10

«Así Dios considerado no en Sí mismo sino como causa de todas las cosas, tiene tres aspectos: es, es sabio, y vive».

ERÍGENA

Sonó el videófono en el Vitarium Flask de Hermes; Sebastian, que estaba esperando la llamada del oficial Joe Tinbane, contestó.

En la pantalla apareció el rostro, no de Tinbane, sino de Lotta.

—¿Cómo estás? —preguntó Lotta tristemente, con una dejadez mecánica muy peculiar que nunca antes le había oído en la voz.

—Bien —contestó violentamente, con el alivio de verla—. Pero eso no es lo que importa. ¿Tú que tal estás? ¿Te sacó de la Biblioteca? Ya veo que lo hizo. ¿De verdad intentaban retenerte allí?

—Sí, así es —respondió ella apática—. ¿Qué tal el Anarca? —preguntó—. ¿Volvió a la vida?

Sebastian iba a decir: Le desenterramos. Le revivimos. Pero en lugar de eso hizo una pausa; recordó la llamada de Italia.

—¿A quién le hablaste del Anarca? —preguntó—. Me gustaría que hicieras memoria a ver a quién le has hablado de él.

—Siento que te hayas enfadado conmigo —dijo Lotta, indiferente, como si estuviera leyendo lo que decía en un papel que tuviera delante—. Se lo dije a Joe Tinbane y al señor Appleford. A nadie más. Sólo llamaba para decirte que estoy bien; salí de la Biblioteca… Joe Tinbane me sacó de allí. Estamos en el hospital; le están sacando una bala del pie. No es grave, pero dice que le duele mucho. Y seguramente estará dado de baja durante unas semanas. ¿Sebastian?

—¿Sí? —pensó si ella estaría también herida, como Tinbane; le latía furiosamente el corazón; se sintió tan inquieto —o más— que antes.

Había algo sutilmente siniestro en su voz:

—¡Di! —casi gritó.

—Sebastian —dijo Lotta—, no viniste a sacarme de allí. Incluso cuando no me había reunido contigo en la oficina como quedamos. Has debido estar muy ocupado; supongo que tendrías que cuidar del Anarca —se le llenaron los ojos de lágrimas; como siempre, no hizo nada por limpiárselas; lloraba quedamente, como una niña. Sin ocultar la cara.

—Maldita sea —dijo él frenético—. ¿Qué te ocurre?

—No puedo —lloró ella.

—¿No puedes? ¿No puedes decírmelo? Voy corriendo al hospital; ¿qué hospital es? ¿Dónde estás, Lotta? Maldita sea; deja de llorar y habla.

—¿Me quieres?

—¡Claro!

—Yo aún te quiero, Seb. Pero tengo que dejarte. Por un tiempo al menos. Hasta que me encuentre mejor.

—¿Dejarme para ir adonde? —preguntó.

Había dejado de llorar; sus ojos le miraron con un desafío desacostumbrado.

—No te lo voy a decir. Ya te escribiré; ya veré exactamente cómo te lo digo y te lo escribiré —y añadió—: No puedo decírtelo por teléfono; me siento incómoda. Hola.

—Dios mío —dijo él sin creérselo.

—Hola, Sebastian —repitió Lotta, y colgó; se borró su rostro pequeñito en la pantalla.

Junto a Sebastian apareció R. C. Buckley excusándose.

—Siento molestarte en estos momentos —murmuró—, pero hay alguien que pregunta por ti. En la puerta principal.

—¡Está cerrado! —dijo Sebastian rabiosamente.

—Es una compradora. Dijiste que nunca había que despedir a un comprador, incluso después de las seis de la tarde. Es tu lema.

—Si es una cliente —dijo Sebastian rechinando los dientes— ocúpate de ella; tú eres aquí el vendedor.

—Ha preguntado por ti; dice que no hablará con nadie más.

—Me siento como si me estuvieran matando —le dijo Sebastian—. Algo terrible debe de haber ocurrido en la Biblioteca; probablemente no llegue nunca a saber qué ha sido…, no será capaz de expresarlo con palabras. —Lotta hacía tan pocas migas con las palabras, pensó. Demasiadas o demasiado pocas, las inapropiadas con la persona inapropiada; siempre malcomunicándose por todas partes—. Si tuviera una pistola —dijo— me mataría —se sacó el pañuelo del bolsillo y se sonó la nariz—. Ya has oído lo que ha dicho Lotta. La traté tan mal que me ha dejado. ¿Quién es esa cliente?

