19

«Pero en estas cosas no hay lugar para el reposo; no permanecen, son fugaces; ¿quién puede seguirlas con los sentidos de la carne?»

SAN AGUSTÍN.

En su sueño, Sebastian Hermes se vio en la tumba; soñó que se encontraba una vez más dentro de su caja de plástico, en el Sitito, en la oscuridad. Llamaba una y otra vez: «Me llamo Sebastian Hermes y quiero salir de aquí. ¿Hay alguien ahí arriba oyéndome?» En su sueño escuchaba. Y allá afuera, por segunda vez en su vida, sentía el peso de unas pisadas, de alguien que avanzaba hacia su tumba: «¡Sáquenme!», gritaba una y otra vez; y se revolvía contra la chapa de plástico, como un insecto húmedo. Desesperadamente.

Ahora alguien se ponía a cavar; sintió el impacto de la azada: «¡Métanme aire!», intentó gritar, pero como ya no le quedaba aire, no podía respirar; se estaba asfixiando. «¡Deprisa!», dijo, pero su llamada no sonó en la ausencia de aire; permaneció comprimido, aplastado por un enorme vacío; la presión subió hasta que, silenciosamente, se le partieron las costillas Eso también lo sintió, cómo se le rompían los huesos uno tras otro.

«Si me sacan de aquí —intentó decir, quiso decir— volveré a la Biblioteca y encontraré al Anarca. ¿De acuerdo? —escuchó, la excavación continuaba; golpes sordos, metódicos—. Lo prometo ¿No hay trato?»

El filo de la azada raspó la tapa del ataúd.

Lo admito, pensó. Pude haberle sacado, pero elegí salvar a mi esposa a cambio. No me detuvieron ellos, me detuve yo. Pero no volveré a hacerlo, lo prometo. Escuchó, ahora habían empezado a quitar la tapa con un destornillador, era la ultima barrera que le separaba del aire, de la luz. La próxima vez será distinto. ¿De acuerdo?

Retiraron la tapa con mucho ruido. Entró la luz y miró hacia fuera y se encontró con una cara que le miraba detenidamente.

Una carita arrugada, pequeña y vieja. La del Anarca.

«Te oí llamar —dijo el Anarca— así que dejé lo que estaba haciendo y vine a ayudarte. ¿Que puedo hacer por ti? ¿Quieres saber en qué año estamos? Es el año cuatro antes de Jesucristo».

«¿Por qué? —dijo Sebastian—. ¿Que significa esto?» —se daba cuenta de que aquello ocultaba algo muy importante, se sintió sobrecogido.

«Eres —dijo el Anarca— el salvador de la humanidad. Por ti será redimida. Eres la persona más importante de cuantas hayan nacido».

«¿Que es lo que tengo que hacer —preguntó Sebastian— para salvar a la humanidad?».

«Tienes que morir de nuevo» —respondió el Anarca, pero ahora se hizo confuso el sueño, nebuloso, y empezó a despertarse, sintió que estaba en la cama, en su apartamento, junto a Lotta, se dio cuenta de que había estado soñando y el sueño entonces le abandonó, dejándole un extraño sabor de boca.

Era un mensaje, pensó mientras daba media vuelta, se incorporaba, retiraba las ropas y se ponía en pie junto a la cama, sumido en sus pensamientos, intentando recordar el sueño lo más completamente posible.

¿Qué tengo que hacer?, se preguntó. ¿Qué me quería decir el Anarca? ¿Que muriera? El sueño no le decía nada, pero se sentía atrapado e impotente. Se sentía culpable, infinitamente culpable, por haber dejado al Anarca en la Biblioteca, era consciente de todo. Menudo trato hice, pensó amargamente.

Se fue lentamente a la cocina… y allí encontró a tres hombres, vestidos con ropajes de seda negra, sentados a la mesa. Tres Engendros del Poder. Parecían cansados e inquietos. Ante ellos, encima de la mesa, había un montón de notas escritas a mano manchadas de grasa.

—Este es el hombre —dijo uno de ellos señalando a Sebastian— que dejó al Anarca en la Biblioteca, cuando pudo haberle sacado.

Los tres Engendros se quedaron mirando a Sebastian con una mezcla de emociones en sus rostros cansados.

El portavoz de los Engendros le explicó a Sebastian.

—Vamos a actuar contra la Biblioteca esta noche. Nada de sutilezas, vamos a llevar un cañón y a disparar bombas nucleares hasta que solo queden cascotes. Seguramente no salvaremos al Anarca, pero al menos nos ocuparemos de ellos —su tono indicaba desprecio y rabiosa hostilidad.

