. M. eran «Inofizielle Mitarbeiter» o colaboradores no oficiales. Sé que es probable que no encuentre a muchos dispuestos a hablar conmigo. Son la gente más odiada de la nueva Alemania porque, al contrario que los funcionarios uniformados de la Stasi y que el personal administrativo que iban a diario a un trabajo burocrático, estos confidentes informaban sobre sus familiares y sus amigos sin que éstos lo supiesen.

Moment, bitte —le digo, y me coloco el teléfono sobre el regazo. Me acuerdo de Miriam, que me dijo que los confidentes suelen argumentar que la información que daban no hacía daño a nadie: «Pero ¿cómo podían saber ellos para qué se usaba? —se preguntaba—. Es como si a todos les hubiesen dado el mismo manual de excusas».

Cojo el auricular y le digo que no. ¿Cómo voy a recompensar a los confidentes una segunda vez? Y además no tengo dinero.

El teléfono no para de sonar. Fijo unas cuantas citas con personal de la Stasi: en Berlín, en Potsdam, a las puertas de una iglesia, en un aparcamiento, en un bar y en alguna que otra casa.

Mi cocina da a un patio interior. Suelo ver movimiento tras las ventanas del resto de pisos. Hoy hay un hombre en una de ellas, mirando fijamente, en Babia. Está desnudo. Estoy al teléfono y aparto la mirada, espero que no se haya sentido observado. Cuando me giro para colgar el auricular sigue allí y, por un momento, pienso que tal vez no me haya visto, pero entonces me doy cuenta de que ha corrido un poco la cortina para cubrirse el pene, por donde mantiene sujeta la tela en un gesto de modestia estática, una toga de poliéster.

Tengo que salir de la casa, apartarme del teléfono.

Fuera el frío es glacial y cala hasta los huesos. No hay viento, es como si nos hubiesen metido a todos en una nevera. En la quietud la gente va dejando cometas de aliento. Cojo el metro para ir al cuartel general de la Stasi en Normannenstrasse, en el barrio de Lichtenberg. El folleto que cogí en la Runde Ecke muestra una gran extensión de edificios de muchas plantas sobre un espacio de varias manzanas. La foto está tomada desde el aire y, como los edificios forman ángulos rectos entre sí, el complejo parece un chip informático gigante. Desde aquí se gestionaba el conjunto del aparato, un lamentable todo: el C. G. de la Stasi. Y en el interior de esta ciudadela estaba el despacho de Erich Mielke, el ministro de Seguridad del Estado.

El 7 de noviembre de 1990, solo unos meses después de que los berlineses cerraran con barricadas el recinto, se abrieron al público las dependencias de Mielke, incluidas sus habitaciones privadas, como museo. El Comisionado Federal para la Documentación del Servicio de Seguridad del Estado de la ex RDA (la Oficina de Documentación de la Stasi) es quien controla ahora los archivos y expedientes. La gente viene aquí a leer sus biografías no autorizadas.

A través de una ventana veo una sala donde hay varios hombres y mujeres, cada cual sentado ante una pequeña mesa. Miran carpetas rosas y color crema y toman notas. ¿Qué misterios se estarán resolviendo? ¿Por qué no fueron a la facultad, o por qué no podían conseguir trabajo, o qué amigo le contó a la Stasi lo del libro de Solzhenitsin prohibido en sus estanterías? Los nombres de terceros en discordia que se mencionan en los expedientes están tachados con un rotulador negro de punta gruesa, para no revelar los secretos de otra gente (que el tío Frank le era infiel a su mujer, que el vecino era un borrachín), pero se te permite saber el nombre real de los agentes y de los confidentes de la Stasi que te espiaron. Durante el tiempo que estoy allí, no veo a nadie ni llorando ni pegándole puñetazos a las paredes.

Me abro camino hasta el edificio principal como un ratón en un laberinto. Quiero formarme una idea sobre el hombre que dirigía este sitio antes de verme cara a cara con alguno de sus subalternos.

El apellido Mielke se ha convertido en sinónimo de Stasi. Las víctimas sienten un dudoso honor al hallar la firma de él en sus expedientes, en los planes para que alguien sea observado «con todos los métodos disponibles», en órdenes de arresto, de secuestro, instrucciones a jueces para prorrogar condenas, órdenes de «liquidación». El honor es dudoso porque la moneda no está muy cotizada: firmó tantos… El aparato de Mielke, dirigido sobre todo contra sus propios conciudadanos, era 1,5 veces mayor que el ejército regular de la RDA.

