De Leipzig a Berlín se tardan menos de dos horas, pero Miriam no había estado allí en su vida. Sola en la gran ciudad, decidió comprarse un mapa en la estación.
—Quería echar un vistazo a la frontera en distintos sitios. Pensé: «No puede ser verdad, en algún lugar o en otro se tiene que poder pasar por encima de esa cosa».
En la Puerta de Brandenburgo comprobó con asombro que se podía andar hasta el Muro. No podía creerse que los guardias le dejaran acercarse tanto. Era demasiado plano y alto como para treparlo. Más tarde supo que en ese punto toda la parafernalia fronteriza empezaba justo detrás del Muro.
—Aunque hubiese podido subir por él, solo habría podido asomar la cabeza y saludar con un «hola» a los guardias occidentales. —Saluda con las dos manos y se encoge de hombros.
Cuando cayó la noche las cosas no pintaban mucho mejor.
—No había encontrado ningún agujero —dice Miriam. Tenía frío y estaba triste. Cogió el suburbano para llegar a la estación de Alexanderplatz y tomar desde allí la línea regional que la llevaría de vuelta a casa. Era de noche e iba a volver a prisión. El tren era como un torrente entre los edificios, corría bien alto sobre sus zancos. Edificios a ambos lados, de cinco pisos de alto, con fachadas enlucidas de hormigón y ventanas rectangulares; algunas iluminadas, otras a oscuras, algunas con plantas, otras sin ellas. Luego el paisaje cambió. A Miriam le costó un poco distinguirlo en la oscuridad pero de pronto se vio pasando por delante de altas alambradas de espino.
—Pensé: «Si ahora estoy viajando en línea recta, y precisamente a este lado tengo esta gran alambrada, entonces Berlín Oeste tiene que estar justo al otro lado».
Se bajó del tren, cruzó el andén y cogió un tren de vuelta. Era tal y como había supuesto: una alambrada alta. Volvió a bajarse y a regresar, aunque esta vez se apeó en la estación del puente de Bornholmer.
—Después miré el puente de Bornholmer en un callejero. Me sonaba y pensé que sería uno de esos sitios en los que Alemania Oriental y Alemania Federal intercambiaban espías. Ahora cada vez que abro un plano solo veo el puente. Es como cuando notas que alguien bizquea un poco y a partir de ese momento no ves nada más en su cara.
Rara vez en la Alemania dividida se cruzaban una línea de trenes occidental y una oriental. A la altura del puente de Bornholmer el tren occidental proseguía su descenso del noroeste al sudoeste mientras que el oriental ascendía desde el sudeste hacia el noreste. Las formas que ambas rutas describen sobre el mapa son como dos figuras de perfil dándose un beso maorí de nariz.
En el puente de Bornholmer la frontera pasaba, en teoría, por el espacio entre vías. En otros puntos de Berlín la frontera, y con ésta el Muro, abría una extraña herida a través de la ciudad. El Muro atravesaba casas, calles, canales, y partía en pedazos la línea del metro. Aquí, en vez de fragmentar la vía del tren, los alemanes del Este habían construido la mayor parte de las fortificaciones del Muro frente a la línea del tren del lado oriental, lo que permitía que los trenes orientales discurriesen muy pegados al último muro antes de la Franja de la Muerte.
—Tanteé el terreno y decidí que no estaba mal.
Miriam podía ver las instalaciones fronterizas, toda la cacofonía de alambre y cemento, de asfalto y arena. Enfrente se extendía casi una hectárea de parcelas amuralladas, cada una con un pequeño cobertizo. Estos terrenos diminutos son una típica solución alemana para los que viven en pisos y añoran tener un huerto y un cobertizo para las herramientas. Hacen un mosaico de cualquier espacio verde de tierra urbana, junto a una vía del tren, a un canal o, como aquí, al abrigo del Muro.
Miriam fue trepando por los muretes que separaban las parcelas, intentando acercarse al Muro.
—Era de noche y tuve suerte. Más tarde supe que también solían patrullar las parcelas.
