12

«No sabemos qué es Dios… porque es infinito y por lo tanto objetivamente incognoscible. El propio Dios no sabe lo que es porque no es nada».

ERÍGENA

Se miraron frente a frente.

—Tengo una bomba escondida aquí —dijo Ann—, así que no intentes usar tu pistola conmigo. E incluso si me sacas de aquí, puedo hacer estallar la bomba; puedo mataros a ti y a Carl Gantrix, y si lo hago, los Uditi irán tras tu mujer; te echarán a ti la culpa y son muy vengativos.

—No harás estallar la bomba —dijo, pensativo— mientras estés aquí. Porque eso te haría morir a ti también y eres demasiado vital, demasiado activa para morir deliberadamente.

—Gracias —sonrió con su estirada sonrisa—. Eso es muy halagador.

Sonaron unos golpecitos en la puerta de entrada.

—Ese es el señor Gantrix —dijo Ann; se fue hacia la puerta—. ¿Le hago pasar? —como respuesta a su pregunta, se dijo a sí misma—: Sí, creo que se aclarará el ambiente si entra una tercera persona. Así no te pondrás a amenazarme violentamente. Abrió la puerta.

—Espera —dijo él.

Levantó la vista, interrogante.

—No le hagas nada a Lotta —dijo— y te entregaré al Anarca.

A Ann se le encendieron los ojos violenta y triunfalmente.

—Pero primero la quiero aquí —dijo—. Físicamente de nuevo en mi poder, antes de que te entregue al Anarca. No quiero tu palabra —las palabras no significaban nada para ella.

Un negro alto empujó la puerta entreabierta. Vestía muy elegantemente, casi con severidad. Dijo interrogante:

—¿El señor Hermes? ¿Sebastian Hermes? —miró dentro de la entrada del vitarium—. Me alegro de verle al fin personalmente. Adiós, señor Hermes —avanzó hacia Sebastian con la mano tendida.

—Un momento, señor Gantrix —dijo Sebastian sin hacer caso de la mano extendida. Se volvió hacia Ann—: ¿Entiendes el trato? —la miró atentamente, intentando leer en su rostro; era imposible adivinar lo que le pasaba por la cabeza; no pudo juzgar cuál sería su respuesta.

—Ya veo que interrumpo —dijo Gantrix jovialmente—. Me sentaré —se fue a una de las sillas— y leeré hasta que terminen —echó un vistazo a su reloj de pulsera—. Pero tengo que reunirme con el poderoso señor Ray Roberts dentro de una hora.

—Nadie —intervino Ann— está físicamente en posesión de nadie.

—Palabras —dijo Sebastian—. Las utilizas sádicamente; ya sabes lo que quiero decir. Deseo que regrese junto a mí, aquí, no a un motel o a la Biblioteca, sino aquí, al vitarium.

—¿Está en este local el Anarca Peak? —preguntó Gantrix—. ¿Puedo entrar sin hacer ruido y echarle un vistazo mientras ustedes siguen con su dichosa discusión?

—No se encuentra en este local —dijo Sebastian—. Tuvimos que trasladarle. Para mayor seguridad.

—Pero ustedes tienen legalmente su custodia —dijo Gantrix.

—Sí —respondió Sebastian—. Se lo garantizo.

—¿Qué te hace pensar —dijo Ann— que puedo yo devolverte a Lotta? Se fue por su propia voluntad. No tengo idea de dónde se encuentra, sólo sé que está en algún lugar de San…

—Pero encontrarás el motel. Tarde o temprano. Llamaste por teléfono a la Biblioteca y a tu marido.

—Eran llamadas estrictamente privadas —dijo Ann bruscamente, e indignada, pero también (de eso se dio cuenta) con miedo. Por vez primera había perdido el control; le tenía miedo. Y con razón. El tener conocimiento de las llamadas y de sus intenciones reales le había cambiado; sintió que algo nuevo nacía en él, y Ann, naturalmente, se daba cuenta de ello.