—¿No creen que puedan entrar y volver a salir? —preguntó Sebastian. Le pasmaba la brutalidad de sus planes. El nihilismo. No salvaban al Anarca, sino que destruían la Biblioteca, no se trataba de eso.

—Hay una ínfima probabilidad. —concedió el portavoz de los Engendros—. Por eso nos hemos detenido a charlar con usted, queremos saber exactamente dónde encontró al Anarca y cómo le están guardando…, cuántos hombres hay y qué armas tienen. Por supuesto, todo habrá cambiado cuando nosotros lleguemos allí, seguramente lo habrán cambiado, pero algo nos dirá que pueda ayudarnos —se quedó mirando a Sebastian, esperando.

Lotta, con cara de sueño, apareció en la puerta de la cocina detrás de él.

—¿Han venido a matarnos? —preguntó tomándole del brazo.

—Parece ser que no. —le dijo Sebastian dándole unos golpecitos en el brazo para tranquilizarla—. Todo lo que recuerdo son guardas de la Biblioteca armados. —les dijo a los Engendros—. No recuerdo en qué despacho le encontré, solo se que estaba en el penúltimo piso. Parecía un despacho normal y corriente, como los demás, probablemente lo eligieron al azar.

—¿Ha soñado usted con el Anarca desde entonces? —le preguntó sorprendentemente el portavoz de los Engendros—. Nos han dicho que en su vida anterior el Anarca solía comunicarse con sus seguidores por medio de sueños.

—Sí —dijo Sebastian poniéndose en guardia—. Soñé con él, me dijo algo acerca de mí. Que tenía que hacer algo. Dijo que el año era el cuatro antes de Jesucristo y que yo sería el salvador de la humanidad haciendo eso.

—No es de mucha ayuda —comentó el portavoz de los Engendros.

—Pero en cierto sentido es así —habló otro de los Engendros—. Si hubiera sacado de allí al Anarca se habría convertido en el salvador de la humanidad. Eso es lo que el Anarca quería que hiciese, no necesitábamos enterarnos del sueño para saberlo —frunció el ceño y tomó unas notas.

—Perdió usted su oportunidad señor Hermes —dijo el primer Engendro—, la mejor oportunidad de su vida.

—Ya lo sé —respondió Sebastian sombrío.

—Quizá debiéramos matarle —dijo el tercer Engendro—. Matarlos a los dos, ahora, en lugar de correr a volar la Biblioteca.

Sebastian sintió que se quedaba sin pulso, se le encogió el cuerpo como cuando estaba en el Sitio. Pero no dijo nada, se limitó a apretar a Lotta contra sí.

—No mientras pueda sernos de alguna utilidad —dijo su portavoz con displicencia. Volvió a mirar a Sebastian—: ¿Vio usted que tuvieran algún arma más formidable que rayos láser y rifles automáticos?

—No —dijo Sebastian negando con la cabeza.

—¿No había campos magnéticos, nada ultramoderno que protegiera sensiblemente la estructura?

—Todo eran armas de mano.

—¿Qué sistema utilizan los guardianes de la Biblioteca para las alertas? ¿Radio?

—Sí —volvió a menear la cabeza.

—¿No intentaron detenerle con gas?

—Yo fui el único que utilizó gas. Me lo habían proporcionado Su Poderío y el partido de Roma.

—Sí, ya sabemos qué le proporcionaron —el portavoz de los Engendros jugueteaba con el lápiz mordiéndose el labio y pensando—. ¿Tenían caretas antigás?

—Algunos sí.

—Entonces es que tienen gases, de una clase o de otra, por si les invaden. Y cuando caiga nuestra primera bomba en el edificio ya veremos aparecer armas más importantes que las de mano —una vez más se volvió hacia Sebastian—. No lo creo. Quiero decir que a usted le creo, pero sé que si hubiera sido todo un grupo en lugar de un solo hombre, habría logrado sacar al Anarca —se volvió a consultar a sus compañeros—. La Biblioteca sigue siendo un enigma —les dijo—. Por dos veces en menos de cuarenta y ocho horas ha entrado allí un hombre y ha rescatado a Lotta Hermes. Y, sin embargo, ahí está el Anarca, como si estuviera al alcance de cualquiera; como si pudiera tener éxito una irrupción para sacarle. En mi opinión el Anarca ya está muerto y lo que vio Hermes no era sino un robot-simulacro, preparado con antelación.

Uno de sus compañeros, dijo:

—Pero está el sueño de Hermes. Implica que Su Poderío está vivo. En alguna parte. Aunque quizá no en la Biblioteca.

