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«Dios no conoce las cosas porque son, son porque Él las conoce, y Su conocimiento de ellas es su esencia»

ERÍGENA

El oficial Tinbane estaba pensando, desde luego, he salido trasquilado. Arruiné mi amistad con los Hermes y por mi culpa ella ha tenido que volver a la Biblioteca. Será responsabilidad moral mía lo que allí le ocurra, lo llevaré en la conciencia hasta el nacimiento.

Generalmente, reflexionó, cuando una persona tiene una fobia hacia algo, es por alguna razón. Es una forma de premonición. Si a Lotta le asusta tanto tener que ir allí, será por alguna razón. Esos Errads, se dijo. Tan misteriosos. ¿Quiénes y qué eran? El Departamento de Policía de Los Ángeles no lo sabe; yo no lo sé.

Estaba ya en casa, con Bethel. Y, como de costumbre, le hacía la vida imposible.

—No estás haciendo caso de tu sogum —le dijo ferozmente.

—Me voy de aquí —anunció— a regurgitar. Adonde pueda estar solo y pensar.

—¿Ah sí? ¿Yo no te dejo pensar? ¿Y en que tienes tú que pensar?

—Muy bien —dijo, irritado por su tono—, si lo quieres saber, te lo voy a decir.

—En otra mujer.

—Exacto. En una a la que a lo mejor quiero.

—Dijiste un día que nunca podrías querer a otra como me querías a mí, que cualquier otra relación.

—Eso era antes —muchos años habían pasado, demasiados. Nada podía revivir un matrimonio moribundo. ¿Por que tengo que estar casado, seguir casado, con alguien que no me respeta en absoluto ni me quiere?, se preguntó. Año tras año, angustioso…, acusaciones. Se puso en pie y se deshizo del tubo de sogum—. A lo mejor la he hecho morir —dijo—. Soy responsable —tengo que sacarla de la Biblioteca, se dijo.

—Te vas ahora a visitarla —dijo Bethel—. Sin siquiera intentar ocultarme a mí esa relación ilícita, a mí que soy tu esposa. Creí que las promesas de nuestro casamiento iban en serio, pero a ti nunca te han importado, si no nos van bien las cosas es porque tu nunca te has molestado en procurarlo Y ahora te vas con ella, abiertamente, descaradamente. Vete.

—Hola —dijo; cerró tras sí la puerta del piso y salió al portal, corriendo hacia su coche patrulla aparcado allí cerca. ¿Voy así, pensó, sin uniforme? No. Corrió nuevamente hacia su apartamento y se encontró la puerta cerrada con cerrojo.

—No se te ocurra volver —dijo Bethel—. Me voy a divorciar —se la oía claramente incluso a través de la puerta de servofome—. Por lo que a mí respecta, como si no vivieras aquí.

—Quiero el uniforme —rechinó.

No hubo respuesta. La puerta siguió cerrada.

En el coche patrulla aparcado en la azotea tenía una llave de la cerradura; corrió una vez más hacia la rampa de ascenso. No puede ser que se interponga entre mi uniforme y yo, se declaró a sí mismo. Eso es ilegal. Ya en el coche rebuscó en la guantera. Bueno, al diablo, pensó; se colocó detrás del volante y puso la máquina en marcha. El caso es que lleve la pistola, se dijo; palpó la pistolera que llevaba al hombro, sacó la pistola y comprobó que estaba lleno el cargador, excepto la bala que había justo detrás del gatillo, y salió zumbando por el cielo en el atardecer de Los Ángeles.

Cinco minutos después aterrizaba en la desierta, o casi desierta, azotea de la Biblioteca de Temas Populares. Como experto que era, enchufó la linterna para comprobar el interior de los aerocoches allí aparcados. Todos pertenecían a los Errads, excepto uno registrado a nombre de Mavis McGuire. Así que se enteró de con quién podía encontrarse en la Biblioteca además de Lotta Hermes: un grupo de al menos tres Errads y la bibliotecaria jefe.