—Estaba furiosa —dijo—. Pero nadie va a matar a Joe Tinbane; era hablar por hablar. Me horrorizó que me pegaras; ningún hombre lo había hecho nunca. Y en cuanto a lo que dije de pegarme a ti… —elegía las palabras escrupulosamente. Notaba cómo sorteaba los escollos y seleccionaba las posibilidades—. Francamente, quiero quedarme contigo porque me siento atraída por ti. Tenía que darle una excusa a mi marido; tenía que decirle algo.

—Ve a por la bomba —dijo.

—Hum —dijo reflexionando, volviéndose a cruzar de brazos—. No sé si debo hacerlo —parecía ahora menos asustada.

Carl Gantrix, prestando atención a lo que decían, preguntó:

—¿Bomba? ¿Qué bomba? —se levantó, nervioso.

—Danos al Anarca —dijo Ann— y desactivaré el artefacto.

Se cerraba el círculo.

—Traje la bomba cuando estaba aquí el Anarca. —le dijo Ann a Carl Gantrix—. Para matarle.

Gantrix abrió los ojos mirándola con horror, y balbució:

—¿Po… por qué?

—Me manda la Biblioteca —dijo Ann. Sorprendida por su reacción, aclaró—: ¿No quiere Ray Roberts ver muerto al Anarca?

—¡No, por Dios! —dijo Gantrix.

Ahora eran Sebastian y Ann quienes le miraban a él con los ojos muy abiertos.

—Nosotros veneramos al Anarca —dijo Gantrix tartamudeando en su vehemencia, en su proclamación—. Es nuestro santo, el único que tenemos. Hemos esperado su retorno durante décadas; el Anarca tendrá toda la sabiduría última que da la otra vida; ése es el propósito de la peregrinación de Roberts: es un viaje sagrado, para arrojarse a los pies del Anarca y escuchar la buena nueva de sus labios —avanzó hacia Ann Fisher con los dedos crispados; ella retrocedió evitándole—. La buena nueva —siguió Gantrix—, la gloriosa nueva de la fusión de todas las almas en la eternidad. Nada importa fuera de esa nueva.

—¡La Biblioteca!… —exclamó Ann desfallecida.

—Ustedes los Errads —dijo Gantrix; su voz era áspera, chirriaba de desdén—. Tiranos. Caciques de esta tierra. ¿Qué tienen que ver en esto? ¿Pretendían erradicar la buena nueva que nos traía? —se volvió hacia Sebastian—. ¿Dice usted que el Anarca está físicamente a salvo ya?

—Sí —afirmó Sebastian—. Intentaron apoderarse de él; lo cierto es que casi lo consiguen.

¿Se habría equivocado respecto a Roberts? ¿Era verdad todo aquello? Tenía un extraño y fantástico sentimiento de irrealidad, como si Carl Gantrix no se encontrara realmente allí, como si no estuviera diciendo nada; era como un sueño: las palabras de Gantrix, su enfado y exasperación, su disgusto por los de la Biblioteca. Pero si fuera cierto, pensó, entonces quizá lleguemos a hacer un trato; podemos seguir adelante y venderle el Anarca a él. Todo es diferente ahora.

Volviéndose a Sebastian, Carl Gantrix dijo:

—¿Tiene con ella el detonador de la bomba?

—Los de la Biblioteca pueden hacerla estallar —aclaró Ann con voz ronca.

—No, lo tiene ella —dijo Sebastian. Y volviéndose a Ann—. Eso es lo que dijiste cuando llamaste por videófono a la Biblioteca.

—¿Cree usted que dejaría que la bomba la matase a ella? —le preguntó Gantrix.

—No —respondió Sebastian—. Estoy seguro; su intención era salir de aquí antes.

—Entonces —dijo Gantrix— podemos hacer lo siguiente: yo le sujeto los brazos y usted busca el detonador —agarró a la muchacha con fuerza férrea. Demasiado férrea, pensó Sebastian; se dio cuenta de ello. Y entonces comprendió de dónde venía su sentimiento de irrealidad ante Gantrix; era un robot que operaba por control remoto.

