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«Lo más correcto es definir al hombre como cierta noción intelectual eternamente creada por la divina muerte».

ERÍGENA.

Estaba amaneciendo y una voz mecánica y chillona declaró:

«Muy bien, Appleford. Es hora de levantarse y de demostrarles quién eres y de qué eres capaz. Un gran chico, ese Douglas Appleford; todo el mundo lo sabe… Me parece oírles decir, un gran chico, un gran talento, hace un gran trabajo. Tiene un público muy numeroso que le admira —una pausa—. ¿Ya estás despierto?»

Appleford, desde la cama, dijo:

—Sí —se incorporó, paró el despertador de voz chillona que tenía en la mesilla.

—Buenos días —le dijo al silencioso apartamento—. He dormido muy bien, espero que tú también lo hicieras.

Una nube de problemas se abatió sobre su adormilada mente cuando se levantó de la cama y se fue lentamente hacia el ropero a buscar ropa medianamente sucia. Tenía que poner en un aprieto a Ludwig Eng, se dijo. Los trabajos de mañana se convierten en los más desagradables trabajos de hoy. Decirle a Eng que sólo quedaba una copia en el mundo de su libro de tanta difusión; pronto le llegaría la hora de actuar, de hacer el único trabajo que se podía hacer. ¿Cómo se sentiría Eng? Después de todo a veces los inventores se negaban a sentarse y hacer su trabajo. Bueno, decidió, al fin y al cabo ése es problema del consejo Errad, no mío. Encontró una camisa roja arrugada y manchada; se quitó la chaqueta del pijama y se la puso. Los pantalones se resistieron más; tuvo que extirparse literalmente de ellos.

Y luego el paquete de vello para la cara.

Mi ambición, meditaba Appleford al ir al cuarto de baño con el paquete de vello, es cruzar los Estados Unidos en tranvía. Pis. En el lavabo se lavó la cara y luego se untó de espuma de pegar, abrió el paquete que llevaba y con leves golpecitos logró colocar el vello regularmente por la barbilla, mejillas y cuello; al poco se adherían perfectamente. Ahora ya estoy listo para dar ese paseo en tranvía, se dijo al dar un repaso a su persona en el espejo; por lo menos lo estaré cuando me tome mi ración de sogum.

Encendió el tubo de sogum automático —muy moderno—, con lo que aumentó el bulto de su masculinidad y suspiró satisfecho ojeando la sección de deportes del Times de Los Ángeles. Por último se fue a la cocina y empezó a colocar platos sucios. En un abrir y cerrar de ojos tuvo ante sí un cuenco de sopa, chuletas de cerdo, guisantes, musgo azul de Marte con salsa de huevo y una taza de café caliente. Recogió la comida, la quitó de los platos —claro que primero se aseguró que nadie le veía por las ventanas— y rápidamente colocó los distintos alimentos en sus correspondientes receptáculos, y éstos a su vez en los estantes de la despensa y de la nevera. Eran las ocho treinta; aún le quedaban quince minutos para llegar al trabajo. No había necesidad de herniarse para llegar en punto; la Biblioteca de Temas Populares, Sección B, seguiría en su sitio cuando llegase.

Le había costado años llegar a la B. Y ahora, como premio, tenía que vérselas con una increíble variedad de inventores mohínos y zafios que trataban de impedir que se borrase —según ordenanza de los Errads— la única copia a máquina que quedaba de un trabajo cualquiera en el que figuraban sus nombres, en un proceso que ni él ni el ejército de inventores llegaban a entender. El Consejo probablemente comprendía por qué un inventor en particular tenía que cumplir una tarea dada y no otra cualquiera. Por ejemplo, Eng, y COMO CONSTRUÍ MI PROPIO TRASTULEJO CON OBJETOS CASEROS CONVENCIONALES EN EL SÓTANO DURANTE MI TIEMPO LIBRE. Appleford meditaba mientras ojeaba el resto del periódico. Menuda responsabilidad. En cuanto terminara Eng, se acabarían los trastulejos en el mundo, a no ser que esos sinvergüenzas de la M.N.L. hubieran escondido un par de ellos ilegalmente. Lo cierto es que aunque todavía quedase la copia terminal del libro de Eng, ya le costaba trabajo recordar qué hacía un trastulejo y cómo era. ¿Cuadrado? ¿Pequeño? ¿O redondo y grande? ¡Hum! Dejó el periódico y se estrujó la frente mientras intentaba recordar… Intentaba conjurar una imagen mental del aparato mientras aún fuera teóricamente posible hacerlo. Porque en cuanto Eng redujera la última copia a una cinta de seda impregnada de tinta, a media resma de papel, y a un folio de papel carbón sin usar, no tendría ni él ni nadie la menor probabilidad de recordar el libro o el mecanismo (hasta ahora de la mayor utilidad) que describía el libro.

