5

«El amor es el final y el sereno cesar del movimiento natural de todas las cosas móviles, y más allá de él no hay movimiento».

ERÍGENA.

A las tres de la tarde, el oficial Tinbane se presentó ante su superior, George Gore.

—Y bien —dijo Gore echándose hacia atrás y hurgándose los dientes con un palillo sin dejar de observar con ojo crítico a Tinbane—, ¿ha aprendido usted muchas cosas sobre Ray Roberts?

—Nada que me haga cambiar de opinión. Es un fanático. Hará lo que sea por conservar el poder; y es un asesino en potencia —estaba pensando en el Anarca Peak, pero no dijo nada al respecto; aquello quedaba estrictamente entre él y Lotta Hermes…, o al menos así lo veía él. En cualquier caso era un problema muy complejo. Lo tocaría de oído.

—Un Malcolm X moderno —dijo Gore—. ¿Recuerda haber leído algo sobre él? Predicaba la violencia y le devolvieron la violencia. Como dice la Biblia —siguió escudriñando el rostro de Tinbane—. ¿Quiere que le diga cuál es mi teoría? He comprobado en los anales cuándo murió el Anarca Peak y he visto que está a punto de renacer. Creo que Ray Roberts ha venido aquí para eso. El renacimiento de Peak terminaría con la carrera política de Roberts. Creo que le encantaría matar a Peak… si da con él a tiempo. Si espera… —Gore hizo como que cortaba algo con el borde de la mano—. Demasiado tarde. Una vez restablecido Peak ahí se queda; era un tío astuto, pero no violento. El momento crítico será dentro de ocho o diez días —o cuando sea— en el período que transcurra entre el desentendimiento de Peak y el momento en que abandone el hospital. Peak estaba muy enfermo los últimos meses de su vida; toxemia, creo. Tendrá que quedarse en el hospital hasta que se le pase, antes de volverse a hacer con el control del Udi.

—¿Sería bueno para Peak —dijo Tinbane— que le localizase un equipo de policías?

—Sí, ya lo creo que sí. Le daríamos protección, si le desenterramos. Pero si uno de esos vitariums privados se hace con él… no podrán evitar que sea asesinado; no están preparados para evitarlo. Por ejemplo, utilizan hospitales normales…; nosotros, por supuesto, tenemos los nuestros. Ya sabe usted que no es la primera vez que se da un caso como éste de alguien que tenga gran interés en que un renacido siga muerto. Lo que pasa es que este caso es más público, a mayor escala.

—Pero por otra parte —dijo Tinbane pensativo—, el tener al Anarca Peak, el poder venderle sería un negocio redondo para cualquier vitarium. Convenientemente vendido a la parte interesada le proporcionaría una fortuna regular —estaba pensando lo que una venta como aquélla representaría para una empresa tan pequeña como el Flask de Hermes; les estabilizaría financieramente por un período prácticamente indefinido. El que la policía confiscase a Peak significaría un auténtico desastre para Sebastian Hermes…; sería, en resumidas cuentas, el mayor fracaso, la ruina de Sebastian. Para toda la vida de su empresa, tamaño pulga.

¿Puedo quitarle ese negocio?, se preguntó Tinbane. Dios mío, qué cosa tan fea, aprovechar esa ventaja profesional que me da el que Lotta soltara aquello en el despacho de Appleford.

Desde luego, Appleford podía hacerlo, podía venderle la información a Ray Roberts…, y a buen precio. Pero dudaba que lo hiciese; Appleford no era de esa clase de hombres.

Por otra parte, y en bien del Anarca…

Pero si la policía se hacía con el Anarca, Sebastian se daría cuenta de cómo habían dado con él; seguiría fácilmente la pista hasta Lotta. Tengo que pensarlo bien, se dijo, con vistas a los planes que pueda tener para con ella, a mis relaciones —o posibles relaciones— con ella.

Pero ¿a quién estoy intentando ayudar?, se preguntó. ¿A Sebastian? ¿A Lotta? ¿O… a mí?

Puedo chantajearla, pensó, y el pensamiento le horrorizó; sin embargo, lo había pensado muy claramente. No hay más que decirle, en cuanto pueda verla a solas unos minutos… le doy a elegir. Puede ser…

Diantre, pensó. ¡Es terrible! Chantajearla para que se convierta en mi amante; pero ¿qué clase de persona soy?

Por otra parte, bien mirado, lo que cuenta no es lo que se piensa; es lo que se hace.

