Es medianoche pasada cuando llego a Berlín. He cogido un tranvía, un tren regional, una línea local, y atravieso ahora el parque, donde las cosas son solo formas, negro sobre negro. La historia de Miriam me ha dejado noqueada. Mi cabeza, una vez que ha dejado de estar absorta en la escucha, ha vuelto a latir en cuanto me he ido del piso. Me disgusta que me recuerden que mi corazón no es más que una pequeña bomba que insufla sangre por todo el cuerpo. No puedo estar más cansada. Cuando por fin llego a casa, voy como a cámara lenta, cruzando una meta.
Mi edificio está revestido de hormigón proyectado, aunque sigue teniendo unas grandes puertas arqueadas a la entrada. Al final del camino de acceso, otro par de puertas a juego dan a un patio con su castaño, sus adoquines y sus hierbajos. Vivo en la primera planta, pasando los buzones y subiendo las escaleras, a la derecha. No miro el buzón pero enciendo la luz del vestíbulo y subo directamente. Las paredes de la escalera están cubiertas de grafitis de sprays, brillantes pero inescrutables, que podrían ser expresión de alegría o de dolor, depende de cómo lo mires, aunque ahora no es el momento. Aligero para meter la llave en la cerradura antes de que salte el automático de la bombilla del vestíbulo. Sana y salva en casa.
Hay luz dentro. Una voz chilla:
—No te asustes, no te asustes.
Estoy aterrorizada.
—Lo siento, lo siento —dice la voz.
La bomba de mi pecho bombea con fuerza. Suelto la mochila.
Hay una mujer en una escalera con un gran destornillador en la mano: es Julia, a la que le alquilo el piso.
—Lo siento mucho —me dice, volviéndose hacia mí y bajando el destornillador.
—No pasa nada —digo despacio, sin aliento.
—Sé perfectamente cómo te sientes —me dice—. A veces una no quiere más que llegar a casa y estar a su aire.
«Sí, es lo que tiene vivir sola», pienso, aunque no se lo digo.
—Estoy desatornillando esto —me explica—. Me voy a llevar estos estantes, espero que no te importe.
—No me importa.
—Los necesito para mi casa, no tengo ninguno.
Llevo viviendo en este piso seis meses y sigo sin acostumbrarme a esto. Creo que en algún momento parará, y espero que quede algún mueble para entonces. Julia trabaja en la inmobiliaria a la que fui cuando estaba buscando casa. Se ofreció a subarrendarme el piso donde vivía hasta que se le acabase el contrato. Era un piso compartido, pero se había mudado todo el mundo. Era demasiado grande para mí pero estaba en el antiguo Este, donde yo quería, y además me lo podía permitir. Y estaba amueblado, si bien «solo un poco», como Julia me advirtió. Cada vez es más cierto.
Sé que Julia está preocupada por la cantidad de tiempo que le está llevando acabar con el constante saqueo del piso. Le he dicho que no se preocupe, que solo necesito una cama, una mesa, una silla y una cafetera. En su momento lo dije de corazón, pero hace dos días, cuando me encontré una montaña de folios arrugados, pañuelos usados y envoltorios de cintas que había tirado debajo del escritorio, donde había una papelera, pensé que debía decirle algo. Lo que pasa es que ahora estoy demasiado cansada.
—¿Adónde has ido?
—A Leipzig.
—Ah —dice—, donde empezó todo.
—Julia, lo siento, pero estoy hecha polvo. Necesito meterme en la cama. ¿Qué te parece si te pasas a tomar un café un día de éstos? ¿Por qué no vienes?
«Durante el día», añado para mis adentros.
Dice que lo hará, pero no fijamos ni un día ni una hora porque a Julia las citas le parecen una intolerable restricción a su libertad; lo que podría explicar por qué le da por venir a estas horas de la noche para hacer reformas.
Me meto en la cama y ella sigue con su desarme nocturno, tan en silencio que ni oigo cuando se va con las tablas, las alcayatas y los tornillos haciendo equilibrios sobre la cesta de su bici, que ha debido de bajar por las escaleras.
Por la mañana, lo primero que noto es que puedo ver mi aliento. Un día sin poner la calefacción y el aire se congela del frío. Tengo la cabeza despejada, aunque ayer se me antoja como otro país. Lo segundo que noto es que frente a la cama, donde había dos cajones azules de leche que hacían las veces de mesilla de noche y galán, hay un flamante trozo de linóleo marrón a la vista.
Cuando me mudé me gustaba lo espacioso que era el piso. Tenía dos cuartos, un salón gigante con ventanas que daban al parque y a los árboles, y una cocina que miraba al otro lado, al patio. Durante el comunismo enlucieron la fachada del edificio con hormigón y, por dentro, con un funcional marrón linóleo, desteñido, encerado y sin encanto. Pero yo llegué en verano y lo vi como un sitio con luz y aire, rodeado de verde.