—Me ha dicho que se llama… —R. C. Buckley comprobó en su bloc— señorita Ann Fisher. ¿La conoces?

—No.

Sebastian avanzó hacia la parte delantera del establecimiento, fuera del área de trabajo y hacia la recepción con sus sillas moderadamente modernas, alfombra, revistas. En una de las sillas se hallaba una joven bien vestida con el pelo negro corto y elegantemente peinado. Se detuvo para situarse y mirarla bien. La chica tenía unas piernas muy bonitas; no pudo evitar observarlo. Clase, pensó. Esta chica la tiene de verdad; hasta en los pendientes se le nota. Y en el maquillaje tan liviano; todos los tonos de sus párpados, pestañas y labios parecían su coloración natural intensa. Vio que tenía los ojos azules, cosa rara en una muchacha morena.

—Adiós —dijo la muchacha, y sonrió con acogedora y cálida sonrisa; tenía el rostro extraordinariamente móvil; cuando sonreía le bailaban y chispeaban los ojos, y dejaba al descubierto unos dientes perfectos, regulares, con unos incisivos pequeños y maliciosos; se sintió fascinado por aquella dentadura.

—Soy Sebastian Hermes —dijo.

La señorita Fisher se puso de pie y dejó la revista, diciendo:

—Tiene usted a una señora Tilly M. Benton en su catálogo. En el suplemento del día —rebuscó en su elegante bolso, sacó el anuncio que el Vitarium Flask de Hermes había insertado en los periódicos de la tarde. Parecía una joven muy determinada y dispuesta…, un contraste titánico, observó, con la indecisión de Lotta, a la que tanto le había costado acostumbrarse.

—Técnicamente —dijo— hemos cerrado ya. La señora Benton no está aquí, naturalmente; la tenemos en un hospital, recuperándose. Tendremos mucho gusto en acompañarla allí mañana. ¿Es pariente suya?

—Es mi tía abuela —dijo Ann Fisher con una especie de exasperación filosófica, como si tuviera uno que estar siempre dispuesto a cargar con los parientes viejos que renacían—. Fue una gran alegría que la oyeran ustedes —siguió diciendo—. Nosotros visitábamos el cementerio, esperando oír su voz, pero siempre… —puso una cara compungida— siempre ocurre a horas imposibles.

—Cierto —dijo. Eso formaba parte del problema. Miró el reloj; era hora de tomar sogum urgentemente; normalmente le hubiese gustado estar en casa con Lotta. Pero Lotta no estaba allí. Y, además, deseaba más o menos quedarse en los alrededores de la oficina, pendiente de esas horas nuevas y críticas en la vida del Anarca—. Creo que podré acercarla un momento al hospital ahora —empezó a decir, pero la señorita Fisher le interrumpió.

—Oh no, gracias, olvídelo. Estoy cansada, llevo todo el día trabajando, y usted también —ante su sorpresa, se puso a darle golpecitos con su cuidada y suave mano, mientras sonreía irradiando comprensión como si le conociera íntimamente—. Sólo quería asegurarme que el Estado de California no se quede con su custodia y la mande a una de esas espantosas casas de reposo para renacidos. Podemos hacernos cargo de ella; tenemos suficiente dinero, mi hermano Jim y yo —la señorita Fisher echó un vistazo a su reloj; Sebastian vio lo fina que era su muñeca y que estaba llena de pecas; más coloración—. Tengo que meterme en el cuerpo un poco de sogum —dijo ella—. Estoy desfallecida. ¿Hay algún sogum palace por aquí?

—Bajando la calle —dijo. Y una vez más pensó en Lotta, en el vacío de su casa, tan asombroso y tan repentino; ¿con quién estaría?, con Tinbane, evidentemente; Joe Tinbane la había rescatado y… bueno, quizá fuera Tinbane, era lógico. En cierto modo así lo esperaba. Tinbane era una buena persona. Pensando en Tinbane y en Lotta, los dos jóvenes, ambos casi de la misma edad, se sintió paternal; perversamente, le deseó suerte, pero antes, deseó verla en casa. Mientras…

—Le invito —dijo la señorita Fisher—. He cobrado hoy; si no me gasto corriendo estos billetes de la inflación, mañana no valdrán nada. Y usted parece cansado —le estudió con atención, y era un estudio diferente. Lotta siempre le miraba para ver si estaba a gusto con ella, contento de ella, enfadado con ella, enamorado de ella, no enamorado de ella; la señorita Fisher parecía juzgar quién era, no cómo se sentía. Como si tuviera poder, pensó, o habilidad para determinar si soy un hombre. O si estoy jugando a ser un hombre.

