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«El hombre es un animal, ése es su género, pero el hombre es una especie, y razona, y ésa es la diferencia, capaz de reír, y eso es propio de él».

BOECIO.

En la pequeña habitación del hotel, el oficial Joe Tinbane se paseaba sin dejar de mirar hacia fuera, por si aparecía alguien. Su mujer, Bethel, Sebastian Hermes, los comandos de la Biblioteca… Estaba preparado para recibir a cualquiera de ellos. Ninguna combinación podía sorprenderle.

Mientras, iba leyendo la última edición del periódico más sensacionalista de toda Norteamérica, el Monday Herald de Chicago.

PADRE BORRACHO DEVORA A SU PROPIO HIJO

—Nunca se sabe lo que te reserva la vida —le dijo a Lotta—, ya seas nacido o renacido. Apuesto lo que quieras a que este tipo jamás supuso que acabaría así, en los titulares del Monday Herald.

—No sé cómo puedes leer esas cosas —dijo Lotta nerviosa; estaba sentada, cepillándose el pelo, en una silla del extremo opuesto de la habitación.

—Bueno, como oficial de policía veo muchas cosas como éstas. No exactamente tan tremendas, en que un padre se come a su propio hijo; esto no es frecuente —volvió la hoja y leyó los titulares de la segunda página.

LA BIBLIOTECA DE CALIFORNIA MATA Y SECUESTRA: SE RIGE POR SUS PROPIAS LEYES, Y ESTA AL AMPARO DE CUALQUIER REPRESALIA

—¡Dios mío! —exclamó Tinbane—. Esto puede aplicarse a nosotros; aquí hay un artículo sobre la Biblioteca de Temas Populares. Sobre lo que hace y que intentaron hacer contigo…, retenerte como rehén —leyó el artículo con interés.

«¿Cuántos ciudadanos de Los Ángeles han desaparecido tras los muros grises de su impresionante edificio? Las autoridades públicas no quieren hacer estimaciones oficiales, pero particularmente, se supone que al menos hay tres desapariciones sin aclarar todos los meses. Los motivos de la Biblioteca no se entienden bien y se cree han de ser complejos. Un deseo de erradicar por adelantado escritos que…»

—No me lo creo —dijo Tinbane—. No puede ser cierta tal impunidad. Mira, por ejemplo, en mi caso: si algo me ocurriera, mi jefe, George Gore, me sacaría de allí. O si me mataran les haría pagar por ello —pensando en Gore, recordó que se esperaba a Ray Roberts de un momento a otro; quizá estuviera Gore intentando localizarle por lo de la protección especial como guardaespaldas—. Tengo que llamar —dijo a Lotta—. Se me había olvidado todo ese lío.

Llamó a Gore por el videófono del apartamento del motel.

—Hay un mensaje para usted —le dijo el operador de la centralita cuando se identificó—. Anónimo. Dice que los agentes de la Biblioteca le buscan. ¿Le dice algo el mensaje?

—Sí, ya lo creo —dijo Tinbane. Dirigiéndose a Lotta, añadió—: Los agentes de la Biblioteca nos buscan —y añadió al operador de la policía—: Póngame con el señor Gore.

—El señor Gore está en el aeropuerto de Los Ángeles supervisando las medidas de seguridad para la llegada de Ray Roberts —respondió el operador.

—Dígale al señor Gore cuando regrese que si algo me ocurre la Biblioteca será quien lo haya hecho, y si no me encuentran, que me busquen en la Biblioteca. Sobre todo si me matan, serán ellos —colgó sintiéndose deprimido.

—¿Crees que podrán encontrarnos aquí? —preguntó Lotta.

—No —reflexionó un momento y luego rebuscó por los cajones del vestidor de la habitación hasta que dio con la guía de videófonos; pasó las hojas sombrío hasta encontrar el número del domicilio particular de Douglas Appleford; en el pasado le había llamado alguna que otra vez y siempre estaba en casa.

Marcó el número ahora.

—Adiós —contestó enseguida Appleford, apareciendo en la pantalla.

—Siento molestarle en su casa —dijo Tinbane—, pero necesito que me ayude inmediatamente. ¿Puede usted localizar a su superior, la señora McGuire?

