4. Charlie

—Cuando salí de prisión, prácticamente ya no era persona —dice Miriam.

En su primer día en Hoheneck Miriam fue obligada a desnudarse, a dejar las ropas con las que había entrado y a coger el uniforme a rayas azules y amarillas. Fue conducida desnuda por un corredor hasta un cuarto donde había una bañera alicatada muy profunda. Había dos guardias esperándola. Era el Bautismo de Bienvenida.

Fue la única vez que pensó que iba a morir. La bañera estaba llena de agua helada. Una de las guardias la cogió por los pies y la otra por el pelo. Le metieron la cabeza bajo el agua durante un buen rato para luego sacarla de los pelos y gritarle. La volvieron a sumergir. No podía hacer nada, no podía respirar. Y arriba: «Basura inmunda. Niñata presuntuosa. Traidora estúpida, zorra». Y abajo. Cuando la sacaban era insultos lo que respiraba. Pensó que la iban a matar.

A Miriam se la ve afligida. Su voz ha cambiado y no soy capaz de mirarle a la cara. Tal vez durante la paliza que le dieron perdió algo que todavía no ha conseguido recuperar. Me cuenta que entre las presas existía esa misma brutalidad, que las presas comunes recibían privilegios por maltratar a las políticas. Me cuenta que durante dieciocho meses la estuvieron llamando por un número en vez de por su nombre. Me cuenta que había un sistema de atesoramiento y trueque —de hecho toda una economía— de compresas. No puedo concentrarme en el horror de todo eso y mi mente, díscola, se va a las comedias de situación televisivas. Me acuerdo de una vieja serie de la televisión australiana, Presa, ambientada en una cárcel de mujeres: en el sonido de las puertas de metal antes de cada corte de publicidad y en la simpática lesbiana de la lavandería, siempre humeante.

Miriam parece recobrar la calma. Me dice que en Hoheneck explotaban a las presas en una fábrica de láminas de acero. Un día cualquiera empezaba a las 4.30, con la sirena. Cuando la llave de la guardia sonaba en la puerta todas las presas se levantaban y se ponían firmes contra la pared. Pasaban lista por número y las contaban. Iban primero a desayunar y luego al taller, donde volvían a contarlas. «Para asegurarse de que no se escapaba nadie entre la celda y la cantina». Si Miriam quería ir al baño, tenía que ponerse firme y gritar: «La presa menor número 725 solicita permiso para el baño». Cuando regresaba volvía a cuadrarse: «La presa menor número 725 solicita permiso para reincorporarse». Antes de ir a comer las contaban. Después de comer les hacían dar vueltas por un patio para hacer ejercicio y volvían a contarlas. Las presas eran contadas y recontadas desde el momento en que se levantaban hasta el momento en que se acostaban y, como dice Miriam riendo entre dientes:

—¿Sabes qué? Los números siempre cuadraban. Nunca faltaba nadie.

»La cárcel me dejó algunos tics extraños.

Ha sacado todas las puertas de sus goznes en todos los pisos donde ha vivido. No es que le den ansiedad los espacios pequeños, cuenta, es solo que empieza a sudar y a sentir escalofríos.

—Este piso es perfecto para mí —dice contemplando el espacio diáfano.

—¿Y los ascensores? —le pregunto, recordando la fatiga escaleras arriba.

—Lo mismo —responde—, no me hacen mucha gracia.

Un día, años después, su marido Charlie estaba haciendo payasadas en la casa, tocando la guitarra. Miriam dijo algo para chincharle y él se levantó de pronto y alzó la mano para sacarse la bandolera de la guitarra. Es probable que su intención no fuese otra que decirle «eres de lo que no hay», o hacerle cosquillas o echársele encima en broma. Pero ella se fue y enseguida se encontró sin más en la puerta de entrada del edificio. No recuerda haber bajado las escaleras: fue una reacción de huida automática. Charlie bajó e intentó calmarla para que subiera. Estaba consternado. Los tics de ella no dejaron de sorprenderlos a ambos durante los primeros años de su relación.

