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«Estos pensamientos que albergaba en mi entristecido corazón me llenaban de la más tremenda zozobra, por miedo a morir antes de alcanzar la verdad».

SAN AGUSTÍN

—Un tal señor Arbuthnot desea verle, señor —dijo la secretaria de Doug Appleford por el interfono.

Gruñó. Bueno, aquí estaba; el pelmazo que le enviaba la siempre entusiasta Charise McFadden.

—Hágale pasar —dijo Appleford, y echó la silla para atrás, cruzó las manos y esperó.

Un hombre maduro, fuerte, bien vestido, apareció en la puerta del despacho.

—Soy Lance Arbuthnot —murmuró; los ojos le temblaban de inseguridad, como los de un animal acosado.

—Veamos eso —dijo Appleford sin más preámbulos.

—Naturalmente —tembloroso, Arbuthnot se sentó en la silla que había delante de la mesa de Doug Appleford y le tendió un original mecanografiado, sobado y abultado—. La labor de toda una vida —musitó.

—Así pues, mantiene usted —dijo Appleford alegremente— que si un meteorito mata a una persona es porque odiaba a su abuela. Vaya teoría. En cualquier caso, es usted lo bastante realista como para querer que se erradique.

Hojeó rápidamente el manuscrito leyendo aquí una línea, allá otra, al azar. Frases aburridas, charlatanería y tópicos, proclamaciones fantásticas…; todo ello le resultaba muy familiar. La Biblioteca veía pasar por sus manos una docena de manuscritos como ése al día. Aquello era pura rutina para la Sección B.

—¿Puede devolvérmelo un momento? —pidió Arbuthnot con voz ronca—. Para echarle un último vistazo. Antes de entregárselo definitivamente a su oficina.

Appleford dejó caer el manuscrito sobre su mesa de despacho. Lance Arbuthnot lo tomó, lo estudió, pasó las hojas. Tras una pausa dejó de pasar hojas, leyó una página en particular, moviendo los labios.

—¿Qué ocurre? —preguntó Appleford.

—Pues… creo que me he equivocado en todo un párrafo de la página 173 —murmuró Lance Arbuthnot—. Tengo que corregirlo antes de que lo erradiquen.

Appleford pulsó el botón del interfono y le dijo a su secretaria, la señorita Tomsen:

—Por favor, lleve al señor Arbuthnot a una sala de lectura de los pisos privados de arriba para que pueda trabajar sin que le interrumpan —y volviéndose a Arbuthnot, dijo—: ¿Cuánto tardará en traérmelo nuevamente?

—Quince o veinte minutos. Desde luego menos de una hora. —Arbuthnot se levantó, apretando contra su pecho su preciado manuscrito—. ¿Lo aceptará para su erradicación?

—Claro que sí. Corrija eso y luego le veré —él también se levantó; Arbuthnot vaciló y salió dando traspiés del despacho de Appleford.

Y Appleford se dedicó entonces a otros asuntos; se olvidó por completo de aquel inventor chiflado que era Lance Arbuthnot.

Sebastian Hermes, cuando estuvo solo en la habitación, sacó con dedos temblorosos el brazalete que llevaba en el bolsillo y se lo sujetó a la manga. Luego se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó su equipo de supervivencia, se colocó la cápsula de antídoto del LSD en la boca, con cuidado de no morderla. Apretó la granada con la mano izquierda, pensando: Este no soy yo. Yo no sé hacer estas cosas. Joe Tinbane sí hubiera podido hacerlas. A él se lo habían enseñado.

Desmañadamente, se puso la inyección de aquella pequeña cantidad de fluido pálido. Bueno, pues ya había empezado; ya estaba metido en ello.

Abrió la puerta de la sala de lectura y miró al vestíbulo. Nadie. Echó a andar; vio un cartel que decía ESCALERAS y fue hacia él.