Lotta se separó de Sebastian y se sentó ante la mesa de la cocina, enfrente de los tres Engendros.

—¿Y no han podido los Uditi… —hizo un ademán buscando el término adecuado— …meter a uno de ustedes…? ya saben. Entre los empleados. Un espía.

—Utilizan pruebas casi telepáticas cuando se presentan candidatos —dijo el portavoz—. Lo intentamos en varias ocasiones. Todas las veces descubrieron el pastel y nos devolvieron un cadáver.

—¿No pueden decir que son inventores de un libro…? —dijo Sebastian.

—Eso es lo que usted utilizó —dijo el portavoz secamente—. Una trampa que preparamos hace meses. Como se interpuso el partido de Roma usted hizo uso de ella. Pero eso no nos gusta a nosotros, los Engendros. Hermes, puede que a Roberts le sorprendiera que usted fracasara, pero a nosotros no. Tenemos un enorme respeto por los recursos y el poder de la Biblioteca; nosotros le mataremos a usted obedeciendo órdenes de Roberts, para vengar al Anarca…, pero la verdad es que en nuestra opinión no tenía usted la más remota posibilidad de conseguir nada.

—Pero si ni siquiera lo intenté —dijo Sebastian con voz ronca.

—Eso no hace al caso. No si lo que usted vio fue un robot. Puede también que tengan armas mas sofisticadas y no habrían dejado de utilizarlas de haber tenido usted la menor posibilidad de conseguir lo que se proponía. ¿Accedieron enseguida a hacer el trato? ¿A dejarle salir con vida acompañado de su mujer pero sin el Anarca?

—Ellos hicieron el ofrecimiento.

—Es una trampa —dijo el portavoz de los Engendros— para engañarnos y que organicemos un raid de kamikazes; todos los Engendros: todo el cuerpo. Lo más probable es que se hayan llevado al Anarca a muchas millas de aquí a una de las sucursales que tiene la Biblioteca lejos de la Costa, hacia Oregón. A una de las ochenta y tantas sucursales que tiene en los Estados Unidos del Oeste, o también puede estar en la residencia particular de algún Errad, o en un hotel. ¿Conoce usted a alguien que esté por encima de la jerarquía de la Biblioteca, Hermes? ¿A un Errad? ¿A un bibliotecario? Quiero decir personalmente.

—Conozco a Ann Fisher —dijo.

—Si, la hija de la bibliotecaria jefe y del presidente del Consejo de los Errads —movió la cabeza el Engendro—. ¿Hasta que punto la conoce? Diga la verdad, esto puede resultar vital.

—Olvídese por un momento de su mujer —dijo otro de los Engendros—. Esto tiene prioridad.

—Me he acostado con ella —dijo Sebastian.

—¡Oh! —exclamó Lotta—. Entonces era cierto lo que me dijo.

—Ya somos dos —dijo Sebastian.

—Sí, ya lo veo —dijo Lotta compungida. Ocultó la cara entre las manos, se frotó la frente luego levantó la cabeza y le miró—: ¿Puedes decirme por qué…?

—Tienen ustedes lo que les queda de vida para discutirlo —interrumpió el portavoz de los Engendros—. ¿Cree que puede hacer salir a Ann Fisher de la Biblioteca? —le preguntó a Sebastian—. ¿Con algún pretexto? Así le podremos poner nuestro detector de telepatía.

—Sí —afirmó Sebastian.

—¿Y qué vas a decirle? —dijo Lotta—. ¿Que quieres volver a acostarte con ella?

—Le diría —dijo— que los Engendros tienen orden de matarnos, y que quiero que nos den asilo a ti y a mí en la Biblioteca.

El portavoz señalo el videófono del salón.

—Llámela —ordenó.

Sebastian se fue al salón.

—Tiene un apartamento —dijo— fuera de la Biblioteca, allí es donde me llevó, será allí y no aquí.

—Donde sea —dijo el portavoz— con tal que podamos ponerle las manos encima y colocarle el detector.

Se sentó ante el videófono y marcó el número de la Biblioteca.

—Biblioteca de Temas Populares —dijo enseguida la operadora.

Giró el videófono para el otro lado, para que por la pantalla no salieran las otras cuatro personas que había en la cocina.

—Póngame con la señorita Ann Fisher —dijo.

—¿De parte de quién, por favor?

—Dígale que la llama el señor Hermes —se sentó a esperar. La pantalla se puso gris, luego, tras un chisporroteo, se volvió a encender.

Apareció el rostro atractivo de Ann Fisher.

—¿Qué hay, Sebastian? —dijo muy tranquila.

—Estoy marcado y me van a matar —dijo.

