«Así cuando se levantan y tienden a ser, crecen tanto más rápidamente para poder ser cuanto más se afanan por no ser».
SAN AGUSTÍN
Dos horas después estaba sentado en su aerocoche, estacionado en el tejado del edificio donde se encontraba el apartamento de Ann Fisher, pensando ensimismado en su vida y en lo que había intentado hacer de ella.
Cerrando los ojos se imaginaba al Anarca; intentó revivir el sueño truncado de unas horas antes. Debes, le había dicho el Anarca. ¿Debes qué?, se preguntó; intentó reanudar el sueño para pasar de ese punto. Nuevamente se imaginó la carita seca y consumida, los ojos negros y la boca inteligente (espiritual y terrenalmente inteligente). Debes morir una vez más, pensó, ¿sería eso? ¿O sería vivir? No sabía cuál de las dos cosas. El sueño se negaba a reanudarse y lo dejó; se enderezó y abrió la puerta del coche.
El Anarca, con una túnica de algodón blanco, se hallaba junto al coche, esperando a que saliera.
—Dios mío —dijo Sebastian.
—Siento mucho —dijo el Anarca sonriendo— que mi conversación de antes fuera interrumpida. Ahora podemos proseguir.
—¿Salió… usted de la Biblioteca?
—Aún me retienen —dijo el Anarca—. Lo que estás viendo no es más que una alucinación; la cápsula del antídoto del LSD que llevabas en la boca no logró neutralizar el gas completamente; yo soy un remanente del efecto de ese gas —se ensanchó la sonrisa—. ¿Me crees, Sebastian?
—Puede que me afectara el gas… un poquito —dijo Sebastian. Pero el Anarca parecía real. Extendió la mano para tocarle…
La mano atravesó el cuerpo del Anarca.
—¿Lo ves? —dijo el Anarca—, puedo abandonar la Biblioteca espiritualmente; puedo aparecer en los sueños de los hombres y como visión inducida por drogas. Pero físicamente sigo allí y pueden matarme en cuanto quieran.
—¿Eso pretenden? —preguntó con voz ronca.
—Sí, porque no pienso abandonar mis ideas, mis conocimientos específicos y ciertos; no puedo olvidar lo que he aprendido mientras estaba muerto. Igual que tú tampoco puedes borrar el horror de encontrarte enterrado; algunos recuerdos son imperecederos.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Sebastian.
—Muy poco —dijo el Anarca—. Los Engendros del Poder tienen razón cuando dicen que realmente no tenías ninguna posibilidad de sacarme de la Biblioteca; me habían colocado una bomba y yo era el señuelo. En cuanto me hubieras puesto en pie habría estallado la bomba y nos habría matado a los dos.
—¿Eso lo dice sólo para que me sienta mejor?
—Te estoy diciendo la verdad —dijo el Anarca.
—¿Y ahora qué? Haré lo que usted quiera. Todo lo que pueda.
—Estás citado con Ann Fisher.
—Sí —dijo—. Los Engendros están esperando. Yo soy como usted. Un señuelo para ella.
—Déjala ir —dijo el Anarca.
—¿Por qué?
—Tiene derecho a la vida —el Anarca parecía tranquilo ahora; volvió a sonreír—. A mí nadie puede salvarme —dijo—. Los Engendros pueden hacer volar por los aires la Biblioteca, y eso…
—Pero —dijo Sebastian— también pueden pillarla a ella.
—Es posible que la pillen —dijo el Anarca— cuando hagan saltar la Biblioteca. Pero es lo mismo.
—Pueden cazarla —dijo Sebastian—. Pero de esta manera seré yo quien la cace.
—Lo cierto es que no odias a Ann Fisher —dijo el Anarca—. La verdad es que es todo lo contrario; estás violenta y profundamente enamorado de ella. Por eso tienes tantos deseos de verla destruida: con Ann Fisher se acabarían muchas de tus emociones; la mayor parte, a decir verdad. El matarla no te acercaría más a Lotta; tienes que encontrarte con Ann Fisher aquí en la azotea cuando aterrice y avisarla para que no entre en el apartamento. ¿Entiendes?
—No —dijo Sebastian.
—Tienes que advertirle que no vuelva a la Biblioteca; tienes que decirle lo del ataque que han planeado. Dile que se las arregle para que evacuen la Biblioteca. El ataque será a las seis de la tarde; al menos eso es lo que tienen planeado los Engendros. Creo que lo cumplirán; como tú mismo pensaste, su vocación es matar.