—Muy bien —dijo sorprendiéndose a sí mismo—. Pero primero tengo que ir a cerrar la parte de atrás —indicó una de las sillas moderadamente modernas de la oficina—. Espere aquí; vuelvo enseguida.

—Y hablaremos de la señora Tilly M. Benton —dijo la señorita Fisher con su sonrisa de aprobación.

Se fue hacia el área de trabajo del establecimiento, cerrando cuidadosamente la puerta para que la señorita Fisher no viera nada; como habían llevado allí al Anarca, se veían obligados a tomar precauciones.

—¿Cómo está? —le preguntó al doctor Sign. Habían improvisado una cama. En ella yacía el Anarca, pequeño, enjuto, todo gris y negro, con los ojos fijos al parecer en nada; se le veía contento y también el doctor Sign parecía satisfecho.

—Se recupera rápidamente —dijo el doctor Sign. Se llevó a un lado a Sebastian, donde no pudiera oírles el Anarca.

—Pidió un periódico y le di uno, la edición de la tarde, la que trae nuestro anuncio. Ha estado leyendo lo que dice de Ray Roberts.

—¿Qué ha dicho de Roberts? —preguntó Sebastian mordiéndose el labio—. ¿Le tiene miedo? ¿O le considera como uno de esos «amigos» de los que nos ha estado hablando?

—El Anarca —dijo el doctor Sign— no ha oído nunca hablar de Ray Roberts. Según todo el material de relaciones públicas que ha estado aireando Roberts, el Anarca le designó para que le sucediera. Y resulta que no es verdad. A no ser que… —la voz se le hizo susurro—. Puede que esté dañado el cerebro, sabes. He estado haciendo un electroencefalograma y no he encontrado nada anormal. Pero… llamémoslo amnesia. Producida por el shock del renacimiento. En cualquier caso le sorprende lo del Udi; no lo que es (recuerda haberlo fundado) sino en lo que se ha convertido.

Sebastian se acercó a la cama y dijo:

—¿Hay algo que pueda decirle? ¿Algo que le gustaría saber?

Los viejos ojos negros, con tanta sabiduría oculta en ellos, tanta experiencia, se fijaron en él.

—Me doy cuenta —dijo— de que, al igual que todas las demás religiones, la mía se ha convertido en una institución santificada. ¿Usted aprueba eso?

—Yo… —dijo Sebastian cogido de improviso—, yo no creo poder juzgar una cosa así. Tiene sus seguidores. Es aún una fuerza viva.

—¿Y el señor Roberts? —los viejos ojos eran perspicaces.

—Hay opiniones contradictorias —dijo Sebastian.

—¿Cree que el Udi es tanto para blancos como para gente de color?

—Tiende… a restringirlo a los negros.

Se fruncieron las cejas; el Anarca no dijo nada pero había perdido la calma.

—Si le hago una pregunta embarazosa —dijo el Anarca—, ¿me dará usted una respuesta sincera? ¿Por desagradable que sea?

—Sí —dijo Sebastian, preparándose.

—¿Se ha convertido el Udi en un circo?

—Hay quien piensa así.

—¿Ha intentado Roberts localizarme?

—Posiblemente —la respuesta fue cauta. Aquello era explosivo.

—¿Le ha notificado usted mi… renacimiento?

—No —dijo Sebastian. Tras una pausa, añadió—: Por lo general se mantiene al renacido en un hospital durante un tiempo, y el vitarium solicita ofertas sobre él a sus parientes y amigos; o bien, si es una figura de la vida pública…

—¿Si no tiene parientes ni amigos ni es una figura pública, le devuelven a la muerte?

—El Estado se hace cargo de él. Pero en su caso es usted obviamente…

—Querría pedirle que le dijera al señor Roberts que viniera aquí —dijo el Anarca con su voz cascada y ronca—. Puesto que está en California en peregrinación, no le supondrá mucho trastorno.

Sebastian reflexionó. Y luego dijo:

—Prefiero que nos deje usted encargarnos de su venta. Somos expertos, Poderoso Señor. No hacemos otra cosa. Prefiero que no venga por aquí Ray Roberts ni darle ninguna información acerca de usted. No es el comprador que tenemos in mente.

—¿Le importa decirme la razón? —los ojos tan sabios se posaron nuevamente sobre él—. ¿Es que no querrán los Uditi gastarse así el dinero?

