«Llamaste y gritaste y rompiste mi sordera. Relampagueaste y brillaste y acabaste con mi ceguera… Me tocaste y yo ardí por Tu paz».
SAN AGUSTÍN.
Aquella noche, él y Lotta miraban tristemente las noticias en la televisión.
«Durante todo el día —decía el locutor— una multitud de Uditi, los seguidores de su poderío Ray Roberts, ha estado rondando la Biblioteca de Temas Populares; una muchedumbre intranquila paseando nerviosamente, como encolerizada. La policía de Los Ángeles, que ha estado vigilando la muchedumbre sin intervenir, dijo que temía, poco después de las cinco p. m., un inminente ataque a la Biblioteca. Hablamos con algunas personas preguntándoles por qué se encontraban allí y qué se proponían».
En la pantalla del televisor se veían distintas escenas de gente en movimiento. Gente ruidosa, en su mayoría hombres, agitando los brazos, gritando.
«Hablamos con el señor Leopold Haskins y le preguntamos por qué había venido a pasear delante de la Biblioteca, y esto es lo que nos contestó».
Un negro corpulento, rondando los cuarenta, apareció en la pantalla con rostro estúpido.
«Bueno, estoy aquí —dijo rudamente— porque tienen al Anarca ahí dentro encerrado».
El locutor, sosteniendo el micrófono portátil, dijo:
«¿Tienen al Anarca Thomas Peak dentro de la Biblioteca, caballero?».
«Sí, ahí lo tienen —respondió Leopold Haskins—. A eso de las diez de la mañana oímos decir que tenían ahí dentro al Anarca pero que se proponían despacharle».
«¿Asesinarle, quiere decir usted?» —preguntó el locutor.
«Eso es; eso nos dijeron».
«¿Y qué se proponen hacer al respecto, suponiendo que eso sea cierto?»
«Bueno, nos proponemos entrar ahí. Eso nos proponemos. —Leopold Haskins miró a su alrededor confuso—. Nos dijeron que íbamos a entrar a sacarle si podíamos, así que por eso estoy aquí; estoy aquí para que los de la Biblioteca no puedan hacer esa canallada que se proponen».
«¿Cree usted que la policía tratará de impedírselo?».
«¡Huy!, no —dijo Leopold Haskins estremeciéndose—. La poli de Los Ángeles les tiene tanta ojeriza a los de la Biblioteca como nosotros».
«¿Y a qué se debe eso?».
«La poli sabe —dijo Haskins— que fueron los de la Biblioteca quienes liquidaron al oficial Tinbane».
«Nos habían dicho…»
«Ya sé lo que les habían dicho —continuó Haskins muy excitado, levantando la voz—, pero no fueron “fanáticos religiosos” como decían. Ya saben quién fue y nosotros también lo sabemos».
La cámara enfocó entonces a un negro muy flaco con camisa blanca y pantalón oscuro que parecía confundido.
«Oiga —dijo el locutor de la televisión, micrófono en mano—, ¿puede usted decirnos su nombre, por favor?»
«Jonah L. Sawyer» —respondió el negro con voz cascada.
«¿Y por qué está usted aquí, señor?»
«La razón de que esté aquí —dijo Sawyer— es que la Biblioteca no va a hacer caso de razones y no va a dejar salir al Anarca».
«Y ustedes se han reunido aquí para sacarle».
«Eso es; para sacarle» —dijo Sawyer muy convencido.
«¿Y cómo exactamente —preguntó el reportero— se proponen hacerlo? ¿Tienen algún plan definido los Uditi?»
«Bueno, tenemos a nuestra organización, los Engendros del Poder, que son los que mandan aquí; son los que nos dijeron que viniéramos. Yo no sé exactamente qué van a hacer, pero…»
«Pero usted cree que lo lograrán».
«Sí, claro que lo creo» —respondió Sawyer.
«Muchas gracias, señor Sawyer» —dijo el locutor. Entonces se transformó en el locutor que había aparecido al principio, sentado ante su mesa de despacho con los boletines de noticias delante de él.
