«Nada puede decirse de Dios literal o afirmativamente. Literalmente Dios no es, porque trasciende al ser».
ERÍGENA
Volaron en taxi a través de Burbank, hacia el Vitarium Flask de Hermes.
Desde fuera, el establecimiento parecía vacío y cerrado y a oscuras, abandonado durante la noche. Al verlo, le costó trabajo creer que dentro, en una cama improvisada, estaba el Anarca Peak cuidado al menos por el doctor Sign.
—¡Qué emocionante! —dijo Ann Fisher apretando su cuerpo delgado contra él y estremeciéndose—. Qué frío hace; vamos de prisa adentro. Me muero de ganas de verle; no tienes idea de cuánto me gusta esto.
—No podemos quedarnos mucho tiempo —dijo Sebastian mientras abría la cerradura de la puerta.
La puerta se abrió de golpe. Y allí, apuntándole con una pistola, se encontró con Bob Lindy, parpadeando como una lechuza y casi tan inquisitivo como ella.
—Soy yo —dijo Sebastian; se quedó sorprendido, pero le tranquilizaba ver lo bien preparados que estaban sus hombres—. Y una amiga —cerró la puerta con cerrojo.
—Ese revólver me da miedo —dijo Ann Fisher nerviosamente.
—Apártalo, Lindy —dijo Sebastian—. Además, eso no detendría a nadie.
—A lo mejor sí —dijo Lindy, precediéndoles hacia el área de trabajo; abrió la puerta del fondo y todo se inundó de luz—. Se encuentra mucho más fuerte; le está dictando a Cheryl —observó a Ann Fisher con ojo crítico y con cínico recelo—. ¿Quién es ésta?
—Una cliente —dijo Sebastian—. Está negociando lo de la señora Tilly M. Benton —avanzó hacia la cama; Ann Fisher le siguió, conteniendo la respiración—. Poderoso señor —dijo, ceremonioso—, he oído decir que se recupera usted perfectamente.
El Anarca, con la voz ya mucho más firme, respondió:
—Hay tantas cosas que quiero decir. ¿Cómo es que no tiene un magnetófono? De todas formas, no puedo decirle cuánto aprecio la facilidad de la señorita Vale como amanuense; y en general toda la hospitalidad y las atenciones que he recibido aquí.
—¿Es usted de veras el Anarca Peak? —preguntó Ann Fisher con voz llena de respeto—. Hace tanto tiempo… ¿A usted también le parece que hace mucho?
—Yo sólo sé —dijo el Anarca como en un sueño— que he tenido una oportunidad inapreciable. Dios me ha concedido —a mí y a otros también— más de lo que permitió ver a Pablo. He de recogerlo todo —le pidió a Sebastian—: ¿No cree posible conseguirme un magnetófono, señor Hermes? Siento que ya estoy empezando a olvidar…, se desvanece de mi mente, se esfuma —apretó los puños espasmódicamente.
—Quizá pudiéramos conseguir una grabadora. Nosotros teníamos una; ¿qué ha sido de ella? —le dijo Sebastian a Bob Lindy.
—Se estropearon las palanquitas —dijo Lindy—. La llevamos a la tienda donde la compramos a que la repararan.
—De eso hace ya meses —dijo Cheryl Vale severamente.
—Bueno —dijo Lindy—, pues nadie ha tenido tiempo de ir a recogerla. Mañana temprano iremos.
—Pero se me está olvidando —se lamentó el Anarca—. Por favor, ayúdenme.
—Yo tengo un magnetófono. En mi apartamento. No es muy bueno… —dijo Ann Fisher.
—Para grabar la voz —aclaró Sebastian— no importa la fidelidad —se decidió rápidamente—: ¿Te importa ir a buscarlo?
—No olvide las cintas —dijo Lindy—. Una docena de rollos.
—Me encantaría —dijo Ann Fisher brillándole los ojos— poder ayudar en algo tan hermoso como esto… —le apretó brevemente el brazo a Sebastian, luego salió corriendo hacia la puerta de la oficina—. Me dejarán entrar cuando vuelva, ¿verdad?
