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«Ya no hay lugar; vamos de aquí para allá, y ya no hay lugar»

SAN AGUSTÍN

Cuando pasaba junto al minúsculo y apartado cementerio en su coche de ronda aerotransportado, ya avanzada la noche, el oficial Joseph Tinbane escuchó unos ruidos infortunados y familiares. Una voz. Inmediatamente pasó con su coche patrulla por encima de la verja de hierro del abandonado cementerio, aterrizó al otro lado, escuchó.

Decía la voz, ahogada y débil:

—Me llamo Tilly M. Benton y quiero salir de aquí. ¿Me está oyendo alguien?

El oficial Tinbane encendió la linterna. La voz salía de debajo de la hierba. Como había imaginado, la señora Tilly M. Benton estaba enterrada.

Descolgó Tinbane el micrófono de la radio del coche y dijo:

—Estoy en el cementerio de Forest Knolls —me parece que se llama así— y tengo aquí un 1206. Envíen una ambulancia con una patrulla de cavadores; por el sonido de la voz me parece que es urgente.

—Vale —fue la respuesta de la radio—. La brigada de cavadores saldrá antes del amanecer. ¿Puede usted meterle un tubo de emergencia para que reciba el aire necesario? Hasta que llegue allí nuestra brigada… digamos a las nueve o las diez de la mañana.

—Haré lo que pueda —dijo Tinbane suspirando. Aquello significaba que tenía que quedarse toda la noche en vela. Y la vocecilla tan débil ahí abajo que le suplicaría con su soniquete senil que se diera prisa. Suplicaría y suplicaría. Sin parar.

Aquella parte de su trabajo era la que menos le gustaba: los gritos de los muertos; aborrecía aquel sonido, y los gritos los había oído tanto y tantas veces. Hombres y mujeres, la mayor parte ancianos, otros no tanto, algunos niños. Y siempre tardaban tanto en llegar los equipos de cavadores.

El oficial Tinbane volvió a pulsar el botón del micrófono, y dijo:

—Estoy harto de esto. Me gustaría que me trasladaran. En serio; es una petición en toda regla.

A lo lejos, bajo tierra, la voz impotente y cascada de la anciana se puso a llamar.

—Por favor, quien sea; quiero salir. ¿Me oyen? Sé que hay alguien ahí arriba; estoy oyendo hablar.

Sacando la cabeza por la ventanilla abierta del coche patrulla, el oficial Tinbane gritó:

—La vamos a sacar de un momento a otro, señora. Tenga un poco de paciencia.

—¿En qué año estamos? —se volvió a oír la voz de la anciana—. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Seguimos estando en 1974? Tengo que saberlo; por favor, señor, dígamelo.

—Estamos en 1998 —dijo Tinbane.

—¡Dios mío! —exclamó con desaliento—. Bien, supongo que tendré que hacerme a la idea.

—Me parece que sí —dijo Tinbane. Extrajo una colilla del cenicero del coche, la encendió y se puso a cavilar. Luego, una vez más, volvió a apretar el botón del micrófono—: Solicito permiso para ponerme en contacto con un vitarium particular.

—Permiso denegado —dijo la radio—, a estas horas no se puede.

—Pero alguno puede estar aún funcionando —dijo—. Algunos grandes tienen ambulancias haciendo la ronda toda la noche.

Estaba pensando en un vitarium en particular, uno pequeño, a la antigua. Decente y cabal en sus métodos de venta.

—A estas horas no es probable…

—Ese hombre puede hacerse cargo del asunto.

Tinbane descolgó el videófono que había en el salpicadero del coche.

—Póngame con un tal señor Sebastian Hermes —le dijo a la operadora—. Encuéntrele, yo espero. Búsquele primero en su oficina, el Vitarium Flask de Hermes; es probable que tenga línea directa desde allí a su domicilio —si es que el pobre tipo puede permitírselo, pensó Tinbane—. Llámeme en cuanto le haya localizado —colgó y se sentó a fumarse el cigarrillo.

El Vitarium Flask de Hermes consistía en primer lugar en el propio Sebastian Hermes, asistido por el escaso número de cinco empleados. No se tomaba a nadie en el negocio y tampoco se echaba a nadie. En lo concerniente a Sebastian, aquella gente constituía su familia. No tenía otra, era viejo, testarudo y no muy amable. A él, otro vitarium anterior le había desenterrado hacía tan sólo diez años, y aún sentía pesar sobre él, en lo más lúgubre de la noche, el frío de la tumba. Quizá fuera aquello lo que le hacía sentir tanto interés por los apuros de los antiguos nacidos.

