«La eternidad es una suerte de medida. Pero el ser medido no pertenece a Dios. Por lo tanto, no le pertenece a Él ser eterno».
SANTO TOMAS DE AQUINO.
Siempre le había resultado difícil al oficial Joe Tinbane determinar con exactitud qué rango tenía George Gore en el Departamento de Policía de Los Ángeles; llevaba una capa de ciudadano corriente, zapatos italianos de hechura elegante y una camisa muy de moda y muy pera que resultaba incluso llamativa. Gore era un hombre relativamente delgado, alto, cuarentón, según calculaba Tinbane. Fue directamente al grano. Ambos se hallaban sentados frente a frente en el despacho de Gore.
—Como Ray Roberts viene a la ciudad, nos ha pedido el gobernador que le brindemos una guardia personal… que de todas formas pensábamos darle. Cuatro o quizá cinco hombres; en eso también estamos de acuerdo. Usted pidió el traslado, así que será uno de ellos. —Gore barajó unos documentos que tenía en el escritorio; Tinbane vio que se referían a él—. ¿De acuerdo? —dijo Gore.
—Lo que usted diga —respondió Tinbane sintiéndose molesto… y sorprendido—. No se refiere usted a controlar a la muchedumbre; quiere decir todo el rato. Las veinticuatro horas del día —al lado suyo, pensó. Cuando decían personal, querían decir personal.
—Comerá usted con él —explicó Gore—. Perdone la expresión, y dormirá usted con él, se acostarán juntos, en la misma habitación; y todo eso. Normalmente no lleva guardaespaldas. Pero aquí tenemos cantidad de gente resentida contra los Uditi. No es que no la haya en la M.N.L., pero ése no es problema nuestro —añadió—. Roberts no lo ha pedido, pero no vamos a consultárselo. Le guste o no tendrá protección veinticuatro horas al día mientras permanezca en nuestra jurisdicción —el tono de Gore era burocrático y pétreo.
—Supongo que no habrá relevos.
—Ustedes cuatro cumplirán el ciclo del día entero. Bueno, para eso no; pero excepto entonces estarán con él todo el tiempo. Serán cuarenta y ocho o setenta y dos horas; depende de lo que decida. Aún no lo ha dicho. Pero eso ya lo sabrá usted si ha leído los periódicos.
—No me gusta ese hombre —dijo Tinbane.
—Lo siento por usted. Pero eso no le va a afectar a Roberts; le traerá sin cuidado. Tiene cantidad de seguidores por aquí y despertará la curiosidad de la gente. Puede sobrevivir a lo que usted opine de él. Por cierto, ¿qué sabe usted de él? Nunca le ha visto de cerca.
—A mi mujer le cae bien.
—Bueno —dijo Gore socarrón—, quizá también sobreviva a eso. Sin embargo, me doy cuenta de lo que quiere decir. Es un hecho que la mayoría de sus seguidores son mujeres. Parece ser que es cosa corriente. Tengo aquí nuestro expediente sobre Ray Roberts; creo que debería usted leerlo antes de que aparezca por aquí. Puede usted hacerlo cuando quiera. Verá cómo le interesa; hay algunas cosas extrañas aquí, cosas que ha dicho y hecho, lo de la creencia del Udi. Permitimos esa experiencia comunitaria con drogas, sabe, aunque sea técnicamente ilegal. Eso es lo que es: una orgía con drogas; el aspecto religioso es una cortina de humo, se escudan tras él. Es un hombre extraño y violento…, al menos así le vemos nosotros. Supongo que a sus seguidores no se lo parecerá. O quizá sí, y por eso les guste. —Gore dio unos golpecitos en una caja verde de metal que tenía en una esquina de la mesa—. Ya se dará cuenta cuando lea esto y vea todos los crímenes que ha hecho cometer a sus pistoleros, a esos Engendros del Poder —empujó la caja hacia Tinbane—. Y después quiero que vaya a la Biblioteca de Temas Populares, a la Sección A o B, a por más información.
Tomando el fichero cerrado con llave, Tinbane dijo:
—Déme la llave y leeré esto… en cuanto pueda.
