«El conocimiento de Dios sobrepasa todas las mociones de tiempo y permanece en la simplicidad de Su presencia».
BOECIO.
Cuando volvió a su apartamento, al cabo de media hora, lo encontró, a Dios gracias, vacío; Giacometti y el robot Carl Júnior se habían marchado al fin. Los ceniceros estaban llenos de cigarrillos enteros; anduvo metiéndolos en paquetes, luego lo dejó todo, harto y desesperado, y se fue a la cama. Al fin, el aire de la habitación olía a limpio y fresco; el desfumado de tantos cigarrillos había conseguido que así fuera.
De lo siguiente que volvió a tener conciencia era que alguien llamaba con los nudillos a la puerta. Se levantó de la cama aturdido, vio que estaba completamente vestido y se fue dando tumbos a la puerta. No había nadie; tardó demasiado en abrir. Pero allí, junto a la puerta, había un paquete cuidadosamente envuelto en papel azul brillante. La falsa tesis de Lance Arbuthnot.
Profirió una exclamación de dolor; le dolía la cabeza y se sentía enfermo en todo el cuerpo. El reloj, desde la pared de la cocina, le dijo que eran las nueve de la mañana. Ya estaba abierta la Biblioteca.
Tembloroso, se sentó en el salón, desenvolvió el paquete. Cientos de hojas mecanografiadas, con notas laboriosamente escritas a tinta; un trabajo de lo más convincente… Le impresionó aquella obra de los Uditi. Lo anduvo ojeando y vio que en todas partes por donde lo abriera la cosa tenía sentido; tenía su lógica y todo… Al menos la lógica que requería el caso. Desde luego, pasaría la inspección de la Biblioteca.
Sin ingerir nada de sogum ni ponerse vello por la cara, telefoneó a la Biblioteca y preguntó por Douglas Appleford.
Aparecieron en la pantalla los rasgos de un pequeño funcionario pomposo y oscuro.
—Aquí el señor Appleford —dijo mirando a Sebastian.
—Mi nombre —dijo Sebastian— es Lance Arbuthnot. La señorita McFadden ya le habló a usted de mí.
—Ah sí —afirmó Appleford con desagrado—. He estado esperando su llamada. Es usted el de la muerte por meteorito.
Sebastian dijo, levantando el manuscrito mecanografiado a la altura de la pantalla:
—¿Puedo llevarle mi tesis ahora por la mañana?
—Podría recibirle, un minuto, digamos a las diez de la mañana.
—Le veré entonces —dijo Sebastian, y colgó.
Ahora tengo acceso a todas las secciones, a excepción del piso de arriba, la Sección A, pensó. Los Uditi son listos y experimentados… Vaya diferencia, tenerlos de parte de uno.
Sonó el videófono; contestó y se encontró frente a frente con su poderío Ray Roberts.
—Adiós, señor Hermes —dijo Roberts gravemente—. Dada la importancia de su actividad en el asunto de la Biblioteca, creo que es mi deber consultar directamente con usted. Para tener la seguridad de que no haya ningún malentendido. ¿Recibió el manuscrito de la tesis de Arbuthnot?
—Sí. Y parece que está bien.
—Estará usted en la Biblioteca, por lo que a ellos respecta, sólo unos minutos; Douglas Appleford recibirá el manuscrito, muchas gracias, y lo archivará. Diez minutos en total, quizá. Eso, por supuesto, no será suficiente; lo que tiene usted que hacer es perderse en el laberinto de despachos y salas de lectura y estanterías durante casi todo el día. Para ello necesitará usted un pretexto.
—Puedo decirles… —empezó a decir Sebastian, pero Su Poderío le interrumpió.
—Escuche, señor Hermes, su pretexto ha sido preparado hace tiempo, con mucha antelación. Este es un plan muy elaborado. Mientras se encuentre usted en el despacho del señor Appleford, con el manuscrito aún entre sus manos, lo ojeará y entonces se fijará como por casualidad en la página 173. Descubrirá en ella un error de gran magnitud y le pedirá permiso a Appleford para utilizar una sala de lectura privada en la que poder hacer las oportunas correcciones. Le dirá que después de corregirlo se lo devolverá; le dice que calcula que tardará entre quince y veinticinco minutos en hacer los cambios oportunos.
—Muy bien —dijo Sebastian.
—Las salas de lectura privadas no están vigiladas —siguió Ray Roberts— porque en ellas no hay nada más que mesas de madera. Así que nadie le verá abandonar la sala de lectura. Si alguien le cierra el paso, diga que se perdió al intentar regresar al despacho del señor Appleford. Es esencial que pensemos cuál puede ser la localización del Anarca. Nuestro análisis de la Biblioteca nos hace suponer que se encuentra en el piso alto, o, en cualquier caso, en uno de los dos últimos pisos. Así pues, tendrá que buscar en esos dos pisos superiores…, y naturalmente esos pisos son los de más difícil acceso… Los empleados de la Biblioteca llevan en esos pisos un brazalete de un color especial que da cierta información convenida a un aparato de radar. Es de un azul espectacular y luminoso que sirve para que cualquier guardián de la Biblioteca pueda reconocer de lejos y al instante quién lo lleva y quién no. El papel en el que venía envuelto el manuscrito está hecho de ese mismo material tratado. Usted mismo cortará un brazalete siguiendo las líneas perforadas que le hemos hecho; lo llevará en el bolsillo, y en cuanto deje a Appleford póngaselo en el brazo izquierdo.