Lo que debería hacer, decidió, es hablarle de ello a algún cura; alguien tiene que saber cómo resolver las cuestiones morales difíciles.

El padre Faine, pensó. Podría hablar con él.

En cuanto salió del despacho de George Gore, saltó a su coche patrulla y se dirigió al Vitarium Flask de Hermes.

La vieja y frágil construcción de madera siempre le había hecho gracia; parecía estar perpetuamente a punto de venirse abajo, y, sin embargo, ahí seguía. Cuántas empresas se habían ido mudando de allí, con el paso del tiempo, asustadas por aquellas premisas. Antes de convertirse en vitarium, Sebastian le contó que el edificio había albergado una pequeña fábrica de quesos con nueve empleadas. Y antes creía Sebastian que había sido un establecimiento de reparación de televisores.

Aterrizó con su coche patrulla, cruzó el umbral. Ante la máquina de escribir, detrás del mostrador, estaba Cheryl Vale, la amable y treintañera recepcionista y contable de la firma; en aquel momento se encontraba hablando por teléfono, por lo que Tinbane siguió hasta la puerta del fondo, donde se reunían los empleados. Allí estaba su único agente de ventas, R. C. Buckley, leyendo una sobadísima revista Playboy, la eterna obsesión de los agentes de ventas.

—¿Qué hay, oficial? —le saludó R. C. descubriendo los dientes en una enorme sonrisa—. ¿Has salido a poner multas como de costumbre? —rió con risa de vendedor.

—¿Está aquí el padre Faine? —preguntó Tinbane mirando en torno suyo, sin conseguir verlo.

—Está fuera con los demás —dijo R. C.—. Se toparon con otro vivo en el cementerio de Cedar Halls, en San Fernando. Vendrán dentro de media hora. ¿Te apetece un poco de sogum? —señaló un recipiente casi lleno, el pasatiempo del establecimiento cuando no había otra cosa que hacer.

—¿Qué crees tú —dijo muy serio el oficial Tinbane sentándose en uno de los taburetes de trabajo de Bob Lindy—, que lo que cuenta es lo que se hace o lo que se piensa? Digo las ideas que te vienen y te rondan, pero que luego no pones en práctica… ¿ésas también cuentan?

R. C. arrugó la frente.

—No sé a qué te refieres.

—Mira, verás. —Tinbane manoteaba, intentando explicar lo que tenía en la cabeza; resultaba difícil, y R. C. no era el más indicado para escucharlo. Pero al menos era mejor eso que darle vueltas a solas—. Es como los sueños —dijo; se le había ocurrido una forma de explicarlo—. Supón que estás casado. Lo estás, ¿verdad?

—Sí, ya lo creo —dijo R. C.

—Muy bien, yo también. Ahora, digamos que quieres a tu mujer. Supongo que la quieres; yo quiero a la mía. Ahora supongamos que tienes un sueño; sueñas que te ligas a otra mujer.

—¿Qué otra mujer?

—La que sea. Otra mujer. Estás en la cama con ella. En sueños, digo. Bueno, ¿es pecado eso?

—Lo es —decidió R. C.— si después cuando te despiertas te pones a pensar en el sueño y te complaces en ello.

—Muy bien —siguió Tinbane—. Supón que te viene a la cabeza la idea de cómo herir a una persona, de cómo valerte de ella y abusar; y no lo haces, naturalmente, porque es amiga tuya, ¿me entiendes? Quiero decir que eso no se lo haces a una persona a la que aprecias; por supuesto. Pero ¿está mal que se te ocurra la idea, sólo que se te ocurra?

—Te has equivocado de hombre —dijo R. C.—, espera a que venga el padre Faine y se lo preguntas a él.

—Ya. Pero tú estás aquí, y él no —y sintió toda la urgencia del problema; pesaba sobre él, haciéndole moverse y hablar, obligándole a seguir, no la lógica normal, sino su propia lógica.

—Todo el mundo —dijo R. C.— tiene impulsos agresivos, hostiles hacia alguien, en un momento dado. Yo de vez en cuando le daría un buen puñetazo a Seb, y no digamos a Bob Lindy; Lindy me saca de quicio. Y a veces incluso… —R. C. bajó la voz—. Lotta, ya sabes, la mujer de Seb; viene mucho por aquí. Sin razón, sólo porque… ya sabes; se da una vuelta por aquí para charlar un rato. Es simpática, pero, maldita sea, a veces me pone negro. Es una pelma.

—Es muy maja —dijo Tinbane.