Al oír que le decían cuáles habían sido sus pensamientos, se sintió sobrecogido. Dijo con un hilo de voz:
—No creo que Ann Fisher sea tan importante; creo que usted es lo que importa, usted y su salvación. Los Uditi tienen toda la razón del mundo; vale la pena reducir a escombros la Biblioteca si con ello…
—Pero no es así —dijo el Anarca—. No hay la menor posibilidad.
—Entonces desaparece su conocimiento de la realidad más allá de la tumba, y todas sus doctrinas. Borradas por los Errads —se sintió inútil.
—Me estoy apareciendo al señor Roberts —dijo el Anarca muy sereno—. Estoy muy ocupado comunicándome con él. Hasta cierto punto, le estoy inspirando. Así, partes sustanciales de mi nuevo entendimiento llegarán al mundo a través de él. Y tu secretaria, la señorita Vale, tiene en su poder un montón de hojas escritas con lo que yo le dicté —el Anarca no parecía turbado; lo cierto es que irradiaba un halo de santidad.
—¿Estoy de veras enamorado de Ann Fisher? —preguntó Sebastian.
El Anarca no respondió.
—Poderoso Señor —le llamó Sebastian angustiado.
El Anarca se elevó por el cielo señalando hacia arriba, y al hacerlo se fue esfumando; los coches se hicieron visibles a través de su imagen y, poco a poco, desapareció.
Por encima de la azotea, un aerocoche empezó a descender, buscando dónde aterrizar.
Aquí llega Ann, se dijo Sebastian. No podía ser nadie más.
Cuando aterrizó el coche, se fue hacia él. Dentro estaba Ann Fisher ocupada en desabrocharse el cinturón de seguridad.
—Adiós —le dijo.
—Adiós —respondió ella preocupada—. Maldito cinturón; siempre se me engancha —le miró con sus ojos azules penetrantes—. Qué cara más rara tienes. Como si quisieras decirme algo y no pudieras.
—¿Podemos hablar aquí arriba? —preguntó Sebastian.
—¿Por qué aquí arriba? —dijo ella frunciendo el ceño—. Explícate.
—Se me ha aparecido el Anarca en una visión.
—Como que me lo voy a creer. Dime qué es lo que están tramando los Engendros del Poder; dímelo aquí si quieres —le brillaron los ojos de impaciencia—. Algo te pasa; estoy segura. ¿Es verdad que se te ha aparecido? Es una superstición; está en la Biblioteca encerrado con media docena de Errads. Los Uditi te han engañado; te han convencido de que se puede aparecer donde quiere y cuando quiere.
—Déjale marchar —dijo Sebastian.
—Destruirá la estructura de la sociedad. Es un indeseable que ha surgido de entre los muertos contando cuentos sagrados. Tendrías que haber oído lo que cuenta igual que yo lo he oído; tendrías que oír algunas de las necedades que dice.
—¿Qué es lo que dice?
—Bueno, no he venido aquí a discutir eso; me dijiste que sabías lo que van a hacer los fanáticos del Udi.
Sentándose en el coche junto a ella, dijo:
—Yo considero al Anarca comparable a Gandhi.
—Está bien. Dice que no hay muerte; que es una ilusión. El tiempo es una ilusión. Cada instante que nace no pasa. Incluso —dice— ni siquiera nace; siempre ha estado ahí. El universo consiste en círculos concéntricos de realidad; cuanto mayor es el anillo, más parte tiene de realidad absoluta. Esos círculos concéntricos crecen hasta ser Dios; Él es la fuente de todas las cosas y éstas son más reales cuanto más cerca de Él están. Es el principio de emanación, creo. El mal es sencillamente una realidad menor, un anillo que está más alejado de Él. Es la falta de realidad absoluta, no la presencia de una deidad del mal. No hay dualidad, no hay mal, no hay Satanás. El mal es una ilusión como la decadencia. Y se pasa el rato recitando citas de los filósofos de la Edad Media, como San Agustín, el Erígena, Boecio y Santo Tomás de Aquino… Dice que por vez primera los entiende. ¿Te basta con eso?
—Escucharé todo lo que recuerdes.