—Izquierdo —repitió Sebastian. Se sentía débil y mareado; necesitaba un poco de sogum y una ducha fría y cambiarse de ropa.
—Ahora, si mira usted en las vituallas regurgitadas que tiene en la nevera encontrará la panoplia de supervivencia que el robot Carl Júnior y Giacometti le prepararon entre los dos. Le resultará esencial —hizo una pausa—. Una cosa más, señor Hermes. Usted quiere a su mujer y le resulta inapreciable…, mas, en términos de historia, ella no cuenta…, pero el Anarca sí. Para usted será instintivo buscar a su mujer…, así que tendrá que controlar ese impulso casi biológico… ¿Me comprende?
—Quiero encontrar a Lotta —dijo Sebastian entre dientes.
—Y posiblemente la encuentre. Pero ésa no ha de ser su meta primordial en la Biblioteca; no le hemos equipado de esta manera para que la salve a ella. En mi opinión… —Ray Roberts se inclinó sobre el visor y sus ojos se agrandaron en la pantalla como para hipnotizarle; Sebastian siguió sentado en silencio y pasivamente, como un pajarillo, escuchando—, dejarán libre a su esposa sana y salva en cuanto tengamos al Anarca. Ella no les interesa realmente.
—Sí que les interesa —dijo Sebastian—, por vengarse de mí, por lo que ocurrió entre Ann Fisher y yo —no estaba de acuerdo (no creía en ella) con la lógica de Ray Roberts en ese punto; se daba cuenta de que era para convencerle—. No la conoce usted. El despecho y el odio son los motores que…
—He coincidido con ella en distintas ocasiones —dijo Ray Roberts—. Por cierto, el Consejo de los Errads la tenía en Kansas City como una especie de emisario sin cartera de nuestro gobierno federal. De vez en cuando ocupa puestos importantes en el consejo de la Biblioteca, pero de pronto los pierde porque se pasa en sus funciones. Es probable que eso es lo que le haya ocurrido en el caso del oficial de policía Tinbane; ya le hemos insinuado al Departamento de Policía de Los Ángeles que fueron agentes de la Biblioteca los que mataron a Tinbane y no unos «fanáticos religiosos» —hizo una mueca de enfado—. Siempre se les echa la culpa a los Uditi de crímenes de violencia; es la norma que siguen los medios de comunicación y la policía.
—¿Cree usted —preguntó Sebastian— que Lotta también se encuentra en los dos últimos pisos?
—Es muy probable. —Su Poderío estudió a Sebastian—. Ya veo que a pesar de lo que le dije pasará la mayor parte de su breve tiempo buscándola a ella —hizo un gesto resignado; era una reacción enfática, de comprensión y no de condena—. Bueno, Hermes, vaya a inspeccionar el material de supervivencia y luego salga para la Biblioteca y acuda a su cita. Supongo que hablaremos otra vez en el día de hoy. Hola.
—Hola, señor —dijo Sebastian, y colgó.
Inspeccionó el refrigerador lleno de vituallas preparadas para ir al supermercado. Allí estaba la pequeña caja de cartón que le habían dejado el robot y Giacometti. Vio decepcionado que contenía únicamente tres cosas. LSD como vapor bajo presión, para ser lanzado como una granada. Un antídoto oral del LSD (probablemente una fenotiacina) para tomarlo en cápsula de plástico, durante su búsqueda por la Biblioteca: ya eran dos cosas. Y la tercera. La estuvo estudiando durante varios minutos. Era una inyección intravenosa con un líquido pálido que parecía zumo; venia con una envoltura de instrucciones que retiró para leer lo que ponía.
Una inyección de aquella solución le libraría de la Fase Hobart durante un tiempo limitado.
Se dio cuenta de que se estacionaría en el tiempo: no avanzaría ni retrocedería. Paradójicamente, sería un tiempo limitado: medido en tiempo común, no más de seis minutos. Pero, desde su punto de vista, lo notaría como si fueran horas.
Descubrió que aquello último venía de Roma; recordó que en el pasado se había utilizado con éxito en meditaciones espirituales prolongadas. Ahora había sido oficialmente prohibido y no podía obtenerse. Y, sin embargo, allí lo tenía.
El preboste de Roma no desdeñaba nada que fuera práctico y le sirviera en su búsqueda espiritual.
Una combinación de aquellas cosas, el LSD arrojado a los guardas de la Biblioteca y la inyección que se pondría a sí mismo haría que él se moviera y los demás no; elemental. Y, cumpliendo con los deseos de Giacometti, nadie resultaría herido.
Durante un tiempo subjetivo de una a tres horas tendría probablemente libertad de movimientos para ir adonde quisiera y hacer lo que fuera en los pisos altos de la Biblioteca. Le sorprendió lo bien pensado que estaba aquel material de supervivencia y lo sencillo que era.
Se tomó una ducha rápida, se puso ropa convenientemente sucia, se colocó vello por la barbilla y el bigote, abandonó su vacío y solitario apartamento y salió a la calle en donde, la noche anterior, había dejado aparcado el coche. Se le encogió el corazón de miedo. Mi única oportunidad, pensó, mi última oportunidad, de sacar de allí a Lotta. Y con ella, a ser posible, al Anarca. Si esto fracasa, entonces sí que la pierdo. Para siempre.
Al poco se elevaba en el coche por el cielo azul de la mañana.