—Sí que es maja. No hay otra como ella. Pero ¿no era eso a lo que te referías? Pues eso, que una persona tan simpática como ella, me dan ganas de tirarle un cenicero a la cabeza porque me resulta tan… —gesticuló— tan dependiente. Todo el rato colgada de Seb. Y él es mucho más viejo que ella. Y con esto del antitiempo, la Fase Hobart, se está volviendo cada vez más jovencilla; pronto será una quinceañera y tendrá que ir al instituto, y cuando él sea… pongamos de mi edad, ella será un bebé. ¡Un bebé! —se quedó mirando al oficial Tinbane.

—Tienes razón —concedió Tinbane.

—Claro que cuando se casó con él era mayorcita. Más madura. No la conociste entonces; no hacías rondas por esta parte. Pero lo que es ahora —se estremeció—, ya ves lo que hace la maldita Fase Hobart.

—¿Estás seguro? —dijo Tinbane—. Yo creía que tenías que haber muerto y renacido para volverte más joven.

—Demontre —dijo R. C.—, ¿no entiendes lo del antitiempo? Mira: yo la conocí antes. Era mayor que ahora. Yo era mayor; todos lo éramos. ¿Sabes lo que creo? Creo que se te ha bloqueado la mente por no enfrentarte con ello, porque ahora eres joven, demasiado joven incluso; tú tampoco te puedes permitir el volverte más joven. Porque tendrías que dejar de ser policía.

—Que te crees tú eso —sentía un enfado tremendo, rápido y terrible—. A lo mejor te afecta un poco el antitiempo si no te has muerto, a lo mejor te estabiliza un poco, pero no es como a los muertos, como Seb. Reconozco que está haciéndose más joven, pero Lotta no. La conozco desde hace… —calculó mentalmente— casi un año. Está más madura.

Un aerocoche aterrizó en la azotea encima de ellos; por las escaleras bajaron Bob Lindy, Sebastian Hermes y el padre Faine.

—Un buen trabajo —dijo Sebastian al ver al oficial Tinbane— el que ha hecho el doctor Sign. Está con él, con el antiguo nacido, en la Emergencia de Ciudadanos —suspiró—. Estoy agotado —se sentó en una silla con asiento de rejilla y cogió un resto de cigarrillo del cenicero que había a su lado, lo encendió y se puso a echar humo dentro de él—. Bueno, Joe Tinbane, ¿qué hay de nuevo? ¿Algún desasesinato? —se echó a reír. Los demás también.

—Quería hablar con el padre Faine —dijo Tinbane— sobre un… asunto religioso. Algo personal —volviéndose al padre Faine—: ¿Puede usted venir conmigo al coche patrulla y así nos sentamos y le hago esa consulta?

—No faltaba más —dijo el padre Faine; siguió a Tinbane hacia la habitación de entrada al establecimiento, pasaron por delante de Cheryl Vale, que aún hablaba por teléfono, y salieron a donde Tinbane tenía el coche patrulla aparcado.

Se sentaron y durante unos momentos permanecieron en silencio. Entonces dijo el padre Faine:

—¿Tiene algo que ver con el adulterio? —al igual que Seb, él también era, indudablemente, un tanto psiónico.

—No, qué va —dijo Tinbane—; tiene que ver con ciertos pensamientos que he tenido y que nunca tuve antes. Verá…, hay una situación de la que puedo aprovecharme. Pero a costa de otra persona. Ahora bien, ¿qué intereses tienen prioridad? ¿Los de esta persona, por qué? ¿Por qué no los míos? Yo también soy una persona. No lo veo muy claro —volvió a caer en un mutismo mohíno—. Está bien, tiene que ver con una mujer, pero de lo que estoy hablando no es del adulterio; se trata de perjudicarla, a la muchacha. Hay algo que me da cierto poder sobre ella para pensar…, sólo pensar, no sé…, que podría llevármela a la cama.

Se preguntó si la habilidad telepática del padre Faine le permitiría distinguir la imagen de Lotta Hermes; deseó con todas sus fuerzas que no fuera así…, pero de todas formas el pastor tendría que mantener el secreto. Aunque resultaría violento.

—¿Tú la quieres? —preguntó el padre Faine. Aquello le dejó cortado. Frío.

—Sí —dijo al fin.

Era verdad. La amaba. Nunca había entrado en su conciencia, pero así era. De modo que aquello era lo que le espoleaba; a eso se debían sus incomprensibles pensamientos.

—¿Está casada?