«Poco antes de las seis de la tarde —siguió diciendo—, el gentío congregado alrededor de la Biblioteca, que sumaba ya varios miles de personas, se puso muy tenso, como si sintiera que algo estaba a punto de ocurrir. Y vaya si ocurrió. No se sabe de dónde, salió un cañón, y sin apenas apuntar empezó a vomitar bomba tras bomba sobre el edificio de piedra gris donde se encuentra la Biblioteca. Ante eso, la muchedumbre enloqueció».
Se vio en la pantalla a la gente enloquecida, gritando con rostros desencajados.
«En el transcurso del día tuve ocasión de hablar con el jefe de policía de Los Ángeles, Michael Harrington, y le pregunté si la Biblioteca había solicitado ayuda a la policía. Esto es lo que dijo el jefe Harrington».
En la pantalla se veía ahora a un blanco de cuello ancho, con ojos de besugo y carne fofa, vestido de uniforme y que se humedeció los labios antes de hablar.
«La Biblioteca de Temas Populares —dijo con voz fuerte y segura, como si estuviera pronunciando un discurso— no ha hecho ningún llamamiento. Hemos intentado en varias ocasiones ponernos al habla con ellos, pero en nuestra opinión, a eso de las cuatro treinta de esta tarde todo el personal abandonó el edificio que ahora está vacío previamente a la reunión de esta muchedumbre ilegal y teniendo en cuenta sus intenciones respecto a la Biblioteca —hizo una pausa y rumió—. También me han dicho, pero esto está sin confirmar que yo sepa, que una facción militar de los Uditi se propone utilizar un cañón de bombas nucleares para destruir el edificio y que la gente pueda correr a rescatar a su anterior líder, el Anarca Thomas Peak, que suponen se encuentra dentro».
—«¿Está ahí dentro el Anarca, jefe Harrington?» —preguntó el locutor.
«Que nosotros sepamos —respondió el jefe de policía—, es muy probable que el Anarca Peak se encuentre ahí dentro. Pero no lo sabemos seguro —calló como si estuviera pensando en otra cosa; miraba continuamente a algo o al alguien con el rabillo del ojo—. No, no tenemos noticias en ese sentido o en otro».
«Si estuviera ahí dentro el Anarca —dijo el locutor—, como parecen creer los Uditi, ¿estaría justificada, en su opinión, su intención de entrar por la fuerza, como parece que van a hacer? ¿O bien…»
«Consideramos a esa muchedumbre —dijo el jefe Harrington— como a una reunión ilegal, y ya hemos llevado a cabo varias detenciones. En este momento estamos intentando disuadirles de su propósito».
Nuevamente apareció el locutor delante de su mesa, muy atildado y repeinado.
«La muchedumbre —dijo— no se disolvió como esperaba el jefe Harrington. Y ahora, por varios informes recibidos desde el lugar de los hechos, comprobamos, como dijimos antes, que ya ha hecho su aparición el cañón atómico a que se refería el jefe Harrington y nos enteramos de que en estos momentos está causando graves destrozos en el edificio de la Biblioteca. Interrumpiremos nuestros programas de la noche para mantenerles informados del desarrollo de esta batalla campal entre los Uditi, representados por la muchedumbre airada, ruidosa e inquieta y la…»
Sebastian apagó el televisor.
—Es una buena noticia —dijo Lotta pensativa— lo de que esté desapareciendo la Biblioteca. Me alegro de que se hunda.
—No se hundirá. La reconstruirán. Los empleados y los Errads escaparon de ella, ya has oído lo que ha dicho la tele. No te hagas demasiadas ilusiones.
Se levantó del sofá y empezó a pasear.
—Tenemos unos momentos de tranquilidad —señaló Lotta—. Los Engendros están ocupados intentando entrar en la Biblioteca; seguramente estarán tan ocupados que se han olvidado de nosotros.