De pronto me siento muy cansada, como si se me hubiesen ablandado los huesos. Miro por la ventana, fuera ya se ha hecho de noche. Me gustaría que alguien la reconfortase. Me gustaría que alguien me reconfortase. Me gustaría que hubiese existido de verdad la benevolente alcaidesa de la tele, y que la lesbiana con el corazón de oro hubiese protegido a esa niña, y pienso en lo que todavía está por llegar.

Cuando Miriam fue puesta en libertad en 1970, tenía diecisiete años y medio. Un día, su hermana la llevó a un lago para bañarse. El socorrista le pidió que saliese con él pero ella fue incapaz de responderle. Su nombre era Karl-Heinz Weber, pero todos le llamaban Charlie. Al ver que Miriam no le respondía, optó por asediarla a través de su hermana. Pensaba que era muy rara, y muy callada. Quería llegar al fondo del asunto.

—¿Cómo eras? —le interpelo.

—Bueno, eso se lo tendrías que haber preguntado a él —dice—. Fue él quien me devolvió el sentido. —Miriam atraviesa la sala y abre una maleta maltrecha de la que caen fotos por el suelo. Encuentra una de Charlie. Es de un hombre de unos veinte años, de pelo castaño y cara serena, que mira directamente a la cámara. Está un tanto escorado hacia la izquierda de la foto, es extraño.

—Ah, eso es porque me recorté —explica Miriam, y luego—: Era nuestra foto de bodas.

Me gustaría preguntarle pero me aguanto las ganas.

Miriam y Charlie se fueron a vivir juntos. Charlie se había formado como profesor de gimnasia, había estudiado educación física y biología. En la RDA, el deporte estaba estrechamente ligado a la política. El gobierno mantenía un seguimiento de los jóvenes con potencial y los mandaba a centros de entrenamiento para la gloria de la nación.

—¿Él sabía lo del dopaje? —A los niños de las instalaciones deportivas les daban hormonas enmascaradas como vitaminas. Fue un escándalo que solo salió a la luz cuando cayó el Muro: las pastillas aceleraban el crecimiento y la fuerza, pero medio convertían a las niñas en niños.

—Sí, se enteró a través de dos personas distintas. Me acuerdo de que una vez les dijo a unos amigos suyos que sacasen a su hija de uno de esos centros. Pero no fue por eso por lo que dejó la enseñanza.

Cuando tenía poco más de veinte años, Charlie y un amigo fueron de vacaciones al mar Báltico. Vieron una barca sueca que se aproximaba a la costa y decidieron nadar hacia ella para ver hasta dónde podían llegar.

—No creo que quisieran abordarla ni nada por el estilo —dice—. Fue un tanto desafiante, pero solo era un juego.

Las autoridades los detuvieron como sospechosos de querer abandonar el país. Ahí fue cuando la Stasi empezó la caza y captura de Charlie Weber.

Éste no estaba por la labor de representar ante sus alumnos a un Estado que le estaba tratando así. Dejó la enseñanza y empezó a escribir. Le encargaban artículos para la revista Eulenspiegel y adaptaciones para televisión. Hacía trabajos esporádicos en cine como gerente de producción y alguna que otra cosa para el teatro. Escribió «un librito —dice Miriam—, llamado Gestern Wie Heute (Ayer como hoy), sobre el hecho de que la dictadura que teníamos aquí era como cualquier otra». Lo envió a Alemania Federal para que lo publicasen allí.

—Cuando empezamos a vivir juntos (yo, una ex convicta, y él, bajo vigilancia), venían de vez en cuando a inspeccionar la casa —me cuenta—. Nuestra vecina, una mujer mayor, al ver lo que estaba pasando, se ofreció para guardarnos un baúl con libros y con los manuscritos de Charlie porque de ella nunca sospecharían. Pero cometimos algunos errores. Me acuerdo de una vez que vinieron unos jóvenes y revolvieron todos los cajones, todos los escritorios, la colección de discos. Uno de ellos se subió a una escalera y rebuscó entre las estanterías, donde encontró Rebelión en la granja de Orwell, quien, por supuesto, estaba en la lista negra. Contuvimos la respiración al ver que lo sacaba de la estantería. Recuerdo la cubierta perfectamente: había unos cerdos con una bandera roja entre las pezuñas. Vimos cómo el joven se quedaba mirando los cerdos y la bandera. Luego lo devolvió a su sitio. ¡Lo que nos pudimos reír después! Lo único que se nos ocurrió fue que había visto los cerdos, cosa mala, pero que al ver que tenían una bandera roja, y parecían estar en una granja colectiva, debió de pensar que no era para tanto.