Pronto me di cuenta de que estaba todo roto, o casi. Cada uno de los objetos había dado sus primeros pasos en la vida como mueble utilitario de una casa oriental, hacía más de una década; después de la caída del Muro, el piso fue habitado por estudiantes que, al no haber mucho que valiese la pena, no se llevaron nada al irse. El sofá del salón está lleno de lamparones y está cubierto por un trapo negro al que prefiero no molestar; la cuerda de la persiana de la cocina está amarrada permanentemente a una silla de plástico para que no se caiga; los muelles de mi colchón se están abriendo camino a través del cutí; y el baño, sin ventanas y pintado de un verde muy oscuro, tiene unas cañerías que necesitan que alguien les dé un escarmiento.
Julia ha dejado en el pasillo un cubo de hojalata lleno de carbón. Debió de bajar ayer por la noche al sótano negro como el hollín para rellenarlo. Echo carbón y pastillas para encender en la estufa de azulejos marrones. Aunque tardará horas en calentarse, la bondad de Julia ya me reconforta.
En realidad no la culpo por venir a rescatar cosas de este pecio. Sé que no vive en un sitio mejor: un cuarto que da en la parte trasera de un bloque no muy lejos de aquí. Sé que en verano el olor de los contenedores del patio trasero sube hasta su piso y casi se puede ver. Sé que sus vecinos son antipáticos, tanto entre sí como entre sus cuatro paredes, se pueden oír las riñas reverberando por el patio. Sé que necesita estar sola pero que también sufre por ello, y que su cuarto está abarrotado de cosas rotas y cutres que cree que en algún momento de su vida necesitará y que si renuncia ahora a ellas quizá luego no pueda permitirse. Y sé que su gatito tiene incontinencia, por lo que toda su casa huele, en cierto modo, a ansiedad.
Así que no puedo quejarme porque siga teniendo llaves de este piso y vuelva a su antigua vida cada dos por tres. Me voy acostumbrando a cada ausencia inesperada: la alfombrilla del baño, la cafetera y, esta vez, los cajones de leche. Me voy aclimatando a lo exiguo del ambiente. Me hago a los huecos sin polvo sobre el linóleo, de la cocina a la mesa, del baño a la cama.
De hecho, lo que más noto hoy al pasar por donde estaban las estanterías del pasillo es el repentino predominio del linóleo en mi vida. En total puedo contar cinco variedades de linóleo en lo que una vez fue un distinguido apartamento, y todas y cada una de ellas son de color marrón. Gradaciones de marrón: oscuro en el pasillo, moteado en mi cuarto, un marrón en el otro cuarto que otrora debió de ser otro color —antes de sucumbir al desgaste doméstico—, beis en la cocina y, mi favorito, linóleo imitación parqué en el salón.
En la cocina preparo el café directamente en un termo. Lo que me sorprende de vivir aquí es que, por mucho que lo despojen, este palacio de linóleo sigue teniendo todo lo básico para vivir, a la vez que rechaza cualquier cosa que, por casualidad o no, contenga algo de belleza o alegría. En esto, pienso, se parece bastante a la propia Alemania del Este.
Me voy con mi taza a la ventana del salón. Hay nieve en el parque, por el suelo y los árboles, luz sobre luz. En el cristal se entremezcla mi aliento con el vapor del café. Lo desempaño. En la lejanía se extiende la ciudad; la torre de televisión de Alexanderplatz, con sus destellos azules, parece un adorno gigante de Navidad.
Desde aquí no se ve pero, justo al lado, donde estaba el palacio de los reyes prusianos que fue demolido por los comunistas, está el edificio del parlamento de la RDA, el Palast der Republik. Es marrón y parece de plástico, de asbesto puro y cerrado a cal y canto. No está muy claro si la verja que lo rodea es para protegerlo de la gente que quiera expresar su parecer sobre el régimen o para proteger a la gente del Palast, por una cuestión de salubridad. La estructura es un gran rectángulo de metal formado a su vez por rectángulos más pequeños de cristal marrón tintado. Cuando lo miras no se ve el interior; en vez de eso el mundo exterior y todo lo que hay en él se ven reflejados, solo que en curva y en marrón. Allí hacían de los sueños palabras, se tomaban decisiones, se aplaudían los manifiestos, se daban palmaditas en las espaldas. Allí dentro podía haber un mundo totalmente distinto: el tiempo era maleable y podía envolverte y hacerte desaparecer.
Como con muchas otras cosas aquí, nadie es capaz de decidir si hacer del Palast der Republik un monumento conmemorativo para que no se olvide el pasado o si deshacerse de él de una vez por todas y afrontar el futuro sin más lastre que el riesgo de volver a caer en lo mismo. Cerca de allí, el búnker de Hitler está cubierto por obras. Tampoco nadie fue capaz de decidir sobre eso: un monumento conmemorativo podía convertirse en un santuario para los neonazis, pero borrarlo sin más podía sugerir olvido o negación. Al final, el búnker volvió a enterrarse, tal y como estaba. El alcalde dijo que tal vez dentro de cincuenta años la gente fuese capaz de decidir qué hacer con él. Recordar u olvidar, ¿qué es más saludable? ¿Demoler o vallar? ¿Sacar a la luz o dejar bajo tierra?