—Necesitamos el aparato —dijo Bob Lindy. Y dirigiéndose a Sebastian—: El viejo habla tan aprisa que a Cheryl no le da tiempo a escribirlo todo; habla como una carretilla —y añadió desconcertado—: Ninguno de los otros charlaba así. Normalmente tartamudeaban un ratito y luego se callaban.
—Quiere que le comprendan —dijo Sebastian. Quiere lo que yo también quise hacer, pensó. Y lo que, como los demás, dejé por imposible. Nos estará dando la lata hasta que lo transcribamos. Aquello le resultaba impresionante. Y cuando acompañó a Ann Fisher a la calle, se dio cuenta, por su expresión febril e iluminada, que a ella también le impresionaba.
—Vuelvo dentro de media hora —le dijo. Y se marchó. Sus finos tacones tamborilearon por la calzada; la vio hacer señas de que aterrizara a un aerotaxi y entonces cerró la puerta y echó el cerrojo una vez más.
El doctor Sign, que estaba sentado en un rincón descansando, le dijo:
—Me sorprende que hayas traído aquí a esa chica.
—Es una muchacha —dijo Sebastian— que incorporó a un bebé hace nueve meses y me llevó esta noche a su cama. Traerá su grabadora, se marchará luego, y probablemente no volvamos a saber de ella.
Sonó el videófono.
Sebastian levantó una ceja y descolgó el aparato. Quizá fuera Lotta.
—Adiós —dijo esperanzado.
En la pantalla se formó el rostro de un desconocido.
—¿Señor Hermes? —la voz era lenta, extremadamente metódica—. No voy a identificarme porque no es necesario. Mi compañero y yo tenemos montado un puesto de observación aquí fuera, enfrente del vitarium.
—¿Ah sí? —dijo Sebastian procurando parecer indiferente—. ¿Y qué?
—Pues que hemos fotografiado a la chica cuando entró usted con ella en el edificio —siguió diciendo el hombre—. La que acaba de marcharse en un taxi. Transmitimos la foto a Roma y buscamos con un emisor en nuestros archivos. Aquí tengo la información que nos acaban de enviar de Roma —el hombre estudió una hoja de papel; le hacía sombra en la cara mientras la leía—. Su nombre es Ann McGuire; es la hija de la bibliotecaria jefe de la Biblioteca de Temas Populares. Los Errads la utilizan de vez en cuando en este sector.
—Ya entiendo —dijo Sebastian mecánicamente.
—Así pues, le han cogido —terminó el hombre—. Tiene usted que sacar inmediatamente de ahí al Anarca y llevarle a otra parte. Antes de que irrumpan en su domicilio. Los Errads, claro. ¿De acuerdo, señor Hermes?
—De acuerdo —y colgó.
—Quizá en mi casa —dijo el doctor Sign inmediatamente.
—A lo mejor es inútil —respondió Sebastian.
Bob Lindy, que también había escuchado la llamada, dijo:
—Metamos al viejo en un aerocoche; tenemos tres en la azotea. ¡Sacarle de aquí! ¡Vamos! —su voz terminó en grito.
—Hacerlo vosotros —dijo Sebastian sombrío.
El doctor Sign y Bob Lindy desaparecieron en la trastienda; Sebastian, inerte, les oyó sacar al Anarca de la cama; sintió protestar al Anarca (quería seguir dictando) y luego les oyó subir por la escalera hacia la terraza.
El ruido de un aerocoche. Luego silencio.
Cheryl Vale se le acercó.
—Ya se han ido. Los tres. ¿Cree usted…?
—Lo que creo —dijo Sebastian— es que soy un bocazas.
—Y, además, casado —dijo Cheryl— con esa encantadora muchacha.
Sin hacerle caso, siguió diciendo Sebastian:
—Ese comprador italiano, Giacometti. Creo que será él nuestro cliente.
—Sí, les debe usted un favor.
Y acabo de estar en la cama con ella. Hace una hora. ¿Cómo puede alguien hacer estas cosas? ¿Utilizarse a sí mismo de esa manera?