—Pero volverán a recordarnos —dijo él—. En cuanto acaben en la Biblioteca —pensó, me pregunto si por milagro lograrán llegar al Anarca antes de que caiga muerto; no sé…, al menos es teóricamente posible.
Pero en el fondo de su corazón sabía que no sería así. No volvería nadie a ver vivo al Anarca; lo sabía, el Anarca lo sabía, y los Uditi lo sabían. Ray Roberts y los Uditi lo sabían mejor que nadie.
—Vuelve a poner las noticias —dijo Lotta, inquieta.
Así lo hizo.
Y se encontró, en la pantalla, con el rostro de Mavis McGuire.
«Señora McGuire —estaba diciendo el locutor—, respecto a ese ataque a su Biblioteca… ¿le ha dicho a toda esa gente que no tienen ustedes a su antiguo líder espiritual? ¿O cree usted que el decirles eso tendría el efecto deseado de aplacarles?»
La señora McGuire respondió con voz severa y fría:
«Hoy a primera hora convocamos a unos representantes de los medios de comunicación y les leímos un informe que teníamos preparado. Se lo puedo volver a leer si lo desea; quiere alguien… Gracias —le entregaron una hoja de papel, lo miró y empezó a leer con su voz de bibliotecaria crispada y lista—. Debido a la presencia del señor Ray Roberts en Los Ángeles en estas fechas, el fanatismo religioso ha sido exacerbado con una llama considerable (y deliberada) de violencia intencionada. El que se haya tomado a la Biblioteca de Temas Populares como blanco de esa violencia no nos sorprende, desde el momento en que la Biblioteca vela por el mantenimiento de las instituciones físicas y espirituales de la sociedad actual —instituciones que los Uditi están muy interesados en destruir—. En cuanto a la protección que pueda brindarnos la policía, será bien recibida cualquier clase de ayuda que pueda darnos el jefe Harrington, pero incidentes de este tipo han venido ocurriendo desde la revuelta de Watts en los años sesenta, y su constante resurgimiento…»
—Dios mío —dijo Lotta tapándose los oídos con el miedo reflejado en su cara—. Esa voz; esa horrible voz, hablándome… —se estremeció.
«También hablamos con la señorita Ann Fisher —dijo el locutor de la televisión—, la hija de la bibliotecaria jefe, Mavis McGuire. Y esto es lo que nos dijo».
En la pantalla se vio ahora a Ann, en el salón de su apartamento, sentada frente a las cámaras y al locutor; se la veía tranquila, serena y ponderada, como si lo que estaba ocurriendo no tuviera que ver con ella.
«… que se ve que ya estaba planeado con antelación —decía Ann—. Creo que la idea de arrasar la Biblioteca se remonta a meses atrás, y eso explica la presencia de Ray Roberts en la Costa Oeste».
«Entonces usted cree —dijo el locutor— que este ataque a la Biblioteca…»
«… es y ha sido el objetivo primordial del Udi durante todo este año —siguió Ann—. Estábamos en su agenda; ni más ni menos».
«Así pues, el ataque no ha sido espontáneo».
«¡Oh no! Desde luego que no; se ve claramente que había sido meticulosamente planeado y con mucha antelación. La presencia del cañón viene a confirmar lo que le digo».
«¿Ha intentado la Biblioteca comunicarse directamente con su poderío, Ray Roberts? ¿Para asegurarle que desde luego no tienen ustedes al Anarca en su poder?»
«Ray Roberts —dijo Ann con mucho aplomo— se las ha arreglado para que nadie le pueda localizar en estos momentos».
«Así pues, los esfuerzos por su parte…»
«No hemos tenido suerte. Ni la tendremos».
«¿Cree usted entonces que los Uditi conseguirán destruir la Biblioteca?»
«La policía —dijo Ann encogiéndose de hombros— no ha movido un dedo para detenerlos. Como siempre. Y nosotros no estamos armados».
«¿Por qué cree usted, señorita Fisher, que la policía no mueve un dedo para detener a los Uditi?»