Después de la caída del Muro los medios alemanes dijeron de Alemania del Este que había sido «el Estado-espía más perfecto de todos los tiempos». En total la Stasi tuvo 97.000 trabajadores, más que suficiente para vigilar un país de 17 millones de personas. Pero también disponía de más de 173.000 confidentes repartidos entre la población. Se estima que en el Tercer Reich de Hitler hubo un agente de la Gestapo por cada 2.000 ciudadanos, y en la URSS, un agente de la KGB por cada 5.830 personas. En la RDA, había un agente o un confidente de la Stasi por cada 63 personas. Si incluimos a los confidentes ocasionales, algunos estiman que había una proporción de un informante por cada 6,5 ciudadanos. Dondequiera que Mielke encontraba oposición encontraba enemigos, y cuantos más enemigos encontraba, más personal y más confidentes contrataba para aplastarlos[2].

Aquí, en Normannenstrasse, 15.000 burócratas de la Stasi trabajaban a diario, administrando las actividades de la Stasi en el exterior y supervisando la vigilancia interior a través de cada una de las catorce sedes regionales de la RDA.

Hay fotografías que muestran a Mielke como un hombre menudo y sin cuello. Tiene los ojos muy pegados entre sí y los carrillos hinchados. Su cara y sus labios son los de un púgil. Le gustaba mucho cazar; hay una grabación donde aparece pasando revista a una fila de ciervos muertos, como si estuviese en un desfile militar. Le encantaban sus medallas, las llevaba en brillantes y ruidosas hileras colgadas del pecho. También le encantaba cantar, sobre todo marchas enardecedoras y, cómo no, «La Internacional». Se dice que los psicópatas, gente sin problemas de conciencia, suelen ser buenos generales y políticos: tal vez él fuera uno de ellos. Lo que sin duda es cierto es que era el hombre más temido de la RDA; temido por camaradas, temido por miembros del Partido, temido por los trabajadores y por la población en general. «No somos inmunes a los enemigos en nuestro propio seno —dijo ante una reunión de altos funcionarios de la Stasi en 1982—. Si conociera a alguno, no pasaría de mañana, en un visto y no visto. Soy humanista, por eso lo veo como lo veo». Y: «Todas esas historias de si ejecutar o no ejecutar, que si a favor o en contra de la pena de muerte… No son más que memeces, camaradas. ¡Ejecutad! Y, si es necesario, sin sentencia de un tribunal»[3].

Mielke nació en 1907[4], hijo de un carretero berlinés. A los catorce años se afilió a la organización de las Juventudes Comunistas y a los dieciocho, al Partido. Durante la década de 1920 y principios de la de 1930 la situación política en Alemania era muy volátil: había peleas callejeras entre comunistas y nazis y entre comunistas y agentes de policía. La muerte de un comunista en 1931 durante una refriega en Berlín hizo que el Partido reclamara venganza. El 8 de agosto, en una manifestación en la Bülowplatz, Mielke y otros hombres mataron a un jefe de la Policía local y a su chófer al dispararles a quemarropa por la espalda.

Mielke huyó a Moscú. Allí asistió a la Escuela Internacional Lenin, una institución de elite para formar a líderes comunistas, y al mismo tiempo trabajó para la policía secreta de Stalin, la NKVD. En enero de 1933, el Partido Nazi subió al poder en Alemania. Algunos de los comunistas responsables de los asesinatos de Bülowplatz fueron sentenciados a muerte; otros, a largas condenas. Se ordenó su arresto.

Mielke se mantuvo lejos de Alemania. A finales de la década de 1930 participó activamente en la Guerra Civil española; por su cuenta, hizo méritos en Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, tiempo después, Stalin le condecoró con varias medallas por los servicios prestados: parece evidente que, a partir de la mitad de la década de 1930, allá donde fuese, Mielke actuaba como sicario del servicio secreto de Stalin.

Cuando terminó la guerra volvió al sector soviético de Berlín, donde estaba a salvo. Allí trabajó en el departamento de asuntos internos de la Policía soviética. En 1957, Mielke maquinó un golpe contra su líder y se hizo así con el poder como ministro de Seguridad del Estado. Con el tiempo iría consolidando su poder en el Partido y en el país. En 1971 ayudó a organizar el golpe que proclamó a Erich Honecker secretario general. Éste recompensó a Mielke proponiéndolo como candidato al Politburó y regalándole una casa en el complejo de lujo del Partido, en Wandlitz. Desde entonces ambos Erichs fueron los mandamases del país.

