«Solamente huyendo por completo de la nada encontraremos al Ser en toda su pureza.»
SAN BUENAVENTURA.
Forest Knolls, pensó Sebastian. El cementerio abandonado, obviamente elegido con sumo cuidado por quienes habían enterrado al Anarca. Debieron creer en la teoría de Alex Hobart de que el Tiempo estaba a punto de invertir su curso; debieron (los que amaban al Anarca) prever aquella situación.
Se preguntó cuánto tiempo y con cuánto empeño habrían andado los matones de Ray Roberts buscando la tumba. Evidentemente, no le habían dedicado ni el tiempo ni el empeño suficientes.
El cementerio, un exiguo cuadrado de verdor, apareció a sus pies; Sebastian dio marcha atrás, descendió y vino a posarse en lo que había sido un aparcamiento de gravilla pero que ahora estaba cubierto de espesa maleza.
Incluso a la luz del día era un sitio que tiraba de espaldas; pese a la naciente vida que bajo tierra imploraba potencialmente ayuda. «Entonces se abrirán los ojos de los cielos», dijo repitiendo una cita vagamente recordada de la Biblia. «Y las lenguas de los muertos saldrán de su quietud». Unas líneas encantadoras; y ahora tan reales, tan ciertas. ¿Quién lo hubiera dicho? Todos estos siglos consideradas como una fábula muy linda y reconfortante por todos los intelectuales del mundo, algo para convencer a la gente de que aceptara su suerte. Pero aquello que se había predicho, un día había de ser literalmente cierto, no era tan sólo un mito…
Se abrió paso entre las tumbas menos impresionantes y llegó al fin ante el monumento de granito labrado de Thomas Peak, 1921-1971.
La tumba —gracias a Dios— permanecía igual que la última vez. Intacta. No había nadie a la vista, ningún testigo de su acción ilegal.
Sin embargo, para mayor seguridad, se arrodilló sobre la sepultura, encendió el megáfono que utilizaba en aquellas ocasiones, y dijo:
—¿Me oye, señor? Si es así, emita un sonido —retumbó su voz; esperó que el ruido no atrajera a nadie que pudiera pasar por allí. Sacó los auriculares y se los puso, colocando la copa ultrasensible contra la tierra. Escuchó.
De abajo no llegaba ninguna respuesta. Un vientecillo angustioso hacía estremecer las matas de hierbajos irregulares, los matorrales del pequeño cementerio de la periferia… Recorrió con la copa de escucha toda la tumba, esforzándose por oír algo, por captar alguna respuesta. Nada.
Unos metros más allá, procedente de otra tumba, le llegó una vocecilla que salía de debajo de tierra.
—Le estoy oyendo, señor; estoy vivo y me han encerrado aquí abajo; está muy oscuro. ¿Dónde me encuentro? —había pánico en la voz solitaria y desmayada. Sebastian suspiró; al utilizar el megáfono había despertado a otro muerto. Bueno, había que atenderle también a él, a aquel hombre atrapado que se ahogaba en su ataúd. Dio unos pasos hacia la tumba donde había actividad, se arrodilló, colocó la copa de escucha en el suelo, aunque ya era innecesario.
—No se asuste, señor —dijo Sebastian por el megáfono—. Estoy aquí arriba y he oído su ruego. Pronto le sacaremos.
—Pero —se quebró la voz, desmayada y vacilante—. ¿Dónde estoy? ¿Qué lugar es éste?
—Fue usted enterrado —explicó Sebastian; estaba acostumbrado a aquello; cada trabajo que emprendía su firma requería aquel pequeño intervalo entre el despertador muerto y el momento en que le subían y le sacaban…, y sin embargo nunca se había podido acostumbrar a ello.
—Murió usted —siguió explicando— y le enterraron, y ahora el tiempo se ha invertido y vuelve usted a estar vivo.
—¿El tiempo? —repitió la voz—. ¿Cómo? No…, no entiendo; ¿el tiempo de qué? ¿No puedo salir de aquí? No me gusta este sitio; quiero volver a mi cama en el General de La Honda.