«La policía tiene miedo. Tienen miedo desde 1965, y cuando lo de la revuelta de Watts. Auténticas hordas han estado controlando la ciudad de Los Ángeles y la mayor parte de los Estados Unidos del Oeste desde hace décadas. Lo que me sorprende es que esto no nos haya ocurrido antes».
«¿Reconstruirán ustedes? ¿Más adelante?»
«Construiremos —dijo Ann Fisher—, en el solar del viejo edificio de la Biblioteca, uno mucho mayor y de estructura mucho más moderna. Ya se han empezado a trazar los planos; tenemos a un excelente equipo de arquitectos trabajando ya en la elaboración del proyecto. Las obras empezarán la semana que viene».
«¿La semana que viene? —repitió el locutor—. Parece como si la Biblioteca hubiera previsto esta violencia de las turbas».
«Como digo, lo que me sorprende es que no haya ocurrido antes».
«Señorita Fisher, a usted personalmente ¿le asustan los fanáticos del Udi, los llamados Engendros del Poder?»
«En absoluto. Bueno, quizá un poco» —sonrió mostrando sus dientes blancos e iguales.
«Gracias, señorita Fisher».
Una vez más apareció el locutor ante su mesa, mirando a los telespectadores con una adecuada expresión de preocupación en el rostro.
«La violencia callejera en Los Ángeles: un mal que ha empañado la vida de la ciudad, como ha dicho la señorita Fisher, desde las revueltas de Watts en 1965. Un edificio venerable, en este momento se está convirtiendo en un montón de cascotes…, y sigue aún el misterio de dónde se encuentra el Anarca Peak, suponiendo que sea cierto que haya vuelto a la vida».
El locutor miró los boletines informativos que tenía en la mesa, y nuevamente levantó los ojos para enfrentarse con sus telespectadores.
«¿Se encuentra el Anarca en la Biblioteca de Temas Populares? —preguntó retóricamente—. ¿Y si está…?»
—Ya no quiero oír más —dijo Lotta; se levantó y se fue a apagar el aparato.
—Tenían que hacerte a ti una entrevista —dijo Sebastian—. Podrías decirle al locutor algo sobre los venerables métodos de actuación de la Biblioteca.
—Pero —dijo Lotta asustada— yo no podría ponerme delante de las cámaras de la televisión. No sería capaz de abrir la boca.
—Estaba bromeando —dijo él indulgente.
—¿Por qué no llamas a los periódicos y a las emisoras de televisión? —preguntó Lotta—. Tú viste al Anarca allí dentro, podías justificar a los Uditi.
Durante unos momentos estuvo dándole vueltas en la cabeza a aquella idea.
—A lo mejor lo hago. Mañana o pasado. Será una noticia que dará mucho que hablar —lo haré, pensó, si aún vivo para contarlo—. De paso, podría decirles un par de cosas sobre los Engendros del Poder. Me parece que lo que tengo que decir va a quedar en agua de borrajas. Así que más me vale quedarme calladito, porque tendría que meterme con las dos partes implicadas.
—Vayámonos de aquí —dijo Lotta muy seria—. Marchémonos ya de este piso. No puedo soportar quedarme aquí quieta esperando.
—¿Quieres ir a un motel? —preguntó con brusquedad—. No le sirvió de mucho a Joe Tinbane.
—A lo mejor los Engendros del Poder no son tan listos como los de la Biblioteca.
—Por el estilo —dijo él.
—¿Me quieres? —preguntó Lotta tímidamente—. ¿Todavía?
—Sí.
—Yo creía que el amor todo lo conquistaba —dijo Lotta—, pero me parece que no es verdad —paseó por la habitación y luego se dirigió a la cocina. Dio un grito.
En un segundo estaba Sebastian junto a ella; agarró al pasar el hierro de la chimenea y se puso ciegamente delante de ella con el hierro en alto.
Pequeño, delgado y viejo, el Anarca Peak se encontraba en el otro extremo de la cocina, sujetándose la túnica de algodón blanco. La aflicción parecía pesar sobre todo su ser; le había encogido, pero no le había destruido; consiguió levantar la mano derecha a modo de saludo.