Si bien Mielke era el hombre invisible, los retratos de Honecker, en cambio, estaban por doquier: en las escuelas, en los pasillos de las Juventudes Libres Alemanas, en los teatros, en las piscinas; en las universidades, en las comisarías, en los campamentos de vacaciones y en las garitas fronterizas. Iba siempre con traje y corbata y unas grandes gafas con montura negra. Llevaba el pelo —primero negro y luego gris— peinado hacia atrás, con amplias entradas. Aparte de ser pequeño, Honecker era bastante del montón, salvo por su extraña boca de gruesos labios que parecían esbozar, solo en parte, una sonrisa.

El pasado de Honecker no era muy distinto al de Mielke. Su padre fue minero y se unió a la Jung-Spartakus-Bund a los once años, y a las Juventudes Comunistas a los catorce. Fue aprendiz de techador, antes de pasar 1930 y 1931 en la Escuela Lenin de Moscú para después trabajar clandestinamente con los comunistas en contra del régimen de Hitler. En 1937 fue arrestado por la Gestapo y sentenciado a diez años de prisión por «planear alta traición». Escapó poco antes del final de la guerra, momento en el que empezó, poco a poco, a hacer carrera en el Partido como dirigente de Alemania del Este.

Las competencias de la Stasi eran ser «el escudo y la espada» del Partido Comunista, llamado por entonces Partido Socialista Unificado de Alemania (Sozialistische Einheitspartei Deutschlands) o SED. Pero su mayor cometido era proteger del pueblo al Partido. Arrestaba, encarcelaba e interrogaba a todo el que se le ponía por delante. Inspeccionaba toda la correspondencia en cuartos secretos en la parte de arriba de las estafetas de correo (se copiaban cartas y se robaba cualquier cosa de valor), e interceptaba, a diario, miles de llamadas telefónicas. Colocaba micrófonos en habitaciones de hotel y espiaba a los diplomáticos. Tenía sus propias facultades, hospitales, centros deportivos de alto rendimiento y programas de entrenamiento terrorista para libios y para alemanes occidentales de la Fracción del Ejército Rojo. Infectó el campo de búnkeres secretos para sus miembros por si estallaba la Tercera Guerra Mundial. Al contrario que los servicios secretos de los países democráticos, la Stasi era el puntal del poder del Estado. Sin ella, y sin la amenaza de los tanques soviéticos en la retaguardia, el régimen del SED no habría podido sobrevivir.

El vestíbulo del cuartel general de la Stasi es un amplio atrio. Una luz aguada entra por las ventanas de detrás de unas escaleras que zigzaguean hasta las oficinas. Una mujer menuda que me recuerda a la celadora de un hospital —lleva el pelo recogido y unos cómodos zapatos blancos— guía a un grupo por el edificio. Los visitantes son muy charlatanes, gente anciana que acaba de bajarse de un autobús con matrícula de Bonn. Visten ropa cara de colores vivos y han venido para echar un vistazo, a ver qué les habría pasado a ellos si hubiesen nacido o vivido un poco más al Este.

El grupo rodea una maqueta del complejo mientras la guía les cuenta lo que se encontraron los manifestantes cuando por fin consiguieron entrar aquí en la noche del 15 de enero de 1990. Dice que había un supermercado en el interior con manjares que era imposible comprar en ningún rincón del país. Había una peluquería con filas de secadores de casco naranjas, para «los cortes a cepillo». Había un zapatero y, por supuesto, un cerrajero. La guía arruga la nariz para ajustarse el puente de las gafas: un acto reflejo que vale también como gesto de disgusto. Les explica que el edificio de al lado —el archivo— no se veía desde fuera del complejo y que en su interior se había diseñado una habitación recubierta de cobre para impedir que los satélites espías recabaran información. Había un almacén de municiones y un búnker bajo tierra, para Mielke y unos cuantos elegidos, en caso de catástrofe nuclear. Dice que los berlineses solían llamar a este sitio la «Casa de los mil ojos».

Empiezo por inspeccionar el atrio. Una flecha indica el camino a la biblioteca, otra, las escaleras, hacia una sala de exposiciones. Huele a polvo y a cerrado.