—Ya ves —dijo— por qué me ha dejado Lotta —se sentía completamente inútil, y derrotado en una forma que le resultaba nueva. No era una derrota convencional, sino algo íntimo y personal; algo que le llegaba muy adentro, como hombre y como ser humano.
Alguna vez volveré a encontrarme con esa mujer, se dijo. Y le haré algo. Me vengaré.
—Vete a casa —le dijo a Cheryl.
—Eso pienso hacer —recogió su abrigo y su bolso, quitó el cerrojo de la puerta y desapareció en la oscuridad de la noche. Se quedó solo.
En un solo día, pensó, nos han cogido a los dos; primero a Lotta y luego a mí.
Rebuscó por el establecimiento hasta dar con la pistola de Lindy, que se había dejado, y luego se sentó junto al mostrador, desde donde podía vigilar la entrada. Pasó mucho tiempo. Para esto regresé de la muerte, pensó. Para hacer un mal infinito en un mundo finito. Siguió esperando.
Al cabo de veinte minutos sonaron unos golpecitos en la puerta principal. Se puso en pie, se guardó la pistola en el bolsillo de la chaqueta y fue a abrir.
—Adiós —dijo Ann Fisher jadeante en cuanto abrió la puerta, al tiempo que se colaba al establecimiento con la grabadora y una caja de cintas—. ¿Lo llevo dentro? —preguntó—. ¿Dónde está?
—Estupendo —dijo él; volvió a sentarse junto al mostrador. Ann Fisher pasó delante de él con su carga; no hizo un movimiento para ayudarla. Siguió sentado, como estaba.
Al cabo de un momento volvió ella; la sintió junto a él, alta y esbelta, sin decir una palabra.
—Se ha ido —dijo Ann al fin.
—Nunca ha estado aquí. Era una broma. Una broma que te hemos gastado —tenía que tocar de oído aquella sinfonía. Curiosamente, se sintió asustado.
—No entiendo —dijo Ann.
—Nos han dado una información —dijo— sobre ti.
—¿Ah sí? —su voz era más aguda; acababa de sufrir un cambio fundamental, casi metabólico—. ¿Y qué es lo que te pueden haber dicho de mí? —no respondió—. Me gustaría saberlo —siguió sin abrir la boca—. Bueno —dijo ella entonces—, me parece que no necesitas mi magnetófono. Ni a mí. Si no tienes confianza en mí.
—¿Qué le hizo tu madre a mi mujer hoy en la Biblioteca? —dijo él sin levantar la vista.
—Nada —dijo ella muy natural; se sentó en una de las sillas para clientes, cruzó las piernas. Sacó un paquete de colillas y encendió una inhalando, espirando, inhalando.
—Lo suficiente —dijo él— como para que me dejara.
—Se asustaron; ella y su amigo el poli. No te ha dejado por lo que le haya hecho mi madre; ese poli lleva meses intentando llevársela a la cama. Sé dónde están: escondidos en un motel por San Fernando.
—Igual que tú y yo —dijo él— hace un rato.
No pudo decir nada; se conformó con seguir fumando; el cigarrillo crecía y crecía.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ann al fin—. Le has trasladado; y nosotros lo encontraremos. Sólo hay un número finito de lugares donde puede estar. Y hemos seguido el aerocoche que salió de aquí; supongo que ahí es donde le lleváis.
—No hubo nunca un Arnold Oxnard Ford —dijo él—, ¿verdad?
—En cierto modo, sí. Así se llamaba mi primer marido. Me dejó el año pasado —su voz era indiferente, como si no estuviera ocurriendo nada importante. Y quizá, pensó, tenga razón. Se puso en pie y se fue hacia ella. Ella levantó la vista y dijo—: ¿Y ahora qué?
—Sal de mi oficina —ordenó.
—Mira —dijo Ann—, sé un poco inteligente. Nosotros somos compradores. Lo que queremos es poder borrar todo lo que dice; eso es todo… No le vamos a hacer ningún daño. No tenemos necesidad de ello; su amigo el poli es el que utiliza un revólver y ese empleado tuyo también. ¿Dónde está ahora esa pistola?