No era de extrañar entonces que a «Gantrix» no le diera miedo de la bomba, ahora que sabía (o mejor dicho su operador) que el Anarca estaba lejos y a salvo. Sólo seré yo, pensó Sebastian, quien muera; yo y Ann Fisher McGuire.

—Le sugiero —dijo el robot— que busque lo más de prisa que pueda —su voz era firme y autoritaria.

—Annie —rogó Sebastian—, no la hagas detonar. Por tu bien. No conseguirás nada; esto no es un hombre…, es sólo un robot. Los Uditi no verterán una gota de sangre por la destrucción de un robot.

—¿Es eso cierto, Gantrix?

—Sí —respondió—. Soy Carl Júnior. Por favor, señor Hermes, quítele el detonador. Tenemos asuntos que ventilar y me queda menos de una hora.

Tras buscar durante quince minutos, encontró el mecanismo en su bolso. Gracias a la firme garra del robot, la muchacha no tuvo la menor posibilidad de alcanzarlo; realmente no habían estado en peligro en ningún momento.

—Ahora ya lo tienes —dijo Ann, rígida y estirada—, pero mis instrucciones a la Biblioteca siguen en pie, respecto a Joe Tinbane y a tu mujer —le desafió con la mirada ahora que el robot la había soltado.

—¿Y también respecto a mí? —preguntó Sebastian—. Pegarte a mí, quedarte conmigo, para…

—Sí, sí, sí —dijo frotándose los brazos. Se peinó, se alisó el pelo y sacudió la cabeza vigorosamente—. Creo que está mintiendo —dijo señalando con gesto rápido a Carl Júnior—. Si le entregas al Anarca a él no te dará a cambio más que poscreds de la M.N.L. que no valen nada, y dentro de unas semanas anunciarán que el Anarca está enfermo y luego desaparecerá. Habrá muerto. Poco antes de que viniera, me ofreciste un trato. Ahora lo acepto; tendrás a Lotta de vuelta… como especificaste, físicamente aquí, en el vitarium. Y nosotros tendremos al Anarca —le observó, esperando su respuesta.

—Pero si el Udi se apodera del Anarca —dijo él.

—Bueno, es de suponer que puedas volver a ver a Lotta. No te estoy amenazando, sino ofreciendo una garantía absoluta —de nuevo, Ann parecía segura de sí, serena—. La Biblioteca hará lo posible por convencerla de que deje a Joe Tinbane y vuelva contigo. No habrá coacción. Sólo se tratará de hacerle apreciar lo mucho que te preocupas por ella. Lo mucho que has dado por ella. Diste cuarenta y cinco billones de poscreds para conseguir tenerla de nuevo; comprenderá que… algunos Errads son muy buenos y facilitan las cosas.

—Le llevaré a otro sitio —dijo Sebastian, dirigiéndose al robot— en donde podamos hablar de la venta —agarró a Ann del brazo y se la llevó rápidamente a la calle, fuera de la oficina. El robot Carl Júnior siguió en silencio.

Cuando estaba cerrando con llave el vitarium, Ann le dijo:

—Eres un estúpido cretino. Un estúpido cretino cabezota —su voz resonaba aguda mientras los tres subían por las escalerillas exteriores que llevaban a la azotea en donde tenía aparcado su coche.

—Siempre nos hemos guardado de la Biblioteca —dijo Carl Júnior mientras ascendía por las despintadas escaleras de madera desvencijada—. Quieren borrar las nuevas enseñanzas del Anarca; suprimir cualquier resto de la doctrina trascendental que ha traído consigo, ¿no es así, señor Hermes? ¿Lo que ha hablado hasta ahora no indicaba una experiencia religiosa de gran magnitud y profundidad?

—Desde luego —dijo Sebastian—. Ha estado dictando y hablando desde el momento en que le revivimos, a cualquiera que se le acercaba.

Llegaron junto a su coche; abrió la puerta y el robot entró en él.