No hubo problemas al subir la escalera; siguió sin ver a nadie. Pero cuando abrió la puerta de lo que supuso sería el piso alto, se encontró cara a cara con un guarda de la Biblioteca uniformado y de mirada fría.

El guarda, muy despacio, empezó a avanzar hacia él.

Sin dificultad, esquivó al guarda; pasó de un salto por delante de él y echó a correr por el pasillo.

Ann Fisher apareció en una puerta con los brazos llenos de papeles, también moviéndose muy lentamente, como el guarda. Le vio, se volvió hacia él durante lo que le parecieron minutos; se le abrió la boca con movimiento retardado hasta que al fin, en un final agonizante, reflejó la mayor sorpresa.

—¿Qué… estás… haciendo…? —empezó a decir. Pero no pudo esperar a que completara aquella frase enormemente prolongada; se dio cuenta de que todo se había estropeado… No debió toparse nunca con ella, y desde luego, no tan pronto. Se deslizó por delante de Ann y siguió pasillo adelante, percatándose fugazmente de que a pesar de la diferencia de tiempo entre ambos había permanecido demasiado rato, por lo que ella le había reconocido. Tenía que haber seguido moviéndome, pensó. Movimiento constante, acelerado. Pero ya era demasiado tarde.

Sonaría un timbre de alarma; le llevaría varios minutos, según su escala de tiempo. Pero llegaría, inevitablemente.

Delante de él, dos guardas uniformados, armados, se mantenían rígidos ante una puerta. Pasó como una flecha entre ellos, avanzando lo más rápidamente que pudo. Los guardas parecieron darse vagamente cuenta de lo que pasaba; giraron las cabezas, como máquinas…, pero para entonces él ya había pasado y abierto la puerta.

Sonó el timbre de alarma. Din…, din…, din, con intervalos entre cada impacto. Como un magnetófono a velocidad inadecuada. Con la velocidad más lenta. Empujó la puerta del despacho.

Cuatro Errads (los reconoció por sus neotogas) se encontraban allí. En el centro, sentado en una silla, estaba el Anarca.

—No es a usted a quien quiero —dijo Sebastian, decidiéndose inmediatamente—. Quiero a mi mujer. ¿Dónde está Lotta?

Ninguno le entendió; para ellos era un ruido ininteligible. Salió apresuradamente de la estancia, dejando la arrugada, enflaquecida y pequeña figura del Anarca; en el vestíbulo, volvió a pasar por entre los dos guardas, que ahora se habían vuelto para entrar en busca… Pasó por entre ellos sin que éstos lograran agarrarle y corrió hacia el despacho de al lado.

Estaba vacío. Ficheros.

Miró en un tercer despacho. Alguien (no le conocía) hablaba por teléfono; siguió adelante.

En la cuarta habitación había un almacén, frío y polvoriento.

En el otro piso, se dijo. Volvió a ver ante sí el cartel de ESCALERA y corrió hacia allí.

En el piso de arriba se encontró con un grupo de hombres y mujeres en el pasillo y todos llevaban el brazalete azul, como él. Se deslizó por entre ellos y abrió una puerta al azar.

Tras él oyó que alguien cargaba un arma. Se volvió y vio alzarse el cañón de un rifle.

Arrojó entonces la granada de LSD. Y al mismo tiempo mordió la cápsula de antídoto que llevaba en la boca.

El cañón dejó de levantarse, el rifle, lentamente, cayó de las manos del guarda; el guarda cayó sentado al suelo con las manos hacia arriba como si alguien le asaltara. Alucinaciones.

El LSD se elevó como si fuera humo y se extendió por todo el corredor. Voló por él dejando atrás a varias figuras de movimiento retardado, probó una puerta detrás de otra. Mas oficiales de la Biblioteca trabajando vio en vanas ocasiones, la insignia del Consejo de los Errad…, vio desintegrarse la jerarquía de la Biblioteca a causa de su presencia y de lo que había traído consigo. Pero no consiguió ver a Lotta.