Es entonces cuando oigo hablar a la guía de una «solución biológica». Los occidentales guardan silencio. Cuenta que, en vez de esperar una revolución, ella y sus amigos pusieron todas sus esperanzas en la avanzada edad de los «Marxisten-Senilisten», con un pie en la tumba. Al fin y al cabo, dice arrugando la nariz, los líderes de la RDA eran los más viejos del mundo.

—Debimos de batir algún récord.

Pero, al contrario que en China, donde se veía a los líderes en silla de ruedas, casi muertos, los viejos de aquí apenas mostraban signos de desfallecimiento físico.

—Siempre estaban tramando algo —explica—, que si inyecciones de células de ovejas, dosis ultraelevadas de oxígeno, cualquier cosa. Esos hombres querían vivir eternamente. —Empieza a hablar sobre el principio del fin.

Mielke y Honecker se criaron luchando contra el demonio real del nazismo. Y continuaron luchando contra Occidente, al que consideraban el sucesor de aquel régimen, durante cuarenta y cinco años tras el fin de la guerra. Tenían que hacerlo, como estado satélite de la URSS y como bastión del Bloque del Este contra Occidente. Pero en Alemania Oriental lo hicieron más a conciencia y con un entusiasmo más pedante que los polacos, los húngaros, los checos y hasta que los propios rusos. Nunca quisieron detenerse.

Cuando en 1985 Mijaíl Gorbachov subió al poder en la Unión Soviética, implementó las políticas de la Perestroika (la reforma económica) y de la glásnost (la «transparencia» de discurso). En junio de 1988 declaró el principio de libertad de elección para los gobiernos del Bloque del Este y rechazó el uso de la fuerza militar soviética en defensa del poder de estos países. Sin el respaldo soviético para acabar con la disidencia del pueblo —como había sido el caso durante la insurrección obrera en Berlín en 1953, en Hungría en 1956 y en Praga en 1968—, el régimen de la RDA no podría sobrevivir. Las opciones eran cambio o guerra civil.

En comparación con otros países del Bloque, Alemania Oriental nunca gozó de lo que se ha dado en llamar una «cultura de oposición». Tal vez se debiera en parte a un nivel de vida mejor[5], tal vez a la meticulosidad de la Stasi… o, como algunos quieren verlo, a la voluntad de los alemanes a someterse a la autoridad. No obstante, en gran parte fue porque —algo sin parangón entre los países del Bloque— Alemania Oriental tenía un sitio donde arrojar a la gente que se oponía: Alemania Federal. La encarcelaban y luego la vendían a la RFA por moneda fuerte. El número de disidentes no llegó a constituir una masa crítica hasta 1989, cuando las reformas en la Unión Soviética insuflaron al pueblo de a pie el valor suficiente para tomar las calles.

Con todo, los hombres que gobernaban la RDA estaban osificados. No les interesaban las reformas. Aún en 1988 desautorizaron las películas y las revistas soviéticas en un intento de detener la contaminación de nuevas ideas[6]. Y tomaron numerosas medidas, exiliando a oleadas de elementos «negativo-enemigos» hacia Alemania Federal. La expulsión sumaria de Miriam en mayo de 1989 formó parte de una de estas últimas purgas.

Sin embargo, no era posible expulsar a todo el mundo. No era algo muy práctico y, lo que era peor, suponía conceder a la gente la libertad que anhelaban.

—Así que —comenta la guía— los viejos hicieron otros planes: contendrían a los disidentes en la patria.

Tras la caída del Muro se hallaron documentos que revelaban lo meticuloso de sus planes, vigentes durante toda la década de 1980, para vigilar, arrestar y encarcelar a 85.939 alemanes orientales, ordenados por orden alfabético en listas. El «Día X» (el día en que se declarase una crisis, cualquiera que fuese), los funcionarios de la Stasi de las 211 delegaciones locales tenían orden de abrir los sobres sellados que contenían las listas de la gente de su zona y de arrestarlos.

