«Si, por tanto, existiese Dios, no habría mal; pero existe el mal en el mundo. Por lo tanto, Dios no existe».
SANTO TOMÁS DE AQUINO.
En cuanto el robot Carl Gantrix Júnior salió de su despacho, Doug Appleford pulsó el botón de intercomunicación que le ponía en contacto con su superior, la bibliotecaria jefe, Mavis McGuire.
—¿Sabe usted lo que acaba de ocurrir? —dijo—. Alguien que representaba a ese culto Udi mandó aquí un robot y empezó a colocar material hostil en mi despacho. Ya se ha ido —añadió—. Quizá tenía que haber llamado a la policía. Técnicamente aún podría hacerlo; la cámara oculta que tengo aquí grabó el incidente, así que tenemos pruebas si queremos denunciarles.
Mavis tenía aquella expresión suya antipática, aquella calma mortal que solía preceder a los discursos. Sobre todo a estas horas del día (por la mañana temprano) en que estaba más irritable.
Al cabo de los años, Appleford había aprendido a convivir con ella, por así decirlo. Como administrativo, era perfecta. Tenía energía; era eficiente; siempre asumía —acertadamente— la autoridad decisiva; nunca había visto a Mavis escurrir el bulto cuando se le consultaba algo… como en este caso. Nunca en sus más disparatados sueños se le habría ocurrido suplantarla; sabía, racional y fríamente, que no poseía la habilidad de ella; tenía el suficiente talento como actuar de subordinado suyo —y hacerlo bien—, pero eso era todo. La respetaba y la temía, una combinación capaz de matar todas las aspiraciones que pudiera tener de llegar más arriba en la jerarquía de la Biblioteca. Mavis McGuire era el jefe y así estaba bien; ahora le gustaba aquella situación, pues así dejaba el asunto sobre las espaldas de ella.
—Udi —dijo Mavis torciendo la boca—. Esa abominación. Sí; ya sé que Ray Roberts está por ahí haciendo su agosto; ya me imaginaba que vendrían por aquí a meter la nariz. Supongo que habrá usted expelido el material hostil.
—Totalmente —le aseguró Appleford. Aún seguía sobre la alfombra adonde había ido a parar, rechazado por el fichero.
—¿Qué es exactamente —dijo Mavis en voz muy baja, casi susurrante— lo que andan buscando?
—El lugar donde está enterrado el Anarca Peak.
—¿Tenemos esa información?
—Ni siquiera me preocupé de buscarla —dijo Appleford.
—Comprobaré si la tenemos con el Consejo de los Errad —dijo Mavis—, y averiguaré si quieren que se dé a la luz tal información; ya veré cuál es su postura en un asunto como éste. Ahora tengo otras cosas que resolver, disculpe —y colgó.
La señorita Tomsen le llamó por el intercomunicador:
—La señora Hermes y el oficial Tinbane desean verle, señor. No tienen cita previa.
—Tinbane —repitió. Siempre le había caído bien aquel joven oficial de la policía. Una persona tan honrada, tan recta y cumplidora como Appleford: tenían bastante en común. La señora Hermes; no la conocía. Posiblemente se trataba de alguien que se negaba a devolver un libro a la biblioteca; Tinbane se había encargado de casos como ése hacía tiempo—. Hágales pasar —decidió. Probablemente la señora Hermes era una retenedora…, una de esas personas que se niegan a entregar un libro cuando ya le ha llegado su hora.
Entró el oficial Tinbane, de uniforme, y con él una muchacha de aspecto dulce de cabellos sorprendentemente largos. Se la veía insegura y buscaba protección en el oficial de policía.
—Adiós, muy buenas —les saludó Appleford amablemente—. Por favor, siéntense —se levantó para ofrecerle una silla a la señora Hermes.
—La señora Hermes —dijo Tinbane— está buscando información sobre el Anarca Peak. ¿No han erradicado ustedes aún el material que le haría falta?
—Probablemente no —dijo Appleford. Aquél parecía ser el tema del día, meditó. Pero esas dos personas, contrariamente a Carl Gantrix, no parecían tener relación con Roberts, lo que determinó un cambio en su actitud—. ¿Desea algo en particular? —le preguntó a la muchacha con deferencia, para infundirle seguridad; resultaba evidente que se sentía intimidada.