Por último se encontró en un despacho a una mujer Errad, frágil y anciana que le miraba con los ojos muy abiertos.

—¿Dónde está —dijo procurando hablar despacio para que le entendiera— la señora Hermes? ¿En… que… piso? —se fue hacia ella amenazador.

Sin embargo, el LSD ya le había hecho efecto a la mujer, empezó a caer, con expresión de pavor en el rostro Inclinándose sobre ella, la agarro por el hombro y repitió la pregunta.

—En… el… piso… de… abajo —llegó al fin la respuesta con agónica lentitud. Y entonces la anciana Errad se disolvió en un mundo íntimo de colores, la dejó y salió corriendo, una vez más, al vestíbulo. El hall resonaba de gente y ruido. Pero cada uno se había encerrado en su mundo particular, no había acción interpersonal ni esfuerzos coordinados así que no tuvo dificultad en abrirse camino hasta el ascensor, nadie le hacía caso.

Pulso el botón, y tras una espera fantásticamente larga llegó el ascensor.

Unos guardas armados hasta los dientes y con caretas antigás llenaban el ascensor, le miraron alejarse como un rayo y uno de ellos consiguió disparar su arma en su dirección.

El disparo no hizo blanco. Pero por lo menos habían logrado al fin disparar en su dirección. Y el gas LSD no afectaría a aquellos hombres.

No puedo sacar a Lotta, pensó. No puedo tomar el ascensor, porque está lleno. Ray Roberts tenía razón, tenía que haberme llevado al Anarca y olvidarme de Lotta. Los muertos han de vivir, pensó irónicamente, y los vivos morir. Y la música desarmonizara el cielo. Yo estoy desarmonizado, pensó. Me han cogido. No conseguí sacar de aquí a nadie, como hizo Joe Tinbane. Aunque fuera temporalmente. Todo habría sido distinto si no me hubiera tropezado con Ann Fisher, pensó.

Tenía una extraña impresión de estar fuera del tiempo, a causa de la droga que se había inyectado. Un sentimiento casi de inmortalidad. Pero no de fuerza, no de poder fantástico, se sentía débil, cansado y sin esperanza, así que Ann Fisher consigue todo lo que se propone, pensó. Sus profecías se están cumpliendo, una tras otra; yo soy la última parte, y me ha llegado el turno, como les llegó a Joe Tinbane, al Anarca y a Lotta.

Lo he echado todo a perder, observó. En unos cuantos minutos. Si Joe Tinbane hubiese estado aquí, todo habría sido distinto; seguro que lo habría sido.

No dejaba de pensar en lo mismo; su conciencia de su propia inferioridad le apabullaba. Él frente a Joe. Sus defectos, el valor de Joe. Y, sin embargo, pudieron con él, pensó desesperanzado. ¡Joe está muerto!

Y yo también lo estaré. Muy pronto.

A lo mejor lo habríamos conseguido si hubiéramos actuado juntos, pensó. Joe y yo. Los dos juntos intentando sacar de aquí a Lotta; los dos la amamos. Y uno tras otro, solos, morimos. No salió bien. Si le hubiera llegado mi advertencia, si me hubiera llamado desde el motel, si…

Soy viejo e inútil, pensó. Tenían que haberme dejado en la tumba; desenterraron a alguien que no valía la pena. Una nulidad: sólo la muerte, el escalofrío, la forma de tumba me acompañan y van infectando todo lo que toco. Me siento morir otra vez, pensó. O mejor dicho, nunca dejé de estar muerto.

Pensó: si me matan no importa, porque no me cambia en nada. Pero Lotta es diferente, igual que Tinbane era diferente.

Quizá, pensó, aunque no pueda salir de aquí, ni salvar a nadie, incluido yo…, a lo mejor aún puedo matar a Ann Fisher. Eso sí que valdría la pena. Lo haré por Joe Tinbane.