8

«La materia en sí (aparte de las formas que recibe) es asimismo invisible e incluso indefinible».

ERÍGENA.

En el área de trabajo del Vitarium Flask de Hermes, el doctor Sign escuchaba ávidamente con un estetoscopio colocado sobre el pecho oscuro y pétreo del cuerpo del Anarca Thomas Peak.

—¿Hay algo? —preguntó Sebastian. Se sentía en extremo tenso.

—Hasta ahora no. Pero en este estado suele ir y venir. Es un período crítico. Todos los componentes han vuelto a su sitio y han reanudado su capacidad de funcionar. Pero el… —Sign hizo un gesto—. Espera. Creo que lo tengo —echó un vistazo a los instrumentos que iban registrando mecánicamente el pulso, la respiración y la actividad cerebral; todos ellos iban trazando líneas y pitando con inconmovible regularidad.

—Un cuerpo es un cuerpo —dijo Bob Lindy con indiferencia; en su expresión podía leerse el escaso interés que le merecía todo aquello—. Un muerto está muerto, por muy Anarca que sea, y lo mismo si le faltan cinco minutos que cinco siglos para renacer.

Sebastian leyó en alta voz un trozo de papel: «Sic igitur magni quoque circum moenia mundi expugnata dabunt labem putresque ruinas».

—Esto último son las palabras claves: «Putresque ruinas».

—¿De dónde has sacado eso? —preguntó el doctor Sign.

—Del mausoleo. Lo copié. Su epitafio —dijo señalando el cuerpo.

—Mi latín no es que sea muy bueno fuera de los terminaluchos médicos —dijo el doctor Sign—, pero entiendo las palabras pudrirse y ruina. Aunque éste no parece ni podrido ni en ruinas, ¿verdad?

Lindy, Sebastian y él se quedaron mirando el cuerpo durante un rato en silencio. Era pequeño pero parecía completo, listo para vivir. ¿Qué es lo que le impedirá reanudar la vida?, se preguntaba Sebastian.

—Nada permanece —dijo el padre Faine—, todo pasa. El fragmento al fragmento se adhiere…, así crecen las cosas hasta que las conocemos y les damos nombre. Generalmente se van deshaciendo y dejan de ser las cosas que conocemos.

—¿Qué es eso? —le preguntó Sebastian; nunca había oído versos en la Biblia.

—Es una traducción del primer cuarteto del epitafio del Anarca. Es un poema de Tito Lucrecio Caro: Lucrecio, el que escribió De Rerum Natura. ¿No lo habías reconocido, Seb?

—No —admitió.

—A lo mejor —dijo Lindy burlonamente— si lo recita al revés vuelve a la vida; a lo mejor así es como hay que hacerlo —dirigió entonces su hostilidad abiertamente hacia Sebastian—. No me gusta intentar volver a la vida a un cadáver; es muy distinto al hecho de oír a una persona viva que está atrapada bajo tierra en una caja suplicando que la saquen.

—Es sólo una diferencia de tiempo —dijo Sebastian—. Cuestión de días o de horas, incluso de minutos. Lo que no te gusta es pensar en ello.

—¿Pasas mucho tiempo —dijo Lindy brutalmente— pensando en los días en que eras un cadáver? ¿Piensas en ello?

—No hay nada en qué pensar —respondió—. No tenía conciencia después de la muerte; fui del hospital al ataúd y me desperté dentro de la caja —añadió—. Eso lo recuerdo; en eso sí pienso.

Después de eso aún sentía claustrofobia. Muchos de los renacidos sufrían de lo mismo; aquello constituía su tara psicológica.

—Me parece —dijo Cheryl, que les miraba de lejos— que eso refuta a Dios y a la otra vida. Eso que has dicho, Seb, lo de no tener conciencia después de la muerte.

—No más que la ausencia de recuerdos preuterinos —dijo Seb— refuta el budismo.