Le han matado, pensó Sebastian estremeciéndose de pena. Seguro; por eso no habla.
—¿Le ves? —susurró Lotta.
—Sí —dijo Sebastian bajando el hierro. Así pues, no era el LSD; la visión en la azotea de la casa de Ann Fisher había sido genuina.
—¿Puede usted hablarnos? —le preguntó al Anarca—. Me gustaría que lo hiciera.
Entonces, con una voz cascada que parecía el crujido de una hoja seca, dijo el Anarca:
—Un Engendro del Poder acaba de separarse de Ray Roberts, con quien ha estado hablando, y ahora viene hacia aquí. Ese hombre es su asesino más hábil.
Hubo un silencio, y entonces, gradualmente, Lotta (como de costumbre) empezó a llorar.
—¿Qué podemos hacer, Poderoso Señor? —preguntó Sebastian, sintiéndose perdido.
—Los tres Engendros que estuvieron aquí antes —dijo el Anarca— colocaron un testigo en ti que les mantiene constantemente informado de tu localización. Vayas donde vayas, el testigo les informará.
Sebastian se palpó las ropas, las mangas, buscando el aparato.
—Consiste en un tinte electrónicamente activo e imborrable —dijo el Anarca—. No te lo puedes quitar porque lo llevas en la piel.
—Queríamos ir a Marte —consiguió decir Lotta.
—Aún es tiempo —dijo el Anarca—. Tengo intención de estar aquí cuando llegue el Engendro. Si puedo —dirigiéndose a Sebastian, dijo—: Ahora estoy muy débil. Resulta difícil…, no sé.
Su rostro estaba marcado por el dolor, agudo y terrible.
—Le han matado —le dijo Sebastian.
—Me han inyectado un agente tóxico, orgánico, que contribuye a deteriorar mi escasa salud. Pero tardará unos minutos…, es de efecto retardado.
—¡Canallas! —exclamó Sebastian entre dientes.
—Estoy en una cama —dijo el Anarca— en una habitación estrecha y oscura. En un ala de la Biblioteca; no sé en cuál. Ya no hay nadie conmigo. Me inyectaron la toxina y ahora se han marchado.
—No querían verlo —dijo Sebastian.
—Me siento tan cansado —respondió el Anarca—. Nunca me he sentido tan cansado, en toda mi vida. Cuando me desperté en el ataúd no podía mover el cuerpo, y aquello me asustaba, pero esto es peor. Pero aún durará unos cuantos minutos.
—Dado su estado, ha sido usted muy bueno preocupándose por nosotros.
—Tú me reviviste —dijo el Anarca débilmente—. Nunca lo olvidaré. Y hablamos los dos, tú y yo y tus empleados y yo. Lo recuerdo bien; aquello me agradó mucho. Incluso tu vendedor, también le recuerdo a él.
—¿No podemos hacer nada por usted? —preguntó Sebastian.
—Sigue hablándome —dijo el Anarca—, no quiero quedarme dormido. «Son las vidas, las vidas son las que mueren» —por unos momentos permaneció en silencio; parecía estar pensando. Luego dijo—: «Célula a célula se va haciendo el alma, como hoja a hoja la rosa se va haciendo rosa. La célula se separa de la célula; y, así como el sol se va de las burbujas cuando estallan, él se va».
—¿Aún lo sigue creyendo? —preguntó Sebastian.
No hubo respuesta. El Anarca, insignificante en su sustancia, tembló y se ajustó las ropas de algodón.
—Ya se ha muerto —dijo Lotta tiritando y sollozando.
Aún no, pensó Sebastian. Otros dos minutos. Uno solo.
Los restos del Anarca se alejaron y desapareció.
—¡Sí, le han matado! —exclamó Sebastian. Se ha ido, pensó. Y esta vez no volverá; ya se acabó. La última vez.
Lotta murmuró mirándole:
—Ahora ya no nos puede ayudar.