—No —dijo. Para mayor seguridad.

—Pero ella no te quiere —dijo vivamente el padre Faine.

—No, qué demonio; a quien quiere es a su marido —entonces se dio cuenta de lo que acababa de decir y de lo fácilmente que descifraría el padre Faine por qué había dicho que no estaba casada; podía darse cuenta de que se trataba de Lotta—. Y él es un buen amigo mío —dijo—. No quiero hacerle daño. Pero el caso es que la quiero, pensó, y eso duele; eso es lo que me hace sentir como me siento; cuando se ama a alguien se quiere estar con ella, tenerla como esposa o como novia. Es natural; es biológico.

—Ten cuidado —dijo el padre Faine— de no darme nombres. No sé cuánto sabes tú del rito de la confesión, pero siempre es obligatorio no dar nombres.

—¡No me estoy confesando! —se sintió indignado—. Sólo le estoy pidiendo su opinión profesional.

¿Estaría confesándose un pecado? En cierto modo sí; estaba pidiendo ayuda, pero también solicitando absolución. Perdón por lo que había pensado, por lo que pudiera hacer; perdón por lo que era en esencia; su esencia era quien hablaba, quien anhelaba a Lotta Hermes y estaba dispuesta a sortear cuantos escollos trataran de impedirle hacerse con ella, como un salmón saltando y brincando a contracorriente.

—El hombre —dijo el padre Faine— es en parte animal, con pasiones animales. No es culpa tuya, ni nuestra, el que tengamos deseos ilícitos que van contra la ley de Dios.

—Sí, pero tengo una naturaleza superior —dijo mordazmente. Lo malo es que no aparece, pensó; no en este caso, el conflicto no va por ahí. No hay en mí nada que se oponga a mis deseos.

»Lo que quiero, advirtió, no es que se me aconseje lo que está bien, ni que se me absuelva. ¡Lo que quiero es un papelito que me dé permiso para llevar a cabo lo que deseo!

—En eso no puedo ayudarte —dijo el padre Faine un tanto triste.

Sorprendido, consciente de que había leído sus pensamientos, dijo:

—Desde luego puede usted leer el pensamiento de las personas.

Ahora deseaba dar por terminada la discusión; sin embargo, el padre Faine no estaba dispuesto a dejarle marchar: era evidente que tenía que pagar el precio de la consulta.

—No es que tengas miedo de actuar mal —dijo el padre Faine—, lo que ocurre es que temes intentar actuar mal y fracasar en tu intento y que todo el mundo se entere. La muchacha que deseas, su marido; temes fracasar y que se forme un frente contra ti que te deje fuera de combate —el tono era crítico y no admitía réplica—. Dices que tienes cierto poder sobre esa muchacha; supón que intentas lo que quieres y que ella salta por otro lado, se asusta y se cobija en su marido, lo que no deja de ser natural; entonces tú… —hizo un gesto— cabe decir que fuiste a por lana y saliste trasquilado.

Por la radio del coche patrulla la radiotelefonista de la policía dio unas órdenes a otro equipo en otra parte de Los Ángeles. Sin embargo, dijo Tinbane:

—Eso es para mí; tengo que largarme —abrió la portezuela del coche y el padre Faine salió.

—Muchas gracias, padre —dijo cortés y educadamente.

Se cerró la puerta; el padre Faine se alejó y entró en el edificio.

Tinbane salió rugiendo y se perdió en el cielo, lejos del Vitarium Flask de Hermes. Por el momento.

Al ver entrar al establecimiento al padre Faine, Sebastian Hermes notó su turbación, y le dijo:

—Debe de tener usted algún problema.

—Todos los tenemos —dijo vagamente el padre Faine, sin dejar traslucir sus pensamientos.

—Volvamos al trabajo —dijo Sebastian al padre y a Bob Lindy, que se encontraba sentado en su taburete—. He estado observando por el monitor si lanzaba señales el chivato que puse en la tumba del Anarca Peak, y creo que he recogido latidos de corazón. Muy débiles e irregulares, pero me dice mi intuición que hay algo ahí; estamos muy cerca.

—Debe valer su peso en oro —dijo Lindy.