—La tengo yo, así que sal —abrió la puerta de la calle y la mantuvo abierta. Esperando.
Ann suspiró.
—No veo nada que se oponga a nuestras relaciones. Lotta está viviendo con otro; tú te encuentras solo. Yo estoy sola. ¿Qué problema hay? No hemos hecho nada ilegal; tu mujer es una niña llena de fobias, que se asusta por todo… Cometes un error si tomas en serio todos sus miedos neuróticos; deberías decirle: o nadas o te ahogas. Yo así lo haría —encendió otro cigarrillo—. Al que tienes que perseguir es a ese policía, a ese Joe Tinbane. ¿No te da rabia que se esté acostando con tu mujer? Porque eso es lo que están haciendo precisamente ahora, y tú con quien te enfadas es conmigo.
Su tono era impertinente y acusador, pero sin acaloramientos ni pasión. Una exposición neutral. Devastadora, pensó. No voy a aguantar mucho más; ésta no es la mujer con la que estaba antes en la cama; nadie puede cambiar tanto.
—Creo —dijo Ann— que tú y yo tenemos que olvidar esta pelea, que no beneficia a nadie, y después… —se encogió de hombros— …volver adonde lo dejamos. Podríamos tener unas relaciones muy satisfactorias, muy completas y agradables. A pesar de tu edad.
Le dio un violento bofetón cruzándole la boca.
Sin inmutarse, se inclinó para recuperar el cigarrillo; sin embargo, estaba temblando.
—Tu matrimonio —siguió diciendo Ann— se acabó. Te guste o no. Tu vieja vida terminó y empieza una nueva…
—¿Contigo? —dijo.
—Puede ser. Te encuentro atractivo… en cierto modo. Si podemos dejar aparte este asunto del Anarca Peak, entonces —hizo un gesto— no veo nada que pueda oponerse a una relación mutuamente satisfactoria entre nosotros. Quitando ese problema, el del Anarca, que tanto te disgusta y tan enfadado te pone, sigo creyendo que estamos en buenas condiciones para emprender algo grande. A pesar de tu bofetada. Eso también puedo pasarlo por alto; no creo que de verdad seas así; no es tu estilo.
Sonó el videófono.
—¿No piensas contestar? —preguntó Ann Fisher.
—No.
Ann se fue al videófono y lo descolgó:
—Vitarium Flask de Hermes —dijo con acento de profesional—. Ya hemos cerrado. ¿Puede usted llamar por la mañana?
Una voz de hombre, que no le resultaba conocida, decía: «Mrrrrr». Le llegaba el sonido pero no lo que decía; siguió sentado impasible, apabullado, con la mente en blanco. No es Lotta, pensó. El caso es que Ann Fisher tiene razón; mi matrimonio ha terminado porque ella lo puede destruir en cualquier momento. Lo único que tiene que hacer es dar con Lotta y decirle que nos hemos acostado juntos. Y hablará de ello como acaba de hacerlo ahora, como el comienzo de algo duradero.
En una sola noche, pensó, esta chica ha puesto en peligro mi trabajo y mi vida privada. Ayer no me hubiera creído semejante cosa.
Ann Fisher se volvió a él y le dijo:
—Es un tal señor Carl Gantrix.
—No le conozco.
Ella tapó el micrófono con la mano:
—Sabe que tenéis al Anarca Peak; está relacionado con eso. Creo que es un cliente —le tendió el auricular del videófono.
No había otra elección. Se levantó, fue hacia ella y cogió el auricular:
—Adiós —dijo, indiferente.
—Señor Hermes —dijo el señor Gantrix—. Encantado de conocerle.
—Lo mismo digo.
—Me pongo en contacto con usted oficialmente —dijo Gantrix— de parte del poderoso señor Ray Roberts, quien en estos momentos, me complace decirlo, se encuentra a bordo de un jet en peregrinación hacia los Estados Unidos del Oeste; llegará a Los Ángeles dentro de diez minutos.
Sebastian no dijo nada. Se limitaba a escuchar.