—Naturalmente —metió baza R. C. Buckley—, el que los renacidos no lo recuerden no significa que no ocurriera nada; a mí me pasa muchas mañanas que sé que he estado soñando como un condenado y no me acuerdo absolutamente de nada.

—A veces —dijo Sebastian— yo también sueño.

—¿Con qué? —preguntó Bob Lindy.

—Con una especie de bosque.

—¿Y eso es todo? —volvió a preguntar Lindy.

—Otra cosa —vaciló, y luego dijo—: Una presencia negra que tiene pulsaciones, que late como un corazón enorme. Enorme y ruidoso, haciendo zamp, zamp, subiendo y bajando, dentro y fuera. Y muy furioso. Quemando en mí todo lo que desaprueba…, y parece ser que casi todo.

—Dies Irae —dijo el padre Faine—: el Día de la Ira —no parecía sorprendido. Sebastian ya le había hablado de ello antes.

—Y el sentimiento por mi parte —dijo Sebastian— de que aquello estaba tan vivo… Era algo absolutamente viviente. Por comparación, nosotros somos como una chispa de vida en un terrón que no está vivo y al que la chispa hace moverse, y hablar, y actuar. Pero aquello se sentía conscientemente, no con los ojos ni con los oídos, pero se tenía conciencia de ello.

—Paranoia —murmuró el doctor Sign—. El sentimiento de ser observado.

—¿Y por qué estaba furioso? —preguntó Cheryl.

Meditó un momento, y luego dijo:

—Yo no era lo bastante pequeño.

—Lo bastante pequeño —repitió Bob Lindy disgustado—. ¡Vaya!

—Tenía razón —dijo Sebastian—. En realidad yo era mucho más pequeño de lo que creía; o admitía. Me gustaba pensar que era mayor, con grandes ambiciones —como lo de apoderarme del cadáver del Anarca, pensó irónico. E intentar hacer un fabuloso negocio; aquello era un ejemplo, un ejemplo perfecto. No había aprendido la lección.

—¿Por qué quería —insistió Cheryl— que fuera aún más pequeño?

—Porque era cierto. Un hecho. Tenía que enfrentarme con la realidad.

—¿Por qué? —preguntó Lindy.

—Eso es lo que ocurre el Día del Juicio —dijo R. C. Buckley filosóficamente—. Ese es el día en el que hay que enfrentarse con toda la realidad de la que se ha estado huyendo; o sea, que todos nos mentimos a nosotros mismos; nos mentimos mucho más que a los demás.

—Eso es —dijo Sebastian; aquello lo expresaba bien—. Es difícil de explicar —dijo. Sería interesante hablar de aquello con el Anarca si conseguían hacerle volver en sí; él sabría un rato de todas esas cosas—. Él, Dios, no puede ayudarte hasta que comprendas que todo lo que haces depende de Él.

—¡Vituallas religiosas! —exclamó Lindy despectivamente.

—Pero piénsalo un poco —dijo Sebastian—. Literalmente. Mira, levanto la mano —levantó la mano—. Pienso que lo hago. Puedo hacerlo. Pero se realiza por un proceso bioquímico, fisiológico, complejo, que yo heredé, en el que yo entré; pero yo no lo hice. Un coágulo de sangre en una parte del cerebro, un coágulo no mayor que la goma de borrar de un lápiz, y ya no podría volver a levantar la mano o a mover la pierna o lo que sea en un lado del cuerpo, para el resto de mi vida.

—¿Entonces te arrastras —dijo Bob Lindy— ante Su Majestad?

—Puede ayudarte —dijo Sebastian— si te enfrentas con ello. Lo que ocurre es que es tan endemoniadamente difícil reconocerlo. Porque cuando lo haces prácticamente dejas de existir. Te encoges hasta no ser casi nada —pero no del todo. Algo sí quedaba.

—Dios esta furioso con los pecadores todos los días —recitó el padre Faine.

