18

«Pasaré entonces también más allá de este poder de mi naturaleza, ascendiendo gradualmente hacia Aquel que me hizo. Y voy por los campos y vastos palacios de mi memoria.»

SAN AGUSTÍN.

Cuando llegaron al apartamento, Sebastian telefoneó al vitarium para asegurarse de que aún seguía funcionando. Contestó Cheryl Vale.

—Flask de Hermes —dijo alegremente.

—No voy a ir hoy por ahí —dijo Sebastian—. ¿Están los demás?

—Sólo falta usted —dijo Cheryl—. Ah, señor Hermes, Bob Lindy desea hablar con usted; quiere darle los detalles de cómo los de la Biblioteca le arrebataron al Anarca. ¿Tiene usted tiempo…?

—Hablaré con él después. Eso puede esperar. Hola.

Colgó sintiéndose culpable.

—He estado pensando —dijo Lotta sentada en la cama frente a él; en su rostro se leía la agitación de que era presa—. Si la Biblioteca se vengó de Joe Tinbane por lo que había hecho, entonces también lo harán contigo.

—Ya lo había pensado —dijo Sebastian.

—Y, además, los Engendros del Poder. Estoy asustada.

—Sí —dijo bruscamente. Todos ellos, pensó. El partido de Roma, la Biblioteca, el Udi…, con lo que había hecho había conseguido enfrentarse con todos ellos, con todos. Incluso con el departamento de policía de Los Ángeles; pueden pensar que yo maté a Joe Tinbane porque se había escondido en un motel con mi mujer; no me faltaban motivos.

—¿A quién puedes recurrir? —preguntó Lotta.

—A nadie —respondió. Era un sentimiento espantoso, terrible—. Sólo te tengo a ti —se corrigió; después de todo ya había recuperado a Lotta. Y aquello ya era bastante.

Pero no suficiente.

—Quizá —dijo Lotta— debiéramos escondernos, tú y yo. Ir a otra parte. Lo que le hicieron a Joe… lo tengo tan presente; no puedo olvidar cuando le vi de aquella manera. Recuerdo los pasitos por el tejado y luego uno de ellos, un crío en particular que se puso a mirar por la ventana. Y Joe estaba armado y sabía que venían…, pero no sirvió de nada. Creo que deberíamos marcharnos de Los Ángeles, y quizá de los Estados Unidos del Oeste. Incluso de la Tierra.

—¿Emigrar a Marte? —dijo pensativo.

—Los Uditi no tienen ningún poder allí —dijo Lotta—. Las Naciones Unidas son la única autoridad y tengo entendido que gobiernan muy bien las colonias. Lo tienen todo bien controlado. Y siempre están solicitando voluntarios. Ya ves sus anuncios en la tele todas las noches.

—No se puede regresar de allí una vez que has emigrado. Eso te lo dicen antes de que firmes los papeles legales. Es un viaje de ida nada más.

—Ya lo sé. Pero al menos estaremos vivos. No oiremos una noche ruidos en el tejado o fuera de la puerta. La verdad es que creo que debiste sacar al Anarca, Sebastian; al menos tendrías a los Uditi de tu parte. Pero de esta forma…

—Lo intenté —repitió mecánicamente—. Ya oíste a Ann Fisher; no había trato con él, tomé lo que pude conseguir —te tomé a ti— y me costó Dios y ayuda salir de allí. Ray Roberts tendrá que conformarse; es la verdad —pero en su fuero interno sabía que en ningún momento había intentado realmente sacar al Anarca. Sólo pensó en Lotta. Como había dicho Roberts, era casi un impulso biológico. Un impulso que Roberts temió y que, al final, había vencido, como anticipó Roberts. En cuanto entró en la Biblioteca, se evaporó todo aquel discurso sobre «el valor trascendental para la historia», se había esfumado al estallar la bomba de LSD.

—Me gustaría de veras ir a Marte —dijo Lotta—. Ya habíamos hablado de ello, ¿te acuerdas? Creo que es algo fascinante… Se tiene un sentimiento de lo cósmico, de la amargura de saber… que el hombre está en otro planeta. Dicen que hay que experimentarlo para entenderlo.

—El único trabajo que sé hacer es olfatear.

—¿Encontrar a los muertos que están a punto de volver a la vida?

