«Tú y yo, cuando dialogamos, nos hacemos el uno dentro del otro. Porque cuando yo entiendo lo que tú entiendes, yo me convierto en tu entendimiento, y me meto dentro de ti, en cierto modo inefable».
ERÍGENA.
Cuando realizaba su ronda en su aerocoche patrulla, el oficial Joseph Tinbane recibió la llamada de la estación de policía:
—Una tal señora Lotta Hermes desea que te pongas en contacto con ella. ¿Es asunto de la policía?
—Sí —mintió; qué otra cosa podía hacer—. Muy bien —dijo—, le telefonearé. Tengo el número. Gracias.
Esperó hasta las cuatro en punto, cuando terminaba su servicio, y entonces, ya despojado del uniforme, la llamó desde una cabina de videófono.
—Me alegro de que me haya llamado —dijo Lotta—. ¿Sabe una cosa? Tenemos que conseguir toda la información posible sobre Ray Roberts, el jefe de ese culto Udi. Precisamente estaba usted en la Biblioteca documentándose sobre él y he pensado que podría obtener de usted la información y así no tengo que volver a la Biblioteca —le miró suplicante—. Ya he ido allí una vez hoy; no puedo volver a ese sitio, es tan espantoso, todo el mundo mirándote y todo tan en silencio.
—Vayamos juntos a tomar un tubo de sogum —dijo Tinbane—. Al Sogum Palace de Sam. ¿Sabe dónde está?, ¿puede ir?
—¿Y allí me dirá todo lo que sepa de Roberts? Es ya un poco tarde y la Biblioteca debe de estar a punto de cerrar, así que luego no me dará tiempo a…
Colgó y se dirigió al Sogum Palace de Sam, en la calle Vine. Lotta aún no había llegado; se sentó a una mesa del fondo desde donde podía ver la puerta. No tardó en aparecer con su abrigo demasiado grande, sus ojos preocupados que miraban a todas partes; avanzó vacilante, sin verle, temerosa de que no estuviera allí, etc. El policía se levantó y le hizo una seña con la mano.
—He traído papel y lápiz para apuntarlo todo —dijo al sentarse jadeante frente a él, encantada de haberle visto…, como si fuera un milagro, algún favor de la fortuna, el que se encontraran en un mismo sitio y casi al mismo tiempo.
—¿Sabe por qué quería verla en este lugar? —le dijo—. ¿Y estar con usted? Porque me estoy enamorando de usted.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó ella—. Entonces tendré que ir a la Biblioteca después de todo —se puso en pie, cogió su lápiz, su papel y su bolso.
Él también se levantó y la tranquilizó:
—Eso no quiere decir que no tenga la información que necesita sobre Ray Roberts o que no se la vaya a dar. Siéntese. No se ponga nerviosa; no pasa nada. Sólo pensé que tenía que decírselo.
—¿Cómo pudo usted enamorarse de mí? —dijo volviendo a sentarse—. Soy un desastre. Y además estoy casada.
—No es usted un desastre —dijo él—. Y los matrimonios se hacen y se rompen; son un contrato civil, como una sociedad. Empiezan. Terminan. Yo también estoy casado.
—Ya lo sé —dijo Lotta—. Nunca pierde ocasión de decir a quien quiera escucharle que su mujer es mezquina. Pero yo quiero a Seb; él es toda mi vida. Es tan responsable —se quedó mirándole atentamente—. ¿De veras está enamorado de mí? ¿En serio? Es muy halagador —parecía que, en cierto modo, aquello la hacía sentirse más a gusto, la tranquilizaba—. Bueno, vamos a ver esos datos sobre ese tal Ray Roberts. ¿Es de verdad tan malo como dicen los periódicos? Ya sabe por qué Seb quiere que reúna la mayor información posible sobre él, ¿verdad? Supongo que no será ningún pecado que se lo diga; ya sabe usted lo único secreto que se suponía no debía decirle. Quiere la información sobre Roberts porque…
—Ya sé por qué —dijo Tinbane inclinándose hacia ella y acariciándole la mano; ella la retiró al instante—. Quiero decir —continuó— que a todos nos gustaría conocer la reacción de Roberts ante el renacimiento de Peak. Pero eso es asunto de la policía; en cuanto renazca Peak es automáticamente responsabilidad nuestra protegerle. Si supieran mis superiores que su vitarium ha localizado a Peak enviarían a su propio equipo a desenterrarle —hizo una pausa—. Si eso ocurriera, su esposo sufriría una enorme pérdida. No se lo he dicho a Gore. George Gore es mi superior en este asunto. Quizá debiera decírselo —esperó pendiente de su reacción.