—Yo no era pecador —dijo Sebastian—, solo ignorante. Tenía que verme por fin ante la realidad. De esa forma —vaciló— podría volver a Él —dijo al fin—, adonde pertenezco y comprender que las nueve décimas partes de lo que hice en mi vida era Él en realidad quien las hacia, yo era un mero instrumento mientras Él actuaba a través de mí.

—¿Tanto bien hiciste? —pregunto Lindy.

—De todo. El bien y el mal.

—¡Eso es una herejía! —exclamó el padre Faine.

—¿Ah sí? —dijo Sebastian—. Pues es cierto. Recuerde, padre: Yo estuve allí. No les estoy contando mis creencias, no les hablo de mi fe; estoy diciendo lo que es.

—Empiezo a notar una fibrilación cardiaca —dijo el doctor Sign—. Una arritmia. Fibrilación auricular, probablemente lo que le mató. Ya ha logrado pasar felizmente hasta esta etapa. Es probable si tenemos suerte que le siga ahora un ritmo cardiaco normal, si el proceso continúa normalmente.

Cheryl Vale, siguiendo con la discusión teológica, dijo:

—Aún sigo sin saber por qué Dios quiere que nos sintamos insignificantes ¿Es que no nos quiere?

—Silencio —pidió el doctor Sign autoritariamente.

—Tenemos que ser pequeños —continuó Sebastian— para que pueda haber muchos de nosotros. Para que así puedan vivir billones y billones de criaturas, si uno de nosotros fuera grande, del tamaño de Dios, entonces, ¿cuantos cabrían? Me parece que solo de esa forma toda alma en potencia puede.

—¡Vive! —exclamó el doctor Sign, relajándose visiblemente—. Salió bien, no le mató —miró de reojo a Sebastian, sonrió ligeramente—. Has ganado la partida, tenemos a un vivo, y ese vivo es el Anarca Thomas Peak.

—¿Y ahora que? —dijo Lindy.

—Pues ahora —respondió R. C. Buckley triunfante— somos ricos. Tenemos una pieza en el catálogo que nos proporcionará riquezas de las que hasta ahora ni siquiera habíamos oído hablar —rió de excitación, con sus ojillos de vendedor inquietos y centelleantes—. Estupendo —dijo—. Allá voy. Esa oferta desde Italia no es mas que el principio, pero empezó la subasta, eso es lo que me importa. Y subirán las ofertas, una detrás de otra.

—¡Vaya! —exclamó Cheryl Vale—. Deberíamos tomar juntos un tubo de sogum, para celebrarlo —aquello sí lo entendía; la discusión teológica no la había comprendido, pero esto otro sí. Al igual que R. C., tenía una mentalidad lógica, llena de sentido común.

—Saca el sogum —dijo Sebastian—. Es el momento.

—Así que ahora ya es tuyo —dijo Lindy—. Lo único que tienes que decidir es a quién se lo largas —hizo una mueca desangelada.

—A lo mejor —dijo Sebastian— dejamos que sea él quien decida.

Era algo que a nadie se le había ocurrido; el Anarca, mientras era cadáver, les había parecido precisamente eso: un objeto, una comodidad. Pero ahora aparecía ante ellos como un ser humano, aunque fuera aún técnicamente propiedad del vitarium…, una entidad comercial.

—Era (y es) un hombre muy listo —observó—. Probablemente pueda decirnos más sobre Ray Roberts que todos los bibliotecarios juntos —y Lotta seguía sin volver; sintió que algo iba mal. Se preguntó qué sería… y hasta qué punto…, y mantuvo aquel pensamiento vivo en un rincón de su mente. Pese al problema más urgente del Anarca.

—¿Y le vamos a devolver al hospital? —preguntó R. C.

—No —decidió Sebastian. Era demasiado arriesgado; el doctor Sign tendría que proporcionarle cuidados médicos aquí, en el local.