—Una cosa, oficial —dijo Gore sacando la llave—. No caiga en la visión tópica de Ray que dan los periódicos. Mucho se ha dicho sobre él, pero la mayor parte inventado, y lo que de verdad es cierto aún está por decir…; pero todo está aquí, y cuando lo haya leído ya se dará cuenta de lo que quiero decir. Sobre todo me refiero a la violencia —se inclinó hacia Joe Tinbane—. Mire; le daré una oportunidad. Cuando haya leído el material que tenemos sobre Roberts, vuelva a verme; dígame entonces lo que ha decidido. Francamente, creo que se encargará del trabajo; oficialmente es una promoción, un paso adelante en su carrera.
Tinbane se puso en pie, tomó la llave y la caja cerrada. «No creo», se dijo para sus adentros, pero añadió:
—De acuerdo, señor Gore. ¿De cuánto tiempo dispongo?
—Llámeme a las cinco —dijo Gore. Y siguió sonriendo con aquella mueca entendida y socarrona.
En la Sección B de la Biblioteca de Temas Populares se encontraba el oficial Tinbane distraídamente esperando ante la mesa de la bibliotecaria jefe; algo había en la Biblioteca que le intimidaba, y no sabía ni qué era ni por qué.
Tenía varias personas delante de él; esperó impacientemente, mirando en torno suyo, y como siempre cavilando entre su matrimonio con Bethel y sobre su carrera en el Departamento de Policía, y luego también sobre la finalidad de la vida y el sentido (si lo había) que tenía, sobre qué sentían los antiguos nacidos cuando yacían bajo tierra y qué impresión daría el empequeñecer un día como le ocurriría a él, y terminar entrando en la matriz que hubiera más a mano.
Cuando así estaba, llegó junto a él una persona que le resultaba familiar; baja, con un gran abrigo de paño, con su largo y pesado cabello moreno cayéndole por la espalda: una muchacha muy bonita pero casada, Lotta Hermes.
—Adiós —dijo, muy contento de encontrársela.
Lotta, muy pálida, musitó:
—No…, no puedo soportar esto. Pero tengo que buscar cierta información para Seb —su malestar era palpable; se mantenía rígida, desmañada, con lo que sus líneas se le desdibujaban; el temor la volvía fea.
—Tranquilícese —dijo él sorprendido ante su aprensión; inmediatamente sintió deseos de tranquilizarla y la tomó del brazo y se la llevó lejos del despacho de la bibliotecaria jefe, sacándola de la inmensa y fría habitación y llevándola al pasillo más acogedor.
—Santo cielo —dijo ella lastimosamente—. No puedo… entrar ahí y enfrentarme con esa mujer, esa espantosa señora McGuire. Seb me dijo que preguntara por otra persona, pero no conozco a nadie. Y cuando estoy asustada, soy incapaz de pensar —le miró compungida, pidiéndole ayuda con la mirada.
—Este lugar impresiona a mucha gente —dijo Tinbane pasándole el brazo por la cintura. La llevó pasillo adelante, hacia la salida.
—No puedo irme —dijo ella histéricamente, separándose de él—. Seb me dijo que averiguara todo lo posible sobre el Anarca Peak.
—¿Ah sí? —dijo Tinbane preguntándose por qué. ¿Sería que Seb esperaba que el Anarca renaciera en un futuro próximo?
Aquello arrojaría una luz diferente sobre la peregrinación de Ray Roberts; una luz enteramente nueva: aquello explicaría por qué ahora y por qué en Los Ángeles.
—Douglas Appleford —decidió Tinbane. Conocía a aquel muchacho; una persona estirada y remilgada, pero amiga de ayudar a la gente; desde luego mucho más asequible que Mavis McGuire—. La llevaré a su despacho —dijo a la asustada muchacha— y se lo presentaré. Yo también estoy intentando investigar algo. Sobre Ray Roberts. Así que también necesito acudir a él.
—Conoce usted a casi todo el mundo —dijo Lotta agradecida. Parecía encontrarse mucho mejor; su postura ya no era forzada y volvió Tinbane a verse sorprendido por su vitalidad y atractivo. Hum, pensó, y la condujo por el vestíbulo hacia las oficinas de Douglas Appleford.