Esa tarea, sin embargo, quizá le llevase a Eng el resto del año. El limpiar la última copia debía hacerse línea a línea, palabra a palabra; no podía manejarse igual que los rimeros de copias impresas. Todo resultaba fácil hasta llegar a la última copia, y entonces… bueno, para compensar el trabajo de Eng, se le pagaría un salario realmente elevado…

Junto a su codo, en la pequeña mesa de la cocina, se descolgó el videófono y saltó sobre la mesa, y de él salió una vocecita lejana y chillona:

—Adiós, Doug —era voz de mujer.

Llevándose el auricular al oído, dijo:

—Adiós.

—Te quiero, Doug —afirmó Charise McFadden con voz inquieta, llena de emoción—. ¿Y tú, me quieres?

—Sí, yo también te quiero —dijo—. ¿Cuándo te vi por última vez? Espero que no tardemos mucho. Dime que será dentro de poco.

—Seguramente esta noche —dijo Charise—. Después del trabajo. Quiero que conozcas a una persona, a un inventor virtualmente desconocido que está buscando por todos los medios que le erradiquen su tesis oficialmente. Es sobre, ¡ejem!, los orígenes psicogénicos de la muerte por choque de meteoro. Dije que como tú estás en la Sección B…

—Dile que se erradique su tesis él solo. Pagándoselo él.

—Eso no tiene ningún prestigio —su rostro en la pantalla del video aparecía serio. Intentó convencerle—. Es realmente un discurso teorizante insoportable, Doug; es algo disparatado, sin pies ni cabeza. Ese zoquete de Lance Arbuthnot…

—¿Así se llama? —aquello casi le convenció. Pero no del todo. En un solo día recibía muchas de aquellas peticiones, y todas ellas, sin excepción, presumían de constituir un peligro social ideado por un inventor chalado con un nombre muy bobo. Llevaba ya mucho tiempo en su despacho de la Sección B para que se pegaran fácilmente. Pero de todas formas, tendría que investigarlo; su estructura ética, su responsabilidad ante la sociedad, le obligaban a ello. Suspiró.

—Te he oído gruñir —dijo Charise vivamente.

—Con tal que no sea de la M.N.L. —dijo Appleford.

—Bueno…, sí lo es —su rostro y su voz denotaron culpabilidad—. Creo que le echaron, sabes. Por eso está en Los Ángeles y no allí.

—Hola, Charise —dijo Douglas Appleford poniéndose en pie muy serio—. Tengo que irme al trabajo, no puedo ni debo seguir discutiendo sobre este tema tan trivial —y de ese modo puso punto final al asunto. Al menos así lo esperaba.

Al llegar a su apartamento al finalizar su ronda, el oficial Joe Tinbane encontró a su mujer sentada ante la mesa del desayuno. Apartó incómodo la mirada hasta que ella le vio y terminó de llenar la taza de café caliente y cargado.

—¿No te da vergüenza? —le regaño Bethel—. Deberías haber llamado a la puerta de la cocina.

Con gesto de dignidad herida, colocó cuidadosamente el frasco del zumo de naranja en la nevera, guardó el paquete, ahora lleno, de copos de avena, en el armarito.

—Me iré en un segundo Ya casi ha terminado mi avituallamiento —sin embargo, no se dio prisa.

—Estoy cansado —dijo al fin, sentándose.

Bethel dispuso delante de él un tazón, un vaso, una taza y un plato vacíos.

—Adivina lo que dice el periódico de esta mañana —dijo al tiempo que se retiraba discretamente al salón para que así él pudiera regurgitar también—. Que ese fanático viene para acá, ese Raymond Roberts en persona. En peregrinación.

—¡Hum! —exclamo él degustando el líquido caliente del café que le llegaba a la boca cansada.

—El jefe de policía de Los Ángeles estima que acudirán cuatro millones de personas a verle; llevará a cabo el sacramento de la Unificación Divina en el estadio Dodger, y claro está, lo darán todo por la tele hasta que nos volvamos tarumbas. Durante todo el día. Eso dice el periódico, no creas que me lo invento.