—A lo mejor no importa —dijo Sebastian. Los vivos mueren, pensó. Tienen que morir, y nosotros también. Y él. También el asesino que viene hacia aquí; él también se alejará y se irá, lentamente, al cabo de los años, o en un instante, de repente.
Llamaron a la puerta.
Sebastian fue a abrir con el hierro en la mano.
La figura vestida de seda negra que allí estaba con sus ojos fríos arrojó una cosa pequeñita al salón. Sebastian dejó caer el hierro, agarró el Engendro por el cuello y le arrastró hacia el salón.
La habitación explotó.
Sebastian, con el cuerpo del Engendro sobre él, se sintió levantado como por un fuerte viento; fue a estrellarse contra la pared del fondo del salón y, en sus manos, el asesino se retorció. La habitación se encontraba ahora llena de humo. Él (y el asesino) estaban junto a una puerta abierta. Esquirlas de madera se habían clavado en la espalda del asesino. Estaba muerto.
—Lotta —dijo Sebastian saliendo de debajo de la masa inerte; ahora el fuego lamía las paredes, consumiendo telas y muebles. El suelo también ardía—. ¡Lotta! —exclamó, y se arrastró buscándola.
La encontró, aún en la cocina. Sin tocarla, se dio cuenta que estaba muerta. Fragmentos de bomba se le habían metido en la cabeza y en todo el cuerpo, muriendo instantáneamente.
El fuego crepitaba; el aire, consumido por el fuego, se había hecho opaco. Levantó en brazos a su mujer, la sacó del apartamento al vestíbulo. Ya estaba aquello lleno de gente. Oyó sus voces y sintió sus manos tendidas hacia él… Se escabulló con Lotta en los brazos.
Le corría la sangre por la cara, como lágrimas. No se la limpió; siguió andando hasta el ascensor. Alguien, o varias personas, le abrieron la puerta; se encontró dentro de él.
—Vamos al hospital —le decían unas voces que no le resultaban familiares, voces que acompañaban a las manos tendidas—. Y usted también está malherido; mire cómo tiene el hombro.
Con la mano izquierda (la derecha parecía que la tenía paralizada) dio con los botones de control del ascensor; pulsó el de más arriba.
Enseguida estuvo en la azotea del edificio buscando su coche. Cuando lo encontró metió en él a Lotta, detrás; cerró las puertas, se quedó en pie allí un momento, y luego, abriendo la puerta delantera, se sentó tras el volante.
Al poco subió al cielo; el coche volaba por el aire crepuscular. ¿Adónde vamos?, se dijo. No sabía; se limitó a conducir. Siguió conduciendo mientras caía la noche; sintió que la tarde caía sobre él y sobre toda la tierra. Una noche que duraría para siempre.
Con la linterna en la mano, buscó por entre los árboles; vio lápidas y flores marchitas y se dio cuenta de que estaba en un cementerio…, no sabía en cuál. En uno viejo y pequeño. ¿Por qué?, se preguntó. ¿Por Lotta? Miró en torno suyo, pero Lotta había desaparecido; se había alejado demasiado del coche. No importaba. Siguió andando.
La pequeña mancha de luz le guió al fin hasta una alta verja de hierro; no podía continuar. Dio entonces media vuelta y volvió atrás siguiendo la luz, como si estuviera viva.
Una tumba abierta. Se detuvo. La señora Tilly M. Benton, pensó; ahí estuvo, antes. Y no lejos de allí el monumento bajo el cual había descansado el Anarca Peak. Es el cementerio de Forest Knolls, se dijo. Se preguntó por qué habría ido allí; se sentó sobre la hierba húmeda, sintió el frío de la noche, y otro frío en lo más profundo de su ser: mucho más frío que el de la noche. Frío, pensó, como el de la tumba.
Dirigiendo la luz de la linterna hacia el monumento del Anarca, leyó la inscripción. «Sic igitur magni quoque circum moenia mundi expugnata dabunt labem putresque ruinas», leyó sin comprender. Se preguntó qué querría decir aquello. No lograba recordar. ¿Significaba algo? A lo mejor no. Apartó el rayo amarillo de la linterna del monumento.