—Señor Hermes —continuó Gantrix—, he llamado a esta hora tan intempestiva con la esperanza de que se encontrara usted en la oficina. De hecho me atrevería a suponer que está usted trabajando activamente reviviendo y cuidando del Anarca, ¿me equivoco?
—¿Quién le ha dicho —dijo Sebastian— que tenemos al Anarca?
—Ah…, eso sería mucho decir —el rostro de Gantrix en la pantalla aparecía astuto.
—Su informador estaba equivocado.
—No, no lo creo —de nuevo la irritante astucia, como si Gantrix estuviera jugando con él. Como si Gantrix tuviera todas las bazas y, además, lo supiera—. Yo estoy aquí —dijo Gantrix— en los Estados Unidos Occidentales, en donde me reuniré en seguida con el señor Roberts. Sin embargo, tengo tiempo de tratar este asunto con usted; Su Poderío, el señor Roberts, me ha habilitado para negociar la compra del Anarca, y eso estoy haciendo. ¿Qué cifra alcanza en su catálogo?
—Cuarenta billones de poscreds —dijo Sebastian.
—Es bastante elevado.
—Cuarenta y cinco billones —dijo Sebastian—, con la comisión del agente de ventas.
Ann Fisher, que se encontraba de pie junto a él, se inclinó hacia delante, y dijo:
—Has cometido un error. No debiste dar precio.
—Es un precio desorbitado. Nadie lo puede pagar. Ni siquiera los Uditi —dijo Sebastian.
—No creas, no es desorbitado para ellos —respondió Ann—. No, teniendo en cuenta lo que significa lo que compran.
—Iré por su oficina muy pronto —dijo Gantrix— y quizá podamos rebajar un poquito el precio —no parecía asombrado. Ann tenía razón—. Hola, entonces, señor Hermes; hasta ahora mismo.
—Hola —dijo Sebastian, y colgó.
—Te sientes tan culpable por haberme pegado —dijo Ann— que ahora te estás castigando a ti mismo. Y por eso abandonas la partida.
—A lo mejor —dijo. Pero ese precio; no podía creer que los Uditi no se asustaran de él—. Subiré el precio cuando venga Gantrix.
—No, no lo harás —dijo Ann—. Vas a capitular. De todas formas, no sabes si aún sigues en posesión del Anarca o no. Creo que deberías dejar que yo me ocupara de esto, Sebastian; tú ya has hecho bastante.
—Lo que quieres —dijo— es ocuparte de todo.
—¿Y por qué no? Soy inteligente; tengo una educación superior, y una gran experiencia en los negocios. Tú estás agotado. Ve ahí dentro y túmbate un rato; te despertaré cuando llegue Gantrix y podrás actuar como consejero mío. Necesitas a alguien que pueda tomar las riendas cuando tú estés bajo de forma como ahora. No creo que Lotta fuera capaz de hacerlo. Por eso te perdió.
Se levantó, salió del edificio, cruzó la calle oscura. Buscó el puesto de observación. Estuvo un rato haciendo gestos con los brazos, y entonces, de un edificio que había a la derecha, salió un hombre, el que le había llamado para avisarle de lo de Ann.
—Necesito ayuda —dijo Sebastian.
—¿Para qué? —dijo el hombre moreno que parecía italiano—. ¿Para no perder de vista a la señorita McGuire?
—Quizá viera usted nuestro aerocoche despegar hace un rato de la azotea.
—Sí —dijo el hombre—, y vimos al bus de la Biblioteca salir tras él.
—No sé si aún tenemos al Anarca o no —dijo Sebastian.
—Estamos esperando noticias al respecto —respondió el hombre—. Nos pareció desde aquí como si su aerocoche fuera un cohete. Vaya velocidad que llevaba. Su conductor debe de ser un experto.
Debía ser Bob Lindy, pensó Sebastian. Conduce como un loco.
—¿Cómo lo sabrán? —le preguntó al hombre—. Tengo que saberlo porque un comprador, representando a Ray Roberts, viene hacia aquí.
—Gantrix —dijo el hombre con gesto afirmativo—. Cogimos la llamada de Gantrix; estamos enterados. Vaya un precio que fijó usted. ¿Es lo que piensa pedir? ¿O era sólo para desanimar a los Uditi?