—Ya sabes que ésa es mi única habilidad —hizo un gesto de desaliento—. Ya me dirás para qué sirve eso en Marte. En Marte la Fase Hobart se nota tan poco que casi no existe —y aquélla era otra razón por la que no quería ir. Allí volvería a envejecer y aquello para él resultaría letal: en esa dirección le quedaban unos cuantos años antes de enfermar y morir.

Para Lotta, naturalmente, sería distinto. Le quedaban décadas de vida ante sí en tiempo normal; más, seguramente, que con la Fase Hobart.

Pero ¿qué importa, se dijo, si muero pronto? Ya pasé por ello una vez, y no es tan malo. En cierto modo, lo agradecería… El descanso final y sin fin. Escapar de todos estos problemas.

—Desde luego —asintió Lotta—. No hay muertos en Marte. Se me olvidaba.

—Tendría que ser un operario manual o un chupatintas —dijo.

—No, creo que tus dotes de organización las apreciarían en cualquier parte. Seguramente te harán pasar pruebas de aptitud. Sé que lo hacen. Así que se darían cuenta de todas tus capacidades, ¿sabes?

—Tienes el optimismo de la juventud —dijo. Y yo, pensó, el pesimismo de la vejez—. Esperemos a que hable con Ray Roberts. A lo mejor puedo contarle alguna historia que llegue a creerse. Mejor dicho —se corrigió—, a lo mejor le hago entender la situación en que me encontraba. Y como tú dices, quizá sus comandos puedan rescatar al Anarca. Realmente es una labor que les incumbe a ellos, no a mí. Eso también se lo tengo que decir.

—Buena suerte —dijo Lotta animada.

Menos de una hora después llegó la llamada de Ray Roberts.

—Ya veo que está de vuelta —dijo Roberts inspeccionándole crítica y agudamente. Parecía muy tenso e inquieto—. ¿Cómo salió todo?

—No muy bien —dijo Sebastian cautelosamente; tenía que andarse con pies de plomo para no meter la pata en el juego en que se había metido.

—El Anarca —dijo Roberts— sigue retenido en la Biblioteca.

—Logré llegar hasta él, pero no pude…

—¿Y su mujer?

Con frío y calculado cuidado, añadió:

—La saqué. Por accidente. Las autoridades de la Biblioteca decidieron dejarla en libertad. Yo no lo pedí; la idea, como le digo, fue de ellos.

—Un trueque —dijo Roberts—. Recibió usted a Lotta a cambio de dejar el edificio de la Biblioteca; fue un arreglo amistoso.

—No —dijo.

—Pues eso es lo que parece. —Roberts siguió escrutándole sin inmutarse; nada descomponía la cara morena y perspicaz—. Le compraron. Y… —su voz se hizo aguda— no lo habrían hecho de haber aprovechado usted bien las circunstancias para rescatar al Anarca…

—Lo decidió Ann Fisher —alegó Sebastian—. Iba a matarla; compró su vida a ese precio. Me la llevé conmigo; incluso…

—¿Se le ocurrió pensar —siguió diciendo Roberts— que ésa era la razón de que se llevaran a su mujer a la Biblioteca? ¿Para retenerla como rehén? ¿Para así neutralizarle a usted?

—Me dieron a elegir entre… —dijo Sebastian desesperadamente.

—Habían estudiado muy bien su situación psíquica —dijo Roberts mordazmente—. Tienen psiquiatras; sabían a qué precio le podían comprar. Ann Fisher no le teme a la muerte. Es un hecho bien sabido, no compró su vida como usted dice. Le sacó a usted de allí, lejos del Anarca. Si Ann Fisher le hubiera temido realmente a usted, se hubiera guardado de cruzarse en su camino.

—Quizá tenga razón —concedió Sebastian de mala gana.

—¿Logró ver al Anarca? ¿Sigue con vida?

—Sí —dijo Sebastian. Sintió que se le pegaba al cuerpo el sudor del ambiente; se le pegaba en las axilas y por la espalda. Sintió que sus poros querían (y no conseguían) absorberlo todo. Se había condensado demasiado.

—¿Y los Errads estaban ocupándose de él?

—Había unos Errads con él, sí.

