2. Miriam

Trabajo en el servicio internacional de la televisión en lo que antes fuera Berlín Oeste. El servicio fue establecido por el gobierno después de la guerra para irradiar benignas ondas de «germanidad» por el orbe. Mi trabajo consiste en responder a las cartas de los espectadores que han sido irradiados y a los que les ha surgido alguna consulta.

En el «Correo del espectador» estoy a medio camino entre una consejera sentimental, una ayudante de investigación por cuenta propia y un receptáculo de mensajes en botellas. «Querido Correo del espectador: Estoy buscando la dirección de la clínica del doctor Manfred von Ardenne para probar su nuevo tratamiento de temperaturas extremas contra el cáncer en casos de estado avanzado, tal y como apareció en su programa (…)»; «Querido Correo del espectador: Muchas gracias por el interesante programa sobre los refugiados en su país. Tengo dieciséis años y vivo en Accra. ¿Podría por favor mandarme información sobre el derecho de asilo…?»; el neonazi de turno que escribe desde Misuri o Liverpool solicitando información sobre «grupos madre» en Alemania del Este. Hubo un hombre de Birmingham (Alabama) que me mandó una fotografía donde aparecía él en uniforme con una montaña de cadáveres al fondo, de cuando liberaron el campo de concentración de Bergen-Belsen en 1945; decía: «Gracias por el programa sobre el quincuagésimo aniversario de la paz. Me gustaría que supiesen que guardo un gran recuerdo de la acogida que nos dispensaron los ciudadanos alemanes de a pie a nosotros los americanos. En los pueblos apenas tenían nada, pero aun así, cuando llegábamos, lo compartían con nosotros como si fuésemos de la familia…». Yo escribo adecuadas y contenidas respuestas. A veces me pregunto cómo será ser alemana.

Mi jefe es Alexander Scheller. Es un hombre alto que acaba de cumplir cuarenta años y que tiene una fotografía de una esposa rubia de rostro adusto, un cenicero de cristal y una permanente taza de café sobre su enorme aunque por lo demás vacío escritorio. Tamborilea sin cesar, estimulado por la cafeína y la nicotina. Debo decir en su honor que tiene la cortesía de hacer como si mi trabajo de responder a la correspondencia de los espectadores fuese tan importante como el de los periodistas y profesionales que trabajan para él. El mes pasado estuve sentada al otro lado de su escritorio durante una reunión que yo había solicitado y para la que él había hecho un hueco. La mano derecha de Scheller, Uwe Schmidt, también estaba allí. La principal tarea de Uwe como asistente consiste en hacer que Scheller parezca tan importante como para tener un asistente. El resto de su trabajo consiste en aparentar estar ocupado y estresado, lo que es más difícil si cabe, puesto que apenas tiene nada que hacer. Scheller y Uwe son ambos occidentales.

Uwe tiene la misma energía de telediario que Scheller, solo que la de Uwe es sexual, no química. Como las novias de Uwe siempre acaban dejándolo, siempre anda, durante gran parte del día y en compañía de cualquiera, profundamente distraído por el deseo.

Me gusta Uwe y me da lástima porque sé que tanto buscar la razón por la que sus novias lo dejan ha empezado a pasarle factura por dentro. Hace poco lo vi parado en un semáforo cantando con lágrimas en los ojos «You’re once, twice, three times layayadeeee», así tal cual, en inglés. Y en aquella ocasión, al otro lado del escritorio, se sorprendió a sí mismo mirándome como si yo fuera comida, y supe que no había escuchado ni una palabra de lo que le había dicho.

—¿Perdona? —inquirió.

Decidí empezar desde el principio.

—Hemos recibido una carta de un alemán que vive en Argentina en respuesta al asunto de las mujeres puzle.

—¿Las mujeres puzle? ¿Mujeres puzle? —vaciló Uwe intentando recordar la historia.

—Las de Núremberg, las que se dedican a unir como si fueran puzles los expedientes hechos trizas que la Stasi no llegó a quemar ni a convertir en pasta de papel.

—Vale. Te sigo —dijo Scheller. Repiqueteaba con la punta de goma de un lápiz sobre el escritorio.

—El hombre dice que se fue de Dresde cuando acabó la guerra. Se pregunta si tenemos intención de hacer algún día un reportaje sobre cómo están las cosas en la Alemania del Este actual, en vez de, como él dice, «emitir una y otra vez reportajes sobre lo que se está haciendo por los parientes pobres».

—Mujeres puzle… —murmuró Uwe.