Se apresuró hacia la entrada del edificio y se encontró con que la puerta estaba cerrada. Bueno, pensó, es natural; ya es hora de que hayan cerrado. Pero sé que ella está ahí dentro, aunque no tenga aquí el coche aparcado; a lo mejor vino en taxi. Quizá le diera miedo conducir.

Del maletero de su coche patrulla sacó un analizador de cerraduras, lo llevó colgando de la correa de cuero (cuánto había trabajado ya el pobre) hasta la puerta de la Biblioteca. Puso en marcha el analizador, escuchó, y luego desarrolló una clave apropiada; la puerta se abrió de par en par, sin un arañazo, sin que se notara en nada que la habían forzado.

Volvió a llevar el analizador de cerraduras al coche; luego se detuvo a examinar todos los utensilios que siempre llevaba en el maletero; ¿qué otra cosa podría resultarle útil?: ¿botes de humo? No, porque podrían denunciarle a sus superiores si los utilizaba; le causaría problemas. El detector de ondas cefálicas, decidió; me dirá cuántas personas hay cerca y podré seguir sus pasos; sabré quién viene hacia mí y desde dónde. Así pues, tomó el detector de ondas cefálicas, lo conectó y limitó al mínimo su radio de acción; inmediatamente, en la pantallita aparecieron cinco puntos muy claros, cinco cerebros humanos trabajando a pocos metros de él, probablemente en el último piso de la Biblioteca. Entonces puso el detector al máximo y aparecieron siete puntos; así pues, en total había seis oficiales de la Biblioteca con los que tendría que vérselas, además de Lotta Hermes, que supuso sería uno de los puntos.

La creía viva todavía, y también aún en la Biblioteca.

Sin embargo, antes de entrar en el edificio por la puerta de la azotea ahora abierta, se sentó en su coche patrulla, descolgó el auricular y micrófono del videófono y marcó el número del Vitarium Flask de Hermes; ahora ya recordaba perfectamente el número.

—Vitarium Flask de Hermes —dijo R. C. Buckley al tiempo que su rostro aparecía como un camafeo en la pantalla del videófono.

—Quería hablar con Lotta —dijo Tinbane.

—Espere, voy a ver si está. —Buckley desapareció brevemente, luego volvió—. Dice Seb que aún no ha vuelto de la Biblioteca. La mandó allí a estudiar algo para él… Espere un minuto; se pone Seb.

Aparecieron entonces los rasgos sombríos e inteligentes de Sebastian Hermes.

—No, aún no ha regresado, y estoy verdaderamente preocupado. Empiezo a arrepentirme de haberla mandado; quizá debiera telefonear a la Biblioteca y preguntar por ella.

—Perdería el tiempo —dijo Tinbane—. Yo estoy ahora en la Biblioteca, aparcado en la terraza. Sé que se encuentra dentro. La Biblioteca está cerrada, pero eso no importa; tengo el coche patrulla e instrumental apropiado; de hecho ya he quitado el cerrojo. Lo único que me preocupa es saber si debo darles aún una oportunidad de que la dejen libre voluntariamente.

—¡La dejen libre! —repitió Seb palideciendo—. ¿Eso quiere decir que la retienen ahí?

—Lo que sé —dijo— es que cuando cerraron ella no salió.

Tenía una intuición absoluta al respecto; su facultad cuasipsiónica en ese sentido había hecho de él el buen oficial de policía que era.

—Aún está dentro y la retienen; no se quedaría ahí a no ser que no la dejaran salir.

—Les voy a videofonar —dijo Sebastian desesperado.

—¿Y qué va a decirles?

—¡Que quiero que vuelva mi mujer!

—Muy bien —dijo Tinbane—. Hágalo —le dio a Sebastian el número de la extensión de su coche—. Luego llámeme y dígame lo que le han dicho.

Siguió mirando fijamente la pantalla del detector de ondas cefálicas; indicaba siete cerebros por allí cerca, que se movían ligeramente; la localización de los puntos en la pantalla variaba muy poco pero continuamente. Le dirán que estuvo aquí, se dijo, y que ya se ha ido. Y que ellos no saben nada. Que nunca estuvo aquí; a lo mejor le dicen eso. «Noli me tangere», pensó; eso es lo que dice la Biblioteca de sí misma. Ojo: que nadie se meta conmigo. Que no me toquen. Canallas.