—Gracias —dijo Lotta— por no habérselo dicho al señor Gore.
—Pero quizá tenga que hacerlo.
—En la Biblioteca dijo usted que era como si yo no le hubiese dicho nada. Estas fueron sus palabras: «Ni siquiera me lo diga a mí», significando que oficialmente, como policía, no me había oído. Si se lo dice al señor Gore… —parpadeó rápidamente—, Sebastian se figurará cómo lo ha sabido; ya sabe lo tonta que soy; siempre tengo que meter la pata; siempre.
—No diga eso. Lo que pasa es que no sabe mentir; dice lo que le pasa por la cabeza, y eso es normal y natural. Es usted una persona admirable y encantadora. Admiro su sinceridad. Pero tiene razón. Su marido se enfadaría como un condenado.
—A lo mejor se divorcia de mí y todo. Entonces podrá usted divorciarse de su mujer y casarse conmigo.
Dio un respingo, ¿estaría bromeando? No podía saberlo. Lotta Hermes era imprevisible, como un pozo sin fondo.
—Cosas más raras se han visto —dijo cautamente.
—¿Más raras que qué?
—¡Que lo que acaba de decir! ¡Lo de que podríamos casarnos!
—Pero —dijo Lotta muy seria— si usted no le dice nada al señor Gore entonces no tendremos necesidad de casarnos.
—Cierto —añadió él hecho un lío. En cierto modo era lógica.
—Por favor, no se lo diga —el tono era implorante, pero con un trasfondo exasperado; después de todo, como acababa de recordarle, había dicho que (oficialmente) no oyó nada—. No creo que usted y yo estemos hechos el uno para el otro; yo necesito a alguien mayor que yo en quien pueda apoyarme; siempre necesito un báculo. Ya no soy una persona adulta y esa maldita Fase Hobart lo confirma día tras día —se puso a hacer rayitas en el cuaderno con el lápiz—. Qué cosa ir hacia la infancia. Volver a ser un bebé, indefenso, dependiente de los demás. Todos los días intento hacerme mayor; lucho todo el tiempo contra ello, igual que las señoras gordas antes luchaban contra las arrugas. Bueno, al menos no tengo que preocuparme de eso. Pero mire, Sebastian aún será adulto cuando yo sea una niña y eso no está mal; puede ser mi padre y protegerme. Pero usted es de mi edad; seremos niños al mismo tiempo, y ¿adonde nos llevará eso?
—A ninguna parte —concedió—. Pero escucha. Haré un trato contigo. Te daré la información que buscas sobre Ray Roberts y no le diré nada a Gore de que tenéis en el vitarium el cuerpo del Anarca Peak. Sebastian no se enterará de que me lo dijiste.
—Se lo dije a los dos. También al bibliotecario —corrigió Lotta.
—Este es mi trato —siguió diciendo él—. ¿Quieres oírlo?
—Sí —escuchó obediente.
Se lanzó de cabeza y dijo ásperamente:
—¿Podrías dispensar un poco de amor a mi persona?
Ella se echó a reír. Con alegría y sin malicia. Y aquello le terminó de desconcertar; ahora sí que no tenía ni idea de cuál era su posición ni de lo que había conseguido (si es que había conseguido algo). Se sintió desalentado; a pesar de su infantilismo, de su inexperiencia, era ella la que controlaba la conversación.
—Y eso ¿qué quiere decir? —preguntó la muchacha.
Pues quiere decir, pensó él, que te acuestes conmigo.
—Podremos salir juntos como ahora de vez en cuando. Vernos; ya sabes. Salir, incluso de día. Puedo cambiar de turno.
—¿Quieres decir mientras Sebastian esté en la oficina?
—Si —afirmó con la cabeza.
Ante sus ojos incrédulos, ella se echó a llorar; le rodaban las lágrimas por las mejillas y no hacía ningún esfuerzo por enjugárselas; lloraba como un crío.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó él, sacando muy serio un pañuelo y limpiándole los ojos.
—Tenía yo razón —dijo Lotta sorprendentemente—. Tengo que ir a la Biblioteca. Qué rabia.
Se levantó, cogió el papel y el lápiz y el bolso y se alejó de la mesa.