Entre el Palast der Republik y mi piso está el barrio de Mitte, el antiguo centro de Berlín, con sus edificios grises, su cielo blanco y sus árboles desnudos. Han rebautizado las calles de alrededor —de Marx-Engels-Platz a Schlossplatz, de Leninallee a Landsberger Allee, de Wilhem-Pieck-Strasse a Torstrasse— en una campaña masiva de redecoración ideológica. Con todo, la mayoría de los edificios todavía no han sido restaurados. Se ha desprendido mucho yeso de las fachadas, dejando al descubierto trozos de ladrillo; parecen caras destrozadas por la cirugía estética. Están tal y como estaban antes de la caída del Muro salvo por las parabólicas que sobresalen como hongos de los marcos de las ventanas: una inusitada seta blanca sintonizada con el espacio exterior. Los tranvías están occidentalizados: fueron de las primeras cosas que atravesaron este sitio cuando cayó el Muro. Son pequeños destellos de amarillo susurrante que cuelgan de cables y surcan el gris paisaje.
Hay una parada de tranvía justo al salir de mi casa. Debajo de mi ventana obedece a un semáforo, aunque en el otro sentido de la calle no hay ninguno. Veo que el conductor tiene un periódico, con chillones titulares en rojo y negro, sobre el tablero de mandos. Tras él la gente va sentada con cara de cansancio, el día ha empezado demasiado pronto.
No se me ocurre ninguna razón por la que un semáforo obligue a detenerse al tranvía bajo mi ventana. La parada real está a la vuelta de la esquina, a menos de una manzana. Las puertas nunca se abren para los pasajeros; se quedan allí sentados sin más, inmovilizados, conformes. Es raro ver un tranvía con una fila de coches parados detrás sin peatón, pasajero o razón alguna, mientras que en el otro carril los vehículos prosiguen su camino, sin mayor obstáculo, por la subida hacia Prenzlauer Berg. El semáforo se pone en verde y el conductor, todavía con los ojos en el tabloide, acciona una palanca y el tranvía arranca.
Salgo a por el diario y el pan, atravieso el parque. En verano se engalana con pintorescos grupos de borrachos y punkis. En invierno los punkis se hacen con las estaciones de metro para calentarse, mientras que los borrachos se refugian en las paradas del tranvía. Hoy la parada de la esquina está ocupada por un anciano con una maraña de rizos, una enorme barba postiza y anchos ropajes negros; sus pertenencias, en bolsas de plástico a su alrededor, le valen también de almohadas. Es intemporal y distinguido, como alguien salido de otro siglo, como el Rey del Invierno. Cuando los pasajeros se apean de los tranvías, éste los saluda como si fuesen suplicantes rindiendo tributo a su trono; al pasar, les hace un gesto con la cabeza y la mano.
Cruzo a la panadería, dejando atrás una valla publicitaria que reza: «LA PUBLICIDAD DA A CONOCER». Hasta cierto punto, mi panadero se ciñe a la tradición. Hace pan integral, y de centeno, y de pueblo, y los apila como ladrillos ovalados en la pared de detrás. No obstante, ahora que está libre de las trabas a las que el Estado sometía su inventiva, parece experimentar con el arte de los superventas. A la izquierda, en la vitrina del mostrador, están los productos horneados: rosquillas con azúcar glasé, tarta de queso y crumble de arándanos. Al otro lado, también bajo la vitrina, igual de ordenados, hay una sorprendente variedad de gruesos libros de bolsillo con títulos en relieve.
Me atiende una mujer con una fea permanente. Lleva una camiseta con una cabeza de león estampada: el león tiene lentejuelas parpadeantes por ojos, justo a la altura de los pezones. Compro una hogaza de pan de centeno y no hago ninguna pregunta sobre los libros. Cuando llego a mi manzana veo que el Rey del Invierno ha cruzado hasta aquí, hasta el punto donde el tranvía se detiene sin razón aparente. Espera, pero no hay pasajeros a los que recibir. Por contra, cuando me acerco, se vuelve hacia mí y me hace una reverencia, una larga y peligrosamente combada reverencia.
Durante la semana siguiente pienso en Miriam, y pienso en los agentes de la Stasi. Tengo curiosidad por saber cómo debió de ser pertenecer a la Compañía y ver luego cómo ese mundo y tu lugar en él desaparecían. Escribo un anuncio y lo mando por fax a los contactos personales del periódico de Potsdam:
Se buscan ex funcionarios de la Stasi y colaboradores no oficiales para entrevista. Publicación en inglés. Anonimato y discreción garantizados.