—Evidentemente —dijo el doctor Sign— va a volver en sí. Parece estar pasando las etapas del renacimiento extraordinariamente aprisa; eso indica que su muerte fue originariamente muy rápida.

Inclinándose sobre el Anarca, Sebastian se puso a estudiar aquel rostro moreno, pequeño y arrugado. No había duda de que era ya un rostro viviente; el cambio se le antojó enorme. Ver que lo que había sido materia orgánica inerte se hacía activo…, ése es el auténtico milagro, se dijo; el mayor de todos. La resurrección.

Se abrieron los ojos. El Anarca levantó la vista hacia Sebastian y su pecho subía y bajaba con regularidad; tenía la impresión tranquila, y Sebastian decidió que así debió de haber muerto aquel hombre. Digno de su vocación, pensó; el Anarca había muerto como Sócrates; sin odiar a nadie, sin temer nada. Se sintió impresionado. Siempre él y su equipo del Flask de Hermes se habían perdido ese momento: tenía lugar antes del desentierro; volvían en sí en la angustiosa vacuidad de la tumba.

—A lo mejor dice algo profundo —dijo Lindy.

Se movieron las pupilas; el hombre inerte que ahora volvía a la vida miraba uno a uno a los que se encontraban en la habitación. Los ojos se movían pero no cambiaba su expresión ni la de los rasgos de la cara. Como si hubiéramos resucitado a una máquina de mirar, se dijo Sebastian. Qué estará recordando, se preguntó: ¿Más que yo? Espero que sí, y sería lógico. Él, con su vocación y su profesión, tenía que ser más listo.

La boca oscura, seca y agrietada se estremeció. El Anarca dijo en un susurro que parecía un soplo:

—He visto a Dios, ¿lo dudáis?

Hubo un momento de silencio, y luego, para asombro de todos, dijo R. C. Buckley:

—¿Os atrevéis a dudarlo?

—Vi al hombre Todopoderoso —dijo el Anarca.

—Su mano —añadió Buckley— descansaba en una montaña —hizo una pausa, esforzándose por recordar; los otros le miraban fijamente. El Anarca le miraba esperando a que siguiera—. Y miró el mundo —terminó Buckley—, lo miró en todos sus rincones.

—Le vi tan bien como me estáis viendo ahora —musitó el Anarca—. No debéis dudarlo.

—¿Y eso qué es? —interrogó Bob Lindy.

—Un antiguo poema irlandés —dijo Buckley—. Yo soy irlandés. Es de James Stephens, si no recuerdo mal.

—No estaba satisfecho —dijo el Anarca con voz más firme—, su mirada expresaba disgusto —cerró los ojos y descansó; el doctor Sign le auscultó el corazón, comprobó los aparatos que registraban las funciones del cuerpo—. Levantó la mano —dijo débilmente el Anarca; como si estuviera muriéndose otra vez—. Ya estoy en camino, dije. Y nunca me moveré de donde me encuentro.

—Dijo Él —siguió Buckley—, querido hijo, temí que hubieras muerto. Y detuvo la mano.

—Sí —dijo el Anarca, y afirmó con el gesto; su expresión era tranquila—. No quiero olvidarlo. Detuvo la mano. Por mi causa.

—¿Era usted especial? —dijo Lindy.

—No —dijo el Anarca—, era algo pequeño.

—Pequeño —repitió Sebastian moviendo afirmativamente la cabeza. Qué bien recordaba aquello. Terrible y absolutamente pequeño, la más minúscula iota en el universo de las cosas. Ahora él también lo recordaba: la mirada insatisfecha; la mano que se alzaba… y luego se detenía, porque había dicho algo. Las palabras del Anarca y de Buckley se lo habían hecho recordar. Aquella mano terrorífica que se alzaba.

—Dijo —siguió hablando el Anarca— que temía que hubiera muerto.