—Ha cambiado usted la historia de la humanidad, sabe —dijo Roberts—. O mejor dicho, pudo haberla cambiado. Tuvo su oportunidad y ahora ésta ya no existe. Pudo usted haber sido recordado por siempre como el dueño del vitarium que revivió y salvó al Anarca; nunca le habría olvidado el Udi ni el resto del planeta. Y quedaría establecida la base enteramente nueva de la creencia religiosa. La certidumbre habría sustituido a la mera fe y habría aparecido un cuerpo totalmente nuevo de escrituras —no había cólera en la voz de Ray Roberts; hablaba con mucha calma, como si recitara hechos ya sabidos. Hechos que Sebastian no podía negar.

—Dile —le apremió Lotta detrás de él— que lo intentarás otra vez —le puso la mano en el hombro y le acarició para darle ánimos.

—Volveré a la Biblioteca otra vez —dijo Sebastian.

—Le enviamos —dijo Roberts— por un acuerdo con Giacometti; nos pidió que evitáramos la violencia. Ahora ya terminó nuestra relación con usted; tenemos las manos libres para enviar a nuestros fanáticos. Pero… —hizo una pausa— es probable que encuentren un cadáver. Los de la Biblioteca se darán cuenta enseguida de la presencia de los Engendros en su área, inmediatamente, en cuanto uno de ellos entre en el edificio. Como me dijo Giacometti la otra noche. Y, sin embargo, no podemos hacer otra cosa. Con ellos no caben asociaciones; nada de lo que tenemos o podemos prometer inducirá a la Biblioteca a dejar libre al Anarca. No es lo mismo que con la señora Hermes.

—Está bien —dijo Sebastian—. He tenido mucho gusto en hablar con usted. Me alegro de saber cuál es la situación; gracias por…

La pantalla se apagó. Ray Roberts había colgado. Sin más despedidas.

Sebastian se quedó sentado con el auricular en la mano y luego, muy lentamente, lo colocó en su sitio. Se sentía con cincuenta años más encima… y con un cansancio de cien años.

—Sabes —le dijo a Lotta—, cuando te despiertas en el ataúd sientes un tremendo cansancio. Tienes la mente vacía; el cuerpo no hace nada. Luego te vienen pensamientos, cosas que quieres decir, actos que deseas realizar. Quieres gritar y moverte, salir. Pero tu cuerpo aún no responde; no puedes hablar ni hacer movimiento alguno. Eso dura… —calculó— unas cuarenta y ocho horas.

—¿Es algo espantoso?

—Es la peor experiencia que haya tenido nunca. Mucho peor que la muerte —y, pensó, así me siento ahora.

—¿Quieres que te traiga algo? —preguntó Lotta—. ¿Un poco de sogum calentito?

—No, gracias.

Se levantó, se puso a andar despacio por el salón hasta la ventana que daba a la calle. Tiene razón, pensó, he estado a punto de cambiar la historia de la humanidad, pero no lo he hecho; he considerado mi vida personal más importante… a expensas de otro ser humano, de todos los seres humanos, y en particular de los Uditi. He destruido toda la base reciente de la teología mundial. ¡Ray Roberts tiene razón!

—¿Puedo hacer algo por ti? —preguntó Lotta dulcemente.

—Todo irá bien —dijo mirando a la calle allá abajo, a la gente y a los vehículos de superficie que parecían sardinas—. Lo malo de estar allá en el ataúd —dijo—, lo malo que tiene es que tu mente está viva pero tu cuerpo no, y sientes esa dualidad. Cuando estás de verdad muerto no sientes nada de eso; no tienes relación con tu cuerpo. Pero eso… —hizo un ademán convulsivo— una mente viva unida a un cadáver. Alojada dentro de él. Y no da la impresión de que el cuerpo vaya a estar animado alguna vez; parece que se espera eternamente.

—Pero sabes —dijo Lotta— que eso ya no te puede volver a ocurrir. Ya pasó.

—Pero lo recuerdo —dijo Sebastian—. La experiencia sigue formando parte de mí —se golpeó fuertemente la frente—. Siempre lo tengo aquí —en eso pienso, se dijo, cuando estoy realmente asustado; se me representa y me enfrento a ello. Es un síntoma de mi terror.

—Yo arreglaré —dijo Lotta, leyendo un poco su pensamiento, comprendiéndole en cierto modo— lo de nuestra emigración a Marte. Tú ve al dormitorio a echarte un rato y descansar mientras yo empiezo a hacer unas cuantas llamadas.

—Sabes que aborreces utilizar el videófono. Te espanta.

—Pues esta vez lo puedo hacer —le guió hasta el dormitorio con gran dulzura.