—No tenía ni idea de que pudieran llegar a él —dijo Sebastian.
—No pueden. Por lo menos no en poscreds de los Estados Unidos del Oeste. Gantrix intentará hacerle aceptar moneda de la M.N.L.; pero ya sabe usted que no vale virtualmente nada —y añadió—: Debió usted haberlo especificado.
—Si ya no tenemos al Anarca —dijo Sebastian—. Todo eso ya no importa.
—Puedo notificárselo en cuanto lo sepamos. Enviamos a uno de nuestros coches tras el de la Biblioteca; pronto sabremos de ellos. Entretenga a Gantrix hasta que le telefoneemos.
—De acuerdo —dijo Sebastian. Luego, con cierta turbación, añadió—: Agradezco toda su ayuda.
—Tiene usted que librarse de esa chica —dijo el hombre—. ¿No puede usted controlarla? Es fuerte y es una profesional…, pero usted es más grande que ella.
—¿Y qué conseguiría con arrojarla a la calle? —le parecía algo totalmente inútil; sin objeto—. Ya les ha dicho a los de la Biblioteca lo que ha descubierto; ya no puede hacer más daño del que ha hecho.
—Le hará cerrar el trato con Gantrix; eso es lo que hará —se alzó, indignada, la voz del hombre—: Se encargará de las negociaciones, y antes de que se dé cuenta, habrá vendido al Anarca, y asunto concluido.
Otra figura oscura salió del edificio de la derecha; los dos hombres del puesto de observación del sindicato romano se pusieron a hablar.
—Está utilizando el videófono de su oficina para llamar a la Biblioteca —le dijo a Sebastian el primer hombre— y decirle al Consejo de los Errads lo de Gantrix, que va a reunirse con usted en el vitarium.
El otro hombre, con los auriculares aún puestos, añadió:
—Y les está diciendo a los de la Biblioteca que ha colocado una bomba, que se trajo dentro del supuesto magnetófono, en algún lugar del local. Y puede detonarla por control remoto en el momento que desee.
—¿Y eso para qué? —le preguntó el primer hombre—. ¿Para volar a quién? ¿Para volarse ella?
—No lo ha dicho. El Errad de la Biblioteca que cogió el videófono parece estar al tanto del asunto. Esperen —se apretó los auriculares—. Está haciendo otra llamada —permaneció en silencio, y luego dijo—. Esta es a su marido.
—Su marido —dijo Sebastian. Así que eso tampoco era cierto. Sintió auténtico odio hacia ella, un odio profundo e intenso.
—Esto es muy interesante —dijo al cabo de un rato el de los auriculares—. Tiene un montón de proyectos rondándole la cabeza. Lo primero, quiere a su mujer, a la señora Hermes, quiere que la localicen y la vigilen. ¿Sabe usted dónde está su mujer, señor Hermes?
—No.
—En segundo lugar —siguió diciendo el hombre—, quiere que maten a un hombre llamado Joe Tinbane. Y por último, si consiguen el segundo punto, quiere que los Errads cojan a su mujer para que no pueda reunirse con usted. Annie McGuire pretende quedarse con usted mientras los de la Biblioteca se apoderan del Anarca, y luego… —miró de reojo a Sebastian—. Dice que tiene la intención de matarle, por lo que le hizo. ¿Qué es lo que le hizo, señor Hermes?
—Le di una bofetada.
—Debió darle más fuerte —dijo el de los auriculares.
Sebastian dio media vuelta, cruzó nuevamente la calle y se dirigió al vitarium. Cuando entró, encontró a Ann sentada lejos del videófono; le sonrió alegremente.
—¿Dónde andabas? —preguntó—. Miré afuera pero estaba muy oscuro; no pude verte.
—Fui a dar un paseo y a pensar.
—¿Y qué has decidido?
—Aún estoy tratando de decidir.
—Pues lo cierto —dijo Ann— es que no tienes nada que decidir.
—Sí lo tengo —dijo—. Decidir qué hago contigo. Eso es lo que debo decidir.