Durante un tiempo, un tiempo muy largo, estuvo sentado escuchando. No pensaba en nada; no tenía en qué pensar. No lo hacía porque no tenía en qué. Al cabo la linterna se agotó; el rayo se redujo a un punto y luego tembló y desapareció. Dejó la linterna en el suelo, se llevó la mano al hombro herido, sintió dolor y se preguntó qué sería aquello. Como la inscripción latina, no tenía ningún sentido.
Silencio.
Y luego voces. Las oyó procedentes de muchas tumbas; detectó la vida incipiente de los de abajo…, algunos muy cerca de él, otros indistintos y lejanos. Pero todos acercándose; las voces se convirtieron en un murmullo.
Debajo de mí, pensó. Uno muy cerca. Casi podía entender lo que decía.
—Me llamo Earl B. Quinn —decía la voz—. Y estoy aquí abajo, encerrado, y quiero salir.
No se movió.
—¿Me oye alguien ahí arriba? —pregunto lleno de ansiedad Earl B. Quinn—. Por favor, ayúdenme, me estoy asfixiando.
—No puedo sacarle —dijo, al fin.
La voz, muy excitada, tartamudeó.
—¿No, no puede cavar? Sé que estoy cerca de la superficie, le oigo con toda claridad. Por favor, empiece a cavar o avise a alguien, tengo parientes. Ellos me sacarán. ¡Por favor!
Se levantó y se alejó de la tumba, para no oír aquel ruido insistente, pero oyendo el murmullo de todos los demás.
Al cabo de mucho rato vio las luces de aterrizaje de un aerocoche. El motor rugió cuando se posó la máquina en el aparcamiento del cementerio. Luego pasos y la luz de un potente foco de batería, un rayo de luz de largo alcance. El sendero de luz barría el espacio de un lado a otro, como un péndulo visible, pensó, como un reloj. Esperó sin moverse, pero al fin la luz le alcanzó, le tocó.
—Me figuraba que te encontraría aquí —dijo Bob Lindy.
—Lotta está… —dijo.
—Vi tu coche Ya lo sé. —Lindy se agachó y le enfocó con la luz—. Y tú te encuentras gravemente herido; estás cubierto de sangre, vamos, te llevaré al hospital.
—No —dijo Sebastian—. No, no quiero ir.
—¿Y por qué no? Aunque ella ya no esté tú tienes…
—Quieren salir —dijo Sebastian—. Todos.
—¿Los muertos? —Lindy le rodeó la cintura con sus brazos y le puso en pie.
—Después —dijo—. ¿Puedes andar? Debes de haber estado andando, tienes los zapatos llenos de barro, y la ropa destrozada; pero eso a lo mejor es de la explosión.
—Saca a Earl Quinn —dijo Sebastian—. Es el que está más cerca, no puede respirar —señaló una tumba—. Ahí debajo.
—Vas a morir —dijo Lindy—, tú. A no ser que te lleve ahora mismo al hospital. Al infierno todo esto, anda lo mejor que puedas, intentaré sujetarte. Tengo el coche ahí mismo.
—Llama a la policía —dijo Sebastian— y di que el poli que esté de servicio en esta zona se traiga una bombona de aire de emergencia. Hasta que podamos volver nosotros y excavar.
—Muy bien, Sebastian, así lo haré.
Habían llegado al coche; Bob Lindy abrió la puerta, resoplando y sudando, y le metió dentro.
—Necesitan ayuda —dijo Sebastian mientras el coche se elevaba, Bob Lindy encendía los faros—. No fue uno solo el que oí esta vez, los oí a todos —nunca antes había oído nada parecido. Nunca. Tantos al mismo tiempo, tantos juntos.
—A su tiempo —dijo Lindy— sacaremos primero a Quinn, llamaré ahora mismo al departamento de policía —descolgó el teléfono del coche.
El coche siguió volando, en dirección al hospital de urgencias de la ciudad.
FIN