Respiré hondo.

—Y estoy de acuerdo con él. Siempre estamos hablando de las cosas que Alemania está haciendo por la gente de la ex RDA. Sería genial hacer un reportaje desde el punto de vista del Este. Por ejemplo, pongamos, averiguar cómo se siente alguien que está esperando a que encajen las piezas de su expediente.

—No emitimos a nivel nacional y lo sabes —dijo Scheller—, es absurdo hacer reportajes sobre los ossis solo para contentarlos.

Miré a Uwe, que se mantenía un tanto al margen, con los pies encima de las hectáreas de escritorio de Scheller. Estaba pasándose un bolígrafo por los nudillos, perdido en una ensoñación: encajando piezas de mujeres.

—Ya lo sé, lo sé —le contesté a Scheller—. Pero es que Alemania del Este… Yo creo que deberíamos mostrar historias de allí, bueno, de aquí, vamos.

—¿Qué clase de historias? —preguntó Scheller. A sus espaldas, el ordenador emitió un pitido de glockenspiel que avisaba de un e-mail nuevo.

—No sé —dije, porque era cierto, no sabía—. Tiene que haber gente que se opusiera de alguna forma al régimen, o que fuese encarcelada por error. —Noté que me estaba exaltando, cosa peligrosa—. Lo que quiero decir es que tras la Segunda Guerra Mundial la gente buscó como loca el menor indicio de resistencia a Hitler, como si se pudiese salvaguardar una diminuta muestra de orgullo nacional y asociarla a un par de estudiantes pacifistas y a un puñado de viejos aristócratas prusianos. Y aquí, ¿qué? Debió de existir algún tipo de resistencia a la dictadura, ¿no?

—No son una nación. —Scheller se puso técnico.

—Lo sé, pero lo fueron.

—Mira —me dijo—, son solo alemanes que estuvieron bajo el comunismo durante cuarenta años y luego se retractaron, y que ahora lo único que quieren es dinero para un buen televisor y unas vacaciones en Mallorca, como todo el mundo. Fue un experimento y falló.

—Vale, ¿y qué sugieres que le responda a ese tío? —Notaba cómo iba subiendo mi tono de voz—. ¿Le digo que aquí a nadie le interesan los alemanes del Este ni sus historias, porque no forman parte de nuestra imagen internacional?

—Por dios santo —exclamó Scheller—. No te creas que vas a encontrar la gran historia de coraje humano que estás buscando… Habría salido ya hace años a la luz, poco después de 1989. Son solo un puñado de quejicas oprimidos con un par de atemperados activistas de los derechos civiles entre ellos, y digo bien, solo un par. Simplemente tuvieron la puñetera mala suerte de acabar detrás del Telón de Acero. —Echó hacia atrás la cabeza—. No sé qué perra te ha entrado con esto.

Uwe bajó los pies:

—¿Estás bien?

Luego me acompañó hasta mi mesa, solícito como un doctor que tiene que darle malas noticias a un paciente. Esto me hizo darme cuenta de que me había pasado de la raya.

—Es solo que no le interesa —me consoló.

—A nadie le interesa esa gente.

—Mira. —Uwe me cogió del antebrazo con dulzura, girándome como a una pareja de baile. Tenía los ojos verdes y rasgados, y los dientes, pequeños y perfectos: perlas menudas—. Puede que tengas razón. A nadie le interesan: estaban subdesarrollados, y acabados, y luego toda la historia de la Stasi… —Se detuvo. Tenía el aliento mentolado—. Es un poco… embarazoso.

Le respondí al argentino, agradeciéndole su sugerencia pero contándole que «lamentablemente las competencias de la cadena solo atañen a noticias y temas actuales; en consecuencia, no estamos en posición de investigar historias más personales, de “puntos de vista”».

Hace una semana volvió a escribir. Estaba enfadado y me decía que la Historia está hecha de historias personales. Me decía que en Alemania del Este se estaban barriendo las cosas y metiéndolas bajo la alfombra. Había hecho falta que pasaran veinte años desde la guerra, decía, para que se empezase a, por lo menos, poner en tela de juicio el régimen nazi en Alemania y afirmaba que ese proceso se estaba repitiendo ahora: «¿Qué pasará en 2010 o en 2020, cuando se recuerde lo que pasó allí? —escribía—. ¿Por qué algunas cosas son más fáciles de recordar conforme más tiempo hace que pasaron?».