—¿Por qué tengo que repetir sus doctrinas? Nuestra misión consiste en borrarlas, no en difundirlas —sacó una colilla del cenicero del coche y empezó a echarle humo rápidamente—. Vamos a ver —cerró los ojos—. El eidos es forma. Como la categoría de Platón, la realidad absoluta. Existe; Platón estaba en lo cierto. El eidos está impreso en la materia pasiva; la materia no es el mal, es inerte, como la arcilla. También hay un antieidos; un factor destructor de la forma. Es lo que la gente experimenta como mal, la decadencia de la forma. Pero el antieidos es un eidolon, una ilusión; una vez impresa, la forma es eterna, sólo que experimenta una evolución constante, por lo que no podemos percibir la forma. Por ejemplo, como el niño que se transforma en hombre, o, como ahora, el hombre que desaparece y se transforma en niño. Parece como si el hombre hubiera dejado de existir, pero la verdad es que lo universal, la categoría, la forma, sigue ahí. Es un problema de percepción; nuestra percepción está limitada porque sólo tenemos visiones parciales. Como la monadología de Leibnitz, ¿comprendes?
—Sí —dijo moviendo la cabeza afirmativamente.
—Nada nuevo —dijo Ann—. Una mera refundición de Plotino, y Platón, y Kant, y Leibnitz, y Spinoza.
—No tenía por qué decir necesariamente nada nuevo —dijo Sebastian—. No sabíamos cómo sería cuando ocurrió.
—Tú moriste, ¿no tuviste esa misma experiencia?
—Es como cuando estás vivo. Cada uno tiene una forma de…
—Sí, como las mónadas de Leibnitz. —Guardó el cigarrillo entero en su paquete de papel junto a otros que ya había—. ¿Ya estás satisfecho al fin? —esperó con el cuerpo tenso de impaciencia.
—Y esa doctrina es la que quieres borrar.
—Bueno, si la doctrina es cierta —dijo Ann— no podemos destruirla. Así que no vale la pena que armes todo este escándalo por eso.
—Los Engendros del Poder —dijo Sebastian— te van a colocar una trampa en cuanto entres en tu apartamento.
Parpadeó.
—¿Por eso querías verme?
—Sí.
—¿Cambiaste de idea?
Afirmó con la cabeza.
Ann se inclinó hacia él y le apretó la rodilla con la mano.
—Te lo agradezco. Muy bien; me vuelvo corriendo a la Biblioteca.
—Hay que evacuar la Biblioteca. Por completo. Antes de las seis.
—¿Van a bombardearla con algún arma pesada que se han traído de la M. N. L.?
—Tienen un cañón atómico. Bombas nucleares. Saben que no pueden recuperar al Anarca. Pretenden arrasar la Biblioteca.
—Venganza —dijo Ann—. Eso es lo que les mueve. Volvemos a los días del asesinato de Malcolm X.
Volvió a mover la cabeza afirmativamente.
—Bueno, ¿y tú qué opinas de todo esto? —preguntó ella.
—Me he dado por vencido —dijo sencillamente.
—Se van a poner hechos unas furias cuando se enteren de que me has avisado. Si ya antes estaban enfadados contigo…
—Ya lo sé —ya lo pensó, mientras se lo estaba diciendo el Anarca. La verdad es que no había dejado de pensarlo desde entonces.
—¿Puedes huir a alguna parte? ¿Lotta y tú?
—Quizá a Marte.
Volvió a apretarle la rodilla.
—Te agradezco mucho que me lo hayas dicho. Buena suerte. Ahora márchate; me estoy poniendo muy nerviosa… Quiero irme de aquí mientras pueda.
Salió del coche y cerró la puerta. Ann puso inmediatamente el coche en marcha; éste se elevó y se fue a confundir con los demás vehículos del tráfico de la tarde. Se quedó allí de pie hasta que el coche desapareció.
Por la puerta que daba al ascensor aparecieron dos Engendros del Poder con sus túnicas de seda negra, pistola en mano.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó uno de ellos—. ¿Por qué no bajaron usted y ella?
No lo sé, iba a decir. Pero en lugar de eso, les dijo:
—La he avisado.
Uno de los Engendros levantó su arma y la apuntó hacia Sebastian.
—Más tarde —dijo el otro rápidamente—. Vayámonos, a lo mejor podemos alcanzarla.
Salió corriendo hacia el coche que tenían allí estacionado y el otro se olvidó de Sebastian y corrió tras él. Al rato, ellos también iban por el aire; les vio despegar y perderse por el cielo, y entonces se fue hacia su coche. Se sentó dentro y estuvo allí mucho tiempo sin pensar en nada; la mente se le había quedado vacía.
Pasado un buen rato descolgó el teléfono del coche y marcó el número de su casa.
