17

«Pero el tiempo presente, ¿cómo lo medimos dado que no tiene espacio? Se le mide mientras está pasando, pero cuando haya pasado, ya no se le mide; porque ya no habrá nada que medir».

SAN AGUSTÍN.

Tomó un rifle que le quitó a uno de los guardas adormecidos y voló hacia las escaleras. Cuando llegó a ellas, oyó voces abajo. A lo mejor están en el piso de abajo, pensó esperanzado. Bajó rápidamente. Se encontró con que nadie le oponía resistencia.

El pasillo del piso de abajo, al igual que el de arriba, estaba repleto de hombres armados hasta los dientes, inmóviles. Vio claramente a Ann Fisher a lo lejos, sola. Corrió en aquella dirección, librándose sin dificultad de cuantos intentaban lánguidamente oponerse a él…, y entonces, al igual que antes, se detuvo frente a ella; una vez más se sorprendió vivamente al reconocerle.

Lentamente, adaptando sus palabras al tiempo de ella, dijo:

—No… puedo… salir. Así que… te… voy… a… matar —levantó el rifle.

—Espera —dijo ella—. Haré… un… trato… contigo… aquí… y… ahora —le miró intentando estudiarle, como si le viera confusamente—. Tú… me… dejas… salir… y… puedes… coger… a… Lotta… y… marcharte.

¿Sería verdad? Tenía sus dudas. Preguntó:

—¿Tienes… autoridad… para… conseguirlo?…

—Sí —afirmó.

—Pero te llevaré conmigo hasta que ella y yo estemos fuera de aquí —dijo.

—¿Cómo? —se esforzó por entender lo que él había dicho tan deprisa—. Está bien —dijo al fin tras descifrar lo que había dicho. Parecía fantásticamente resignada. Asombroso.

—Estás asustada —dijo él.

—Pues claro que sí —sorprendentemente, su forma de hablar ya no resultaba lenta. Era evidente que la inyección había empezado a perder efecto—. Irrumpes aquí corriendo como un loco, arrojando granadas y amenazando a todo el mundo. Quiero que te marches de la Biblioteca y no me importa cómo pueda lograrlo —habló entonces por el micrófono que llevaba en la solapa—: Lleven a Lotta a un aerocoche de los que hay en la azotea. Yo me reuniré allí con ella.

—¿Tienes autoridad para hacer eso? —preguntó admirado.

—Mi padre es actualmente presidente del Consejo de los Errads. Y a mi madre ya la conoces. ¿Vamos a la azotea? —parecía más tranquila ahora, había recuperado parte de su antiguo aplomo—. No quiero que me mate un psicótico —dijo pacientemente—. Te conozco bien, no lo olvides. Me temía que harías una cosa como la que acabas de hacer. Tendría que haber estado fuera de la Biblioteca, pero en la situación actual…

—Vamos a la azotea —interrumpió—. Venga —la guió con el rifle hasta el ascensor más cercano.

—Cálmate —dijo Ann frunciendo las cejas disgustada—. No va a pasar nada más que lo que acordamos: Lotta estará esperando. Si pierdes los nervios y te pones a disparar será ella quien resulte muerta, y no es eso lo que quieres, ¿verdad?

—No —dijo. Tenía razón; ahora debía controlarse. Llegó el ascensor y Ann Fisher hizo salir a los guardas armados que había en él—. Fuera —les ordenó con brusquedad—. Las pistolas —le dijo desdeñosamente a Sebastian mientras subían— y la gente que las utiliza. Compensan un ego débil. Mírate a ti con eso que llevas; de pronto ya no te asusta nada, porque puedes hacer que la gente actúe como tú quieres. «Vox dei», como llaman los comandantes Udi a las armas de fuego. La voz de Dios —reflexionó—. Supongo que fue un error coger a tu mujer y detenerla por segunda vez; estábamos tentando a la suerte.

—El matar al oficial Tinbane —dijo Sebastian— fue un acto espantoso de crueldad gratuita. ¿Qué te hizo a ti?