—Te estoy ayudando —dijo Ann haciéndose la simpática—. Ve a echarte y descansa un rato. Te avisaré cuando venga Gantrix. Y… —se puso en pie, le tomó del brazo y le acarició—. No te preocupes tanto. Si has perdido al Anarca, entonces lo tiene la Biblioteca, y eso no es tan malo; ya sabrán qué deben hacer con él. Y si lo sigues teniendo tú… —vaciló un momento, cavilando; sus ojos de azul intenso brillaron orgullosos—. Puedo manejar muy bien el asunto. Las negociaciones con Carl Gantrix.
Se fue a la parte de atrás de la oficina y se tumbó en la cama que recientemente había ocupado el Anarca; miró al techo sin verlo. Toda mi oficina, pensó. Puede destruirla y a mí con ella; no hay nada en mí que no pueda destruir o controlar. ¿Por qué no puedo detenerla? Tengo una pistola; podría matarla.
Pero su trabajo consistía en devolver gente a la vida, no en matar; toda su orientación, todas sus creencias, le impulsaban a preservar la vida. La de todos, sin distinción; el vitarium nunca pedía el pedigrí del renacido que desenterraba; nunca se preguntaba si debería revivir.
No es tan sencillo matar a una persona, pensó. No es lo normal; tiene que haber otra solución. Pero el golpe que le di no la ha afectado… a no ser para que me colocara en su lista negra, para vengarse de mí. Creo que no puedo echarla físicamente de mi lado, decidió. No si pretende quedarse; las palabras no hacen mella en ella, ni tampoco la amenaza a su integridad física. Se preguntó: ¿dónde estará la bomba? ¿En esta habitación? Dios mío, pensó. Tengo que hacer algo; no puedo quedarme aquí tumbado; tengo que actuar.
En la parte de delante sonó el videófono.
Se levantó de un salto, pensando. No puedo dejar que lo coja. Salió corriendo hacia la mesa de recepción; allí estaba ella, con el auricular pegado ya al oído… Se lo arrancó de las manos.
—De todas formas no querían hablar conmigo —dijo Ann filosóficamente—. Han dicho que sólo hablarían contigo, quienquiera que sea —añadió—. No me gustó su tono o su voz; desde luego tienes amigos muy extraños, si es que son amigos tuyos.
Era Bob Lindy:
—¿Puede oírme ésa? —preguntó.
—No —se llevó el receptor todo lo más lejos que pudo—. Habla —dijo.
—¿No puedes deshacerte de ella? —preguntó Lindy.
—Vamos, di lo que tienes que decirme —gruñó.
—Les despistamos —dijo Lindy—. Al coche que nos seguía. Fue una auténtica lucha, como la Primera Guerra Mundial. Yo giraba y hacía rizos, ellos giraban y hacían rizos; hice un Immelmann un par de veces…, por último conseguí que fueran al norte mientras yo iba al sur. Cuando quisieron volver yo ya estaba lejos. Acabamos de aterrizar ahora mismo; aún está el otro en el coche.
—No me digas dónde os encontráis —ordenó Sebastian.
—Claro que no, mientras esté ahí esa pelma. No te tiene ni pizca de miedo, ¿eh? Las mujeres nunca tienen miedo de los hombres con los que se han acostado. Pero a mí si me tiene miedo; se lo vi en los ojos cuando le apuntaba con aquella pistola. ¿Quieres que vaya para allá? Puedo dejar a Sign con el Anarca y reunirme contigo en la ofi, digamos, dentro de cuarenta minutos.
—Tengo que arreglar este asunto yo solo. Gracias. Vuelve a llamarme dentro de un par de horas. Hola —colgó.
Ann, en pie junto a la ventana con los brazos cruzados, dijo:
—Así que aún estáis en posesión del Anarca… Bien, bien.
—¿Cómo lo sabes? —dijo.
—Lo supe cuando dijiste: «No me digas dónde os encontráis» —se alejó de la ventana y se fue hacia él—. ¿Qué es eso que tienes que arreglar tú solo?
—Lo tuyo —dijo Sebastian.