Al cabo de cinco minutos se encendió la pantalla del videófono de su coche.

—He hablado con el conserje —dijo Sebastian tristemente.

—¿Y qué?

—Que estaba solo en el edificio; que todos, hasta los empleados, todos, se habían marchado ya.

—Hay siete personas ahí abajo —dijo Tinbane—. Muy bien. Bajaré y echaré un vistazo. Le llamaré en cuanto pueda decirle algo concreto.

—¿Llamo a la policía? —preguntó Sebastian.

—Yo soy la policía —dijo Tinbane, y colgó.

Puso el circuito de alarma del detector de ondas cefálicas en posición para que se activara cuando hubiera alguien a menos de cinco pies de él, y luego, con el detector en una mano y el revólver de servicio en la otra, corrió hacia la puerta de entrada a la Biblioteca.

Al poco llegó por la escalera hasta el piso alto.

Puertas cerradas. Oscuridad y silencio. Encendió su linterna de infrarrojos. Miró la pantalla del detector de ondas cefálicas y vio los siete puntos alineados horizontalmente enfrente de él, a más de cinco pies; el circuito de alarma no había hecho señales. El piso de abajo, decidió. Intentó recordar, mientras bajaba las escaleras, en qué piso tenía Mavis McGuire sus despachos privados. En el tercero; ahora me acuerdo, se dijo.

El circuito de alarma se encendió, empezó a parpadear en el lado vertical de la bombilla de dos filamentos. Estaba en el piso correcto, sólo le separaba de las personas una distancia horizontal. Sexto piso, observó. El que dicen que ocupa el Consejo de los Errads. Y no habían apagado las lámparas del techo en este piso; el pasillo, bañado en luz amarilla, se extendía delante de él.

Avanzó lentamente, mirando intermitentemente delante de él y a la pantallita del detector de ondas encefálicas. Los siete puntitos avanzaban hacia él en el eje horizontal. Todos en un mismo lugar, más o menos; agrupados en una suite de despachos.

Me pregunto qué sacaré de todo esto, se dijo Tinbane. Es probable que el irrumpir así en la Biblioteca me cueste el puesto; tienen muchas influencias en el gobierno de la ciudad. Pues a la porra con todo, se dijo; tampoco es un trabajo del otro jueves. Y si demostraba que los Errads habían retenido a Lotta Hermes a la fuerza… podía montar un simulacro de juicio y todo, si ella le apoyaba. Pero eso significaría que Lotta tendría que comparecer ante un tribunal, o por lo menos firmar una denuncia, y se amedrentaría; para ella a lo mejor resultaba tan terrible como la Biblioteca. Bueno, ya era tarde para preocuparse de esas cosas; lo único que podía esperar era que, si llegaba el caso, Lotta proclamara lo que él estaba haciendo ahora… sin uniforme pero con equipo de policía.

Se encendió el lado horizontal de la bombilla y se quedó iluminado. Estaba a menos de cinco pies de alguien. Delante suyo tenía la puerta cerrada de un despacho; sintió que había personas al fondo, las siete, seguramente, pero escuchó y no pudo oír nada. Mecachis, se dijo.

Gruñendo entre dientes se alejó otra vez hacia el tejado, a su coche patrulla, y del maletero sacó un instrumento receptor con el que cargó, junto con los demás aparatos: la pistola, la linterna, el detector de ondas encefálicas, de vuelta al sexto piso y ante la puerta cerrada del despacho ocupado.

Una vez allí, actuando con precisión y destreza, puso en marcha el aparato receptor; lo programó y empezó a estrecharse su antena de plástico hasta que ésta pudo pasar por debajo de la puerta, y luego, en el otro lado, presumiblemente, recobró su forma neutra y puso en marcha sus emisores visual y auditivo.

Tenía en las manos el receptor de visión del instrumento, y en la oreja la terminal auditiva.

El minúsculo altavoz del oído le transmitió una voz de hombre. Un Errad, decidió. Miró la superficie del tamaño de un sello de correos gris y vagamente iluminada que tenía en la mano. El receptor no había enfocado; aún seguía barriendo el campo en busca de una imagen.