—¿Qué poder tiene la Biblioteca sobre su mujer? —preguntó Carl Júnior cuando el coche arrancó en la noche—. ¿Tanto como pretende esta chica?

—No lo sé —dijo Sebastian. Se preguntó hasta qué punto Joe Tinbane podría proteger a Lotta mientras ésta permaneciera con él. Probablemente muy bien, decidió. Joe Tinbane la había sacado primero de la Biblioteca…, por lo tanto cabía esperar que supiera evitar que se la arrebataran. ¿Hasta qué punto insistiría por otra parte la Biblioteca? Después de todo, aquello no era más que una venganza de Ann Fisher. No se trataba de un aspecto fundamental del funcionamiento de la Biblioteca.

Y quien dictaba las normas a seguir era el Consejo de los Errads, no Ann.

—Una amenaza —le dijo al robot en voz alta—. Intimidación. Una mujer inclinada al poder siempre procura utilizar la violencia si no se hace lo que ella quiere —pensó en Lotta, en lo diferente que era; en que le resultaría imposible utilizar la intimidación de una amenaza para conseguir lo que se proponía.

Tengo suerte, pensó, de tener una mujer como ella. O tenía suerte. Según cómo salgan las cosas. Que Dios me ayude.

—Si la Biblioteca le causa algún daño a su mujer —dijo el robot sentado junto a él—, usted probablemente tomará represalias. Contra esa chica en particular. ¿Verdadero o falso? Elija una respuesta.

—Verdadero —dijo Sebastian secamente.

—La chica tiene que darse cuenta de ello. Eso probablemente la decida.

—Probablemente —asintió. Un bluff, pensó; eso es lo que era; Ann Fisher debe de saber lo que le haría—. Hablemos de otra cosa —le dijo al robot; le asustaba seguir pensando en aquel tema—. Le llevo a mi apartamento. No está allí el Anarca, pero podemos llegar a un precio y al método de transferir la custodia. Tenemos una forma de actuar preestablecida; no veo por qué no habríamos de aplicarla en este caso.

—Confiamos en usted —dijo el robot calurosamente—. Pero, naturalmente, necesitamos ver al Anarca antes de pagar. Para certificar que está usted realmente en posesión de él y que está vivo. Y nos gustaría hablar brevemente con él.

—No —dijo Sebastian—. Podrán verle, pero hablarle no.

—¿Por qué no? —le miró el robot con curiosidad.

—Lo que tenga que decir el Anarca no es un factor que cuente en esta venta. Nunca lo es; el negocio de un vitarium no depende de eso.

Tras una pausa, dijo el robot:

—Así pues tenemos que aceptar su palabra de que el Anarca se trajo del otro mundo algo valioso.

—Eso es.

—Por el precio que pide…

—No cabe discutir el asunto —dijo Sebastian. Tenía un sentido muy estricto de ese aspecto del negocio. Nunca regateaba.

—El pago se lo haremos en nuestra propia moneda. En billetes de banco de la M.N.L. —aclaró el robot.

Ya me lo advirtió Ann Fisher, pensó Sebastian con un escalofrío. En aquella ocasión había dicho la verdad. Y los de Roma…, también ellos me advirtieron.

—En billetes de los Estados Unidos del Oeste —dijo.

—Sólo negociamos con nuestra moneda —la voz del robot era seca. Terminante—. No tengo poder para negociar sobre otras bases. Si insiste en lo de los billetes de los Estados Unidos del Oeste, entonces hemos terminado. Tendré que informar de ello al poderoso señor Roberts y decirle que no hemos llegado a un acuerdo.

—Entonces irá a parar a la Biblioteca de Temas Populares —dijo Sebastian. Y, pensó, me devuelven a mi mujer.

—El Anarca no querrá que así ocurra —dijo Carl Júnior.

Cierto, pensó Sebastian. Sin embargo, dijo:

—Tenemos que tomar una decisión; en estos casos tenemos derecho legal a hacerlo.