—Posiblemente en un caso de emergencia.

—Considero que esto es una emergencia —dijo Tinbane. Explicó la situación, tal y como la conocía, al bibliotecario—. ¿Se da cuenta? —dijo a modo de conclusión—. Me encuentro en una situación bastante apurada; tienen razón de estar en contra mía. Si aparecen por aquí, alguien puede resultar muerto; probablemente ellos. Estoy en contacto con el departamento de policía de Los Ángeles; en cuanto me vea en apuros, me mandarán refuerzos. Mi superior, Gore, se halla al tanto de mi situación y está dispuesto a apoyarme. Tienen un coche patrulla (por lo menos uno) flotando por los alrededores constantemente. Pero yo no quiero incidentes; tengo a una señora conmigo, y por ella preferiría que no hubiera violencia…; por lo que a mí respecta, me trae sin cuidado. Después de todo, mi trabajo es ése.

—¿Dónde se encuentra usted exactamente? —preguntó Appleford.

—Ni hablar —dijo Tinbane—, no soy tan tonto como para decírselo.

Appleford asintió:

—Es mejor que no me lo diga —él también estaba pensando; tenía la mirada vaga—. No puedo hacer gran cosa, Joe. Yo no tengo que ver con esos asuntos de la Biblioteca; es cosa de los Errads. Puedo interceder por usted, mañana, cuando vea a la señora McGuire.

—Mañana —dijo Tinbane— será demasiado tarde. En mi opinión profesional, esto se decidirá esta noche —después de todo, virtualmente todos los oficiales de policía de Los Ángeles se encontraban vigilando a Ray Roberts; ése sería el momento ideal para que los de la Biblioteca se apoderaran de él. Decididamente, no había ningún coche patrulla vigilando por arriba, ni habría ninguno; al menos no hasta que consiguiera hablar con Gore.

—Puedo decirles —dijo Appleford— que les está usted esperando. Y que, naturalmente, está armado.

—No, porque entonces lo que harían sería enviar refuerzos. Dígales que se olviden de ello; siento haber tenido que hacer lo que hice…, entrar allí a punta de pistola para sacar a la señora Hermes…, pero no tenía otra alternativa; la estaban reteniendo.

—¿Ah, sí? ¿Eso hicieron los Errads? —dijo Appleford con visible turbación—. ¿Y todavía…?

—Dígales —interrumpió Tinbane, decidido— que me detuve en el arsenal de la policía y cogí un arma que dispara una bala del tamaño de una mina. Y es de disparo rápido, uno de esos monstruos ligeros de Skoda. Puedo usarlo abiertamente porque soy oficial de la policía; puedo utilizar cualquier arma. Pero ellos tienen que pensárselo; disponen de un armamento muy limitado, dígales que estoy enterado de ello, y que estoy deseando verles aparecer por aquí. Será un placer. Hola —y colgó.

Lotta, sin dejar de peinarse, dijo:

—¿Es cierto que tienes un fusil de ésos?

—No. Tengo una pistola —se echó mano a la pistolera del cinturón—. Y en el coche tengo el fusil de reglamento. Mejor será que vaya a buscarlo —fue hacia la puerta.

—¿Quién crees que era el de la llamada anónima? —preguntó Lotta.

—Tu marido —salió de la habitación del motel, cruzó la calle hasta el aparcamiento y sacó el rifle del coche.

La noche parecía fría y vacía, sin vida, sin actividad; sintió aquel silencio opresivo. Todo el mundo está en el aeropuerto, pensó. Donde yo tenía que estar. Ya me puedo preparar a lo que me va a decir Gore por esto, pensó. Por no haber aparecido como guardaespaldas. Pero ésa es la última de mis preocupaciones, lo que haya hecho con mí carrera.

Regresó a la habitación del motel, cerrando con pestillo la puerta.

—¿Viste a alguien? —preguntó Lotta en voz queda.

—Nada. Así que tranquila —comprobó el cargador del fusil, asegurándose de que estaba lleno.

—Quizá debieras llamar a Sebastian.