Los arrestos tendrían que hacerse a toda prisa: 840 personas cada dos horas. Los planes contenían previsiones detalladas sobre el uso de todas las cárceles y campos de internamiento y, cuando éstos estuviesen llenos, para la conversión de otros edificios: antiguos centros de detención nazis, escuelas, hospitales y residencias de verano. Se previó todo al detalle, desde dónde estaba el timbre de cada persona a la que se arrestaría, hasta el adecuado suministro de alambre de espino y las normas de vestimenta y protocolo de los campos: brazaletes, «verde, de dos centímetros de ancho» para los más ancianos del barracón, y amarillo con las letras «J. T.» en negro para el jefe del turno, que lo tendría que llevar en el brazo izquierdo. También había instrucciones escritas sobre el paquete que recibiría cada preso al ser arrestado:

2 pares de calcetines

2 toallas

2 pañuelos

2 mudas ropa interior

1 prenda de lana

1 cepillo y pasta de dientes

1 betúm y cepillo para limpieza de zapatos

Mujeres:

Aparte, aprovisionamiento higiénico

Los encerrarían indefinida e indiscriminadamente, pero tendrían limpios los zapatos, la ropa interior y los dientes[7].

Hacia mediados de 1989 las manifestaciones de después de las reuniones para la oración de los lunes en la Nikolaikirche de Leipzig se propagaron por todo el país, por Erfurt, Halle, Dresde, Rostock. La gente protestaba por las restricciones para viajar, por la escasez de bienes básicos y por la alteración de los resultados electorales. Estas protestas los llevaron ante las sedes de los representantes más significativos del régimen: no del Partido, sino de la Stasi. Gritaban: «¡Democracia, ahora o nunca!», «¡Abajo la Stasi!» y «¡SED, no nos hagas más daño!».

En agosto, los húngaros cortaron el alambre de espino de la frontera con Austria, creando así el primer hueco en el Bloque oriental. Miles de alemanes orientales acudieron hasta allí en masa y cruzaron la frontera, llorando de alivio y rabia. Otros tantos viajaron hasta las embajadas de la RFA en Praga y Varsovia y acamparon a las puertas, lo que generó una pesadilla diplomática para las relaciones entre las Alemanias. Al final, el régimen accedió a dejarlos ir, bajo la condición de que los trenes que los llevaran a Alemania Occidental tendrían que atravesar la RDA. Honecker esperaba humillar así a los «expulsados» confiscándoles los documentos de identidad. Y quería que temiesen (y así fue) que iban a parar los trenes y a arrestar a los pasajeros. Le salió el tiro por la culata. La gente de los trenes rompió sus documentos con lágrimas de alegría. Miles de personas fueron en bandada a las estaciones para ver si podían subirse a alguno y para celebrarlo con sus compatriotas.

A principios de octubre, Leipzig era un punto candente. Los empleados de las gasolineras se negaban a llenar los depósitos de los coches patrulla; a los hijos de los militares se les impedía la entrada a los internados; a los que trabajaban en el centro de la ciudad, cerca de Nikolaikirche, se les mandaba a casa antes del cierre. Los hospitales pedían más sangre. La gente hacía el testamento y, antes de ir a las manifestaciones, les decían a sus hijos cosas que querían que recordasen.

Había rumores de que habría tanques y helicópteros y cañones de agua, pero también estaban las postales de los amigos que habían conseguido llegar al Oeste. La gente se echó a las calles.

Honecker ordenó que se acabase, de raíz, con los «contrarrevolucionarios» de Leipzig. «Nada puede entorpecer —decía— el progreso del socialismo». El 8 de octubre Mielke, puso en marcha los planes para el «Día X»: envió órdenes a las divisiones locales de la Stasi para que abriesen los sobres. Pero las cosas ya habían ido demasiado lejos. En vez de encarcelar a la gente, la Stasi se atrincheró en sus propios edificios. En las sedes regionales tenían 60.000 revólveres, más de 30.000 metralletas, granadas, rifles de precisión, armas antitanques y gases lacrimógenos. El miedo al linchamiento no tardó en propagarse. A los policías de Leipzig les enseñaron fotos de un agente chino inmolado por la turba en la plaza de Tiananmen y les dijeron: «O vosotros o ellos». Pero también se les ordenó que no disparasen ni utilizasen la violencia a no ser que fuese empleada en su contra.

El 7 de octubre de 1989, la RDA celebraba sus cuarenta años de existencia con ostentosos desfiles por Berlín. Había un mar de banderas rojas, un desfile con antorchas y tanques. Los viejos de la tribuna llevaban sus trajes gris claro tachonados de medallas. Mijaíl Gorbachov estaba junto a Honecker, pero parecía incómodo entre los alemanes, mucho mayores que él. Había venido para decirles que se había acabado, para convencer a los líderes de que adoptasen las políticas reformistas que estaba llevando a cabo. Había hablado abiertamente sobre los peligros de «no atenerse a la realidad».