—Hizo lo que tú has hecho. Irrumpió aquí con una pistola y la disparó ante unos Errads ancianos e indefensos, sin armas.

—Y esa fue la venganza —dijo Sebastian con amargura—. Supongo que me perseguirás a mí por lo que he hecho hoy. Hasta que me caces a mí también.

—Ya veremos —dijo Ann Fisher tranquilamente—. El Consejo tiene que reunirse y votar. O a lo mejor votan para ver si me dejan a mí tomar la decisión —le miró.

—La Biblioteca —dijo— le tiene respeto a la violencia.

—Si, ya lo creo. Lo cierto es que nos asusta enormemente, ya sabemos lo que se consigue con ella. La utilizamos nosotros, no porque nos guste, sino porque conocemos su eficacia. Mira lo que tú hiciste hoy —ya habían llegado al ático, el ascensor se detuvo y se abrieron las puertas silenciosamente—. ¿De donde sacaste ese rifle? —preguntó con curiosidad—. Parece uno de los nuestros.

—Lo es —dijo—. Vine aquí desarmado.

—Bueno, las escopetas no tienen lealtad, no son como los perros —salieron al tejado de la Biblioteca—. Ahí está. —dijo Ann guiñando los ojos—. Acaban de dejarla. Vamos —avanzó rápidamente con sus largas piernas y le adelantó; él tuvo que esforzarse para alcanzarla. Los guardas que habían llevado a Lotta a la azotea se esfumaron, no les hizo caso, solo le preocupaban Ann Fisher y su mujer.

En cuanto Ann y él llegaron al coche, Lotta dijo:

—¿Sacaste al Anarca, Sebastian? Les oí hablar de él. Le tienen ahí abajo.

Inmediatamente, dijo Ann Fisher:

—Con eso no hay trato.

Estoicamente, Sebastian la llevo hasta el asiento del coche se sentó al volante y le tendió a Lotta el rifle.

—No dejes de apuntar a la señorita Fisher —le ordenó.

—Yo… —dijo Lotta vacilante.

—Tu vida depende de ello, y la mía también ¿Recuerdas lo que le hicieron a Joe Tinbane? Esta mujer fue la que tomó la decisión de hacerlo, ella dio la orden. ¿Y ahora la apuntarás con el rifle?

—Sí —musitó Lotta, vio levantarse el cañón de la escopeta, lo de Joe Tinbane había surtido efecto—. Pero ¿y el Anarca? —volvió a preguntar:

—No hay forma de sacarle —dijo Sebastian con voz ronca—. No puedo hacer milagros. Bastante suerte he tenido con poderte sacar y salir yo, así que te ruego me dejes en paz.

Detrás de él, Lotta movió afirmativamente la cabeza con muda obediencia.

Puso en marcha el motor del coche y al poco iban por el aire mezclándose con el tráfico de media mañana.

Sebastian Hermes estacionó brevemente en la azotea de un edificio público del centro y allí hizo salir a Ann Fisher, no sin antes quitarle el micrófono de la solapa. Volvió a subir al cielo con su aerocoche, él y Lotta fueron en silencio durante un tiempo.

—Gracias por venir a buscarme —dijo Lotta pasado un rato.

—Tuve suerte —respondió él, lacónico. No le dijo que había renunciado, que solo pretendía destruir a Ann Fisher. Que salvar a su mujer había sido virtualmente un accidente. Pero un accidente que celebraba, que le llenaba de júbilo—. Dieron por la televisión la noticia de lo de Joe Tinbane. Por eso nos enteramos. Y dijeron que estaba con una mujer que desapareció después del crimen.

—Nunca lograré sobreponerme a su muerte —dijo Lotta amargamente.

—Ni yo espero que lo hagas. Al menos, no hasta que pase mucho tiempo.

—Le mataron delante de mí. Lo vi todo, todo. Los niños de la Biblioteca. Era grotesco, como una pesadilla. Él les disparó, pero estaba acostumbrado a disparar mas alto, a adultos, y sus tiros pasaron por encima de sus cabezas —volvió a quedar en silencio.