—¿Los Engendros del Poder?

—Sí.

—Bueno, Sebastian. La verdad es que creo que te lo has buscado. No fuiste leal con ellos. Viniste a la Biblioteca, te abriste paso para entrar, pero en lugar de intentar sacar al Anarca, y el equipo que llevabas te lo había proporcionado el Udi, que lo pudimos reconocer, en lugar de hacerlo…

—Escucha —dijo bruscamente, interrumpiéndola—. Quiero verte.

—No puedo ayudarte —su voz era neutra, impertinente; la situación de Sebastian no le afectaba en absoluto—. Después de lo que hiciste en…

—Queremos que nos deis asilo —dijo Sebastian— en la Biblioteca. A Lotta y a mí.

—¿Ah, sí? —arqueó las cejas—. Bueno, puedo preguntárselo al Consejo; sé que lo hacen en contadas ocasiones. Pero no te hagas ilusiones. Dudo mucho que la respuesta sea afirmativa en tu caso.

Lotta apareció junto a Sebastian y tomó el micrófono:

—Mi marido es un organizador muy eficaz, señorita Fisher. Sé que pueden ustedes utilizar sus dotes. Teníamos pensado acudir a las Naciones Unidas para ir a Marte, pero los Engendros del Poder están demasiado cerca; nos matarán antes de que podamos pasar el reconocimiento médico y obtener los pasaportes.

—¿Se han puesto en contacto con vosotros los Engendros del Poder? —preguntó Ann. Ahora parecía ya más interesada.

—Sí —dijo Sebastian acercándose el micrófono a la boca.

—¿Sabes —dijo Ann— si tienen algún plan respecto al Anarca?

—Algo dijeron —contestó Sebastian cautelosamente.

—¿Ah sí? Dime qué.

—Te lo diré cuando nos veamos aquí en nuestra casa o en la tuya.

Ann Fisher dudó, calculó y luego decidió.

—Te veré dentro de dos horas, en mi casa. ¿Recuerdas las señas?

—No —dijo. Rápidamente, uno de los Engendros le acercó papel y lápiz.

Le dio las señas y colgó. Sebastian se quedó sentado un momento y luego se levantó muy rígido. Los tres Engendros le miraban sin hablar.

—Ya está arreglado —dijo. Y eso me dará satisfacción, pensó. No importa cómo resulte, si cogen al Anarca como si no—. Aquí tiene —le tendió al portavoz la hoja de papel en que había escrito las señas de Ann Fisher—. ¿Qué es lo que tengo que hacer? ¿Se supone que debo acudir armado?

—Probablemente tenga un detector de armas colocado en la puerta —dijo el portavoz examinando la dirección—. Le registrará por si lleva armas. No, vaya simplemente allí y hable con ella. Nosotros arrojaremos una granada de gas por la ventana, algo por el estilo…, no se preocupe por eso; esa parte es de nuestra incumbencia —reflexionó—. A lo mejor un dardo termotrópico. Les afectará a los dos, pero usted se recuperará; nos encargaremos de ello.

—Si mi marido les ayuda en esto —dijo Lotta dirigiéndose al portavoz—, ¿no nos matarán?

—Si gracias a Hermes recuperamos al Anarca —dijo el portavoz de los Engendros—, conmutaremos la sentencia de muerte que ha dictado Ray Roberts contra él.

—Entonces era oficial —dijo Sebastian con un escalofrío.

—Sí —movió la cabeza el portavoz—. La sentencia se dictó en una sesión oficial en la que se reunieron los decanos del Udi. Su Poderío interrumpió su peregrinación para asistir a esa reunión.

—¿Crees —preguntó Lotta a Sebastian— que de verdad puedes hacer salir a la señorita Fisher de la Biblioteca?

—Vendrá —dijo. Pero que los Engendros puedan con ella, eso ya es otra cosa, pensó. Tenía una alta opinión de la vivacidad de Ann Fisher; probablemente estaría preparada para un caso como ése. Después de todo, Ann sabía lo que él sentía por ella.

No la interrogarán, pensó. Sin embargo, en cierto modo que no podemos prever, ella los va a matar. Y quizá a mí con ellos. Pero, pensó, Ann Fisher puede morir también. Aquello le consoló. Yo nunca podría matarla, pensó. Es algo que está por encima de mí; yo no valgo para una cosa como ésa. Pero los Engendros: como pasaba con Joe Tinbane, matar es su vocación.

Se sintió infinitamente mejor. Había desviado a los asesinos de Udi hacia Ann Fisher: una proeza.

¡Hacia Ann y lejos de él y Lotta!