Cuando Douglas Appleford llegó a su despacho en la Sección B de la Biblioteca aquella mañana, encontró a su secretaria, la señorita Tomsen, intentando deshacerse (y librarle a él) de un caballero negro, alto, de mediana edad, mal vestido, que llevaba un portafolios bajo el brazo.
—Ah, señor Appleford —dijo el individuo con voz seca y campanuda al ver a Appleford y reconocerle al instante; se acercó a él, con la mano extendida—. Encantado de conocerle, señor. Adiós, adiós…, como nos ha enseñado a decir la Fase.
Sonrió con una sonrisa que se borró al instante como una lámpara de flash. Appleford no le devolvió la sonrisa.
—Estoy muy ocupado —dijo Appleford, y siguió andando por delante del escritorio de la señorita Tomsen. Abrió la puerta de su despacho privado—. Si desea verme, tendrá que concretar una cita conmigo. Buenos días —dijo empezando a cerrar la puerta.
—Es un asunto referente al Anarca Peak —dijo el negro alto de la cartera—, y tengo mis razones para creer que a usted le interesa.
—¿Por qué dice usted eso? —se detuvo, irritado—. No recuerdo haber sentido o demostrado interés alguno por un fanático religioso que afortunadamente lleva dos décadas bajo tierra —de pronto le entró una sospecha y dijo con aprensión—: ¿No estará Peak a punto de renacer, verdad?
De nuevo sonrió el negro alto con sonrisa mecánica (y mecánica era); Doug Appleford reparó entonces en la franja estrecha, pero de un amarillo muy chillón, que llevaba el hombre alto en la manga. Aquella persona era un robot; la ley exigía que llevaran aquella cinta de identificación para que no se llamara nadie a engaño. Al darse cuenta de ello, Appleford se sintió aún más enfadado; tenía un inquebrantable y firmemente arraigado prejuicio contra los robots, del que no podía librarse; del que no quería librarse, dicho sea en honor a la verdad.
—Entre —dijo Appleford, manteniendo abierta la puerta de su pulcro e impecable despacho. El robot representaba a alguna personalidad humana; importante tenía que ser para no despachar en persona: así era la ley. Se preguntó quién le habría enviado. ¿Algún funcionario de un sindicato europeo? Quizá. En cualquier caso, lo mejor era oír lo que tenía que decirle y ordenarle luego que se fuera.
Estaban en pie, el uno frente al otro, en aquella habitación central de la suite de despachos.
—Mi tarjeta —dijo el robot extendiendo la mano.
Appleford leyó la tarjeta frunciendo el ceño.
Carl Gantrix
Abogado, EEUUO
—Mi jefe —dijo el robot—. Así que ya sabe mi nombre. Puede usted llamarme Carl; será suficiente.
Ahora que la puerta estaba cerrada y que la señorita Tomsen se había quedado fuera, la voz del robot había adquirido de pronto un tono sorprendentemente autoritario.
—Prefiero —dijo Appleford cautelosamente— llamarle más familiarmente Carl Júnior. Si eso no le molesta —le imprimió una autoridad aún mayor a su propia voz—. Sabe usted, no suelo tratar con robots. Quizá sea un capricho, pero no pienso renunciar a él.
—Eso era hasta ahora —murmuró el robot Carl Júnior; retiró su tarjeta y la guardó en su billetero con gesto desmañado, de robot. Luego, sentándose, empezó a abrir la cremallera de la cartera—. Al estar usted al frente de la Sección B de la Biblioteca, es usted, indudablemente, un experto en la Fase Hobart. Al menos así lo supone el señor Gantrix, y no se equivoca, ¿verdad señor? —el robot levantó la vista y le miró fijamente.
—Bueno, constantemente me ocupo de ello —dijo Appleford adoptando un tono despegado e indiferente; siempre era mejor demostrar una actitud de superioridad cuando se trataba con un robocillo. Es absolutamente imprescindible demostrarles constantemente de ese modo, y de muchos otros, cuál es su sitio.
