14

«Pero aún no ha llegado a mañana y ya ha perdido el ayer. Y vivís en esta vida efímera igual que en ese momento cambiante y transitorio».

BOECIO.

El locutor que daba las noticias en la televisión decía: «Parece como si todo Los Ángeles se hubiera reunido esta noche para ver o vitorear a la cabeza de la Fe Udi, al poderoso señor Ray Roberts, que llegó al aeropuerto de Los Ángeles, poco antes de las siete de la tarde. Al pie de la escalerilla se encontraba, para recibirle, el alcalde de Los Ángeles, Sam Parks, y, como representante de la oficina del Gobernador en Sacramento, Judd Asman». En la pantalla de la televisión se veía una muchedumbre compacta y densa, unos saludando y agitando los brazos, otros con pancartas escritas a mano en las que se leía desde FUERA hasta BIENVENIDO. Por lo general, la gente parecía contenta.

Un gran acontecimiento en nuestras pobres y sosas vidas, pensó Sebastian con amargura.

«Su poderío —siguió diciendo el locutor— irá en comitiva hasta el Estadio Dodger, donde, a la luz de los focos, pronunciará un discurso ante la multitud de espectadores, en su mayoría partidarios suyos, pero también bastante curiosos, que le escucharán con el mayor interés; es ésta la primera vez en una década que un jefe político de primera fila visita Los Ángeles y nos lleva de vuelta a los viejos tiempos en que Los Ángeles era una de las capitales religiosas del mundo». Su compañero en las tareas informativas, dijo: «¿No te parece, Chic, que el exuberante y festivo ambiente del Estado Dodger recuerda a la época de Festus Crumb y Harold Agee, en los años ochenta?»

«Claro que sí, Don —dijo Chic—. Con una salvedad. Y es que la muchedumbre que aclamaba a Festus Crumb, y en cierto modo a Harold Agee, tenía un aire más militante; estos cuatro millones de personas de aquí del estadio Dodger y del aeropuerto han venido a ver a alguien famoso, a alguien que pronunciará un discurso dramático, notable. Le han visto en la televisión, pero esto es bastante distinto».

La comitiva de motoristas había empezado su recorrido desde el aeropuerto hasta el estadio Dodger; a lo largo del camino se había formado una trinchera de gente. Idiotas, pensó Sebastian. Mirando a ese fantasmón cuando la auténtica figura religiosa está viva otra vez y entre nosotros. Aunque le tuvieran los de la Biblioteca.

«Naturalmente, al ver a Ray Roberts —dijo Chic, el locutor— no puede uno por menos de recordar a su predecesor, el Anarca Peak».

«¿No se rumorea, Chic, un inminente retorno del Anarca a la vida? —preguntó Don—. Se cree que Ray Roberts está aquí principalmente para entrevistarse con el recién renacido Anarca y quizá convencerle de que vuelva a la Municipalidad Negra Libre. ¿No es así?».

«Se ha especulado sobre eso —respondió Chic—. Y también sobre si sería beneficioso para los intereses del Udi —o mejor dicho si Ray Roberts lo consideraría beneficioso para ellos— que reapareciera precisamente ahora el Anarca. Hay quien piensa que Roberts podría intentar retrasar la reaparición del Anarca, si es que ha renacido como creen ya muchos». Hubo un silencio; en la pantalla se seguía viendo la comitiva.

El locutor de la televisión volvió a hablar, y dijo: «Repasemos brevemente, mientras Ray Roberts llega al estadio Dodger, las noticias locales. Un oficial de la policía de Los Ángeles, Joseph Tinbane, ha aparecido muerto en el motel Happy Holiday de San Fernando, y la policía especula sobre la posibilidad de que pueda haber sido obra de unos fanáticos religiosos. Otros ocupantes del motel aseguran haber visto a una mujer en compañía del oficial Tinbane en el sogum palace cercano a primera hora de la noche, pero, si existe esa mujer, ha desaparecido. Más información, incluida una entrevista con el dueño del motel, en nuestro informativo de las once. Inundaciones en las colinas del norte, cerca de…».

Sebastian apagó el aparato de televisión.