Llegó lo más lejos que pudo, aunque no hasta el Muro, pues había «un grueso seto» que crecía por delante. Hurgó en el cobertizo de alguien, en busca de una escalera, y la encontró. La puso contra el seto y se subió. Echó un buen vistazo a su alrededor.
Toda la franja estaba iluminada por una fila de enormes farolas en postes, las cabezas reclinadas en un mismo ángulo de sumisión. En el horizonte, habían empezado a silbar y a explotar los fuegos artificiales del Año Nuevo. El puente de Bornholmer estaba como a unos 150 metros de allí. Entre ella y el Oeste había una alambrada, una franja patrullada, una alambrada de espino, una calle asfaltada de veinte metros de ancho para el transporte de personal y una acera. Después, las casetas de los centinelas orientales, que se extendían a unos cien metros más allá, y detrás, más alambre de espino. Miriam coge un folio y me dibuja una maraña de líneas para que me haga una idea.
—Y pasando todo eso, se veía el Muro que había visto desde el tren, el que discurre a lo largo de la vía del tren. Supuse que, detrás, estaba el Oeste, y tenía razón. Podía haberme equivocado, pero tenía razón. —Si había algún futuro para ella estaba allí, y tenía que alcanzarlo.
Sentada en mi silla estudio el significado de patidifusaestupefacta, dándole vueltas en la cabeza. Me río con Miriam cuando se ríe de sí misma, del descaro de los dieciséis años; a los dieciséis eres invulnerable. Me río con ella con lo de hurgar en cobertizos ajenos en busca de una escalera y me río más aún cuando la encuentra. Nos reímos de lo increíble del asunto, de alguien, poco más que una niña, fisgoneando en un jardincito a lo Beatrix Potter, atenta por si aparece el señor McGregor con su trabuco, y buscando una escalera para escalar por una de las fronteras mejor fortificadas de la Tierra. A ambas nos gusta la niña que era, y a mí me gusta la mujer en la que se ha convertido.
De pronto me dice:
—Todavía tengo las cicatrices en las manos de trepar por el alambre de espino, aunque ya no se distinguen muy bien. —Extiende las manos. Las partes blandas de sus palmas están agrietadas por cicatrices blancas, definidas, cada una de un centímetro de largo. La primera valla era una alambrada simple con un rollo de alambre de espino por encima—. Lo raro es que, ¿sabes el alambre que solían enrollar a modo de tubo por encima de las vallas? Se me enganchó en los pantalones y me quedé atrapada en el rollo. ¡Me quedé allí colgada! Es increíble que nadie me viese. —Un Pierrot colgado a la vista de todos.
Miriam debió de soltarse, porque lo siguiente que hizo fue llegar al suelo, a cuatro patas, y empezar su camino a través del sendero, de la calle ancha y de la siguiente franja. Toda la zona estaba iluminada como si fuese pleno día.
—Me puse de rodillas y me fui hacia allá sin más. Pero fui cautelosa, muy despacio.
Después de dejar atrás el sendero cruzó la calle asfaltada. No se sentía el cuerpo, era invisible. No era más que nervios de punta y miedo.
¿Por qué no iban a por ella? ¿Qué estaban haciendo?
Cuando llegó al final del asfalto seguía sin aparecer nadie. Había un cable suspendido como a un metro por encima del suelo. Se detuvo.
—Lo había visto desde la escalera. Pensé que sería alguna especie de alarma o algo, así que pasé por debajo con la barriga pegada al suelo. —Gateó por el último tramo hasta un recoveco en la pared, se agazapó y miró, conteniendo la respiración—. Me quedé allí parada. Estaba esperando a ver qué iba a pasar. Miraba como una posesa.
Pensaba que se le saldrían los ojos de las órbitas. ¿Dónde se habían metido? Algo se movió, justo a su lado. Era un perro; un enorme pastor alemán apuntó su hocico hacia ella. El cable no era ninguna alarma, era una cadena para perros. Miriam no podía moverse. El perro no se inmutó. Ella pensó que los ojos de los guardias seguirían el hocico del animal. Esperó a que ladrase. Si avanzaba pegada al Muro, la seguiría.