—¿Por qué? —dijo irritado—. Ya recibí su mensaje, verdad. No tengo ganas de hablar directamente con él. Por tu causa; quiero decir, por lo de nuestras relaciones —se sentía molesto. Aquella actividad le resultaba llena de dificultades. Lo cierto es que nunca antes había hecho nada parecido, esconderse en la habitación de un motel con la mujer de otro. Lo meditó ensimismado.

—¿No estarás avergonzado, verdad? —preguntó Lotta.

—Es que… —hizo un gesto— es delicado. No sabría qué decirle —la miró—. Pero si quieres, llámale tú; yo escucharé lo que dices.

—Pues… creo que será mejor que le escriba —ya había empezado laboriosamente una carta; un párrafo y medio, garrapateado en una hoja doblada que había sobre la cama, junto a una pluma; por el momento lo había dejado. Era evidente que aquello resultaba demasiado trabajoso para ella.

—Está bien —dijo él—. Pues escríbele; recibirá la carta la semana que viene.

Miró en torno suyo tristemente.

—¿No tienes nada que leer en el coche? —preguntó.

—Lee esto —y le tiró el Monday Herald.

—Oh, no —dijo Lotta encogiéndose y apartándose—. Eso nunca.

—¿Ya empiezas a aburrirte conmigo? —le preguntó Tinbane, todavía irritado.

—Siempre leo por la noche a estas horas —se puso a pasear por la habitación, mirando aquí y allá. Encima de la mesilla encontró una Biblia Gideón—. Podría leer esto —dijo sentándose nuevamente—. Le haré una pregunta y luego la abriré al azar; se puede utilizar así la Biblia. Yo lo hago siempre —se concentró—. Le preguntaré —decidió— si nos cogerán los de la Biblioteca.

Abrió el libro, puso el índice, con los ojos cerrados, encima de la página de la izquierda.

—«¿Adónde fue tu amor, oh tú la más hermosa de las mujeres?» —leyó en voz alta—. «¿Adónde se fue tu amado?» —levantó los ojos llenos de solemnidad—. ¿Sabes lo que significa esto? Que te van a apartar de mí.

—A lo mejor se refiere a Sebastian —dijo, medio en broma.

—No —meneó la cabeza—. Yo estoy enamorada de ti. Así que tiene que referirse a ti —volvió a consultar el libro y preguntó—: ¿Estamos en un lugar seguro, aquí en el motel, o tendríamos que encontrar otro escondite? —volvió a abrir al azar; encontró un párrafo a tientas—. Salmo 91 —le informó—: «Aquel que me mora en el lugar recóndito de las Alturas tendrá que vivir bajo la sombra del Todopoderoso» —reflexionó—: Creo que este lugar es recóndito, así que estamos tan seguros como en cualquier otra parte…, pero, de todas formas, nos van a coger. No podemos hacer nada.

—Podemos abrirnos paso disparando —propuso Tinbane.

—No, según el libro, no vale la pena.

Divertido, pero también indignado ante su pasividad, dijo:

—Si yo adoptara esa actitud ya estaría muerto desde hace años.

—No es mi actitud, es…

—Pues claro que es tu actitud. Haces que signifique lo que tú subconscientemente quieres que diga. En mi opinión, un ser humano, un hombre, puede controlar su destino. Quizá con las mujeres no sea cierto.

—Me parece que cuando se refiere a la Biblioteca —dijo Lotta tristemente— no hay nada que hacer, lo mismo da.

—Hay una diferencia fundamental entre lo que piensan los hombres y lo que piensan las mujeres —declaró Tinbane—. De hecho, hay una diferencia fundamental entre distintos tipos de mujeres. Fíjate, considérate a ti misma comparada con Bethel, mi mujer. No la conoces, pero la diferencia entre las dos es enorme; mira, por ejemplo, la forma en que das tu amor. Lo haces incondicionalmente… El hombre, yo en este caso, no tiene que hacer nada ni ser nada en particular. Pero Bethel, por su parte, pide que se mantengan ciertos criterios. Por ejemplo, en la forma de vestir; o el número de veces que la llevo a un sogum palace, si son tres por semana o no; o si…

—He oído ruidos en el tejado —le interrumpió Lotta, llena de miedo.