—Nunca antes se presentó un caso como éste —dijo el robot— en la historia del mundo. Excepto —se corrigió rápidamente— una vez. Pero eso fue hace muchos años.

—¿No puede usted ayudarme a recuperar a mi mujer? —preguntó Sebastian—. ¿No tienen los Uditi un cuerpo de comandos para operaciones de este tipo?

—Los Engendros existen sólo para casos de venganza —respondió el robot desapasionadamente—. Y de todas formas no somos muy fuertes aquí en los Estados Unidos del Oeste. En nuestra tierra es distinto.

Lotta, pensó, ¿te habré perdido? ¿Te tendrán los de la Biblioteca?

Y entonces, extrañamente, se vio a sí mismo pensando —no en su mujer— sino en Ann Fisher. Recordando las primeras horas, cuando paseaban por las calles al anochecer, mirando escaparates. Cuando se amaban furiosamente en la cama. No debería recordar eso, se dijo. Aquello era fingido; le habían encomendado un trabajo y ella lo hacía.

Pero había resultado bien, por unos momentos. Antes de que el juego se descubriera, y de que el exterior elegante y dulce desapareciera para revelar un interior de hierro.

—Una muchacha muy atractiva, esa agente de la Biblioteca —dijo el robot agudamente.

—Engañosa —añadió con un gruñido.

—¿No es siempre así? Se compra la envoltura. Siempre es una sorpresa. Yo personalmente la encontré típica de la gente de la Biblioteca, atractiva y demás. ¿Ha decidido dejarme ir, o piensa aceptar la moneda de la M.N.L.?

—La aceptaré —dijo. La verdad es que le traía sin cuidado; el ritual del negocio, que tantos años había estado cumpliendo, ahora no significaba nada, considerando el contexto de la situación.

A lo mejor puedo comunicarme con Joe Tinbane por medio de la radio de la policía, pensó. Ponerle en guardia. Con eso basta; si Joe Tinbane supiera que la Biblioteca anda detrás de él, él haría lo demás… por él y por Lotta. ¿Y no es eso lo que cuenta? ¿Y no que vuelva conmigo?

Descolgó el micrófono del videófono de su coche y marcó el número de la estación de policía a la que pertenecía Joe Tinbane.

—Quiero que localicen al oficial Tinbane —dijo al encargado de comunicaciones cuando descolgó—. No está de servicio, pero esto es una emergencia; se halla en juego su seguridad personal.

—Dígame su nombre, señor —el operador se quedó esperando.

Ni hablar, pensó Sebastian. Joe pensará que estoy intentando localizarle para recuperar a Lotta; no hará caso de mi llamada. Así que no puedo llegar hasta él, al menos no por medio de la policía.

—Dígale —le dijo a la operadora— que los agentes de la Biblioteca andan persiguiéndole. Ya entenderá —colgó. Y se preguntó con amargura si le harían llegar el mensaje.

—¿Es el amigo de su mujer? —preguntó el robot.

Sebastian afirmó con la cabeza en silencio.

—Su preocupación por él es muy cristiana —reconoció el robot—. Y muy encomiable.

—Este es el segundo riesgo calculado que tomo en menos de dos días —dijo Sebastian secamente.

Desenterrar al Anarca antes de su renacimiento había sido de lo más arriesgado; ahora el juego consistía en que la Biblioteca no se adelantara y aplastara a Tinbane y a Lotta. Aquello le estaba poniendo enfermo: no poseía la constitución mental que se requería para esa clase de aventuras, una tras otra.

—Él haría lo mismo por mí —dijo.

—¿Tiene esposa? —preguntó el robot—. Si es así, a lo mejor puede usted hacerse su amante, mientras él tiene a la señora Hermes.

—No me interesa nadie más. Sólo Lotta.

—Esa muchacha de la Biblioteca le pareció atractiva, aun cuando le amenazase. Queremos al Anarca antes de que vuelva a tropezarse con ella. He hablado por teléfono con su poderío Ray Roberts; tengo instrucciones de conseguir su custodia esta misma noche. Voy a quedarme con usted en lugar de reunirme con Su Poderío.