—… también —estaba diciendo la voz del Errad, grave y sentenciosa— nos preocupa la cuestión de la seguridad pública. Es axioma de esta Biblioteca que la seguridad pública tiene prioridad en su escala de valores; nuestra erradicación del material escrito peligroso y perturbador… —siguió perorando. Tinbane inspeccionó la superficie del tubo. Tres figuras agrupadas, un hombre y dos mujeres; giró los botones de las lentes en el sentido de las agujas del reloj y aumentó de tamaño el rostro de una de las mujeres hasta ocupar toda la pantallita. Era Lotta Hermes, pero la imagen era borrosa y deformada y no podía estar seguro. Manejó el orientador del objetivo hasta tener en pantalla el rostro de la otra mujer. Esta, decidió, es desde luego Mavis McGuire. De eso estaba seguro.

Y ahora oyó su voz.

—¿No se da usted cuenta de lo perjudicial que es ese hombre? —recitaba Mavis—. Mimando a los proletarios, como intentará hacer, traerá más disturbios, más rebeldía civil; no sólo en la Municipalidad Negra Libre, sino también aquí entre los negros y los blancos pro negros de la Costa Oeste. Recuerde Watts, y Oakland, y Detroit; no olvide lo que aprendió en la escuela.

Una voz de Errad, agria y penetrante, dijo:

—Puede que todos pasemos a formar parte de la Municipalidad Negra Libre, cuando eso ocurra.

—Virtualmente hemos terminado de erradicar el Dios en una Caja —dijo Mavis McGuire—. Su obra maestra, o como quiera llamarla, ya casi ha desaparecido. Para siempre. Fue el Dios en una Caja quien, hace treinta años, antes de que usted naciera, ayudó a encender el sentimiento de masa que trajo consigo la creación de la M. N. L. que no debió haberse constituido nunca y aún seguiría existiendo una sola nación de Estados Unidos, no dividida; nuestra patria no se habría partido en tres pedazos. Cuatro, si cuentan las Hawai y Alaska; no se habrían convertido en naciones aparte.

La otra mujer, presumiblemente Lotta Hermes, lloraba en silencio, tapándose la cara con la mano, encogida y pequeña entre Mavis McGuire y el Errad. Y, reflexionó Tinbane, por allí rondaban otros cuatro Errads, seguramente en la habitación de al lado del despacho. Esperando a que les llegara el turno de actuar con la chica, pensó; ya conocía aquel procedimiento de interrogar, los tipos que se turnan a intervalos regulares; el departamento de policía también actuaba de esa forma.

—Y en cuanto a Ray Roberts —dijo el Errad— es probable que sepa más acerca del Anarca que cualquier otra persona en el mundo. ¿Qué supone usted que sentirá ante el renacimiento del Anarca?

¿Diría usted que Roberts se siente profundamente molesto? ¿O diría usted que se encuentra encantado?

—Haga el favor de contestar al miembro del Consejo —dijo la señora McGuire a la acobardada muchacha—. Le ha hecho una pregunta sensata. Ya sabe que Roberts anda por ahí, peregrinando hacia la Costa Oeste porque se siente desesperado. No quiero que esto ocurra. Y Roberts es negro. Y de la M. N. L. Y jefe de los Udi.

—¿No le parece —dijo el Errad— que eso nos indica qué podemos esperar del renacimiento del Anarca? Si Roberts, compañero suyo y negro, jefe de Udi y…

Tinbane se sacó el auricular del oído, dejó en el suelo la porción del emisor y el resto de su equipo excepto el revólver de servicio. Me pregunto si los Errads van armados, se dijo. A la luz del pasillo puso a punto el completo dispositivo del revólver. Calculó la distancia, cuántos habría dentro, cómo podría proteger mejor a Lotta Hermes. Y por último cómo haría, después de todo el lío, para asegurarse la salida de la Biblioteca acompañado de Lotta y llegar a la azotea.

Tengo una probabilidad entre diez, decidió, de que todo salga bien. Lo más probable es que Lotta y yo desaparezcamos en la Biblioteca y no volvamos a ver la luz nunca más. Nunca más.