—Adiós —dijo Lotta con un hilito de voz; se le dilataron los ojos cuando le reconoció en la pantalla—. ¿Ya se acabó? —preguntó.
—La eché de aquí —dijo.
—¿Porqué?
—Estoy enamorado de ella. Es evidente. Lo que hice lo demuestra exactamente.
—¿Cómo lo han tomado… los Engendros?
—Mal —dijo secamente.
—¿De veras la quieres? ¿Tanto?
—El Anarca me dijo que debía hacerlo. Se me apareció en una visión.
—Eso es una tontería —dijo; y como siempre empezó a llorar; las lágrimas le rodaban libres por las mejillas—. No te creo; hoy día nadie tiene visiones.
—¿Estás llorando porque amo a Ann Fisher? —preguntó—, ¿o porque los Uditi vuelven a perseguirnos?
—No… no lo sé —siguió llorando. Irremisiblemente.
—Me voy a casa —dijo Sebastian—. No quiero decir que no te quiera a ti; te quiero de un modo distinto. Estoy encaprichado con ella; no debería, pero lo estoy. Con el tiempo se me pasará. Es como una neurosis; como una obsesión. Es una enfermedad.
—Eres un mal nacido —dijo Lotta sollozando.
—Está bien —gruñó—. Tienes razón. De todas formas el Anarca me lo dijo. Me dijo lo que realmente sentía por ella. Hola.
Colgó enfadado.
Puso el coche y ascendió por el aire.
Cuando volvió a su casa, Lotta le esperaba en la azotea.
—He estado pensando —dijo cuando Sebastian salió del coche—, y creo que no tengo derecho a reprocharte nada; mira lo que hice yo con Joe Tinbane —vacilando, le tendió los brazos. La abrazó estrechamente—. Creo que tienes razón de considerarlo como una enfermedad —dijo apoyada en su hombro—. Los dos tenemos que verlo de esa forma. Y ya verás como se te pasa. Igual que a mí se me está empezando a pasar lo de Joe.
Fueron juntos hacia el ascensor.
—Después de hablar contigo —siguió diciendo Lotta— telefoneé a los de las Naciones Unidas en Los Ángeles y les hablé de lo de nuestra emigración a Marte. Me dijeron que hoy mismo nos enviarían los formularios y las instrucciones.
—Estupendo —dijo.
—Será un viaje muy emocionante —dijo Lotta—, si es que llegamos a hacerlo. ¿Tú crees que lo lograremos?
—No sé —respondió él cándidamente—. Adónde si no podemos ir.
Abajo, en su apartamento, se sentaron el uno frente al otro en el salón.
—Estoy cansado —dijo Sebastian frotándose los ojos doloridos.
—Por lo menos ahora —dijo su mujer— no tenemos que preocuparnos de los agentes de la Biblioteca, ¿no es cierto? Es probable que te estén agradecidos por haberla salvado a ella, ¿no crees?
—Los de la Biblioteca ya no nos harán ningún daño.
—¿Me encuentras insípida? —preguntó Lotta.
—No, en absoluto.
—Esa chica Fisher es tan… dinámica. Tan agresivamente activa.
—Lo que tenemos que hacer —dijo Sebastian— es escondernos hasta que estén listos nuestros papeles y estemos a bordo de la nave que nos ha de llevar a Marte. ¿Se te ocurre algún sitio? —a él, de momento, no se le ocurría ninguno. Se preguntó cuánto tiempo les quedaría. Posiblemente sólo unos minutos. Los Engendros podían presentarse de un momento a otro.
—¿En el vitarium? —propuso Lotta esperanzada.
—No hay nada que hacer por ese lado. Será aquí donde primero busquen, y luego allí.
—En la habitación de un hotel. Elegido al azar.
—Quizá —respondió él, pensándolo.
—¿Es cierto que se te apareció el Anarca en una visión?
—Eso me pareció. A lo mejor —se dijo— inhalé demasiado LSD. Y lo que habló conmigo fue parte de mi propia mente —probablemente nunca lo sabría. Quizá no importara mucho.
—Me gustaría mucho —dijo Lotta— tener una visión religiosa. Pero yo creía que las visiones eran siempre de personas muertas, no vivas.
—A lo mejor ya le han matado —dijo Sebastian. Probablemente esté muerto a estas horas, pensó. Bueno. Sum tu, pensó citando a Roberts. Yo soy tú, y, por tanto, cuando tú has muerto, yo estoy muerto. Y mientras yo siga vivo, tú también estarás vivo. En mí. En todos nosotros.