—¿Tan vulnerable a Ann Fischer me cree? —dijo Sebastian.

—Así se lo parece a Su Poderío.

No me sorprendería, pensó tristemente Sebastian, que Su Poderío tuviese razón.

Al llegar a su apartamento, conectó el relé del teléfono. De ese modo, si Bob Lindy le llamaba al vitarium, recibiría allí la llamada. Todo lo que tenía que hacer era esperar. Mientras, preparó una buena cantidad de sogum de primera clase de su reserva muy especial, lo embebió en un esfuerzo por aumentar tanto el nivel de su energía física como el de su energía moral.

—Fantástica costumbre —dijo el robot, observándole—. Antes de la Fase Hobart jamás se le hubiera ocurrido realizar semejante acto delante de nadie.

—No es usted más que un robot —dijo.

—Pero un operador humano le está viendo a través de mi aparato sensorial.

Sonó el videófono. ¿Tan pronto?, pensó, mirando el reloj.

—Adiós —dijo tensamente en el micrófono.

En la pantalla se formó una imagen. No se trataba de Bob Lindy; era el que llevaba las negociaciones con el partido interesado de Roma, Tony Giacometti.

—Le hemos seguido hasta su apartamento —dijo Giacometti—. Hermes, está usted espiritualmente en deuda con nosotros; de no haber sido por nuestro destacamento la señorita Fisher habría hecho saltar por los aires al Anarca con su bomba.

—Me doy bien cuenta de ello.

—Además —siguió diciendo Giacometti—, no se habría usted enterado del contenido de las dos llamadas que realizó desde su vitarium. Así que le hemos salvado la vida a su mujer, y posiblemente a usted también.

—Me doy cuenta de ello —volvió a decir. El comprador de Roma le tenía cogido—. ¿Qué es lo que quiere que haga?

—Queremos al Anarca. Sabemos que está con su técnico, Bob Lindy. Cuando Lindy se puso en contacto con usted, localizamos la llamada; sabemos dónde se encuentran él y el Anarca. Si hubiéramos querido apoderarnos por la fuerza del Anarca, podíamos haberlo hecho, pero ésa no es la clase de trabajo a que estamos acostumbrados. Esta compra tiene que realizarse sobre una base ética; Roma no es ni la Biblioteca de Temas Populares, ni los Uditi. Nosotros, bajo ninguna circunstancia, operamos como ellos lo hacen. ¿Me comprende?

—Sí —asintió con la cabeza.

—Moralmente —dijo Giacometti—, por lo tanto, está usted obligado a cerrar el trato con nosotros, y no con Carl Gantrix. ¿Podemos enviar a nuestro comprador a su apartamento a negociar la transferencia? Estaríamos ahí dentro de diez minutos.

—Su método de operación es efectivo —reconoció. ¿Qué otra cosa podía hacer? Giacometti tenía razón—. Envíe a su comprador —y colgó.

El robot Carl Júnior había observado la conversación y escuchado el final. Pero, curiosamente, no parecía inmutarse.

—Su Anarca —le dijo Sebastian— estaría muerto ya. Si no hubieran…

—Lo que tiene que olvidar —dijo el robot pacientemente, como si estuviera explicándoselo a un niño ingenuo— es que la disposición del Anarca depende de su propia preferencia. Esa es la única obligación moral realmente importante. La solución es la siguiente: suspenda las negociaciones hasta que telefonee su técnico y luego pregúntele al Anarca a quién desea ser vendido —concluyó en tono confiado—. Estamos seguros de que nos elegirá a nosotros.

—Giacometti puede no estar de acuerdo —dijo Sebastian.

—La decisión —dijo el robot— no es él quien ha de tomarla. Muy bien; los de Roma han planteado el asunto desde una base ética; eso nos complace mucho. Sin embargo, nuestra base ética es superior a la de ellos —resplandeció.

Religión, pensó Sebastian hastiado. Más recovecos, más ángulos que el comercio ordinario. La casuística era algo que no podía aguantar. Se dio por vencido.