—Mi marido quiere que reúna toda la información que pueda encontrar —respondió la muchacha con voz queda.
—Le sugiero —dijo Appleford— que en lugar de rebuscar por libros y manuscritos vaya a consultar a un experto en historia religiosa contemporánea —un hombre que sabe apreciar a una linda mujercita… como Appleford. Jugueteó con el bolígrafo, para dar más énfasis dramático a la escena—. Dicho sea de paso, yo, personalmente, sé bastante sobre el difunto Anarca Peak —se echó hacia atrás en su sillón giratorio, cruzó las manos y se puso a mirar el techo del despacho.
—Cualquier cosa que pueda decirme será bien recibida —dijo la señora Hermes tímidamente.
Se estremeció sonriendo, encantado de aquella acogida, y empezó su perorata. Tanto la señora Hermes como el oficial Tinbane escuchaban con sumisa atención, y aquello también le agradó.
Cuando murió el Anarca tenía cincuenta años. Su vida fue muy interesante… y fuera de lo normal. En sus años de Facultad había sido un alumno brillante, allá en Cambridge; concretamente, cursó sus estudios en Rodas, especializándose en lenguas clásicas: hebreo, sánscrito, griego del Ática y latín. Entonces, a los veintidós años, abandonó repentinamente su carrera académica…, y su patria; emigró a Estados Unidos para estudiar jazz con el gran intérprete de la época, Herbie Mann. Poco después formó su propia jazz-band, en la que tocaba la flauta.
»Con ese motivo vivió en la Costa Oeste, en San Francisco. En aquella época, finales de los sesenta, el obispo episcopaliano de la diócesis de California, James Pike, había andado en trámites para conseguir que orquestas de jazz tocaran en la catedral de Grace, y uno de los grupos que acudieron fue la banda de Thomas Peak. Para entonces Peak ya era compositor; había escrito una misa de jazz bastante larga y fue un éxito completo. Un columnista de la prensa local, Herb Caen, le apodó entonces Pike’s Peak; aquello fue en 1968. El propio obispo Pike fue una persona también muy interesante. Un antiguo abogado, activo participante en el A.C.L.U., una de las figuras más brillantes y radicales del clero de su época, se vio envuelto en lo que llamó “acción social”, los problemas de su tiempo; en particular los derechos de los negros. Por ejemplo, estuvo en Selma con el doctor Martin Luther King. De todo aquello se había enterado Thomas Peak. Él también se había visto comprometido en los problemas de entonces…, en menor escala que el obispo Pike, claro está. Por consejo del obispo Peak entró en un seminario y llegó a ser ordenado sacerdote episcopaliano…, al igual que James Pike, su obispo, muy radical en aquellos tiempos, aunque ahora las doctrinas que predicaba estén más o menos aceptadas. El caso era ir por delante de su época.
»Peak se vio envuelto y acusado en un caso de herejía y fue expulsado de la Iglesia episcopaliana, por lo que siguió adelante y fundó la suya propia Y cuando nació la Municipalidad Negra Libre ya estaba el al frente de ella, hizo de su capital el lugar de origen de su culto.
»El nuevo culto de Peak no se parecía mucho a la Iglesia episcopaliana que había dejado. La experiencia de Udi, la mente de grupo, era el sacramento central —si no el único—, y para recibirlo se reunía la congregación. De no ser por la droga alucinógena empleada, no se podía llegar al sacramento, así pues, al igual que el culto indio norteamericano al que se parecía mucho, la iglesia Peak dependía de la asequibilidad —por no decir legalidad— de la droga. De modo que tenía que existir una curiosa relación entre el culto y las autoridades.
»En cuanto a la experiencia Udi, los más fidedignos informes, basados en testimonios de primera mano, afirman categóricamente que la fusión en una solamente de grupo era real, no imaginaria. Y lo que es más —siguió diciendo Appleford, pero justo entonces fue interrumpido. Vacilante, pero con determinación, la señora Hermes alzó la voz.