»Me prohibieron estudiar. Y me era imposible conseguir trabajo —continúa Miriam—. Siempre que aspiraba a un puesto, ahí estaba la Stasi para asegurarse de que me rechazaran. Los empresarios tenían que comprobar mi expediente y las indicaciones siempre eran las mismas: “Ella no”. Me dedicaba a hacer fotos, muchas. Al final, a lo más a lo que pude aspirar fue a mandarlas a las revistas con el nombre de algún amigo, quien luego me pasaba el dinero que le daban por mi trabajo. —Se alborota el pelo—. Pero en cierto modo nos gustaba cómo vivíamos, no teníamos que someternos a una autoridad y a un sistema de los que no nos fiábamos. Nos las arreglábamos.

En 1979 la hermana de Miriam y su marido intentaron escapar a la RFA en el maletero de un coche. Charlie los llevó hasta el guía que los iba a colar por la frontera. La Stasi siguió todos los movimientos; a la pareja la condenaron a prisión y a Charlie le concedieron la libertad condicional.

En septiembre de 1980 el canciller de la RFA, Helmut Schmidt, tenía previsto visitar Alemania del Este. En esa época, el movimiento polaco Solidaridad suponía una fuente de tensiones para los gobiernos del Bloque del Este, ya que constituía una inyección de esperanza para mucha gente bajo su mandato. Por ello decidieron cancelar la visita de Schmidt, pues Alemania del Este temía que pudiesen producirse manifestaciones en pro de la democracia delante de las cámaras de la televisión occidental. Pese a todo, las autoridades de la RDA ya se habían encargado de los preparativos para la visita: habían hecho redadas y encerrado a todo aquel susceptible de protestar o de poner en algún tipo de aprieto al gobierno.

Por entonces, Charlie seguía siendo oficialmente sospechoso de «intento de fuga de la República». Él y Miriam habían presentado la solicitud para abandonar la RDA. Estas solicitudes eran a veces aprobadas porque la RDA, al contrario que el resto de países de la Europa del Este, podía deshacerse de indeseables dejándolos en la cuneta de la RFA, donde automáticamente se los acogía como ciudadanos. La Stasi sometió a todos los solicitantes a un férreo escrutinio. No sorprendió a muchos que los solicitantes fueran considerados sin más sospechosos de querer abandonar el país, lo que constituía, más allá de un proceso interminable y arbitrario, un delito. La «solicitud para abandonar el país» era legal, pero las autoridades podían, si les venía en gana, tomársela como una declaración de «por qué no te gustaba la RDA». En ese caso se convertía en Hetzschrift (calumnia) o en Schmähschrift (difamación) y por lo tanto, en infracción. El 26 de agosto de 1980, Charlie Weber fue arrestado y encarcelado.

Al principio, Miriam solo mantuvo contacto con él por carta. Ni a ella le permitían visitarlo ni a él llamarla. Al final, se fijó una visita de media hora para el 14 de octubre. El día antes, a Miriam le devolvieron la última carta que le había escrito a Charlie con una nota añadida a mano: «Permiso postal expirado». Aparte de la carta había una tarjeta de la Stasi en el buzón que decía: «Autorización de visita para el 14 − 10 − 1980 cancelada».

El miércoles 15 de octubre, un agente de policía vestido con su uniforme verde llamó a la puerta del piso.

—¿Es ésta la casa de herr Weber?

—Sí.

—¿Y es usted frau Weber?

—Sí.

—Bien, en ese caso, tiene que personarse en las oficinas de la fiscalía del distrito para recoger las cosas de su marido, porque ha muerto.

Se fue antes de que Miriam pudiese articular palabra.