—Explíqueselo a Giacometti cuando llegue su comprador —dijo. Y, para tonificarse, embebió otras diez onzas de sogum.

—El partido de Roma —dijo el robot— tiene varios siglos de experiencia más que nosotros. Su comprador será más inteligente. Le reto a usted a que evite todas las trampas que le tenderá, por así decirlo.

—Usted hable con él —dijo Sebastian agotado— cuando venga. Explíquele eso que acaba de contarme a mí.

—Encantado.

—¿Se siente capaz de argumentar con él?

—Dios está de nuestra parte —dijo el robot.

—¿Es eso lo que piensa decirle?

El robot reflexionó, y luego decidió.

—Sacará a colación la sucesión apostólica. Creo que el mejor argumento es el libre albedrío. La ley civil considera a un renacido como pertenencia del vitarium que le revive. Esto, sin embargo, es contrario a las consideraciones teológicas; un ser humano no puede ser pertenencia de nadie, renacido o lo que sea, puesto que tiene un alma. Por lo tanto, dejaré bien claro en primer lugar el hecho de que el renacido Anarca tiene un alma, cosa que tendrá que admitir el comprador romano, y luego deduciré de esa premisa que sólo el Anarca puede disponer de sí mismo, y que ésa es nuestra posición —nuevamente reflexionó, durante un rato—. El poderoso señor Roberts —declaró por último— está de acuerdo con esta línea de razonamiento. Estoy en contacto con él. Si el comprador romano puede rebatir esto (cosa poco probable), entonces será el propio señor Roberts, y no yo, Carl Gantrix, quien operará a Carl Júnior; pasará a ser Ray Júnior. Ya ve usted que estábamos preparados para esta situación desde el principio; para esto, su poderío el señor Roberts, ha viajado hasta la Costa Oeste. No volverá a la M. N. L. con las manos vacías.

—Me pregunto qué estará haciendo Ann Fisher —dijo Sebastian sombrío.

—La Biblioteca ya no cuenta para nada. El conflicto sobre quién es el comprador apropiado se ha reducido a dos alternativas: nosotros y Roma.

—No se dará por vencida —le resultaría imposible. Se fue hasta la ventana del salón, miró a la calle oscura allá abajo. Solían hacerlo Lotta y él; todo en el apartamento le recordaba a ella, todos los objetos y todos los rincones.

Llamaron a la puerta del salón.

—Ábrale —dijo Sebastian al robot. Se sentó, sacó una colilla del cenicero, la encendió y se preparó a asistir al inminente debate.

—Adiós, señor Hermes —dijo Anthony Giacometti, entrando. Vino él en persona…, por las mismas razones que habían movido a Carl Gantrix a enviar a su principal—. Adiós, Gantrix —le dijo secamente al robot.

—El señor Hermes —declaró el robot— me ha pedido que le informe de su postura. Está muy cansado y muy preocupado por su mujer…, de modo que prefiere no discutir este asunto.

Dirigiéndose a Sebastian, y no al robot, Giacometti dijo:

—¿Qué significa esto? Habíamos llegado a un acuerdo por teléfono.

—De entonces acá —dijo el robot— le he informado de que sólo el Anarca puede prometer la liberación.

—Scott contra Tyler —dijo Giacometti—. Hace dos años, en el Tribunal Supremo del condado de Contra Costa. Con el juez Winslow de presidente. La opción de disponer de un renacido le incumbe al vitarium que le revive, no a su agente de ventas, ni al renacido, ni a…

—Sin embargo, aquí nos encontramos —interrumpió el robot— con un caso espiritual, no judicial. La ley civil referente a un renacido está anticuada, lleva dos siglos de retraso. Roma, ustedes mismos, reconoce que un renacido posee un alma; eso lo demuestra el rito de la Suprema Unción que se otorga a un renacido gravemente herido o…

—El vitarium no dispone de un alma; dispone de propietario de esa alma: de su cuerpo.