—Eso es lo que supone el señor Gantrix. Y para honor y gloria suya, de tamaña suposición tan profunda, ha deducido que usted, con el paso de los años, se ha convertido en poco menos que una autoridad en las ventajas, caballero, usos y también manifiestas desventajas, del campo del antitiempo o contratiempo Hobart. ¿Verdad? ¿Mentira? Elija una respuesta.
—Elijo la primera —reflexionó Appleford—. Sin embargo, no debe usted olvidar el hecho de que mi conocimiento es pragmático, no teórico. Pero puedo vérmelas con los caprichos e irregularidades de la Fase sin horrorizarme. Y es que son horrorosas, Júnior, las cosas que ocurren cuando se está dentro de la Fase. Como los muertos. No es que eso me espante; en mi opinión es más bien la mayor de las desventajas. El resto es llevadero.
—Ciertamente —el robot Carl Júnior movió afirmativamente la cabeza termoplástica, perfectamente humanoide—. Muy bien, señor Appleford. Ahora hablemos del asunto que me ha traído aquí. Su poderío, el muy honorable Ray Roberts, está preparando su venida a los EEUUO, como debe haber leído usted en los periódicos de la mañana. Será un auténtico acontecimiento público, por supuesto; ni que decir tiene. Su poderío, que está encargado de las actividades del señor Gantrix, me ha pedido que venga a la Sección B de su Biblioteca y, con la cooperación de usted, que secuestre cuantos manuscritos existan aún sobre el Anarca Peak. ¿Cooperará usted? A cambio, el señor Gantrix está dispuesto a otorgar una no despreciable donación para contribuir a la prosperidad de su Biblioteca en los años venideros.
—Es en realidad tentador —reconoció Appleford—, pero me temo que tendría que saber por qué su jefe desea secuestrar los documentos relativos al Anarca.
Se sentía tenso; algo en el robot puso en marcha sus defensas psicológicas.
El robot se puso en pie; inclinándose, depositó gran cantidad de documentos sobre la mesa de Appleford.
—Como respuesta a su pregunta, le ruego respetuosamente que tenga a bien examinar estos documentos.
Carl Gantrix, gracias al circuito de video que había en el sistema del robot, se detuvo a considerar a sus anchas al bibliotecario adjunto Douglas Appleford mientras éste se sumergía en el estudio de los pseudodocumentos deliberadamente oscuros y farragosos que le había entregado el robot.
El burócrata que era Appleford había mordido el anzuelo; ahora que su atención se hallaba en otra parte, el bibliotecario había dejado de hacer caso del robot y de sus movimientos. Así pues, mientras Appleford leía, el robot deslizó hábilmente su silla hacia atrás y hacia la izquierda, junto a un fichero de tarjetas de referencia de proporciones impresionantes. Estirando el brazo derecho, el robot avanzó sus garras manuales de forma digitaloide hacia el casillero más cercano que había en el fichero; esto Appleford obviamente no lo vio, por lo que el robot siguió adelante con la tarea que se le había encomendado. Colocó un nido en miniatura de robots embriónicos, no mayores que una cabeza de alfiler, dentro del casillero, entre las tarjetas; luego puso un transmisor descubridor de circuitos diminuto detrás de la tarjeta siguiente, y por último un potente detonador situado en un circuito de un mando de tres días de duración.
Gantrix, que no perdía detalle, sonrió. Sólo un aparato seguía en poder del robot y pudo verlo fugazmente cuando el robot, mirando de reojo y cautelosamente a Appleford, acercó el extensor hacia el fichero, colocando el último eslabón de tan sofisticado aparato en la Biblioteca.
—Pop —dijo Appleford, sin levantar la vista.
La señal en clave, recibida en la cámara auditiva del fichero, activó un muelle de emergencia; el fichero se cerró como una almeja asustada. El fichero se retiró bruscamente hacia la pared y allí se empotró completamente. Al mismo tiempo, arrojó los aparatitos que el robot le había estado colocando dentro; los objetos, expelidos con limpieza electrónica, saltaron siguiendo una trayectoria que los llevó a los pies del robot, en donde quedaron bien a la vista.