La República Democrática de Alemania tenía instituciones democráticas solo de cara a la galería. Había fiscales de distrito, cuyo trabajo era administrar justicia; abogados, cuyo trabajo era representar a clientes, y jueces, cuyo trabajo era dictar sentencias. Al menos sobre el papel, había otros partidos políticos aparte del partido del poder, el Partido Socialista Unificado. Pero lo cierto es que solo existía el partido y su maquinaria, la Stasi. Los jueces solían recibir instrucciones de la Stasi, quien, a cambio, daba buenas referencias de ellos al Partido, siempre en consonancia con el resultado del juicio y con la duración de la condena. Las conexiones entre el Partido, la Stasi y la ley iban de abajo arriba: la Stasi, en connivencia con los directores de los institutos, reclutaba a sumisos estudiantes con la apropiada actitud de lealtad para que estudiasen Derecho. Una vez vi una lista con los temas de algunas tesis de la Escuela de Derecho de la Stasi en Potsdam que suponían grandes aportaciones para el conocimiento humano, como «Sobre las probables causas de la patología psicológica del deseo de cometer infracciones en las fronteras». No había manera de enfrentarse a la Stasi: tanto los abogados defensores como los jueces formaban parte de ella.

Miriam fue a ver al comandante Trost, el fiscal del distrito responsable de investigar la muerte de Charlie. Trost le contó que Charlie se había ahorcado. Le dijo que lo sentía mucho, que de hecho estaban todos tremendamente consternados. Según contaba, le habían pedido que fuese a la celda nada más ocurrir.

Miriam le preguntó con qué se había ahorcado Charlie. ¿Que de dónde se había colgado?

—Conozco esas celdas —me dice— y las tuberías no están a la vista. Todo va por dentro. Ni siquiera hay barrotes en las ventanas, son demasiado pequeñas.

Trost le dijo que no lo sabía.

—Pero usted fue a la celda. ¿Cómo puede ser que no lo sepa? —le increpó Miriam—. Tuvo que ver de dónde estaba colgado el hombre.

—No.

Miriam sacude la cabeza imitando el desdén del oficial.

—Bueno, entonces, ¿con qué fue? —No tenía intención de rendirse.

Ese día Trost le dijo que Charlie se había ahorcado con el elástico de la cinturilla del pantalón. Miriam no se lo creyó. Siguió volviendo a la oficina y preguntando. Para su sorpresa, la trataron con bastante amabilidad. El segundo de Trost le dijo que Charlie se había ahorcado con sus propios calzoncillos. En otra ocasión Trost le dijo que había sido con un trozo de sábana.

Miriam le plantó cara:

—¿Unos calzoncillos o una sábana? ¿Unos calzoncillos o una sábana? Por lo menos podrían ustedes ponerse de acuerdo con la historia.

El comandante Trost perdió la compostura. Le dijo que si no abandonaba la habitación mandaría que la arrestasen.

Miriam descubrió que el cuerpo de Charlie estaba en la morgue. Fue hasta allí pero no le dejaron entrar. Empezó a notar que la estaban siguiendo.

Fue entonces a ver al abogado de Charlie, herr X, que era el representante en Leipzig del doctor Wolfgang Vogel de Berlín. Vogel era el fiscal del Estado que se encargaba de comerciar con la gente entre las dos Alemanias. Confeccionaba una lista de nombres y negociaba con el Gobierno de la RFA el precio de cada uno de ellos, por el que «compraba su libertad» (freigekauft). Había una diferencia de precios que, al parecer, variaba en función de la formación de las personas que iban a ser compradas. Un comerciante o un oficinista salían más baratos que alguien con un doctorado. La excepción era el clero: un pastor no costaba nada porque solían ser librepensadores contrarios al régimen, al que le traía más a cuenta librarse de ellos. A Alemania del Este el comercio de personas le reportaba moneda fuerte y, al mismo tiempo, le brindaba una forma de librarse de los inconformistas.

Una de las maneras de entrar en la lista de Vogel, y en consecuencia de tener una oportunidad para salir de la RDA, era hacerse cliente de uno de sus representantes regionales. Por eso Charlie Weber contrató a X. Cuando Miriam fue a verlo, X llevaba con el caso Weber (en ese momento, la investigación sobre su muerte en prisión preventiva) ocho semanas. Miriam se sentó en su despacho y le preguntó qué había averiguado.

Cuando abrió el expediente sobre el escritorio, contenía un único folio: la autorización de Vogel para que se hiciese cargo del caso. En vez de contarle él algo a ella, le preguntó:

—Señora Weber, ¿por qué no me dice usted lo que sabe?