—Dios santo —le dijo al robot, que volvía a ser Carl Júnior—. Han cogido a Lotta y matado a Tinbane.

Su advertencia no le había llegado; resultó inútil. No hay esperanza, pensó, mientras buscaba dónde sentarse; se sentó y puso la cabeza entre las manos, mirando al suelo. No es posible hacer nada. Si pudieron acabar con un profesional como Tinbane no tendrán ningún problema conmigo.

—Parece casi imposible —dijo el robot— penetrar en la Biblioteca. Nuestros esfuerzos por meter un nido de robots miniatura en la Sección B fueron un rotundo fracaso. No sabemos qué otra cosa puede hacerse. Si tuviéramos a alguien que estuviera a nuestro favor trabajando allí… —el robot reflexionó—. Esperábamos que Douglas Appleford cooperara; parecía el más razonable de los bibliotecarios. Pero nos equivocamos: fue él quien desarticuló el nido —añadió—: Vuelva a poner la televisión, por favor; quiero ver la comitiva.

—Póngala usted —hizo un gesto de desaliento. No tenía fuerzas para ponerse otra vez de pie.

El robot encendió la televisión y de nuevo aparecieron Chic y Don.

«… y también gran número de blancos —estaba diciendo Don—. Así que esto ha resultado, como prometió Su Poderío, un acontecimiento birracial, aunque, según observábamos antes, los negros son mayoría en una proporción de… yo diría cinco a uno. ¿Qué te parece a ti, Chic?».

«Algo así me parece, Don —dijo Chic—. Sí, cinco personas de color por cada…»

—Tenemos que hacernos con alguien en la Biblioteca —dijo Giacometti—, algún empleado —se mordió el labio inferior—. De otro modo el Anarca no volverá a salir de ahí.

—Y Lotta —dijo Sebastian. También estaba ella.

—Eso tiene considerablemente menos importancia —dijo el robot—. Aunque a usted, subjetivamente, señor Hermes, le parezca primordial —dirigiéndose a Giacometti, añadió—: ¿Puede el partido de Roma arreglárselas para fabricar unas credenciales que valgan para que entre uno de nosotros en la Biblioteca? Tengo entendido que ustedes son muy hábiles en ese aspecto.

—Nuestra reputación —dijo Giacometti irónicamente— es inmerecida.

—Si tuviéramos tiempo —musitó Carl Júnior— fabricaríamos un robot simulado a imagen, por ejemplo, de la señorita Ann Fisher. Pero ese trabajo nos llevaría semanas. A lo mejor, señor Giacometti, si unimos nuestras fuerzas, podemos entrar en la Biblioteca.

—Mi principal no opera de ese modo —dijo Giacometti. Y punto. Su tono era determinante y concluyente.

—Pregúntele a Ray Roberts qué se puede hacer, para entrar en la Biblioteca —le dijo Sebastian al robot.

—En este momento, Su Poderío…

—¡Pregúnteselo!

—Está bien —el robot asintió y permaneció en silencio por espacio de unos minutos. Sebastian y Giacometti esperaron. Al fin, el robot dijo, con tono firme:

—Tiene que ir a la Sección B de la Biblioteca. Allí preguntará por el señor Douglas Appleford. ¿Le conoce a usted por haberle visto alguna vez, señor Hermes?

—No —dijo Sebastian.

—Le dirá —siguió el robot— que le envía una tal señorita Charise McFadden. Su nombre será Lance Arbuthnot y ha escrito una tesis demencial sobre los orígenes psicogénicos de la muerte por impacto de meteorito. Es usted un chiflado que pertenecía originariamente a la M. N. L., de la que fue expulsado por excéntrico. El señor Appleford le está esperando; Charise McFadden ya le ha hablado de usted y de su extraña tesis. No se alegrará de verle, pero su trabajo le obliga a ello.

—No veo —dijo Sebastian— que eso me lleve a ninguna parte.

—Le proporcionará un pretexto —dijo el robot— y una coartada. Sus idas y venidas, su presencia en la Biblioteca serán comprensibles. Es corriente que los inventores chiflados ronden la Sección B; Appleford está acostumbrado a su presencia. Señor Giacometti —se dirigió al abogado del principal de Roma—, ¿cooperarán usted y los suyos con el Udi para prepararle al señor Hermes material de supervivencia para que lo utilice dentro de la Biblioteca? Necesitamos combinar nuestros esfuerzos.