—Bueno, sí que era cierto —dijo Lindy con sentido práctico—. Por eso estaba allí, ¿o no? —miró a Sebastian en absoluto impresionado. Luego se volvió a Buckley—: ¿Y tú, R. C.? ¿También estabas por allí? ¿Cómo sabes tanto?

—¡Es un poema! —dijo Buckley acalorado—. Lo recuerdo de cuando era niño. Olvídalo ya de una vez —parecía molesto—. Me impresionó mucho cuando era un chaval. No lo recuerdo entero, pero lo que dijo éste —señaló al Anarca— me lo trajo a la memoria.

—Así es como sucedió —dijo Sebastian al Anarca—. Ahora lo recuerdo.

Y más cosas, muchas más. Le tomaría mucho tiempo pensarlas y digerirlas. Se volvió al doctor Sign:

—¿Eres capaz de dispensarle los cuidados médicos necesarios? ¿Podemos evitar llevarle a un hospital?

—Se puede intentar —dijo el doctor Sign sin comprometerse. Siguió leyendo datos, comprobando el pulso; parecía preocupado por el pulso—. Adrenalina —dijo metiendo la mano en su maletín de médico; en un momento preparó una inyección.

—Así que R. C. Buckley —dijo Bob Lindy—, el eficaz agente de ventas nos ha salido poeta —su reacción era una mezcla de incredulidad y desprecio.

—Déjale en paz —le dijo Cheryl Vale enfadada.

Sebastian volvió a inclinarse sobre el Anarca diciendo:

—¿Sabe usted donde está, señor?

—En una clínica, creo —respondió el Anarca con un hilo de voz—. No parece que esto sea un hospital —de nuevo paseó la mirada con la curiosidad de un niño, simple e ingenua. Sorprendido. Aceptando, sin resistencia, lo que veía—. ¿Estoy entre amigos?

—Si —dijo Sebastian.

Bob Lindy, tradicionalmente, tenía una forma muy llana de hablarles a los resucitados, la sacó a relucir en esta ocasión.

—Usted murió —le dijo al Anarca—. Murió hace unos veinte años. Mientras estaba muerto, algo le ocurrió al tiempo, dio marcha atrás así que ahora ha vuelto ¿Qué le parece? —se inclinó hacia él, hablando en voz alta, como se habla a los extranjeros—. ¿Cual es su reacción? —esperó pero no obtuvo respuesta—. Ahora tenemos que volver a vivir la vida hacia atrás hasta la infancia, después hasta ser bebés y luego entrar en un vientre —añadió, a modo de consuelo—. Eso se aplica a todos nosotros, hayamos muerto o no —señaló a Sebastian—. Este de aquí también murió. Igual que usted.

—Luego Alex Hobart tenía razón —dijo el Anarca—. Yo contaba con gente que así lo creía, esperaban mi retorno —sonrió con sonrisa inocente y entusiástica—. Creí que era algo grandioso por su parte. Me pregunto si aún vivirán.

—Seguro —dijo Lindy—, o a punto de renacer. ¿No lo entiende? Si cree que el hecho de que usted haya renacido tiene algún significado, se equivoca, quiero decir que no tiene ningún significado religioso, ahora es algo muy natural.

—Aun así y todo —dijo el Anarca—, se alegrarán ¿Se ha puesto en contacto con ustedes alguno de ellos? Me gustaría decirles sus nombres —cerro los ojos nuevamente, y entonces, por unos momentos, pareció tener dificultades al respirar.

—Cuando se encuentre más fuerte —aclaró el doctor Sign.

—Tendríamos que dejarle ponerse en contacto con su gente —dijo el padre Faine.

—Pues claro —respondió irritado—. Es lo normal. Ya sabe que siempre lo hacemos —pero aquello era especial. Y todos lo sabían, excepto, claro, el propio Anarca. Parecía dichoso de volver a estar vivo, pensando ya en quienes le habían rodeado, en aquellos que le ayudaron y buscaron apoyo en él. La alegría del reencuentro, pensó. No en la otra vida, sino en ésta. Que irónico…, éste es el lugar de reunión de las almas, el Vitarium del Flask de Hermes, del Gran Los Ángeles, California.