Miriam se puso como una fiera. Llevaba días experimentando esa rabia que hace que ya no te importe nada, que te hace decir cosas que sueles callarte. Le respondió que le pagaba para investigar, que él era el que tenía que averiguar algo y contárselo a ella. Y ya que no había hecho nada por Charlie durante el tiempo que éste había estado en prisión, le dijo, al menos ahora podría molestarse en averiguar cómo murió.

—¿Usted se cree que estoy loco? —le dijo el abogado con frialdad—. ¿De veras lo cree? No pensará en serio que me voy a plantar allí y me voy a poner a preguntar qué pasó. Para eso mejor que se busque usted a otro loco, jovencita.

Vuelvo a notar afligida a Miriam. Allí, justo al otro lado del escritorio, tenía a la mismísima cara del sistema: una parodia de abogado que se reía de ella.

El martes 21 de octubre de 1980, un agente de la Stasi se plantó en la puerta de Miriam para comunicarle que la autopsia del cadáver había finalizado y que el Ministerio estaba a su disposición para los preparativos del funeral. Miriam le dijo que podía arreglárselas por su cuenta.

—Por supuesto, señora Weber —le dijo el hombre—, pero ¿tiene usted en mente alguna funeraria en particular?

Miriam lo mandó al diablo y encontró una pequeña funeraria. La mujer de detrás del mostrador era una amable anciana que le dijo:

—¿Sabe, señora Weber? Debería usted ir al cementerio Sur, allí lo organizan todo de principio a fin, hasta rellenan los formularios por usted. Se le hará más llevadero.

Miriam ni se lo pensó. Se fue a las oficinas del cementerio Sur. Llamó a la puerta y le dijeron que pasase.

—Llega usted tarde, la esperábamos más temprano —le dijo el hombre de detrás del mostrador.

—¿Cómo? ¿Quién le ha dicho que iba a venir? Ni yo misma sabía que iba a venir hasta hace media hora.

—Vaya, pues no lo sé, no me acuerdo.

Nada más empezar el hombre le sugirió que fuese una incineración en vez de un entierro. Miriam se negó.

Lo cierto era, le dijeron, que iba a tener que ser una incineración porque no quedaban ataúdes.

Miriam se tiró un farol:

—Yo traeré el ataúd.

El hombre salió de la habitación para volver a aparecer en breve.

—Señora Weber, hoy —le dijo— es su día de suerte. Justo nos queda un ataúd. Por desgracia —añadió—, no va a ser posible exponer el cuerpo ante los dolientes para que le presenten sus respetos. —No dio explicación alguna.

—En ese caso —dijo Miriam—, me iré a otra funeraria y a otro cementerio.

—No, no, no, señora Weber, no hay por qué ponerse así; veremos qué se puede hacer para lo del velatorio.

El día antes del funeral Miriam y una amiga fueron a llevar parte de las coronas que habían recibido al cementerio, eran demasiadas como para cargar con todas al día siguiente. Observó que había un tipo merodeando, fumando, sin hacer nada, vigilando.

Una mujer vestida con el uniforme del personal del cementerio se les acercó:

—¿Son del funeral de Weber?

—Sí.

—Bien, solo quería decirle que si mañana no hay velatorio no se lo tome a mal, es posible que no haya.

Miriam la miró de arriba abajo, con el fumador a la escucha:

—Déjeme que le diga una cosa: si no hay velatorio, no habrá funeral. Lo cancelaré cuando esté todo el mundo aquí, montaré un cirio como nunca ha visto. ¡¿Entiende lo que le quiero decir?!

Al día siguiente hubo velatorio. Miriam me explica que el ataúd estaba bastante apartado, detrás de una gruesa mampara de vidrio, y que había muy poca iluminación, apenas unas luces de neón moradas.

—Incluso bajo la tenue luz pude ver las heridas de la cabeza. Y vi su cuello, se les había olvidado cubrirlo. No había marca alguna de estrangulamiento, nada. —Me mira a los ojos—. Una pensaría que, de haber querido seguir con la historia de que se había ahorcado, se podrían haber molestado al menos en cubrirle el cuello, ¿no es cierto?