—No sé por qué no me atacó. No sé cómo ven los perros, pero lo mismo había sido entrenado para atacar a blancos en movimiento, a gente corriendo, y yo iba a cuatro patas. Tal vez pensase que yo era otro perro.
Se sostuvieron la mirada por lo que pareció un buen rato. Luego pasó un tren y, aunque no era algo habitual, resultó ser un tren a vapor. Los dos quedaron cubiertos por una fina neblina.
—A lo mejor perdió mi olor, ¿no?
Al final el perro se alejó. Miriam esperó otro buen rato.
—Pensaba que volvería a por mí, pero no lo hizo.
Subió por la última alambrada de espino para llegar hasta la cima del Muro que daba a la vía del tren. Podía ver el Oeste: los coches relucientes, las calles iluminadas y el edificio del consorcio Springer. Podía ver hasta a los guardias occidentales sentados en sus garitas. El Muro era muy ancho. Tendría que salvar cuatro metros por encima y luego una pequeña reja para bajar. Eso era todo lo que había. No podía creérselo. Quería dar los últimos pasos corriendo, antes de que la atraparan.
—La reja era solo así de alta —dice, señalando con una mano por la altura de la cintura—. No tenía más que meterme por debajo. Había sido muy cuidadosa y había ido muy despacio… Y en ese momento pensé: «Son solo cuatro pasos más, corre y no mires atrás, antes de que te atrapen». Pero aquí —pinta una X, una y otra vez, sobre el mapa que me ha dibujado—, aquí había un cable trampa. —Ahora habla con un hilo de voz. Pinta y repasa la X una y otra vez y me da la sensación de que se va a romper el papel—. No vi el cable.
Las sirenas saltaron, aullando. En las casetas de los centinelas occidentales encendieron los focos para buscarla y para evitar que los orientales le disparasen. Los guardias orientales se la llevaron de allí rápidamente.
«Tú, basura», le dijo un joven. La llevaron al cuartel general de la Stasi en Berlín. La ataron de manos y piernas, solo entonces sintió por vez primera la sangre y el dolor; tenía sangre por la cara y por el pelo.
—Pero en realidad no me habían visto. Nadie me había visto.
Estuvo muy cerca.
En el Oeste se encendieron los neones y más allá, en el cielo, explotaron los fuegos artificiales.
La llevaron de vuelta a Leipzig en la parte trasera de un furgón policial. El oficial de la Stasi que la interrogó le dijo que se habían puesto en contacto con sus padres y que éstos no querían saber nada más de ella.
—¿Le creíste?
—Humm. Bueno, no, en realidad no. —Era muy difícil estar seguro de nada, de nadie. Miriam hace una pausa. Es una pregunta incómoda—. Creo que lo más probable es que degradaran a ese perro, pobre chucho —dice—. O eso, o le pegaron un tiro.
Metieron a Miriam en una celda de Dimitroffstrasse, recreada en el cercano Museo de la Stasi. La celda es de dos metros por tres y, en un extremo, bien alto, hay una ventana empotrada de cristal esmerilado. Tiene un banquillo con un colchón, un váter y un lavabo. La puerta es gruesa, provista de cerrojos de metal y de una mirilla para que los guardias pudiesen controlar. Está encajada en un muro tan profundo que me sentí como si estuviera entrando en una cámara estanca.
Una vez más volvieron a denegarle a Miriam tanto las llamadas telefónicas como los abogados o cualquier otro contacto con el mundo exterior. Tenía dieciséis años y volvía a estar sola.
—Por lo menos, cuando venían para llevarme a los interrogatorios —dice sonriendo—, había algo que hacer. Pero a partir de ahí —hace una pausa— empezaron a encadenarse las miserias.
Una vez de vuelta en Leipzig la Stasi le dio su merecido.