El padre Faine estaba ahora hablando con el Anarca, dos cofrades absortos en una misma preocupación.

—El epitafio de su monumento —decía el padre Faine—. Conozco el poema; me ha interesado porque veo en él un repudio de todo lo que hay en el Cristianismo, la idea de un alma imperecedera, otra vida, la redención. ¿Lo eligió usted?

—Lo eligieron por mí —murmuró el Anarca— mis amigos. Yo tenía tendencia a estar de acuerdo con Lucrecio. Supongo que ésa fue la razón.

—¿Y aún ahora? —preguntó el padre Faine—. ¿Ahora que ha experimentado la muerte, la otra vida y el renacimiento? —escuchó atentamente.

—«Este tazón de leche —musitó el Anarca—, la pez de aquel jarro, son extraños viajeros venidos de lejos. Este copo de nieve antes fue llama…, la llama fue antaño el fragmento de una estrella» —movió la cabeza mirando el techo de la habitación—. Sigo creyendo eso y siempre lo creeré.

—Pero también —añadió el padre Faine—: «Las simientes que fuimos una vez vuelan y revolotean, aventadas hacia la tierra o ascendiendo en torbellino hasta el cielo, no perdidas, pero sí desunidas. La vida sigue viviendo».

—«Son las vidas —concluyó el Anarca—, las vidas, las que mueren.» —su voz se hizo casi inaudible, extraña, débil y solitaria—. No sé. Tengo que pensarlo… Es demasiado pronto.

—Déjele descansar —dijo el doctor Sign.

—Eso, déjele en paz —insistió Bob Lindy—. Siempre está usted igual, padre; siempre que volvemos a la vida a un muerto, tiene la esperanza de que traerá consigo las respuestas a sus preguntas teológicas. Y nunca es así; son como Seb, sólo se acuerdan de un poquito.

—Este no es un hombre como los demás —dijo el padre Faine—. El Anarca era una gran persona y una fuerza religiosa —y añadió—: Y volverá a serlo.

Y muy valioso, se dijo Sebastian. Precisamente por eso. Lo primero es lo primero; la teología y la poesía vienen después. Comparado con lo que está en juego.

De vuelta a su piso, al finalizar su día de trabajo, Douglas Appleford hizo una llamada de persona a persona a Roma, Italia.

—Quería hablar con el señor Anthony Giacometti —dijo a la operadora.

En seguida tuvo a Giacometti al otro lado de la línea del videófono.

—¿Qué tal le ha ido —preguntó Appleford— con los del vitarium?

Giacometti, en bata, con su abundante cabellera, y sus intensos y penetrantes ojos, respondió:

—Oiga, ¿está seguro de que le tienen? ¿Seguro, seguro? Estuvieron dándome largas; creo que si de verdad le tuvieran como dicen, habrían fijado un precio. Después de todo, es su negocio; tienen que vender.

—Le tienen —dijo Appleford con aplomo; por lo que dijo la mujer de Hermes, no le cabía la menor duda—. Tienen miedo de la gente Udi —explicó—. Temen que represente usted a Ray Roberts; por eso no han soltado prenda. Pero mantenga su oferta; insista y se hará con él.

—De acuerdo, señor Appleford —dijo Giacometti sombrío—. Le tomo la palabra; nos ayudó una vez y confiamos en usted.

—Pueden hacerlo —declaró—. Si consigo alguna información se la comunicaré… al precio de siempre. Ella no dijo que le hubieran desenterrado, ni que estuviera vivo; sólo dijo que sabían dónde estaba. Quizá eso explique sus reticencias… Legalmente no pueden venderlo mientras no haya renacido. La llamaré o intentaré sacarle algo más. Es de las que no saben callarse ni ocultar nada.