—Pájaros que corretean.

—No. Es un ruido mayor.

Se puso a escuchar. Y también lo oyó. Pasitos en el tejado; alguien o algo correteando. Niños.

—Son niños —dijo.

—¿Por qué? —dijo Lotta. Ahora miró fijamente por la ventana—. Están asomándose aquí.

Se volvió rápidamente, vio una carita pálida apoyada contra el cristal de la ventana del motel.

—La Biblioteca —dijo, sombrío— los utiliza. Del Departamento de Niños —desenfundó la pistola. Se fue a la puerta y puso la mano sobre el picaporte—. Los voy a coger —le dijo a Lotta. Y abrió la puerta.

El disparo, demasiado alto, como para adulto, pasó por encima de la cabeza del niño que allí había. Agentes adultos que han escogido, se dijo mientras apuntaba de nuevo. ¿Puedo matar a una criatura? Pero de todas formas no tardarán en ir a una matriz; les queda poco tiempo. Empezó a disparar a los cuatro que aparecieron fuera de la habitación.

Lotta dio un grito en un simulacro de miedo adulto que le molestó.

—¡Agáchate! —le gritó.

Uno de los niños pequeños le estaba apuntando con un tubo, y reconoció el arma: un viejo lanzarayos láser de la guerra que no estaba hecho para ser utilizado en la paz; incluso los departamentos de policía lo habían desechado.

—Baja esa cosa —le dijo al niño apuntándole con su pistola—; estás arrestado; no tienes derecho a llevar un arma como ésa —se preguntó si el niño sabría hacer uso de ella.

El rayo láser brilló con su color rojo rubí, su viejo color rojo intenso.

Y Tinbane cayó muerto.

Resguardada tras la gran cama de la habitación del motel, Lotta vio cómo el rayo láser mataba a Tinbane; vio más y más niños, una docena, trabajando en silencio con sus caritas transfiguradas por el gozo. Horribles sabandijas, pensó aterrorizada.

—¡Me rindo, por favor! —les gritó con voz vacilante que no era la suya—. ¿Vale? —se puso en pie temblando, tropezando con la cama y a punto de caer al suelo—. Volveré a la Biblioteca; ¿de acuerdo? —esperó. Y el rayo láser no volvió a salir; los niños parecían satisfechos: ahora estaban hablando por sus intercomunicadores, con sus superiores. Contándoles lo ocurrido y recibiendo instrucciones. Oh, Dios mío, pensó mirando a Joe Tinbane caído. Sabía que lo harían; estaba tan seguro de sí mismo; y eso siempre significa el final. Entonces es cuando te destruyen.

—¿Señora Hermes? —chilló uno de los chavales.

—Sí —dijo. ¿A qué disimular? Sabían quién era. Sabían también quién era Tinbane, el hombre que atacó a los Errads y la sacó de la Biblioteca.

Ahora apareció un adulto. Era el hombre del motel que les había alquilado la habitación; era un informador de la Biblioteca. El hombre se puso a hablar con los niños, luego levantó la cabeza y la miró a ella.

—¿Cómo ha podido dispararle? —preguntó perpleja; pasó por encima del cuerpo de Tinbane, y se detuvo; a lo mejor tenía que quedarse aquí con él, esperar a que le dispararan como a él… Quizá fuera eso mejor que volver a la Biblioteca.

—Él nos atacó —dijo el hombre del motel—. Primero en la Biblioteca y luego aquí. Presumió con el señor Appleford de que podría con nosotros; fue su declaración —el hombre señaló con la cabeza a un autocar aparcado enfrente—. ¿Quiere hacer el favor de subir, señora Hermes?

En un lateral del autobús se leía: BIBLIOTECA DE TEMAS POPULARES. Un autobús oficial.

Vacilante y temblorosa, se subió a él; los niños, sudorosos y jadeantes, se subieron detrás y la rodearon muy excitados. Sin embargo, no le dijeron nada; hablaban en voz baja entre ellos, nerviosamente. Estaban encantados, se dijo Lotta. Muy contentos de seguir siendo útiles a la Biblioteca, incluso con su tamaño reducido. Los odió.