—No es cuestión de dinero —dijo Sebastian. Le hizo una seña con disimulo al doctor Sign, que acudió inmediatamente.

—Creo que debe usted descansar, Anarca —intervino el doctor Sign.

—Seguiré más tarde hablando con usted —dijo Sebastian al Anarca—. Me marcho a tomarme un tubo de sogum, pero volveré a la noche —salió del área de trabajo donde estaba el Anarca y abrió y cerró cuidadosamente la puerta; sin embargo, la señorita Fisher estaba sentada leyendo absorta.

—Siento haberla hecho esperar —dijo Sebastian.

Levantó la vista, sonrió, se puso graciosamente en pie y se colocó delante de él; era relativamente alta y muy delgada, de pecho menudo, y figura de adolescente ágil. Pero tenía el rostro afilado y maduro, de rasgos muy marcados. Y de nuevo pensó: Es una de las mujeres mejor vestidas que he visto. Y la ropa nunca le había impresionado mucho.

Después de tomar el sogum pasearon por la calle en el crepúsculo, mirando escaparates, hablando poco, mirándose de reojo de vez en cuando. Sebastian Hermes tenía un problema. Aún pensaba en regresar más tarde al vitarium para seguir hablando con el Anarca, pero no podía hacerlo hasta despedirse de la señorita Fisher.

Sin embargo, ella no parecía dispuesta a decir hola así como así. Se preguntó por qué; conforme pasaba el tiempo iba resultando más extraño.

De pronto, cuando se hallaban mirando los muebles de un escaparate, hechos con madera de hobo marciano, la señorita Fisher dijo:

—¿Qué día es hoy? ¿Ocho?

—Nueve —aclaró Sebastian.

—¿Está usted casado?

Lo pensó un instante; hay que calcular bien lo que se dice en estos casos.

—Técnicamente —dijo—. Lotta y yo estamos separados —era verdad. Técnicamente.

—Se lo pregunto —dijo ella sin apartar la vista del escaparate— porque tengo un problema —suspiró.

Ya iba saliendo la razón por la que se aferraba a él. La miró, y una vez más notó su atractivo y se maravilló de la comunicación que habían logrado establecer ya entre los dos, y dijo:

—Dígame. Quizá pueda ayudarla.

—Bueno, verá…, hace ahora unos nueve meses conocí a un bebé encantador, llamado Arnold Oxnard Ford. ¿Se da cuenta de la situación?

—Sí —dijo.

—Era tan rico —avanzó los labios, como un bebé, maternalmente—. Y estaba en aquel nido, en el hospital, y el pobre buscaba una matriz, y yo me encontraba allí de voluntaria para hacer distintos trabajos para la ciudad de San Bernardino, y me estaba hartando ya de aquel trabajo de voluntaria, y pensé: Vaya, no sería estupendo tener a una criatura tan monísima como Arnold Oxnard Ford en mi tripita —se dio unos golpecitos en el vientre liso mientras echaban a andar sin rumbo—. Así que fui a la enfermera encargada de la guardería y le dije: «¿Puedo solicitar a Arnold Oxnard Ford?». Y ella respondió: «Sí, parece usted saludable». Dije que sí que lo era, y me respondió: «Ya casi le ha llegado la hora a él; tendrá que entrar en una matriz» —ya estaba por entonces en una incubadora—, y yo firmé los papeles, y… —sonrió a Sebastian— me lo dieron. Nueve meses teniéndole día a día sintiéndole hacerse parte de mí; es una sensación maravillosa, no tiene usted idea, cómo se siente una al notar a otra criatura, a la que se quiere, fundirse molécula a molécula en tus propias moléculas. Todos los meses pasaba un reconocimiento y me miraban por rayos, y todo salió estupendamente. Ahora, claro, ya pasó todo.

—Nadie lo diría al verla —asintió él; no se le notaba nada.

—Así que ahora —suspiró ella—. Arnold Oxnard Ford es parte de mí y siempre lo será, mientras viva. Me gusta pensar, como a todas las madres, que el espíritu del niño aún sigue aquí —se golpeó el flequillo y la frente—. Creo que está aquí; creo que su alma se fue aquí. Pero… —volvió a poner cara de preocupación, pensativa—: ¿Sabe lo que pasa?

—Ya lo sé —dijo él.