Rudamente, queriendo hacerla sentirse mejor, le dijo:

—Sea como sea, ya estás fuera de la Biblioteca. Y ésta vez para siempre.

—¿Se enfadarán contigo los Uditi —preguntó— por no haber sacado al Anarca? Es una vergüenza. Él es realmente importante y yo no, no parece justo.

—Tú eres importante para mí —señaló Sebastian.

—¿De dónde sacaste todos esos chismes que utilizaste? Eso que te aceleraba y la bomba de humo de LSD; les oí hablar de ello; les cogió totalmente desprevenidos. Normalmente no tienes LSD y…

—El Udi me lo dio —interrumpió bruscamente—. Me equiparon. Arreglaron un pretexto y todo para que pudiera entrar y llegar a la Sección B.

—Entonces sí que les va a molestar. —dijo Lotta con perspicacia—. Lo hicieron pensando en que sacarías de allí al Anarca, ¿no es eso?

No contestó, se concentró en el manejo del coche y en vigilar que nadie les siguiera.

—No necesitas decírmelo —siguió diciendo Lotta—, ya lo veo ¿No tienen los Uditi a esos engendros del Poder, esos comandos para matar? He leído algo acerca de ellos ¿Existen realmente?

—Sí —admitió—. Hasta cierto punto, supongo.

—A lo mejor —dijo Lotta reflexionando—, a lo mejor el señor Roberts los manda a la Biblioteca y no contra ti. Eso es lo que tenían que haber hecho, no era trabajo tuyo lo de sacar al Anarca. Tú no eres un comando.

—Yo quería ir.

—¿Por causa mía? —le estudió, sintió el la intensidad de su escrutinio—. ¿Porque no me habías sacado la primera vez? Ahora ya lo has compensado, ¿no es así?

—Eso intenté —dijo Sebastian. De eso se trataba.

—¿Me quieres? —preguntó Lotta.

—Sí —mucho más que nunca, se dio cuenta de ello allí sentado junto a ella en el coche. Los dos solos.

—¿Estás… resentido? ¿Por lo mío y Joe Tinbane?

—¿Por lo del motel? No —después de todo había sido culpa suya. Y, además, estaba lo de su aventura con Ann Fisher—. Lo que siento es que mataran a Joe.

—Nunca podré rehacerme —dijo Lotta. Como si fuera una promesa.

—¿Qué te hicieron en la Biblioteca? —preguntó preparándose a escuchar la respuesta.

—Nada. Me tenían concertada una cita con un psiquiatra; le habría hecho algo a mi mente. Y esa mujer, Ann Fisher…, apareció por allí y me estuvo hablando un rato.

—¿De qué?

—De ti —siguió hablando con su vocecita tan característica—. Dijo que ella y tú habías estado juntos, que… os acostasteis juntos. Dijo muchas cosas por el estilo. Pero yo, naturalmente, no le hice caso.

—Hiciste muy bien —se sintió empequeñecer bajo el peso de las mentiras…, de sus mentiras. Primero a su mujer y luego, muy pronto, a Ray Roberts; tendría que contarle un cuento. Tenía que aplacar a todo el mundo… Ese era el modo de vida, pensó, que había empezado a llevar. Igual de malo que R. C. Buckley, que lo hace naturalmente. Pero en mí, pensó, no es natural. Y, sin embargo…, aquí estoy.

—No me habría molestado —dijo Lotta— que lo que me contaba fuera cierto. Después de todo, ya ves lo que yo hice…, lo del motel, digo. No te lo podría reprochar; no lo haría.

—Bueno, pero no es cierto —dijo lacónicamente.

—Es muy atractiva con ese pelo tan negro y esos ojos azules. Mucho más atractiva que yo.

—La aborrezco —dijo Sebastian.

—¿Por lo de Joe?

—Por eso y por otras cosas.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó Lotta.

—A casa.

—¿Vas a llamar al Udi? ¿Y decirle…?

—Ellos me llamarán —dijo Sebastian estoicamente resignado.