Giacometti cortó secamente la comunicación.

Cuando Appleford, se alejaba del videófono, lo oyó repiquetear; se inclinó, lo descolgó, esperando ver de nuevo a Giacometti, que se le habría ocurrido algo. En lugar de ello se encontró ante el rostro reducido pero real de su superior, Mavis McGuire.

—Me encuentro otra vez metida en un asunto —dijo Mavis con una mueca antipática— que tiene que ver con Ray Roberts y los Uditi. Una joven, la señora Lotta Hermes, está aquí en la Biblioteca y quiere los datos que tengamos sobre Roberts. La he retenido en mi despacho hasta que llegue un Errad, que ya no puede tardar.

—¿Comprobó usted —dijo Appleford— con el Consejo de los Errads lo del lugar de inhumación del Anarca Peak?

—Lo hice. No tenemos esa información. —Mavis le miró con sus ojillos suspicaces—. Esa señora Hermes dice que ya habló antes con usted en el día de hoy. Sobre el Anarca.

—Sí —dijo Appleford—. Vino con un policía de Los Ángeles cuando acababa yo de hablar con usted. El vitarium de su marido sabe dónde está enterrado el Anarca, así que si quiere usted esa información podrá sonsacársela con poco esfuerzo.

—Ya suponía que lo sabía —dijo Mavis—. He estado hablando con ella; rehuye hablar del Anarca. Teme decir demasiado, supongo. Dígame algo de esa apología pro sua vita de Peak, ese Dios en una Caja; ¿queda algún ejemplar a máquina o ha ido ya al Consejo de los Errads? Lo que sé es que nunca pasó por mis manos; recordaría todas esas memeces que solía soltar delante de su rebaño.

—Me quedan cuatro copias de imprenta —dijo Appleford calculando y haciendo memoria—. Así que aún no ha llegado a la etapa de la copia a máquina. Y me han dicho mis empleados que todavía hay libros en circulación por ahí, probablemente en bibliotecas particulares.

—De modo que aún está más o menos en circulación. Sigue siendo teóricamente posible que caiga en manos de alguna persona.

—Con un poco de suerte, sí. Pero cuatro copias no es mucho teniendo en cuenta que hubo un tiempo en que había cincuenta mil ejemplares en edición de lujo y trescientos mil en rústica.

—¿Lo ha leído usted? —preguntó Mavis.

—Lo hojeé, un poco. Creo que es algo poderoso. Y original. No estoy de acuerdo con usted en eso de las «memeces».

—Cuando renazca el Anarca —dijo Mavis— es probable que quiera reanudar su carrera religiosa. Si logra evitar que le asesinen. Y me da la impresión de que debe ser listo; había algo mundano y práctico en su Dios en una Caja… No era ningún tonto. Y además tendrá a su favor la experiencia de haber estado en una tumba. Creo que recordará más que la mayoría de los renacidos; o al menos pretenderá que lo recuerda —su tono era cínico e hiriente—. Al Consejo de los Errads no le hace muy feliz la idea de que el Anarca reemprenda su carrera religiosa; son muy escépticos al respecto. Precisamente cuando estamos logrando borrar las últimas copias del Dios en una Caja aparece dispuesto a escribir más…, y nos da la impresión de que su obra futura será aún peor, más radical, más destructiva.

—Ya, claro —dijo Appleford pensativo—. Como ha estado muerto puede muy bien proclamar las auténticas visiones de la otra vida; decir que ha hablado con Dios, que ha visto el Día del Juicio…, todas esas cosas que suelen contarnos los que han regresado de allí… Sólo que lo que él cuente tendrá cierta autoridad; la gente le escuchará —entonces consideró a Ray Roberts desde otro punto de vista relacionado con esto—. Ya sé que ni a usted ni al Consejo les cae bien Roberts —dijo—; pero sí les preocupan las doctrinas que pueda traer consigo el Anarca…

—Su lógica es muy clara —dijo Mavis McGuire. Reflexionó—. Muy bien entonces; retendremos a la mujer de Hermes hasta que tengamos el nombre del cementerio, y si lo obtenemos se lo comunicaremos a Roberts. Al menos… —vaciló— eso le recomendaré al Consejo; la decisión habrán de tomarla ellos, naturalmente. Y si ya se han llevado el cuerpo del cementerio, entonces dirigiremos nuestra atención hacia el vitarium de su marido.