Pero, por si acaso, tengo que intentarlo. Se lo debo a ella.

Una vez más, ajustó los controles del arma. No tengo que matar a nadie, se dijo; la verdad es que no sé cómo saldré de ésta… Aunque Lotta y yo nos marcháramos, nos seguirían, nos rastrearían para el resto de nuestras vidas. Hasta que regresáramos a una matriz. Y, pensó, no creo que vayan a matarnos a ninguno de los dos…, al menos ahora no, no sin una discusión previa del Consejo; una decisión formal, si lo que sé de los Errads es cierto, a eso tendrán que llegar primero.

Está bien. Allá voy.

Abrió la puerta, y dijo:

—¿Señora Hermes? Vamos a casa.

Sin una palabra, sin un gesto, los tres, Lotta, Mavis McGuire y el Errad, alto, flaco y con su cara larga y fea, se le quedaron mirando.

La puerta del fondo del despacho había quedado abierta, y al otro lado otros cuatro Errads también miraban. Todo se quedó paralizado. Los había dejado helados a los siete, suspensos e inertes con su sola presencia. Con la gran pistola gris que empuñaba; el elefantesco revólver de reglamento de la policía. Era un hombre con una pistola, no un oficial de la policía, pero sabía cómo tenía que hablar cuando estaba detrás de la pistola; sabía cómo usarla sin usarla.

Dirigiéndose a la encogida persona de Lotta Hermes, le dijo:

—Ven aquí —ella siguió con los ojos muy abiertos, inmóvil—. Ven aquí —repitió en el mismo tono—. Quiero que vengas aquí y te pongas a mi lado.

Esperó, y entonces, de repente, se levantó y avanzó hacia él y se puso a su lado. Nadie interfirió; nadie dijo una palabra.

El saber que estaban obrando mal (y que les habían cogido con las manos en la masa) tuvo en ellos un efecto paralizante. Con tal que pueda, se dijo, mantener el arquetipo de la autoridad. Ni siquiera los Errads escapan a ella. Creo.

—Yo le he visto antes —dijo Mavis McGuire—. Usted es un oficial de la policía.

—No —dijo—. Usted nunca me había visto —tomó a Lotta de la muñeca, diciéndole—: Sube por las escaleras hasta la azotea de aterrizaje y espérame en mi coche. Mira bien no te equivoques; está aparcado a la izquierda según se sale de la escalera —se puso en marcha obediente—. Toca el capó, el motor está aún caliente. Con eso sabrás cuál es.

Uno de los Errads del despacho interior le disparó con lo que reconoció ser una pistola ilegal de bala fragmentante, muy pequeña, de un solo tiro.

El proyectil, sin fragmentarse, le dio en el pie. Era evidente que la munición estaba pasada, y lo más probable es que la pistola no se hubiera utilizado antes; su propietario, el Errad, quizá no supiera limpiarla y conservarla, y el martillo no había dado en la carga interna.

Tinbane disparó rápidamente nueve tiros al azar, barriendo ambos despachos. Apretó el gatillo de su revólver de servicio hasta que las habitaciones se pusieron opacas con balas de rebote, todas ellas saltando a una velocidad que podría hacer perder el sentido, o herir levemente o dejar ciego —volvió a disparar cuando saltó al hall y luego, como pudo, cojeó y se arrastró hasta la escalera, maldiciendo la herida que tenía en el pie, sintiendo el dolor y el impedimento que le suponía; perdió mucho tiempo y sintió que los otros detrás de él estaban haciendo algo—. ¡Porras!, pensó con rabia; vaya un sitio en que me ha ido a dar ése. Cerró tras sí la puerta de la escalera y detonó en ese momento otra bala fragmentante en el corredor; saltó el cristal de la puerta hecho añicos y trozos de cristal le dieron en el cuello, en la espalda y en los brazos. Pero siguió escaleras arriba. En lo alto, ya en la azotea, disparó el último tiro que le quedaba escaleras abajo, llenando el hueco con balas de rebote, lo suficiente para detener a cualquiera que no quisiera quedar ciego, y luego se arrastró con su pie herido hasta el coche patrulla.