—No sabe —dijo algo más calmada— lo que acaba de hacerme. Usted y Sebastian. Entre los dos. Hacerme ir allí por segunda vez hoy. Ya sé lo que va a pasar; ya sé que esta vez me voy a encontrar con la McGuire; ya me la habría cruzado antes si no me hubiera usted ayudado a encontrar al señor Appleford.
—Puedes ir a verle otra vez. Ya sabes dónde está su despacho; ve allí, donde estuvimos antes, adonde te llevé.
—No —movió la cabeza desesperada—. Esta vez no saldrá bien; estará fuera, habrá ido a por sogum o se habrá marchado hasta mañana.
La miró alejarse, incapaz de pensar en nada que decirle, sintiéndose totalmente impotente. Pensó: tiene razón; la mando a enfrentarse con eso. Entre Sebastian Hermes y yo lo hemos hecho; él pudo haber ido; y yo haberle dado esa información. Pero ni él fue ni yo quise decirle nada sin recibir algo a cambio. Dios mío, pensó; y se aborreció. ¿Qué es lo que he hecho?
Y eso que le dije que la quería, pensó. Y Sebastian también; él también la «quiere».
Se quedó mirándola hasta que desapareció de su vista y entonces se fue rápidamente al teléfono del Sogum Palace; buscó el número de la Biblioteca y lo marcó.
—Aquí la Biblioteca de Temas Populares.
—Póngame con Doug Appleford.
—Lo siento —dijo la telefonista—, el señor Appleford ha salido y no volverá hasta mañana. ¿Quiere que le ponga con la señora McGuire?
Colgó.
La señora Mavis McGuire levantó la vista del manuscrito que estaba leyendo y vio a una joven que parecía muy asustada, de pelo muy largo, en pie delante de su mesa, y dijo:
—¿Sí? ¿Qué desea?
—Quería toda la información que tuvieran sobre el señor Ray Roberts —la muchacha estaba muy pálida, blanca como la pared, y hablaba mecánicamente.
—La información que tengamos sobre el señor Ray Roberts —recalcó la señora McGuire burlonamente—. Ya. Y ahora son… —miró el reloj de pulsera— las cinco y media. Media hora antes de que cerremos. Y pretende usted que reúna todas las informaciones para usted. Sólo dárselas, todas juntas y en orden. Para que lo único que tenga usted que hacer sea sentarse y leerlas.
—Sí —dijo la muchacha con un hilo de voz, sin mover apenas los labios.
—Señorita —dijo la señora McGuire—, ¿sabe usted quién soy yo y en qué consiste mi trabajo? Yo soy la bibliotecaria jefe de la Biblioteca; y tengo a mi cargo un centenar de empleados, y cualquiera de ellos podría ayudarla… si vuelve usted otro día más temprano.
—Me dijeron que le preguntara a usted —musitó la muchacha—. Los del mostrador principal. Pregunté por el señor Appleford, pero se ha marchado. Él me atendió antes.
—¿Es usted de la ciudad de Los Ángeles? ¿Pertenece a alguna entidad cívica?
—No. Vengo del Vitarium Flask de Hermes.
—¿Es que se ha muerto el señor Roberts? —preguntó la señora McGuire con sorna.
—No… creo. Más vale que me vaya —la muchacha dio media vuelta alejándose de la mesa, encogiendo aún más los hombros, arrugándose como un pajarillo raquítico y enfermo—. Perdone —se le quebró la voz.
—Espere un minuto —la llamó Mavis McGuire—. Dése la vuelta y míreme. Alguien la ha enviado; su vitarium la mandó aquí. Legalmente, tiene usted derecho a utilizar la Biblioteca como fuente de información. Tiene perfecto derecho a buscar aquí lo que necesite. Venga al otro despacho de ahí dentro; sígame.
Se puso en pie y la precedió rápidamente guiándola a través de los dos despachos de fuera hasta su cuartel general más privado. Una vez ante su mesa de despacho, pulsó uno de los numerosos botones de su sistema de comunicación interior, y dijo:
—Me gustaría que viniera lo antes posible uno de los Errads que esté libre. Gracias —luego se volvió hacia la muchacha. No dejaré que salga de aquí esta personilla, se dijo Mavis McGuire, hasta que me entere de por qué la ha enviado su vitarium para investigar sobre Ray Roberts. Y si yo no logro sacárselo, el Errad sí.