—Es posible hacerlo legalmente —aclaró Appleford; siempre procuraba buscar la solución más moderada—. Se puede comprar al Anarca en el vitarium con una oferta más alta que las otras.

Naturalmente, no mencionó para nada su contacto con Anthony Giacometti; aquello no era de la incumbencia de la Biblioteca. Tony tendrá que darse prisa, se dijo; en cuanto se pone en movimiento el Consejo de los Errads, las cosas avanzan muy rápidamente. Se preguntó si el principal al que representaba Giacometti podría —o querría— hacer una mejor oferta que la Biblioteca. Qué interesante: un duelo entre los Errads y el más poderoso sindicato religioso de Europa.

Mavis McGuire colgó y Appleford se sentó a leer el periódico de la tarde; se enteró de lo de la peregrinación de Ray Roberts; parecía no haber más que eso. Las complejas precauciones de la policía, y todo lo demás; se sintió aburrido y se fue a la cocina a embeber una pizca de sogum.

Mientras se hallaba ocupado en eso, volvió a sonar el videófono. Dejó el sogum y se precipitó a contestar la llamada.

Era otra vez Mavis McGuire.

—Ahora está un Errad con la señora Hermes —dijo Mavis—. La van a interrogar; se están ocupando del asunto. Tienen la teoría de que el vitarium se ha debido de arriesgar y desenterrar al Anarca para estar seguros de no perderlo; es un valor comercial demasiado grande como para eso. Así que opinan que no tenemos que preocuparnos por localizar el cementerio; todo lo que tenemos que hacer es acercarnos al vitarium. El Consejo va a enviar ahora a alguien allí; quieren meterse en él antes de que cierren —y añadió—: Manden a mi hija.

—¿Ann? —preguntó Appleford sorprendido—. ¿Por qué no a un Errad?

—Annie tiene buena mano con los hombres, y tendrá que tratar con un tal Sebastian Hermes, un renacido cuarentón. Pensamos que esa clase de acercamiento dará mejores resultados que una incursión por la fuerza; es de suponer que se llevaron del cementerio el cuerpo del Anarca al vitarium donde le han hecho revivir y luego se lo trasladaron a otro lugar, quizá a una clínica particular que no lograríamos descubrir.

—Cierto —afirmó Appleford impresionado. Ann McGuire también le impresionaba; ya la había visto trabajar anteriormente. Sobre todo con los hombres; como decía su madre: solía ser de lo más eficiente en cuanto se mezclaba el sexo en el asunto.

Siempre había tenido la esperanza, algo masoquista, de que Mavis y el Consejo le enviaran a Ann a hacer algún trabajito con él.

En este caso, con Sebastian Hermes casado, Ann resultaría particularmente eficiente; su especialidad era entrometerse como tercera en discordia en una relación hombre-mujer, suplantando a la esposa (o a la amante; lo que fuera) y reduciendo a dos el número de protagonistas: ella y el hombre.

Suerte, señor Hermes, pensó con amargura. Y entonces se acordó de la tímida señora Hermes, víctima de las investigaciones de un Errad, y se sintió presa de malestar.

Después del interrogatorio, Lotta Hermes no sería la misma. Se preguntó en qué forma cambiaría: para bien o para mal. El interrogatorio podía madurarla o destruirla; cualquier cosa.

Esperó que fuera lo primero; le había gustado la chica.

Pero tenía las manos atadas.