—Lotta recogió un montón de información en la Biblioteca —dijo Sebastian—. Hizo un buen trabajo —la verdad es que se preguntaba cómo se las había podido arreglar, dada su timidez—. Sé todo lo que hay que saber sobre ese Anarca Peak. Fue un gran hombre. No se parecía en nada a ese Ray Roberts; todo lo contrario, el extremo opuesto. Le haremos un gran servicio al mundo, y sobre todo a la población de la Municipalidad Negra Libre —sin darse cuenta inhaló el humo del cigarrillo vigorosamente y éste se alargó entre sus dedos—. Lo malo —declaró— es que tiene que volver a la Biblioteca; esta vez quiero que reúna todo lo que pueda sobre ese chalado de Ray Roberts.

—¿Por qué? —preguntó Bob Lindy.

—Roberts —dijo Sebastian con un gesto para que le prestaran atención— es al mismo tiempo una amenaza y potencialmente nuestro mejor comprador —se volvió hacia el experto R. C. Buckley—: ¿No es así?

R. C. le dio vueltas a aquello en la cabeza durante unos momentos.

—Como bien dices, estaremos más seguros cuando Lotta nos traiga más elementos de juicio sobre él; la mayor parte de lo que sale en los periódicos sobre las estrellas de la tele o sobre los políticos o las figuras religiosas son puras invenciones. Pero sí, creo que tienes razón. El Anarca fundó el culto Udi; cabe pensar que nadie le quiere tan mal como ellos —concluyó—: Naturalmente, como has insinuado, puede que le maten sin más.

—¿Es eso problema nuestro? —dijo Lindy—. Lo que hagan después con el Anarca no nos importa para nada; nuestra responsabilidad termina en cuanto transferimos la propiedad y cobramos el dinero.

Cheryl Vane, que estaba escuchando, terció:

—Eso es horrible. El Anarca era tan buena persona…

—Vamos a esperar —dijo Sebastian—. Esperemos hasta ver qué nos trae Lotta de la Biblioteca. Quizá Roberts no sea tan malo. A lo mejor podemos hacer negocio con él, un negocio perfectamente legal y ético —su instinto (de que tenían entre manos una auténtica bomba) permanecía inamovible.

—A Lotta no le va a hacer ninguna gracia —dijo el padre Faine— tener que volver a la Biblioteca. Ese lugar la ha traumatizado.

—Ya lo hizo una vez —dijo Sebastian— y nadie se la comió —mas en su fuero interno se sentía culpable; quizá debiera ir él. Pero la Biblioteca le echaba para atrás también. Quizá, pensó, fuera eso lo que le había movido a mandar a su mujer a buscar la información la primera vez…, a hacer el trabajo que debiera hacer él. Y Lotta se habría dado cuenta; sin embargo, fue.

Aquella cualidad suya era su mayor atractivo. Y, sin embargo, invitaba en cierto modo a abusar de ella, y contra eso tendría que guardarse. Las decisiones las tomaba él, no ella. A veces renunciaba a ellas con éxito, y otras, como en el caso de la Biblioteca, cedía a sus propios temores; velaba por su propio interés y permitía que fuera ella quien sufriera. Aquello le hacía odiarse periódicamente…, como le ocurría ahora hasta cierto punto.

—Hay algo —estaba diciendo el padre Faine— que quizá no se te haya ocurrido, Sebastian. Movido por una envidia muy humana, Ray Roberts puede no querer que renazca el Anarca Peak, pero quizá en su organización haya otros que esperen impacientes el retorno de Peak.

—Un grupo disidente —dijo Sebastian, pensativo.

—A lo mejor puedes ponerte en contacto con ellos a través de ese policía, el oficial Tinbane —y volviéndose a R. C. Buckley, añadió—: Me parece que ése es asunto tuyo; para eso te pagamos.

—Claro, claro —dijo R. C. moviendo la cabeza vigorosamente para decir que sí; sacó su libreta del bolsillo y se puso a hacer unos garabatos—. Me encargaré de ello.

Bob Lindy, que tenía auriculares del monitor conectado con el chivato que había colocado Sebastian en la tumba del Anarca, dijo de pronto:

—Eh, creo que tenías razón. Oigo latidos de corazón; como tú decías, débiles e irregulares, pero cada vez más firmes.

—Déjame escuchar —dijo R. C. Buckley inclinándose sobre Lindy impacientemente. También él, como Sebastian, se olía la tempestad que se les venía encima—. Sí —dijo al cabo de un rato; se quitó los auriculares y se los ofreció al padre Faine.

—Vamos a sacarle de allí —dijo Sebastian bruscamente—. Ya no esperamos más.

—Eso va contra la ley —le recordó el padre Faine—. No se puede excavar antes de oír perfectamente la voz del enterrado.