—Cuatro millones —repitió Tinbane, pensando, profesionalmente, cuántos agentes del orden se necesitaban para tener controlada a la muchedumbre cuando esta alcanzaba ese número. Todos los del cuerpo, incluida la patrulla del aire y los agentes especiales. Vaya trabajito. Gruñó para sus adentros.

—Usan esas drogas —dijo Bethel— para alcanzar la unificación esa, aquí hay un artículo muy largo sobre ello. La droga es un derivado del DNT; aquí es ilegal, pero cuando se utiliza para lo del sacramento se la dejan usar. Porque dice la ley de California…

—Ya sé lo que dice —dijo Tinbane—. Dice que una droga psicodélica puede ser utilizada en una ceremonia religiosa de buena fe.

Dios sabe cuántas veces le habían martillado sus superiores los oídos con aquella canción.

—Me dan ganas de asistir —dijo Bethel—, y de participar. Es una ocasión única, a no ser que volemos a la M. N. L. Y la verdad, no me apetece mucho hacerlo.

—Pues ve —dijo él alegremente, regurgitando cereales, melocotón partido y leche con azúcar, por ese orden.

—¿Quieres venirte? Será estupendo. Fíjate miles de personas unificadas en una entidad. El Udi le llaman a eso. Que es todo el mundo y nadie. Y posee el conocimiento absoluto porque no tiene un punto de vista parcial y limitado —vino a la cocina con los ojos cerrados—. ¿Qué decides?

—No, gracias —dijo Tinbane con la boca llena—. Y no me mires; sabes que no puedo soportar tener a nadie a mi alrededor cuando me llega la hora de cenar, aunque no me puedan ver. Pueden oírme… masticar.

Sentía que ella estaba a su lado y notaba su resentimiento.

—Nunca me llevas a ningún sitio —dijo Bethel al poco rato.

—Está bien —admitió—. Nunca te llevo a ningún sitio —añadió—. Y si lo hiciera desde luego no sería allí para oír hablar de religión.

«Bastantes estúpidos religiosos, pensó, tenemos aquí en Los Ángeles. No sé por qué a Roberts no se le ha ocurrido antes organizar una peregrinación aquí. Me pregunto por qué habrá tenido que ser ahora… y no en otra ocasión.».

—Crees que es un charlatán, ¿verdad? —dijo Bethel gravemente—, que no existe el estado Udi.

Se encogió de hombros. «El DNT es una droga potente», pensó. Quizá fuera así. De todas formas daba lo mismo; por lo menos a él le traía sin cuidado.

—Otro renacimiento inesperado —le dijo a su mujer—. En Forest Knolls, naturalmente. Nunca vigilan esos cementerios pequeños; saben que los podremos manejar… con equipo de ciudad.

Sea como fuere, la señora Tilly M. Benton estaba a salvo en el hospital de Los Ángeles, gracias a Sebastian Hermes. Dentro de una semana estaría regurgitando como el resto de la gente.

—Horripilante —dijo Bethel, que seguía en la puerta de la cocina.

—¿Cómo lo sabes? Nunca has visto uno.

—Tú y tú maldito trabajo —dijo Bethel—. No la pagues conmigo si estás harto de él. Si tan terrible es, déjalo. Pesca o corta el anzuelo, como decían los romanos.

—No me asusta el trabajo; de todos modos, he pedido el traslado. —«La difícil es aguantarte a ti», pensó—. ¿Quieres dejarme regurgitar en privado? —dijo enfadado—. Vete a leer el periódico.

—¿Te afecta a ti? —preguntó Bethel—. Digo el que venga Ray Roberts a la Costa.

—Probablemente no —dijo. Tendría una ronda normal. Eso parecía no cambiar nada.

—¿No te mandarán con tu pistolita a que le protejas?

—¿A que le proteja? —dijo—. Más bien le daría un tiro.

—Vaya por Dios —dijo Bethel burlona—. Qué ambición. Y así pasarías a la historia.

—De todas formas pasaré a la historia —dijo Tinbane.

—¿Y eso? ¿Qué es lo que has hecho? ¿Y qué piensas hacer? ¿Seguir desenterrando viejecitas en el cementerio de Forest Knolls? —el tono era mortificante—. ¿O por haberte casado conmigo?

—Eso es; por estar casado contigo —su tono también era hiriente; lo había aprendido de ella, a lo largo de los meses inacabables y mortíferos de su matrimonio.