—Santo cielo —dijo el robot involuntariamente, estupefacto.
—Salga de mi despacho inmediatamente —dijo Appleford. Levantó la vista de los pseudodocumentos y su rostro aparecía con expresión fría. Como se agachase el robot para retirar los artefactos que habían quedado al descubierto—: Y deje esas cositas donde están; quiero que las analice el laboratorio para determinar su finalidad y procedencia.
Metió la mano en el cajón superior del escritorio y la sacó empuñando un arma.
En los oídos de Carl Gantrix zumbó la voz del robot:
—¿Qué debo hacer, señor?
—Sal ahora mismo. —Gantrix ya no se sentía divertido; el arma del bibliotecario era igual al proyectil y era capaz de anularlo. El contacto con Appleford tendría que haberse desarrollado al aire libre, y pensando en ello descolgó Gantrix el receptor del videófono y se lo acercó. Marcó el número de la Biblioteca.
Al poco, vio a través del receptor de video del robot cómo el bibliotecario Douglas Appleford descolgaba su auricular.
—Tenemos un problema —dijo Gantrix—. Un problema que nos es común. ¿Por qué entonces no trabajamos juntos?
—No sé que tenga ningún problema —replicó Appleford con extremada calma; el intento del robot de plantar aparatos hostiles en su área de trabajo no le había inmutado—. Si quiere usted que trabajemos juntos —añadió—, no es así como tenía que obrar.
—Lo admito —dijo Gantrix—, pero anteriormente tuvimos dificultades con ustedes los bibliotecarios. «Por su posición exaltada, pensó; se sienten protegidos por los Errad y demás» —pero no lo dijo—. Existe, entre todo el numeroso material (bueno y regular) una información en particular que estamos ansiosos por conocer y que nos falta. Lo demás… —dudó y luego se lanzó—. Le diré cuál es esa información y entonces quizá pueda usted indicarnos dónde podemos encontrarla. ¿Dónde está enterrado el Anarca Peak?
—Sólo Dios lo sabe —dijo Appleford.
—En alguno de sus libros, artículos, panfletos religiosos, informes de la ciudad…
—Nuestro trabajo aquí en la Biblioteca —dijo Appleflord— no consiste en estudiar y/o memorizar datos; consiste en borrarlos.
Hubo un silencio.
—Está bien —admitió Gantrix—. Ya ha expuesto usted su posición con claridad y brevedad admirables. Por tanto, asumimos que ese hecho, la localización del cadáver del Anarca, ha quedado borrado; es decir, que de hecho ya no existe.
—Indudablemente —dijo Appleford—, ha sido descrito. O al menos eso es lo que cabe suponer lógicamente… y de acuerdo con la norma de la Biblioteca.
—Y usted ni siquiera lo comprobará —dijo Gantrix—. No piensa usted averiguarlo ni siquiera a cambio de un donativo bastante aceptable —«Así es la burocracia, pensó»; aquello le sacaba de sus casillas; era cosa de locos.
—Buenos días, señor Gantrix —dijo el bibliotecario, y colgó.
Carl Gantrix permaneció unos momentos sentado en silencio, inerte. Controlando sus emociones.
Por último descolgó el videófono una vez más y en esta ocasión marcó el número de la Municipalidad Negra Libre (M.N.L.).
—Quiero hablar con el muy honorable Ray Roberts —le dijo a la operadora de Chicago.
—Solamente se les puede llamar…
—Conozco la clave —dijo Gantrix, y la recitó. Se sentía cansado y derrotado… y temía la reacción de Ray Roberts. Pero no podemos darnos por vencidos, admitió. Desde el principio sabíamos que ese burócrata de Appleford no buscaría la información para dárnosla; sabíamos que tendríamos que irrumpir en la Biblioteca y hacer nosotros el trabajo.
Ese hecho se encuentra en la Biblioteca, en alguna parte, se dijo. Probablemente sea el único sitio donde figure; sólo allí podremos conseguir esa información.
Y no quedaba mucho tiempo, según los cálculos secretos de Ray Roberts. El Anarca Peak podía regresar a la vida en cualquier momento ya.
La situación era altamente peligrosa.