—¡Leyes! —dijo R. C. contrariado—. Está bien, padre, si quiere obedecer la ley al pie de la letra, entonces negociaremos con Ray Roberts; según la ley, tenemos derecho a vender al mejor postor. Así es como se rigen estos negocios.

Cheryl Vale llamó por el videófono interior a Sebastian.

—Señor Hermes, tengo una conferencia para usted, de persona a persona —tapó el micrófono con la mano—. No sé quién es. Se trata de una llamada desde Italia.

—¡Italia! —exclamó Sebastian, perplejo. Volviéndose a R. C., dijo—: Echa un vistazo a tu fichero y mira a ver si tenemos a alguien de origen italiano —se fue junto a la señorita Vale y tomó el teléfono—. Aquí Sebastian Hermes —dijo—. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

El rostro que aparecía en la pantallita tampoco le era familiar a él. Un tipo caucasiano con el pelo largo muy negro y ensortijado y una mirada intensa y penetrante.

—Usted no me conoce, señor Hermes —dijo el hombre—, y hasta ahora nunca había tenido el placer de hablar con usted —tenía un ligero acento italiano y era mesurado y ceremonioso en su forma de hablar—. Encantado de hablar con usted.

—Lo mismo digo —dijo Sebastian—. Es usted el signor…

—Tony —dijo el italiano moreno—. No importa mi apellido. Tenemos entendido, señor Hermes, que poseen ustedes los derechos sobre el difunto Anarca Peak. O el ex difunto Anarca Peak, si es ése el caso. ¿Cuál de los dos es, señor Hermes?

Sebastian dudó, y luego dijo:

—Sí, mi firma posee los derechos del individuo en cuestión. ¿Está usted interesado en su adquisición?

—Desde luego —dijo Tony.

—¿Puedo preguntarle a quién representa usted?

—A una persona muy importante que está interesada —dijo Tony—. No tiene nada que ver con el Udi. Y eso ya es algo. Ya se dará usted cuenta de que Ray Roberts es un asesino, resulta esencial mantener al Anarca fuera de su alcance. Ya sabrá que existe una ley tanto en los Estados Unidos del Oeste como en Italia que dice que es felonía transferir la propiedad de un renacido a alguien que se supone razonablemente pueda hacerle daño, ¿no? ¿Es usted consciente de ello, señor Hermes?

—Le voy a pasar al señor Buckley —dijo Sebastian, picado; pues aquella parte del negocio no era de su incumbencia—. Es nuestro representante de ventas; un momento —le pasó el aparato a R. C., que inmediatamente se puso en acción.

—Aquí R. C. Buckley —entonó—. Ah, sí, Tony; su información es correcta; tenemos al Anarca Peak en nuestro inventario; se está recuperando estupendamente de los dolores del renacimiento en el mejor hospital que hemos podido encontrarle. Naturalmente, no puedo decirle de cuál se trata; ya entiende, ¿verdad? —le hizo un guiño a Sebastian—. ¿Puedo preguntarle de dónde ha sacado usted esa información? Hemos mantenido este asunto bastante en secreto… A causa de los distintos intereses implicados; como por ejemplo Ray Roberts, quien creo mencionó usted antes —hizo una pausa, esperando.

Sebastian pensó: ¿Cómo ha podido enterarse nadie? Sólo lo sabemos los seis de aquí de la organización. Lotta, pensó entonces. Ella también lo sabe. ¿Se lo habría dicho a alguien? Bueno, tendrían que darlo a la luz pública si querían vender al Anarca. Pero tan pronto, antes de tener la verdadera custodia física… Resultaba ya imperativo sacar al Anarca de debajo de tierra sin más dilación, dentro o fuera de la ley. Apuesto a que ha sido Lotta, pensó. Maldita sea.

Se llevó a Bob Lindy fuera del área de trabajo del establecimiento, y le dijo:

—Ahora no tenemos más remedio que poner manos a la obra. En cuanto R. C. cuelgue ponte a trabajar y localiza al doctor Sign; vosotros dos y el padre Faine os encontraréis conmigo en el cementerio de Forest Knolls; yo salgo pitando ya —sentía toda la urgencia del caso—. Os veré allí entonces; y daos prisa. Explícale la situación a Sign.

Le dio una palmada a Lindy en la espalda, luego salió disparado escaleras arriba hacia el aparcamiento de la terraza en donde había aterrizado su aerocoche.

Al poco rato ya iba por los aires camino del pequeño y casi abandonado cementerio en donde yacía el Anarca Peak.