Giacometti, tras una pausa de reflexión, asintió.

—Creo que podemos ayudar. Con tal que no haya nada susceptible de destruir la vida humana.

—El señor Hermes sólo actuará en defensa propia —respondió el robot—. No se prevé ningún programa agresivo. Sería vano intentar cualquier acción ofensiva por parte de un hombre solo contra la Biblioteca. No saldría bien en ningún caso.

—¿Y qué ocurrirá —dijo Sebastian— si aparece de verdad el señor Lance Arbuthnot?

—No hay ningún «Lance Arbuthnot» —dijo sucintamente el robot—. La señorita McFadden es una Uditi; su petición al señor Appleford formaba parte de nuestro plan desde el comienzo. En verdad, surgió de la fértil y astuta mente del propio Ray Roberts. Hemos preparado incluso esa extraña tesis sobre los factores psicosomáticos en la muerte por impacto de meteorito; mañana le será entregada, muy temprano, en su apartamento. Se la llevará un mensajero especial de los Uditi —recitó el robot.

En la pantalla del televisor, Don decía: «… por lo menos. El número de asistentes es considerable aquí en el estadio Dodger, teniendo en cuenta el tiempo que hace. Creemos que su poderío, Ray Roberts, aparecerá de un momento a otro». El estruendo de la multitud, que hasta entonces se había escuchado en sordina, se elevó de pronto, ensordecedor. «El señor Roberts está saliendo por la puerta de visitantes —se oyó decir a Don—. A ver si conseguimos un primer plano de él; creo que podemos cogerle con nuestras cámaras». El zoom de la cámara lo acercó y aparecieron en la pantalla cuatro figuras, atravesando el campo y dirigiéndose hacia el improvisado estrado.

—Quiero un absoluto silencio en esta habitación —dijo el robot— mientras esté hablando el señor Roberts.

«¿Puedes ver lo que hace ahora, Don?» —preguntaba Chic.

«Parece que está bendiciendo a los que se han aproximado al estrado» —repuso Don—. «Está agitando la mano en dirección a sus cabezas, como si les estuviera echando agua bendita. Sí, les está bendiciendo; ahora se arrodillan todos». La muchedumbre seguía rugiendo.

—Entonces, esta noche no podemos hacer ya nada —dijo Sebastian al robot—. En lo de entrar en la Biblioteca.

—Tenemos que esperar hasta que abra mañana por la mañana —confirmó el robot. Ahora se llevó el dedo a los labios, pidiendo silencio.

De pie, delante de los micrófonos, Ray Roberts contemplaba a la multitud.

El Poderoso Señor, observó Sebastian, era un hombre poco fuerte. Muy frágil, estrecho de pecho, brazos delgados y manos extraordinariamente grandes. Sus ojos tenían un brillo penetrante; relampagueaban cuando miraban a la gente ahora que Roberts había empezado a hablar. Llevaba un ropaje oscuro y un capelo, y, en la mano derecha, un anillo. Un anillo para gobernarlos a todos, pensó recordando su Tolkien. Un anillo para encontrarlos. Un anillo para (¿cómo lo haría?) atraerlos y unirlos en la oscuridad. En la Tierra de Mordor donde reinan las Sombras. El anillo del poder temporal, pensó. Con aquel del Rheingold que tenía una maldición que recaía sobre el que lo llevara. A lo mejor la maldición de éste, imaginó, es la causante de que la Biblioteca haya cogido al Anarca.