La señora que está enfrente de mí se despierta justo cuando el tren está entrando en Leipzig. Hay algo íntimo en ver a una persona dormir, así que ahora no le queda más remedio que reconocer mi existencia:

Wiedersehen —dice al salir del compartimento.

Miriam Weber está al fondo del andén, es todavía una mujer pequeña entre la marea de pasajeros que se apean. Lleva una rosa en el pecho para que la reconozca. Nos damos la mano, sin mirarnos del todo al principio, hablando de trenes, viajes, lluvia. Parece una cita a ciegas, nos hemos descrito la una a la otra. Sé que hasta la fecha nunca le ha contado su historia a una extraña.

Atravesamos Leipzig en coche. La ciudad está en construcción, es una obra en marcha con nuevos objetivos. Las grúas hurgan en tajos abiertos como heridas; las gentes las ignoran mientras zigzaguean cabizbajas por las aceras y los callejones. En una de las torres de cemento hay un enorme emblema de Mercedes que gira, en un vals al son de los nuevos tiempos.

El piso de Miriam está en lo más alto de su edificio. Hay cinco tramos de unas escaleras amplias y en herradura con una bonita barandilla oscura. Intento no jadear muy alto, intento no pensar en mi dolor de cabeza, intento recordar cuándo se inventaron los ascensores. Al llegar, el piso es un gran espacio muy iluminado bajo los aleros del tejado, lleno de plantas y lámparas, con vistas a todo Leipzig. Desde aquí se podría ver venir a cualquiera.

Nos sentamos en unos sillones de mimbre. Ahora que la miro de cerca, veo que Miriam es una mujer de cuarenta y tantos años largos, con pequeñas gafas redondas y un bonito corte de pelo a lo garçon, coronado por unos pelillos de punta que le dan aspecto de dibujo animado. Lleva un jersey largo y pantalones negros y está sentada como un indio sobre el sillón. Tiene una voz que sorprende por la huella que ha dejado en ella la nicotina. Ella es tan poca cosa que la voz llega de ninguna parte y de todas partes a la vez: no queda claro desde un principio que provenga de ella; llena la habitación y nos envuelve.

—Me convertí en enemiga oficial del Estado a los dieciséis años. ¡A los dieciséis! —Miriam me mira a través de sus lentes y sus ojos son grandes y azules. Su voz es una combinación de orgullo por haber sido tan traviesa y de descrédito ante un país que convertía a sus propios niños en enemigos—. Ya se sabe que a los dieciséis te entra ese gusanillo…

En 1968 demolieron la vieja iglesia de la Universidad de Leipzig, sin previo aviso, sin consulta pública. A 250 kilómetros la Primavera de Praga estaba en pleno apogeo, antes de que los rusos sacasen sus tanques a la calle para aplastar a los que se manifestaban por la democracia. La demolición de la iglesia de Leipzig proporcionó una excusa para dar rienda suelta a la extendida enfermedad de la que sus habitantes se vieron contagiados a través de sus vecinos checoslovacos. Veintitrés años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la generación que tomaba el testigo se hacía preguntas sobre la forma en que sus padres habían aplicado los ideales comunistas.

El régimen de Alemania del Este interpretó las manifestaciones en Leipzig como un signo de los tiempos, unos rescoldos que podían prender. La Policía roció a algunas gentes con mangueras de incendio y arrestó a otras tantas. Miriam y su amiga Ursula pensaron que no era justo:

—A los dieciséis años se tiene un sentido especial de la justicia y simplemente pensamos que no había sido justo. No es que fuésemos unas férreas opositoras al Estado ni nada; tampoco es que nos lo hubiésemos planteado mucho. Solo pensamos que no estaba bien moler a palos a la gente y arremeter con caballos y esas cosas.

Ambas decidieron hacer algo al respecto. Se fueron a una papelería y compraron un juego de imprenta para niños con un tampón de tinta, un paquete de letras de goma y un riel donde ponerlas.

—¿Se podían comprar esas cosas? —le pregunto. Sé que los mimeógrafos, las máquinas de escribir y más tarde las fotocopiadoras estaban estrictamente controladas en la RDA (si bien de forma poco eficiente) por medio de licencias.

—Después de lo que hicimos, no —sonríe—. La Stasi las retiró de las estanterías.

Miriam y Ursula hicieron octavillas (CONSULTA, NO MANGUERAS y PUEBLO DE LA REPÚBLICA DEL PUEBLO, EXPRÉSATE) y las pegaron por toda la ciudad aprovechando la noche. Las niñas se pusieron guantes para no dejar huellas dactilares.