En la década de 1950, durante la guerra de Corea, empezaron a circular rumores sobre los espantosos métodos de tortura que empleaban con los prisioneros de guerra estadounidenses. Una vez capturados, los llevaban a un campo, y volvían a aparecer como muy tarde una semana después sobre una plataforma articulando de forma mecánica ante las cámaras su conversión al comunismo. Después de la guerra se supo que, en contra de lo que sugerían los rumores, el secreto del ejército coreano no fue nada tradicional ni de una tecnología puntera: fue la privación del sueño. Un hombre hambriento puede seguir escupiendo bilis, pero un zombi es fácilmente maleable.
El interrogatorio de Miriam Weber, de dieciséis años, se desarrolló durante diez noches, en sesiones de seis horas, entre las diez de la noche y las cuatro de la mañana. En la celda las luces se apagaban a las ocho de la tarde, con lo que tenía dos horas para dormir antes de que la llevasen a la sala de interrogatorios. La devolvían a su celda dos horas antes de que las luces volviesen a encenderse a las seis de la mañana. Durante el día no le permitían dormir. Un guardia la vigilaba por la mirilla y aporreaba la puerta cuando no obtenía respuesta.
—De vez en cuando miraba al ojo de la mirilla cuando estaba golpeando la puerta, pensaba «¿por qué no te golpeas la cabeza para variar?» y seguía dormitando. Pero entonces entraba, me sacudía y me quitaba el colchón del banquillo para que no quedase nada más en la habitación donde echarse. Se aseguraron muy bien de que no durmiese, y cuesta explicar lo kaput que eso puede dejarte.
Más tarde lo consulté. La privación del sueño puede reproducir los síntomas de la inanición, sobre todo en niños: las víctimas se desorientan y sienten frío; pierden el sentido del tiempo, se ven atrapadas en un presente interminable. Además, la privación del sueño causa una serie de disfunciones neurológicas que serán más pronunciadas cuanto más se prolongue la tortura. Al final, las horas que pasas despierto semejan un sueño donde se suceden cosas extrañas, y no puedes sino sentirte furioso, muy furioso, con ese mundo que no te deja descansar.
Para la Stasi escapaba de toda lógica que una niña de dieciséis años sin herramientas, sin entrenamiento y sin ayuda pudiese haber gateado a través de su «barrera protectora antifascista» valiéndose solo de sus pies y de sus manos. Revelando sin querer su admiración, el primer guardia que la llevó a la sala de interrogatorios quiso saber qué deportes practicaba. No practicaba ninguno. Pero el punto clave del interrogatorio, una noche tras otra, era averiguar el nombre de la organización clandestina que la había ayudado a escapar. Querían los nombres de sus miembros, las descripciones físicas. ¿El plan había sido hacerlo en Nochevieja, durante el bullicio de la noche? ¿Cómo sabía ella llegar hasta las parcelas de Bornholmer si no había estado antes en Berlín? ¿Quién le había enseñado a trepar por el alambre de espino? Y, el punto en el que más insistían, ¿quién le había dicho cómo despistar a los perros?
—No les cabía en la cabeza que hubiese podido pasar por delante de aquel perro —dice—. Pobre chucho.
No eran capaces de recobrarse del varapalo. Le dijeron a Miriam que si lo hubiese conseguido la habrían deportado porque era menor. Ella protestó:
—Los occidentales no me hubieran deportado de ninguna de las maneras —les dijo a los agentes que la estaban interrogando—, porque por vuestra culpa ahora soy una refugiada política. Vosotros fuisteis quienes empezasteis a perseguirme cuando pegué las octavillas.
Aunque había un interrogador encargado del caso, el comandante Fleischer, a veces eran dos. Ambos tenían el pelo cortado a cepillo y bigote y llevaban el uniforme abrochado hasta arriba. El más joven estaba tan firme que parecía llevar una bandeja de horno debajo de la guerrera. El comandante Fleischer tenía pelos en las orejas. A veces fingía que era su amigo, hacía de poli bueno; otras se mostraba amenazante: «Hay otras maneras de hacer esto, ya te enterarás». Las respuestas de ella seguían siendo las mismas: «Cogí un tren en Leipzig, me compré un mapa en la estación, subí con la ayuda de una escalera, pasé arrastrándome sobre la barriga y luego corrí».