«Sum tu —decía Ray Roberts alzando las manos—. Yo soy tú y tú eres yo. Las distinciones entre nosotros son ilusorias. ¿Y eso qué quiere decir?, preguntaréis. Significa…» Su voz se elevaba atronadora; miró hacia arriba, fijando la vista en un punto del cielo más allá del estadio Dodger. «El negro no puede ser inferior al blanco porque él es el blanco. Cuando el blanco, en tiempos pasados, maltrataba al negro, se destruía a sí mismo. Hoy día, cuando un ciudadano de la Municipalidad Negra Libre molesta y trata mal a un blanco, él también se está molestando y tratando mal a sí mismo. Y yo os digo: No le arranquéis la oreja al soldado romano; caerá por sí sola, como una hoja seca». La multitud le vitoreó estruendosamente. Sebastian se fue a la cocina y encendió una colilla, le echó unas furiosas bocanadas de humo; el cigarrillo creció. A lo mejor Bob Lindy consigue introducirme en la Biblioteca esta noche, se dijo. Lindy es muy ingenioso; puede hacer cualquier mecanismo, cualquier aparato; o R. C. Buckley; ése, hablando, puede meterse en cualquier sitio y a cualquier hora. Mis empleados, pensó. Tendría que apoyarme en ellos, no en los Uditi. Aunque el Udi tenga ya un plan estudiado y previsto, listo para realizarse.

«Recuerdo en estos momentos —seguía perorando Roberts en el salón— a la viejecita que renació hace poco y cuyo mayor temor era que, cuando la desenterraran, la encontrasen vestida inadecuadamente». El público rió. «Pero los miedos neuróticos —siguió diciendo— pueden destruir a una persona y a una nación. El miedo neurótico de la Alemania nazi a una guerra en dos frentes…» Siguió el discurso; Sebastian dejó de escuchar.

A lo mejor tengo que aceptar el plan del robot, se dijo, y esperar hasta mañana. Joe Tinbane se abrió camino a punta de pistola, la agarró y salió disparando, y ¿qué consiguió con ello? Tinbane ha muerto y Lotta vuelve a estar prisionera en la Biblioteca; nada se ha logrado.

Con la Biblioteca, reflexionó, hay que actuar de cierta manera —de una forma que les resulte familiar—. El Udi tiene razón; deben aceptarme voluntariamente en la Biblioteca.

Pero luego, se preguntó, cuando esté dentro, ¿cómo me las arreglaré para salir con bien? Cuando me encuentre frente a frente con ellos… La tensión va a ser demasiado grande. Enorme. Y yo tendré que quedarme sentadito hablando con Appleford de un pseudomanuscrito demencial…

Volvió a la sala. Por encima de la melopea del discurso de Ray Roberts, le gritó al robot:

—¡No puedo hacerlo!

El robot, contrariado, se llevó la mano a la oreja.

—Voy a entrar en la Biblioteca esta noche —gritó Sebastian, pero el robot no le hizo caso; había echado la cabeza hacia atrás y estaba nuevamente absorto en lo que decía la «tele».

Giacometti se levantó, le tomó del brazo y le llevó a la cocina.

—En este caso los Uditi tienen razón. Esto hay que hacerlo despacio, paso a paso. Debemos (sobre todo usted) tener paciencia. De lo contrario le matarán sin más, como al oficial de policía. Todo tiene que ser… —hizo un gesto— indirecto. Incluso, con sumo tacto. ¿Entiende? —estudió el rostro de Sebastian.

—Esta noche —dijo Sebastian—. Me voy allí ahora mismo.

—Si va no regresará de allí.

—Hola —dijo Sebastian dejando el cigarrillo completo—. Hasta luego; me voy.

—¡No intente acercarse a la Biblioteca! No… —las palabras de Giacometti se confundieron con el ruido de la televisión y Sebastian cerró tras sí la puerta del apartamento; ya estaba fuera, en el portal, en medio de un silencio muy de agradecer.

Estuvo paseando por las calles a oscuras, durante un tiempo que se le antojó largo, con las manos en los bolsillos, por delante de tiendas y de casas que, poco a poco, iban apagando sus luces, hasta que, al fin, levantó la vista hacia un bloque de viviendas en el que no se veía ni una luz encendida. Nadie pasaba por la acera; estaba completamente solo.

De pronto se tropezó con tres miembros del Udi, dos hombres y una mujer joven. Llevaban el botón del sum tu; la chica se había colocado el suyo en el vértice del pecho derecho, como si fuera un pezón metálico y refulgente.

Le saludaron alegremente:

—Vale, amicus —dijeron a coro—. ¿Qué te ha parecido el discurso de esta noche del Poderoso Señor?