De ahí bajaron el féretro a otra planta para volver a aparecer sobre un carrito que sería empujado por los empleados del cementerio hasta la sepultura. Todos estos detalles se ralentizan, atrapados en los rescoldos de la memoria. Dice que entre que el ataúd desapareció de la vista y volvió a emerger, tuvieron tiempo de suplantar el cuerpo.

—Había mucha gente en el funeral —me cuenta Miriam—, pero creo que la mayoría eran de la Stasi.

En la entrada había aparcada una furgoneta con una antena de largo alcance para grabar sonido. Entre los arbustos acechaban hombres con teleobjetivos. Dondequiera que mirases había hombres con walkie-talkies. En el edificio de las oficinas del cementerio había una obra: agentes de la Stasi de dos en dos sobre el andamio.

—Todos y cada uno de nosotros fuimos fotografiados. Y se podía ver de antemano el camino que iba a recorrer el cortejo desde la capilla hasta la sepultura: estaba marcado a intervalos regulares por hombres de la Stasi, plantados allí sin molestarse en disimular.

Cuando llegaron a la sepultura, había dos de ellos sentados ante una mesa plegable, acomodados para seguir todo el asunto.

—En cuanto la última persona echó sus flores —dice Miriam—, los del cementerio empezaron a cubrirlo con tierra. Fue todo muy rápido, demasiado rápido.

Miriam camina descalza por la sala hasta una mesa, de donde extrae unos papeles guardados en una funda de plástico. Es parte del expediente de la Stasi sobre Charlie Weber: un informe manuscrito firmado por un tal comandante Maler. Incluye todos los planes de la división para la organización y vigilancia del funeral de Weber: pinchar el teléfono de Miriam; llamarla el día antes para una «aclaración de las circunstancias»; utilizar tecnología para la grabación de sonido sobre el terreno; realizar una «documentación fotográfica» del acontecimiento; vigilar a los ciudadanos de la República Federal de Alemania que asistan al funeral para asegurarse de que abandonan la RDA antes del toque de queda. «Lamentablemente, este operativo no ha podido confirmar el nombre del pastor que oficiará el acto. En el caso de que exista alguna conducta negativa o enemiga durante el funeral, todos los hombres tienen orden de hacer uso de la fuerza para atajarla, bajo la premisa de que tales acciones contravienen la solemnidad de las normas del cementerio». El comandante Maler había anotado que el gerente del cementerio Sur, un tal herr Mohre, había garantizado a la Stasi total libertad de movimiento en la «misión Weber» y que, en el caso de que algún trabajador del cementerio hiciese preguntas a los agentes de la Stasi, no dudaran en comunicárselo. Se entiende que Mohre sabía que Maler era un funcionario de la Stasi, y que además lo conocía por su nombre real, no por su identidad secreta.

Todo esto lo podría haber deducido Miriam por su cuenta a tenor de lo que había visto aquel día. Me señala el siguiente renglón y lee en voz alta: «No hay información definitiva en relación con la fecha de la incineración. Esta fecha será confirmada por el camarada Mohre a partir del 31 − 10 − 80».

Miriam me pasa el expediente y me dice:

—El 30 de octubre enterramos un ataúd. Enterramos un ataúd y ellos fijaron una fecha para su incineración al día siguiente. O no había nadie dentro de aquella cosa, o había otra persona.

Miriam fue al Ministerio del Interior y añadió el «traslado de féretro» a las razones de su solicitud para dejar la RDA. Quería irse de allí, y quería que Charlie tuviese otro entierro en Alemania Occidental.

Cada mes, más o menos, la llamaban de la Stasi para tener una charla. Esto se prolongaría durante años.

—¿Qué es esa historia del traslado de féretro? —le preguntaron—. ¿Qué quiere hacer con ese féretro?

—¿Qué cree usted que quiero hacer con el féretro? ¿Sacarlo a pasear los domingos? Con el féretro quiero hacer lo que todo el mundo hace con un féretro: enterrarlo.

En 1985 le dijeron:

—Es posible que quiera usted que analicen el contenido, ¿no es así?

—¿Y qué si quiero? ¿Voy a averiguar algo que no sea que se ahorcó, es eso?