—Pues eso. Alrededor del once, me dijo el doctor que no más tarde del once, tengo que deshacerme del último pedacito físico de él. Y dárselo a un hombre —puso gesto burlón, pero no hostil—. Me guste o no, tengo que acostarme con un hombre; es una necesidad médica. De otro modo el proceso no quedaría completo y no podría ya ofrecer mi matriz a ningún otro bebé. Y… es extraño… estas dos últimas semanas, o quizá más, lo he estado sintiendo como un impulso, como una necesidad biológica. Acostarme con un hombre; con cualquier hombre —le miró ostensiblemente—. Espero no ofenderle. No era mi intención.

—Entonces —dijo Sebastian—, Arnold Oxnard Ford sería también parte de mí.

—¿Le atrae la idea? Tenía fotos suyas, pero claro, los Errads me las quitaron. Tenía que haberle visto; si estuviéramos casados le vería idealmente. Pero me han dicho que soy bastante buena en la cama, así que a lo mejor se conforma con disfrutar de esa parte nada más, ¿le basta con eso?

Reflexionó. Nuevamente se requería cierta astucia. ¿Cómo se sentiría Lotta si llegara a enterarse? ¿Se enteraría? ¿Debería enterarse? Y, además, resultaba extraño que la señorita Fisher le eligiera de aquel modo, prácticamente al azar. Pero lo que había dicho la muchacha era cierto: las madres, nueve meses después de que entrara un bebé en su seno se ponían… en celo. Como decía la señorita Fisher, era una necesidad biológica; el cigoto tenía que dividirse en esperma y óvulo.

—¿Adónde podemos ir? —preguntó astutamente.

—A mi casa —ofreció ella—. Está bien y se podrá quedar toda la noche; nadie le echará de allí en cuanto acabemos.

Nuevamente pensó: Tengo que volver a la oficina. Pero aquello era, en ese momento, fortuito. Necesitaba algo que le remontara psicológicamente; una mujer —probablemente con toda la razón del mundo— le había abandonado, y ahora otra se había fijado en él. No podía sino sentirse halagado.

—Vale —dijo.

Ann Fisher hizo señas a un taxi que pasaba y al momento estaban camino de su apartamento.

Le llamó la atención lo bien decorado que estaba; paseó por el salón, examinando aquí un jarrón, allí un cuadro, libros, una estatuilla de jade de Li Po. «Qué bonito», pensó. Sin embargo, vio que estaba solo. La señorita Fisher se había ido al otro cuarto a, ¡ejem!, regurgitar.

Volvió enseguida con su cálida y resplandeciente sonrisa en los labios.

—Tengo un sogum importado de Sidón que es cosa seria, muy viejo —dijo trayendo un frasco—. ¿Te apetece?

—Ahora no —puso un disco de sonatas para cello y piano de Beethoven. Fíjate, pensó. Un día, dentro de un par de siglos, todo esto lo erradicarán; la Biblioteca de Viena recibirá las páginas y los pentagramas tachados y atormentados que Beethoven, con dolores agónicos, copiaría de la última edición impresa de su obra. Pero, pensó, entonces Beethoven también estará vivo; un día llamará lleno de ansiedad desde su ataúd. Pero ¿para qué? Para borrar una de las más notables páginas de música que jamás se haya escrito. Qué tremendo destino.

—¿Quieres que ponga estos discos? —preguntó Ann Fisher.

—Estupendo —dijo.

—Son tan preciosos —puso el primero, Opus Cinco, Número Uno; estuvieron escuchando un rato pero en seguida se cansó ella; resultaba evidente que no era su estilo estarse quieta escuchando.

—¿Crees —le preguntó paseándose por el salón— que la Fase Hobart terminará un día y que volverá a implantarse el tiempo normal?

—Eso espero —dijo él.

—Pero tú sales ganando. Estuviste muerto, ¿no?

—¿Se me nota? —preguntó, picado.

—No era mi intención ofenderte. Pero debes andar por los cincuenta, ¿no? Así que tienes una vida más larga; de hecho, vives dos vidas completas. ¿Disfrutas de ésta más que de la primera?

—Mi problema —dijo él ingenuamente— es mi mujer.

—¿Es mucho más joven que tú?

Se quedó callado; se puso a mirar un ejemplar de poesía inglesa del siglo XVII encuadernado en piel de esnofle venusino.

—¿Te gusta Henry Vaughn? —preguntó al fin.

—¿No fue él quien escribió un poema sobre ver la eternidad? «La otra noche vi la eternidad».

Sebastian abrió el libro, y dijo:

—Andrew Marvell. A su recatada dama. «Pero a mis espaldas oigo siempre el carro alado del tiempo acercándose, y por delante de nosotros se extienden inacabables desiertos de vasta eternidad» —cerró el volumen con un estremecimiento.— Yo la vi, esa eternidad; fuera del tiempo y del espacio, perdido entre cosas tan grandes… —se detuvo; no tenía objeto discutir su experiencia de después de la vida.