—Excelente —dijo Sebastian. Intentó recordarlo; sólo le vino a la memoria una frase—. Me gustó eso de la oreja del centinela romano; me llegó al alma.

—Tenemos licor de sogum —dijo el más alto de los dos Uditi—. ¿Te vienes con nosotros a echar un trago? Aunque no seas de la cofradía, puedes celebrarlo con nosotros.

—Estupendo —dijo. No podía rehusar semejante ofrecimiento. Hacía años que no tomaba licor de sogum; se parecía un poco a las mixturas alcohólicas de los viejos tiempos que vendían en bares y tabernas…; aquello le hacía recordar tiempos pasados, de antes de la Fase Hobart.

No tardaron en apretujarse en un aerocoche que había allí aparcado y se estuvieron pasando el frasco con el tubo. El ambiente se fue haciendo más y más cordial.

—¿Qué estabas haciendo a estas horas? —le preguntó la muchacha Udi—. ¿Andabas en busca de una mujer?

—Pues sí —dijo Sebastian. El licor de sogum le había soltado la lengua; se sentía entre amigos. Y probablemente fuera así.

—Bueno, si eso es lo que quieres, podíamos ir…

—No —dijo Sebastian interrumpiéndola—. No es lo que estás pensando. Estoy buscando a mi mujer. Y sé dónde está, lo que pasa es que no puedo sacarla de allí.

—Nosotros la sacaremos —dijo alegremente el más bajo de los Uditi—. ¿Dónde está?

—En la Biblioteca de Temas Populares.

—¡Fuiu! —dijeron los tres al unísono, entusiasmados—. Vamos.

El que estaba al volante puso en marcha el motor del coche.

—Ahora está cerrado —señaló Sebastian.

Aquello enfrió (temporalmente) su entusiasmo. Se consultaron los tres y al fin su portavoz expuso la idea para hacerle entrar.

—La Biblioteca tiene un buzón abierto toda la noche, para los libros que se han pasado de fecha de erradicación. Uno de esos buzones en los que nadie hace preguntas. ¿No podrías deslizarte por la rendija?

—Demasiado pequeño —dijo Sebastian.

Aquello también echó un jarro de agua fría a su entusiasmo.

—Pues tendrás que esperar a mañana —le dijo la muchacha—. A no ser que quieras llamar a la policía. Pero ¡fuiu! creo que tienen una especie de ten con ten en la Biblioteca. Algo así como vive y deja vivir.

—Sólo que —dijo Sebastian— la Biblioteca ha matado esta noche a un patrullero de Los Ángeles —pero no podía demostrar que habían sido los de la Biblioteca; ya había oído que los de la tele le echaban la culpa a unos fanáticos religiosos.

—A lo mejor consigues que Roberts incluya a tu mujer en sus oraciones —dijo por último la muchacha Udi, esperanzada.

—Yo sigo pensando —dijo el más alto de los dos hombres— que lo que teníamos que hacer es ir los cuatro a organizarnos una orgía.

Les dio las gracias, salió del coche y siguió con su paseo.

Sin embargo, el coche le siguió. Cuando estuvo a su altura, uno de los Uditi bajó la ventanilla, asomó la cabeza y le gritó:

—Si quieres entrar, te echaremos una mano. No les tenemos miedo a los de la Biblioteca.

—Ya lo creo que no les tenemos miedo —metió baza la chica, muy convencida.

—No —decidió Sebastian. Tenía que hacerlo solo; los tres Uditi, por muy buenas intenciones que tuvieran, no podían ayudarle.

—Vete a casa, hombre —le imploró ahora el portavoz—. No puedes hacer nada esta noche; mañana lo intentarás.

Tenían razón. Movió la cabeza afirmativamente.

—De acuerdo —dijo. Sentía un cansancio tremendo ahora que había reconocido aquel hecho: en cuanto la mente se había dado por vencida, el cuerpo también le flaqueó. Les despidió diciéndoles hola (o mejor dicho «salve»), y se fue a la calle más iluminada que las otras, a ver si encontraba un taxi.

Nunca, en toda su vida, se había sentido tan inútil como en aquellos momentos.