Los últimos recuerdos. Del hospital que había resultado ser el último. Sebastian dijo por el megáfono:
—Escúcheme. Pronto tendremos aquí un equipo y hombres para sacarle; procure utilizar la menor cantidad de aire posible; no lo malgaste. ¿Puede relajarse? Inténtelo.
—Mi nombre —dijo la voz temblando— es Harold Newkom y soy un veterano de la guerra; tengo preferencia. Creo que debería usted tratar mejor a un veterano de la guerra.
—Créame —dijo Sebastian—. No es culpa mía.
Yo también tuve que pasar por esto, pensó sombríamente; recuerdo cómo me sentía. Desperté en la oscuridad, en el Sitio, como le llaman. Y algunos, pensó, lamentándose sin obtener respuesta… porque el sistema tiene las manos atadas por esas malditas leyes burocráticas dictadas en Sacramento, leyes que nos estorban y nos entorpecen, leyes anticuadas, malditas sean.
Se puso en pie con cierta dificultad —no rejuvenecía con la suficiente celeridad— y volvió a la tumba del Anarca.
Cuando Bob Lindy, el doctor Sign y el padre Faine llegaron, les dijo:
—Tenemos a un revivido al que hay que atender primero —les mostró la tumba y Bob Lindy se puso inmediatamente con su taladro a trabajar la dura tierra, para hacer llegar abajo el aire necesario. Eso era todo; el resto pura rutina.
El doctor Sign, en pie junto a él, le dijo sarcásticamente.
—Vaya, eso sí que es suerte. Ahora tienes una buena excusa para estar aquí si pasan los polis. Estabas haciendo tu ronda acostumbrada por los cementerios cuando oíste a este hombre… ¿no es eso? Volvió a la tumba; saltaba la basura en todas direcciones tras haber puesto Lindy en marcha los excavadores automáticos. Volviéndose nuevamente hacia Sebastian Hermes, le gritó, por encima del ruido de los excavadores:
—Creo que estás cometiendo un grave error, desde un punto de vista médico, sacando a Peak cuando aún sigue muerto. Es muy arriesgado; se opone al proceso natural de reconstitución de la entidad bioquímica. Todo eso se nos ha dicho una y otra vez; si el cuerpo sale demasiado pronto, deja de reconstituirse; tiene que quedarse ahí abajo, en la oscuridad, frío, lejos de la luz.
—Como el yogur —dijo Bob Lindy.
—Y, además —siguió diciendo el doctor Sign—, trae mala suerte.
—Mala suerte —repitió Sebastian divertido.
—Tiene razón —dijo Bob Lindy—. Se supone que se produce un relajamiento de las fuerzas de la muerte, cuando se saca prematuramente a un muerto. Las fuerzas quedan sueltas por el mundo y siempre se fijan en una persona.
—¿En quién? —dijo Sebastian. Pero ya conocía aquella superstición; ya lo había oído decir antes. La maldición caía sobre la persona que había desenterrado al muerto.
—En este caso en ti —dijo Bob Lindy, riendo con una mueca.
—Le volveremos a enterrar —dijo Sebastian. Los excavadores se habían detenido; Lindy se inclinó sobre el agujero, buscando a tientas el reborde del ataúd—. Lo enterraremos en el sótano. Bajo el Vitarium Flask de Hermes.
Avanzó. Él, el doctor Sign y el padre Faine ayudaron a Lindy a extraer el ataúd húmedo y medio deshecho.
—Desde el punto de vista religioso —dijo a Sebastian el padre Faine, mientras Lindy, con mano experta, iba desatornillando la tapa de la caja— es una violación de la ley moral de Dios. El renacimiento tiene que realizarse a su tiempo; tú, mejor que todos nosotros, deberías saberlo…, puesto que pasaste por ello —abrió el libro de oraciones para empezar a rezar sobre el señor Harold Newkom—. Mi lectura para hoy —dijo— pertenece al Eclesiastés: «Arroja tu pan sobre las aguas, pues habrás de encontrarlo al cabo de muchos días» —miró severamente a Sebastian y siguió con su lectura.