En una clara indirecta le había dicho al Politburó que «la vida castiga a los que llegan tarde». Honecker y Mielke no le hicieron caso, al igual que tampoco hicieron caso de la muchedumbre que clamaba: «Gorby, ¡ayúdanos! ¡Ayúdanos, Gorby!»[8].

En Leipzig, el extraordinario valor del pueblo no flaqueó y no derivó en nada más. El 9 de octubre, 70.000 manifestantes salieron de noche, cubiertos con grandes abrigos y portando velas. Se apostaron ante la Runde Ecke para hacer sus peticiones. «¡Desenmascarad a los confidentes de la Stasi!», «No somos alborotadores, somos el Pueblo», y una consigna constante y constante, la «no violencia». A partir de esa noche las manifestaciones fueron a más y de forma clandestina llegaron grabaciones de estas hasta el Oeste, lo que convirtió a Leipzig en la «Ciudad de los Héroes».

Por entonces ya había protestas a las puertas de las sedes de la Stasi de todo el país. Pero incluso en las ciudades más pequeñas, los funcionarios de la Stasi continuaban su trabajo atrincherados allí; con su habitual fidelidad, mandaban sus informes a Berlín constatando las peticiones de la muchedumbre: «¡La Stasi a las fábricas!» (oído en Zeulenroda), «¡Nosotros pagamos vuestros salarios!» (de Schmalkalden) y el profético «¡Tenéis los días contados!» (en Bad Salzungen). En Leipzig los manifestantes habían empezado a gritar «Ocupemos el edificio de la Stasi» y «No nos moverán».

Los intentos del Partido por cambiar su imagen llegaron demasiado tarde. El 17 de octubre, Honecker fue sustituido por uno de sus diputados, Egon Krenz, quien, aunque algo más joven, tenía la misma mala fama. El 8 de noviembre se empezaría un proceso contra Honecker por abuso de poder y corrupción.

Al día siguiente, en sus intentos por gestionar la crisis, el Politburó se reunió y decidió relajar las restricciones para viajar. Permitirían que la gente se desplazase libremente y solo se prohibiría abandonar el país en caso de «circunstancias excepcionales». La sesión duró hasta la noche. A esas alturas, al régimen le dio por dar una rueda de prensa corriente con los medios internacionales. Esa noche, un miembro del Politburó, Günter Schabowski, se las tuvo que arreglar como pudo. No había estado en la sesión pero le pasaron a toda prisa una nota sobre la decisión que se había tomado para que la leyese en la rueda de prensa.

Cuando terminó, no hubo una reacción visible entre los periodistas congregados en la sala, todos los bolígrafos estaban en ristre, los micrófonos de sonido ambiente flotando en el aire. Luego la pregunta saltó a la palestra: «¿Cuándo entrarán en vigor estas nuevas disposiciones?». Schabowski tenía bolsas bajo los ojos y cara de sabueso. Abochornado, miró la hoja y le dio la vuelta, pero no encontró ninguna respuesta. «Entrará en vigor… hasta donde sé, de manera inmediata», respondió[9].

La decisión tenía que materializarse al día siguiente, después de que se instruyese a los guardias fronterizos sobre cómo implementarla. Pero una vez que Schabowski lo hubo dicho, fue demasiado tarde. Pocas horas después de su metedura de pata, 10.000 personas llegaron al control del puente de Bornholmer, a pie o en sus Trabant, y abarrotaron el Muro. Se veía el aliento de la luz de la Franja de la Muerte, exhausta. Había una sinfonía de bocinas. Los guardias se prepararon y mantuvieron el dedo en el gatillo, pero no recibieron ninguna orden. Al final, el supervisor decidió dejar pasar a la gente, bajo una condición: los guardias les pondrían un sello de salida a la izquierda de la fotografía del pasaporte a los «más insistentes» (los que estaban al principio de la cola), para que más tarde se les pudiese identificar y se les denegara el regreso.

La gente no sabía de qué le estaban hablando pero tampoco les importaba. Entraron a raudales en Berlín Oeste. Cuando algunos de los primeros regresaron con latas de cerveza occidental para demostrar dónde habían estado, los guardias intentaron detenerlos para que no regresasen, pero era demasiado tarde, se había acabado todo, y la gente del Este y del Oeste estaba trepando, llorando y bailando encima del Muro.