—Sabe que ya no quedará nada en el ataúd. No podrá probar nada.

—Bueno, entonces, ¿qué es lo que tanto les preocupa? —les increpó, y se lo tomó como una confesión de culpabilidad. Pasado un tiempo Miriam dejó de obedecer a las tarjetas que aparecían en su buzón y que le instaban a presentarse en su sede para aclarar ciertos hechos. Lo único que siempre quedó claro fue que, dadas las circunstancias, eran ellos quienes llevaban la batuta.

—Era una tontería. Dejé de pensar que alguna vez saldría de allí. Estaban jugando conmigo al ratón y al gato.

Una mañana, a las ocho, en mayo de 1989, sonó el teléfono de Miriam. Era la Stasi. No podían decirle el motivo pero debía presentarse ante ellos sin más dilación, ese mismo día, provista de su identificación.

Miriam pensó que ahora que habían dejado de aparecer tarjetas en su buzón instándola a aclarar hechos, la llamaban a modo de despertador. La noche había sido larga, así que durmió algo más y luego se levantó, se dio una ducha y preparó la primera taza de té del día.

A mediodía llamaron al timbre. Un agente de la Stasi, de la División de Interior.

—¿Por qué sigue aquí? —le preguntó.

—Es mi casa.

—Tiene que personarse inmediatamente en el Ministerio provista de su identificación.

—Hay tiempo de sobra. El día es muy largo, hombre.

El agente se quedó en la puerta de su casa.

Miriam fue a la sede. Un funcionario cogió sus papeles y le dijo que tenía que ir a un fotógrafo y, después de eso, a una cita con un notario público. Luego volvería allí para recoger su autorización para viajar.

—Esta noche estará en un tren —le dijo.

—En ese momento fue cuando lo entendí —me dice Miriam—. Estaba conmocionada. Les espeté: «¿Hace once años que presenté la solicitud para dejar el país y ahora ni siquiera puedo despedirme de mis amigos?».

Esa noche el tren iba hasta las trancas de gente expulsada de la RDA. Era como si hubiese que mandar al otro lado del Muro a todo aquel que pudiese verse afectado por el virus de la glásnost. Miriam iba con una pequeña cesta con dos mudas de ropa, y se disponía a dejar su vida atrás. Sus amigos recogerían su piso. Hasta donde ella sabía, no volvería jamás. Nadie tenía ni idea de que el Muro caería en noviembre.

—En dos palabras, la deportación llegó once años tarde y seis meses antes de la cuenta.

Se ha hecho de noche y las luces de la ciudad se extienden debajo de nosotras. Así, en la oscuridad, podría ser cualquier ciudad, cualquier lugar normal y corriente.

Hay gente que se siente a gusto contando su vida, como si la sucesión de acontecimientos aleatorios que han hecho de ella lo que es siguiese una lógica. Para eso se requiere cierta fe optimista en la vida; un convencimiento de que la causa y el efecto están vinculados, y de que uno es algo más que la suma de su pasado. Para Miriam el pasado se detuvo con la muerte de Charlie. Sus recuerdos de picnics, cenas o vacaciones, su vida real, son recuerdos donde «ella» era «nosotros»; las cosas que Charlie y ella hacían juntos. Es como si el tiempo después de su muerte no contase; un no-tiempo que ha dejado una no-historia. Ella es valiente y fuerte y, a la vez, está destrozada. Cuando habla es como si ya no considerase real su existencia, como si fuese más bien un epitafio viviente de una vida que fue.

—¿Por qué volviste a Leipzig? —le pregunto.

—Bueno, con lo que me traigo ahora entre manos, me conviene más estar aquí. Estoy a solo una hora de las oficinas de los investigadores de Dresde. —Sonríe, y me doy cuenta de que, más allá de su sonrisa, está luchando por no llorar—. Deseo con toda mi alma que las mujeres puzle de Núremberg encuentren algo sobre Charlie entre los trozos de expedientes.

Miriam quiere que exhumen el cuerpo de Charlie para saber a ciencia cierta qué le pasó.

Me quedo mirando las luces mientras ella prosigue:

—No creo que se suicidase. No me creo que lo hiciese. De los dos, él era el que siempre estaba más preocupado por mí, por si no era capaz de aguantar tanta presión.