Diez por veinticuatro horas en las que apenas duermes. Diez por veinticuatro horas en las que apenas estás despierta. Diez días es tiempo suficiente para morir, para nacer, para enamorarte y para volverte loca. Diez días es mucho tiempo.
P: ¿Qué hace el espíritu humano después de estar diez días sin dormir, diez días de aislamiento atemperado solo por sesiones nocturnas de amenazas?
R: Sueña una solución.
La undécima noche, Miriam les dio lo que querían.
—Pensé: «¿Qué queréis? ¿Una organización clandestina de evasión? Vale, pues la vais a tener».
Fleischer había vencido:
—¿Lo ves? —le dijo—. Al final no era para tanto, ¿verdad? Si nos lo hubieras contado antes te habrías ahorrado tanta molestia.
La dejaron dormir durante quince días y le dieron un libro a la semana. Se lo leía en un día y luego memorizaba las páginas, caminando de arriba abajo por la celda con el libro en el regazo.
—Mirando atrás, tiene su gracia —dice Miriam—, pero en el momento no podía ser más frustrante. Me inventé una historia que ni yo por aquel entonces me hubiese creído. No tenía ni pies ni cabeza, pero estaban tan ansiosos por atrapar a una organización de evasión que se la tragaron. Yo lo único que quería era dormir.
La bodega Auerbach es toda una institución en Leipzig. Es un bar restaurante subterráneo con mesas de roble en amplias hornacinas, todo bajo un techo abovedado, semejante a una bodega. Las paredes y el techo están recubiertos por pinturas de oscuras escenas del Fausto de Goethe: el encuentro de Fausto y Mefistófeles, la traición de Fausto a Margarita, la desesperación de Fausto. Goethe solía ir allí a beber. Es un buen lugar para encontrarse con el diablo.
La historia que Miriam le contó a la Stasi es la siguiente:
Todo empezó cuando quedó con unos amigos en la bodega Auerbach para comer panecillos de manteca de oca. Como al final sus amigos no se presentaron, acabó sentada sola en una de esas grandes mesas y empezó a comer. El bar estaba lleno; la Navidad se acercaba. Llegaron cuatro hombres y le preguntaron si podían compartir mesa. Se sentaron a comer mientras Miriam escuchaba su conversación. Uno de ellos tenía acento de Berlín: sus «gut» eran «yut» y sus «ich», «icke».
Miriam está pasándoselo en grande con esto. Me mira y se le ve la cara reluciente. Se está imaginando con dieciséis años y eso la hace feliz.
—Así que le pregunté al hombre, al que parecía el cabecilla, que si eran de Berlín. Y me dijo que sí. «¿Y cómo va la cosa por Berlín?», les pregunté. —Los ojos de Miriam vuelven a agrandarse y vuelve a parecerse a un dibujito animado.
»—Bien, gracias.
»—¿De qué parte de Berlín sois?
»—De Pankow.
»—¿Eso no estará… cerca del Muro?
»—Pues la verdad es que sí… No estarás pensando en escapar, ¿no?
»—Pues sí.
»—Pero, mujer, no puedes llegar al Muro y esperar que haya un sitio por donde escalar. Ven con nosotros y te daremos algunos consejillos.
Y Miriam dijo «vale», así que se fueron los cinco y se montaron en un taxi. Viajaron hacia el sur, pero no estaba segura de adónde exactamente porque ya era de noche. Fueron a un piso en la segunda planta —¿o era en la tercera?— de un bloque; resultaba difícil recordarlo con exactitud. En la puerta no había ninguna placa así que, por desgracia, no pudo enterarse de a quién pertenecía el piso. El hombre y sus compinches sacaron un mapa de Berlín y le enseñaron el punto por donde podría pasar. Luego llamaron a otro taxi, que la dejó en la bodega de Auerbach, y desde allí cogió el tranvía de vuelta a casa.