—Habíamos leído tantas novelas como el que más —dice, riendo.

Miriam llevaba los carteles metidos bajo la chaqueta; Ursula, un bote de cola y un cepillo escondidos en un cajón de leche. Fueron listas: pusieron las octavillas en cabinas, encima de las instrucciones, y en paradas de tranvía, sobre los horarios.

—Queríamos asegurarnos de que la gente las leyera.

Describieron un círculo alrededor de la ciudad y luego lo atravesaron en línea recta. Llegaron al cuartel general del Partido Comunista regional. Las cosas estaban saliendo bien.

—Nos miramos la una a la otra y no nos pudimos resistir.

Entraron y le dijeron al guardia que estaba de servicio que tenían cita con herr Schmidt, probando suerte a ver si había alguien con ese apellido en el edificio. No se pararon a pensar en qué habrían hecho en el caso de que un tal herr Schmidt hubiese salido a recibirlas.

El guardia hizo una llamada. Colgó el auricular: «No, el camarada Schmidt no se encuentra en el edificio en este momento». Las chicas le dijeron que volverían al día siguiente.

—Y a la salida estaban esas bonitas y suaves columnas…

Miriam está convencida de que si se hubiesen detenido en ese momento no habría habido represalias, pero de vuelta a casa fueron demasiado lejos: al pasar por delante de un edificio donde vivían varios de sus compañeros de clase metieron octavillas en los buzones de dos chicos que conocían. Al día siguiente, uno de los padres llamó a la Policía.

—¿Por qué llamar a la Policía por algo de propaganda en tu buzón? —pregunto.

—Porque eran idiotas, o porque lo mismo eran del Partido, ¿quién sabe?

—Parece tan inofensivo… —le digo.

Miriam replica pausada pero contundentemente.

—En esa época no tenía nada de inofensivo. Era delito de sedición.

En Alemania Oriental la información discurría por un círculo cerrado entre el gobierno y sus emisarios de la prensa. Como el gobierno era quien controlaba los periódicos, las revistas y la televisión, hacer carrera como periodista era hacer carrera como portavoz del gobierno. El acceso a los libros estaba restringido. La censura era una presión constante sobre los escritores, y otro tanto sobre los lectores, que tuvieron que aprender a leer entre líneas. El único medio de masas que escapó al control del gobierno fue la señal de las cadenas occidentales, aunque bien es verdad que lo intentaron: hasta principios de la década de 1970 la Stasi solía controlar la orientación de las antenas que colgaban por fuera de los pisos y tomaba represalias en el caso de que apuntasen hacia el Oeste. Con el tiempo se rindieron: al parecer las ventajas de los soporíferos anuncios minimizaban los peligros de los telediarios del mundo libre.

De la sedición se encargaba la policía secreta, no la Volkspolizei corriente. La Stasi fue de lo más meticulosa. Interrogaron a todos los compañeros de clase de los niños que habían recibido las octavillas; hablaron con el director, con los profesores, con los padres. Les llevó varios días. Miriam y Ursula habían acordado un plan de arresto y encarcelación: ninguna admitiría nada. La Stasi redujo la lista de sospechosos a un puñado. Hombres con guantes y perros peinaron la casa de Miriam.

—Y nosotras pensando que habíamos sido muy cuidadosas, que habíamos tirado todo y destruido todas las pruebas…

La Stasi encontró algunas de las pequeñas letras de goma por la alfombra. Los padres de Miriam les dijeron a los agentes que no podían entender cómo había pasado algo así en su propia casa.

Metieron a las niñas en prisión preventiva durante un mes, cada una en una celda. No recibieron visitas ni de sus padres ni de sus abogados, no les dejaron ni libros, ni periódicos, ni llamar por teléfono.

Al principio se ciñeron al plan: «No, señor, ni sé cómo llegaron hasta allí las octavillas ni tampoco es posible que haya sido ella».

—Pero al final —dice Miriam— pueden contigo. Como en las películas. Emplean el viejo truco de decirle a una que la otra lo ha admitido, de modo que al final lo haces. Después de estar sin visitas, sin libros, sin nada, piensas: «bueno, es probable que lo haya reconocido».

Soltaron a las niñas a la espera del juicio. Cuando llegó a su casa, Miriam pensó: «Allí no me vuelven a meter en la vida». A la mañana siguiente subió a un tren dirección Berlín. Era la Nochevieja de 1968: iba a saltar el Muro.