Sebastian Hermes dejó a los demás en sus distintas ocupaciones y fue a pasear por el cementerio, como solía, anhelante, alerta, con el oído atento…; pero, como antes, se sintió atraído hacia una sola tumba, hacia el único lugar que importaba: el monumento esculpido en granito del Anarca Peak; no podía alejarse de él.
Tenían razón, pensó. El doctor Sign y el padre Faine; es un enorme riesgo médico y un indudable quebrantamiento de la ley: no sólo de la ley de Dios sino de la del código civil. Todo eso ya lo sé, pensó; no tienen necesidad de decírmelo. Mi propio equipo, pensó sombrío, y son incapaces de apoyarme.
Lotta sí lo haría, pensó. De eso siempre podía estar seguro: de su apoyo. Ella lo entendería; no podía arriesgarse a no desenterrar al Anarca. Dejarle allí era invitar a los engendros del poder de Ray Roberts a que cometieran un asesinato. Puedo alegar esa razón: es por la propia seguridad del Anarca.
¿Cómo de peligroso, se preguntó una vez más, será ese Ray Roberts? Aún no lo sabemos; sólo por lo que dicen los periódicos.
Se dirigió hacia el aerocoche y marcó el número de teléfono de su casa.
—¿Diga? —se oyó la voz aniñada de Lotta, intimidada por el teléfono; entonces le vio y sonrió—. ¿Otro trabajo? —podía ver el cementerio detrás de él—. Espero que sea algo interesante.
—Escucha, cariño —dijo Sebastian—. No me gusta nada hacerte esto, pero no tengo tiempo de ocuparme yo de ello; estamos aquí muy atados con este trabajo y después… —vaciló—. Tenemos otro esperando —dijo, sin hablar de quién se trataba.
—¿Qué es lo que quieres? —escuchó atentamente.
—Otro trabajo de investigación en la Biblioteca.
—¡Oh! —a duras penas logró ocultar su angustia—. Claro, no faltaba más.
—Esta vez quiero conocer la historia de Ray Roberts.
—Lo haré —dijo Lotta—, si puedo.
—¿Qué quiere decir, si puedes?
—Sufrí… —dijo Lotta— un ataque de angustia.
—Lo sé —dijo y sintió cuánto la estaba haciendo sufrir.
—Pero supongo que podrá hacerlo también ahora —asintió tristemente.
—Sobre todo —dijo él—, sobre todo, mantente alejada de ese monstruo que es Mavis McGuire —si puedes, pensó.
De pronto, Lotta se animó:
—Precisamente Joe Tinbane acaba de hacer una investigación sobre Ray Roberts. A lo mejor consigo la información de él —en su rostro se dibujaba el mayor contento y satisfacción—. Así no tendré que ir allí.
—De acuerdo —dijo Sebastian. ¿Por qué no? Era lógico que la policía de Los Ángeles investigara a Roberts; después de todo ese hombre se disponía a hacer su aparición en su área jurisdiccional. Probablemente Tinbane sabía todo lo que había que saber; incluso (Dios me perdone, pero creo que es cierto) habrá conseguido más en la Biblioteca de lo que jamás pudiera lograr Lotta.
Cuando colgó, pensó: ojalá pueda localizar a Joe Tinbane. Pero tenía sus dudas; la policía debía estar ocupadísima en estos momentos; quizá Tinbane tuviera todo el día ocupado.
Tenía el sentimiento de que Lotta tendría mala suerte; muy pronto y muy intensamente. Y pensando en ello se sintió acobardado; tembló por ella.
Y se sintió aún más culpable.
Volvió hacia su equipo de empleados junto a la sepultura abierta, y dijo:
—Vamos a despachar rápido a éste y así nos pondremos manos a la obra con el importante —se había decidido ya: exhumarían el cuerpo del Anarca ahora, en este viaje.
Esperó no vivir lo bastante para arrepentirse de ello. Pero tenía la firme impresión de que sí se arrepentiría.
Y sin embargo, al menos a él, seguía pareciéndole que era lo mejor que podía hacerse. No conseguía quitarse esa idea de la cabeza.