Miriam se ríe. Me mira como diciendo: «¿Has oído una historia más ridícula en toda tu vida? ¿Puedes creerte que se la tragaran?». La miro yo también, confusa. Intento cambiar la expresión de mi cara. ¿Por qué era tan improbable que alguien te ofreciera consejos sobre cómo saltar muros? Presiento que están a punto de explicarme algo básico. Aguzo las orejas como un perro ante la tele: no sabe qué está pasando, pero seguro que es algo interesante.
Miriam es tan amable de aclararme que en la RDA era inconcebible que le preguntases a un extraño, a un total desconocido, si vivía cerca de la frontera. También era inconcebible que el extraño te preguntase a su vez si estabas pensando en escapar. Y lo que era lo más inconcebible de todo es que te ofrecieran amigables consejos acto seguido. La relación entre las personas estaba condicionada por el hecho de que cualquiera podía ser uno de Ellos. Todos sospechaban de todos, y sobre esta desconfianza creada se fundamentaba la existencia social. El hombre podría haber denunciado a Miriam por haberle hecho una pregunta sobre la frontera y haber admitido que estaba pensando en cruzarla, y ella podría haberlo denunciado a él por haberse ofrecido a enseñarle cómo. En la RDA existían las organizaciones clandestinas de evasión, pero necesitabas a un intermediario para comunicarte con ellas; nunca sucedería algo así tan alegremente, delante de unos panecillos de manteca de oca y unas cervezas.
Fleischer quería un nombre.
—Eso no se lo puedo decir —le dijo—. No oí que se llamaran por sus nombres entre ellos.
»—¿Qué aspecto tenía el cabecilla?
»—Bueno, era así de alto. —Alzó la mano en el aire, por encima de la cabeza—. Y de constitución fuerte, o sea, corpulento.
Sonríe, se divierte con el hombre que inventó:
—Le dije que estaba calvo del todo. Ah, y que tenía unos pies sorprendentemente pequeños.
Ahora me río con ganas, me encanta ese detalle tan infantil.
—Ahí va eso: ¡una calvorota reluciente con pies sorprendentemente pequeños! Y para más inri, le dije a Fleischer que tenía la impresión de que era un habitual de la bodega Auerbach.
Ella también se ríe, mientras le da una calada al cigarro y se acomoda en el sillón. Miriam había pensado en todo: no importaba cuántos calvos de pies pequeños encontrasen para una rueda de reconocimiento: ella no reconocería a ninguno.
Pasaron dos semanas hasta el siguiente interrogatorio. La llevaron en presencia de Fleischer, no a las diez de la noche sino por la tarde. Éste tenía las dos manos sobre la mesa como intentando controlarse para no agarrarla por el cuello.
—Mis hombres —bramó— han quedado como unos patanes por tu culpa. ¿Cómo te atreves a mentir de esa forma? ¿Cómo se te ocurre inventarte semejante historia?
—Quería dormir.
Fleischer le dijo que consideraban su conducta como fraude al Ministerio, lo que suponía un delito. Ahora aspiraba a una condena aún mayor. Y lo tenía bastante negro, teniendo en cuenta que podía haber dado pie a una guerra.
Miriam pensó que debía de estar loco. Si hubiera saltado por el último tramo, continuó explicando el oficial, los soldados del Este le abrían disparado por la espalda y los soldados occidentales habrían respondido con más disparos. Podía haber sido el desencadenante de una guerra civil. Luego suavizó el tono:
—Por suerte para ti no incluiré este último episodio en tu expediente. Para que no digan luego que no te dimos una oportunidad.
Más tarde, Miriam comprendería que se estaba protegiendo a sí mismo. Si le hubiesen preguntado en el tribunal por qué inventó semejante historia, ella habría respondido sin más: «Porque no me dejaban dormir». Al parecer, incluso en la RDA la privación del sueño era considerada como tortura, y la tortura, al menos a menores, no entraba dentro de la política oficial.
Fuera como fuese, el juez la condenó a un año y medio en Hoheneck, la prisión de mujeres de Stauberg. Y al final del juicio de tres días, le dijo: «Acusada menor número 725, entienda que sus actividades podían haber originado la Tercera Guerra Mundial».
Estaban todos locos y la iban a encerrar.