Junto al coche, y no dentro, encontró a Lotta Hermes; le miró sin hablar y él le abrió la puerta del coche. Antes de cerrarla, le dijo:

—Echa el seguro —y se fue cojeando hasta la otra puerta, entró y cerró por dentro. En ese momento, un grupo de Errads llegaba a la azotea, pero allí se quedaron dudando, unos con evidente intención de tirarle un buen tiro al coche patrulla, otros queriendo seguirles en sus coches, y otros probablemente deseando abandonar la persecución.

Despegó, ganó altura, aceleró todo lo que le permitía la máquina del departamento de policía, y luego descolgó el micrófono y dijo al oficial de la subestación:

—Voy camino del General de Peralta y quiero que haya otro coche esperándome en el aparcamiento, por si acaso.

—Muy bien, 403 —dijo el policía de guardia—. 301 —ordenó—, reúnete con el 403 en el hospital General de Peralta —a Tinbane, le dijo—: ¿No estás fuera de servicio, 403?

—Tropecé con un problema cuando iba a casa —dijo Tinbane. Le dolía el pie y se sentía cansado, un cansancio que le ganaba todo el cuerpo poco a poco. Voy a estar de baja una semana, se dijo mientras se agachaba trabajosamente para desatarse el zapato del pie herido. Bueno, así me libro de hacer de guardaespaldas de Ray Roberts.

Al verle afanarse con el zapato, Lotta le preguntó:

—¿Estás herido?

—Tuvimos suerte —dijo—. Resulta que estaban armados. Pero no están acostumbrados a una irrupción violenta —le alcanzó el receptor del videófono y le dijo—: Llama a tu marido al vitarium; le dije que le avisaría en cuanto te sacara de allí.

—No —dijo Lotta.

—¿Por qué no?

—Él me mandó allí.

—Es cierto —dijo Tinbane encogiéndose de hombros; se sentía demasiado estúpido con su herida para ponerse a discutir; y además era verdad—. Pero yo pude haberte dado la información. Me porté como un cochino. Podías echarme la culpa a mí también.

—Pero tú me sacaste de allí —dijo Lotta.

Eso también era verdad; tuvo que reconocerlo.

Acercándose, Lotta le acarició la cara vacilante, luego la oreja; examinaba su rostro con los dedos, como si fuera ciega.

—¿Qué significa esto? —dijo él.

—Te estoy agradecida. Lo estaré siempre. No creo que me hubieran dejado salir de allí. Era como si disfrutaran con lo que me hacían, como si lo que yo supiera sobre el Anarca fuera sólo… un pretexto.

—Muy probablemente —murmuró él.

—Te quiero —dijo Lotta.

Sorprendido, se volvió hacia ella; la expresión de la muchacha era serena, casi llena de paz. Como si acabara de resolver una indecisión muy importante.

Pensó que sabía de qué se trataba. Y su alegría no tuvo límites; la mayor alegría de su vida.

Continuaron su viaje hacia el General de Peralta y ella seguía acariciándole como si no pensara dejar de hacerlo nunca. Al fin le tomó él la mano y se la apretó con fuerza.

—Vamos, levanta ese ánimo —le dijo—. Ya no tendrás que volver a ese lugar nunca más.

—A lo mejor sí —dijo ella—. A lo mejor Seb me manda allí otra vez.

—Pues le dices que se vaya al infierno —respondió Tinbane.

—Quiero que se lo digas tú por mí —dijo Lotta; quiero que hables tú por mí. Les hablaste a esos Errads y a la señora McGuire, les hiciste hacer lo que les ordenabas. Nadie hasta ahora ha dado así la cara por mí. No de esa forma en que tú lo hiciste.

La rodeó con su brazo y la apretó contra sí. Parecía contenta y feliz. Y aliviada. Dios mío, pensó él, lo que ella ha hecho es algo grande, más importante que lo que yo hice; ha transferido su dependencia de Sebastian Hermes a mí. Por un solo incidente.

La he conseguido, pensó. Se la he quitado del todo. ¡Birlada!