No saber qué le pasó a Charlie es muy duro, porque si fue un suicidio significa que él la abandonó. Me pregunto qué será de ella cuando desentierren el ataúd. En el caso de que fuese incinerado, o no habrá nada o estarán los restos de otra persona. Y en el caso de que sea Charlie, ¿qué supondrá para ella? ¿Se liberará hacia una nueva vida? ¿O se quedará la suya actual sin meta?

Miriam no puede permitirse una exhumación privada, así que espera que se haga al hilo de la investigación criminal sobre la muerte que, al parecer, han reabierto ahora las autoridades de la Alemania unificada. Pero ya en dos ocasiones han intentado suspender la investigación y en dos ocasiones Miriam ha tenido que ir a Dresde para «aporrear sus escritorios».

—¿Sabes qué pasa? Que quieren dejar de pensar en el pasado. Quieren fingir que nada de esto ocurrió.

Hace poco el fiscal del distrito le escribió a Miriam para decirle que la investigación iba a ser suspendida porque un antiguo empleado del cementerio Sur «aseguró con credibilidad» que no había pasado nada anormal durante el funeral de Weber. Miriam le mandó el expediente con las partes subrayadas en las que se aludía al cuerpo, que provenía de «Anatomía» (palabra en código de la Stasi para el depósito de cadáveres, como si éstos viniesen de una facultad de medicina); los detalles de la vigilancia del funeral; la parte en la que queda claro que herr Mohre conocía la verdadera identidad del hombre de la Stasi que estaba tratando con él y la parte sobre la incineración, fechada para el día siguiente.

—Eso los detuvo —me dice—. Les escribí: «¿Siguen pensando que no hubo “nada anormal” en el funeral de Weber?».

El fiscal le respondió que todavía no había leído esa sección del expediente. Cuando Miriam preguntó en la Oficina de Documentación de la Stasi vio que ni siquiera había solicitado verlo.

—¿Alguna vez te has encontrado por la calle con algún hombre de la Stasi al que hayas reconocido? —le pregunto. Creo que a mí me habría aterrorizado, de esa forma irracional en que te resulta horroroso encontrarte con alguien que te ha hecho daño.

—No, por suerte, no. Pero sí que intenté buscar a las personas involucradas en el caso de Charlie.

Poco después de la revolución de 1989, Miriam fue al cementerio para buscar a herr Mohre, pero éste desapareció del mapa en cuanto cayó el Muro.

—La Stasi incineró a mucha gente en el cementerio Sur.

Miriam sí que dio con el comandante Maler. Lo llamó y le dijo que quería que se viesen para hablar sobre el caso Weber. Se citaron en un café. Miriam fue con una amiga para tener un testigo, y ésta se sentó a otra mesa sin que Maler lo supiese.

El comandante le dijo que no sabía nada:

—No, el nombre de Weber no me dice nada.

—Ah, y entonces, ¿por qué ha venido?

—Hum, solo quería saber qué quería usted.

—Pero le dije por teléfono que lo que quería era hablar sobre el caso Weber.

—Vaya, pensé que era usted la que me iba a decir algo.

¿Acaso quería él enterarse de hasta dónde sabía ella, si lo iba a denunciar, o si tal vez tenía intención de chantajearlo?

—Es alucinante —dice Miriam— lo que puede hacer una revolución con la memoria de la gente. —Una nube de humo cubre su cabeza y el respaldo del sillón—. Pero hay otras cosas buenas en el hecho de estar aquí. Como este piso, por ejemplo. —Tiene razón. Se oye una sirena aullando y luego alejándose. Es una doncella en su torre—. Y pienso en esos agentes de la Stasi, que nunca en su vida se habrían imaginado que iban a dejar de existir, ni que su cuartel se convertiría en un museo. ¡Un museo! —Sacude la cabeza y apaga el cigarro—. Eso es una cosa que me encanta hacer; me encanta ir hasta la Runde Ecke y aparcar justo delante, y quedarme allí en el coche y sentir… ¡la victoria! —Miriam hace un gesto que comienza por un saludo y acaba en una guillotina—. Hasta nunca, amigos.