—Me parece que lo que intentas es llevarme a la cama rápidamente —dijo Ann Fisher—. Ya he captado el mensaje del título del poema.

—«Los gusanos —siguió citando con una sonrisa— probarán esa virginidad tan largamente guardada» —se volvió hacia ella. Quizá tuviera razón. Pero el poema le evitaba precipitarse; lo sabía muy bien y también conocía la experiencia que le traía a la mente—. «La tumba es un sitio agradable y privado» —casi refunfuñaba sintiendo volver a aquel recuerdo, la maldita oscuridad, húmeda y fría—. «Pero nadie, creo, allí se abraza».

—Pues entonces vamos a la cama —dijo la señorita Fisher con sentido práctico. Y le precipitó hacia el dormitorio.

Al rato descansaban desnudos, con sólo una sábana por encima; Ann Fisher fumaba en silencio y el pequeño resplandor rojo identificaba su presencia. Sebastian se sentía sereno ahora; la porfiada tensión de antes le había abandonado.

—Pero para ti no era la eternidad —dijo Ann Fisher distante, sumergida en sus meditaciones—. Estuviste muerto durante un tiempo finito. ¿Cuánto, quince años?

—Es lo mismo —dijo él con brusquedad—. Me canso de repetirlo, pero nadie que no lo haya pasado lo entiende. Cuando se está fuera de las categorías de percepción, tiempo y espacio no tienen fin; no pasa el tiempo, por mucho que se esté esperando. Y puede convertirse en dicha infinita o en tormento infinito, según se tome, según te relaciones con ello.

—¿Con qué, con Dios?

—El Anarca Peak le dio el nombre de Dios —dijo caviloso— cuando volvió a la vida —y entonces, paralizado, se dio cuenta, clara y cruelmente, de lo que acababa de decir.

Al cabo de un rato, Ann Fisher dijo:

—Ya le recuerdo. Hace años. Fundó el Udi, ese culto de mente de grupo. No sabía que estuviera vivo.

¿Qué podía decir? Eran palabras, pensó aterrorizado, que no podría explicar. Sólo significaban una cosa; lo decían todo, que Peak había renacido, que él, Sebastian Hermes, había estado presente. Así pues, el Anarca estaba en el Vitarium Flask de Hermes. En cuyo caso, después de pronunciar esas palabras, lo mejor que podía hacer era discutirlo abiertamente.

—Le revivimos hoy —dijo, y se preguntó qué significaría eso para ella; no la conocía, nada en absoluto, y no podía significar nada, un tema de conversación como otro cualquiera, o algo de interés teológico; a no ser que…, en fin, tenía que correr ese riesgo. Matemáticamente, no era probable que Ann Fisher estuviera relacionada con alguna persona materialmente interesada en el Anarca; jugaría con ella a cara o cruz a partir de ese momento.

—Está en el vitarium; por eso no puedo quedarme aquí contigo. Le dije que me quedaría con él esta noche hablando.

—¿Puedo acompañarte? —preguntó Ann Fisher—. No he visto nunca a un renacido en esos momentos… Creo que tienen en la cara una expresión especial. A causa de lo que han visto. Siguen viendo otra cosa, algo muy vasto. Y a veces dicen cosas enigmáticas, epigramáticas, como Yo soy tú; o Eso no es. Frases crípticas de estilo Zen que para ellos están llenas de significado pero que para nosotros… —en la tenue claridad nocturna hizo un gesto muy amplio, obviamente intrigada por el tema— …para nosotros no son nada… Sí, estoy de acuerdo; hay que pasar por ello para entenderlo —saltó de la cama, se fue descalza hasta el armario, sacó un sujetador y unas bragas y empezó a vestirse rápidamente.

Él la imitó, sintiéndose viejo y muy cansado.

He cometido un error, se dijo. Ahora ya nunca me libraré de ella; hay algo en ella que resulta letal en su persistencia. Si pudiera volverme atrás, borrar esas palabras… La vio ponerse un jersey de angora y pantalones de tubo muy ceñidos, y luego siguió vistiéndole. Es elegante; es atractiva; y sabe lo que quiere, reflexionó. Y, además, le he metido en la cabeza, sin decirlo abiertamente, que este caso es diferente.

Sabe Dios, pensó, hasta dónde llegará antes de verse satisfecha.