—Disiento —insistió el robot—. Un muerto, antes de que el alma vuelva a su cuerpo y lo anime, no puede ser desenterrado por un vitarium. Mientras es sólo un cuerpo, un cadáver de carne, el vitarium no puede venderlo ni…

—El Anarca —dijo Giacometti— fue ilegalmente desenterrado antes de volver a la vida. El Vitarium Flask de Hermes cometió un crimen. A los ojos de la ley civil, el Vitarium Flask de Hermes no posee realmente al Anarca. Johnson contra Scruggs, Tribunal Supremo de California, el pasado año.

—¿Y entonces de quién es el Anarca? —preguntó el robot perplejo.

—Usted afirmó —dijo Giacometti con los ojos brillantes— que éste no es un caso judicial, sino espiritual.

—¡Pues claro que es jurídico! Tenemos que establecer la propiedad legal antes de que uno de nosotros pueda comprarle.

—Entonces reconoce —dijo Giacometti muy tranquilo— que Scott contra Tyler es el precedente de esta transacción.

El robot se quedó en silencio. Y entonces, cuando volvió a hablar, se notó una sutil pero cierta diferencia en su voz. Tenía una mayor potencia y profundidad. Sebastian pensó que su poderío el señor Roberts acababa de hacerse cargo de su manejo; Carl Gantrix había quedado fuera de combate con el argumento de Roma, y por lo mismo se había retirado.

—Si el Vitarium Flask de Hermes no posee al renacido Anarca Peak —declaró—, entonces, según la ley, el Anarca no tiene dueño y se rige por el mismo estatus que un renacido que, como ocurre ocasionalmente, consigue abrir por sí mismo el ataúd, retira la tierra que lo cubre y se exhuma sin ayuda externa. Se le considera entonces propietario de sí mismo, y su opinión sobre lo que se disponga de él es el único factor a tener en cuenta. Así pues, los Uditi siguen manteniendo que el Anarca solo, como renacido sin dueño, puede legalmente venderse a sí mismo, y ahora estamos esperando su decisión.

—¿Está usted seguro de haber desenterrado al Anarca demasiado pronto? —preguntó Giacometti a Sebastian cautamente—. ¿Estipula usted que actuaron ilegalmente? Eso significaría una multa elevada. Le aconsejo que lo niegue. Si reconoce haberlo hecho, pondremos el asunto en manos del comisario del distrito de los Ángeles.

—Yo… —dijo Sebastian con amargura— niego haber desenterrado al Anarca prematuramente. No hay pruebas de que así fuera —de eso estaba seguro; sólo su equipo se había visto involucrado y ninguno testificaría.

—La solución —dijo el robot— está en que este caso es espiritual; tenemos que determinar y ponernos de acuerdo en qué preciso momento entra el alma en el cadáver que yace bajo tierra. ¿En el momento en que lo desentierran? ¿Cuando se oye por vez primera su voz pidiendo ayuda? ¿Cuando se registra el primer latido del corazón? ¿Cuando se ha formado todo el tejido cerebral? En opinión del Udi, el alma entra en el cuerpo cuando ha habido una total regeneración celular, lo cual sería inmediatamente anterior al primer latido de corazón —y dirigiéndose a Sebastian—: Antes de desenterrar al Anarca, ¿detectó usted actividad cardiaca?

—Sí —afirmó Sebastian—. Irregular, pero la había.

—Entonces, cuando desenterraron al Anarca —dijo el robot triunfante— ya era una persona, con un alma; por lo tanto…

Sonó el videófono.

—Adiós —dijo Sebastian en el micrófono.

Esta vez aparecieron los rasgos tensos y demacrados de Bob Lindy:

—Le han cogido —dijo. Se pasó nerviosamente los dedos peinándose hacia atrás—. Los agentes de la Biblioteca. Así que ya ves.

—Pueden ustedes dar por terminada su argumentación teológica —dijo Sebastian al robot y a Giacometti.

No era necesario. La discusión ya había terminado.

El salón de su apartamento, por primera vez en bastante rato, estaba en silencio.