—¿Cree usted que le beneficiaría a Ray Roberts el renacimiento del Anarca?
Durante unos instantes, Appleford estuvo considerando la cuestión, era una buena pregunta y le demostraba que pese a su reticencia y a su timidez, la señora Hermes utilizaba su cabecita.
—A causa de la Fase Hobart —dijo al fin—, el fluir de la historia favorece al Anarca y perjudica a Ray Roberts. El Anarca murió ya cumplida una mediana edad; así será cuando renazca y progresivamente se irá haciendo más vital y creativo…, al menos durante unos treinta años. Ray Roberts tiene tan solo veintiséis. La Fase Hobart le esta devolviendo a la adolescencia; cuando Peak este en su momento culminante, Roberts será una criatura en busca de una matriz a su alcance. Todo lo que tiene que hacer Peak es esperar.
»No —siguió diciendo—. No le beneficiaría en nada a Roberts. —“Y eso, dijo para sus adentros, Carl Gantrix lo había demostrado con claridad meridiana con su avidez por saber donde yacía el cuerpo del Anarca”
—Mi marido —dijo la señora Hermes con su vocecita dulce y veraz— es el propietario de un vitarium —miró al oficial Tinbane como preguntándole si debía continuar.
Tinbane se aclaró la garganta y dijo:
—Creo entender que el Vitarium Flask de Hermes tiene previsto el renacimiento de Peak inmediatamente o al menos dentro de un tiempo bastante breve. Técnicamente, cualquier vitarium que dé con él ofrecerá lógicamente a Peak a los Uditi. Pero como podemos deducir de la pregunta de la señora Hermes, cabe dudar —y es una duda más que razonable— si sería lo mejor para el Anarca.
—Si comprendo bien la forma de actuar de los vitariums —dijo Appleford—, suelen presentar la lista de las personas que tienen, y el mejor postor se queda con ellas ¿Es así, señora Hermes?
Asintió con la cabeza.
—No es de su incumbencia —dijo Appleford—, o de la de su marido, moralizar sobre el tema. El negocio es así. Ustedes localizan a los muertos que están a punto de renacer y venden su producto en lo que el mercado permita. Si se van a poner a cavilar para ver cuál es moralmente el mejor cliente…
—Nuestro vendedor, R. C. Buckley, siempre tiene en cuenta la moralidad —dijo la señora Hermes con sinceridad.
—Al menos eso dice —añadió Tinbane.
—Oh, de eso estoy segura; dedica muchísimo tiempo a estudiar los antecedentes de los clientes; de verdad lo hace —aseguró.
Hubo un adecuado silencio.
—¿No desea usted saber —preguntó Appleford a la señora Hermes— dónde está enterrado el Anarca? Eso no…
—Oh, eso ya lo sabemos —dijo la señora Hermes con su vocecita grave y formal. Tinbane dio un respingo y se mostró molesto.
—Señora Hermes —le dijo Appleford—, probablemente no debería decirle a nadie que lo sabe.
—¡Oh! —exclamó ruborizándose—, lo siento.
—Un enviado de los Uditi —siguió diciendo Appleford— acaba de estar aquí, justo antes de que vinieran ustedes, para intentar obtener esa información. Si alguien se le acerca… —se inclinó hacia ella, hablando muy lentamente, como para que se le quedara bien grabado— …no se lo diga. No me lo diga ni siquiera a mí.
—Ni a mí —terció Tinbane.
La señora Hermes parecía a punto de echarse a llorar. Dijo de pronto:
—Lo siento; creo que he metido la pata. Siempre tengo que estropearlo todo.
—Lotta —le dijo el oficial Tinbane—, ¿se lo ha dicho usted a alguien más?
Meneó la cabeza negativamente, incapaz de hablar.
—Muy bien. —Tinbane le hizo un gesto a Appleford como de estar de acuerdo con él—. Probablemente no se haya divulgado aún. Pero intentarán averiguarlo; es mejor que lo discuta con Seb y con sus empleados. ¿Comprende, Lotta?
Volvió a menear la cabeza, esta vez afirmativamente; sus grandes ojos negros brillaban con lágrimas contenidas.