La firma ocupaba un pequeño edificio de madera alquilado, que había sobrevivido a la Tercera Guerra Mundial e incluso en parte a la Cuarta. Sin embargo, a aquellas horas de la noche se encontraba naturalmente en su casa, en la cama, dormido en brazos de Lotta, su mujer. Tenía aquellos brazos tan atractivos y cariñosos, siempre desnudos, siempre jóvenes; Lotta era mucho más joven que él: veintidós años por el método de cuenta distinto al de la Fase Hobart y por el que se guiaba al no haber muerto y vuelto a nacer como le había ocurrido a él que era mucho más viejo.

Repiqueteó el videófono junto a su cama; alargó el brazo, por reflejo profesional, para descolgarlo.

—Le llama el oficial Tinbane, señor Hermes —dijo alegremente su telefonista.

—Sí —dijo, escuchando en la oscuridad, mirando la pantallita gris.

Apareció el rostro sereno de un joven al que ya conocía.

—Señor Hermes, tengo una persona viva aquí en el quinto infierno; es un lugar de mala muerte llamado Forest Knolls; está gritando para que la saquen. ¿Puede usted venirse para acá, o empiezo a cavar un agujero de ventilación? Tengo lo necesario en el coche, claro.

—Reuniré a mi equipo —dijo Sebastian— y me iré para allá. Déme media hora. ¿Podrá aguantar ese rato?

Encendió la lámpara de la mesilla, rebuscó un lápiz y un papel, intentando hacer memoria y averiguar si había oído hablar de Forest Knolls.

—Dígame el nombre.

—Dice que es la señora Tilly M. Benton.

—Muy bien —dijo, y colgó.

Lotta se agitó junto a él y dijo medio dormida:

—¿Una llamada de negocios?

—Sí —marcó el número de Bob Lindy, su ingeniero.

—¿Quieres que te prepare un sogum bien calentito? —preguntó Lotta; ya se había levantado y avanzaba tambaleante, soñolienta, hacia la cocina.

—Estupendo —dijo—. Gracias.

Se iluminó la pantalla y apareció el rostro taciturno, malhumorado, enjuto y macilento del único técnico de su compañía.

—Te espero en un lugar llamado Forest Knolls —dijo Sebastian—. Ve allí en cuanto puedas. ¿Tienes que ir a por tus bártulos a la oficina, o…?

—Tengo de todo en el coche —gruñó Lindy irritado—. Hasta luego —meneó la cabeza y cortó la comunicación.

Lotta volvía de la cocina arrastrando los pies.

—Se está haciendo el sogum. ¿Puedo ir contigo? —cogió un cepillo y se puso a peinar con mano diestra su pesado pelo castaño oscuro; le llegaba casi a la cintura y su color intenso era igual al de sus ojos—. Me gusta ver cómo los sacan. Es un milagro. Creo que es el espectáculo más maravilloso que pueda verse; me da la impresión de que se cumplen las palabras de San Pablo en la Biblia: «Tumba, ¿dónde está tu victoria?» —le miró esperanzada; luego terminó de cepillarse y buscó en los cajones del buró el suéter de esquiar azul y blanco que siempre llevaba puesto.

—Ya veremos —dijo Sebastian—. Si no puedo reunir a todo el equipo no nos ocuparemos de este caso; tendremos que dejárselo a la policía, o si no esperar a que sea de día y a ver si hay suerte y somos los primeros —marcó el número del doctor Sign.

—Residencia del señor Sign —dijo una voz de mujer bronca, madura y familiar—. ¡Ah, señor Hermes! ¿Otro trabajo tan temprano? ¿No puede aguardar a mañana?

—Lo perderemos si esperamos —dijo Sebastian—. Siento mucho sacarle de la cama, pero necesitamos este trabajo —le dio el nombre del cementerio y el de la antigua nacida.

—Aquí tienes el sogum —dijo Lotta volviendo de la cocina con un pocillo de cerámica y un tubito decorado. Se había puesto el jersey de esquiar encima del pijama.

Sólo le quedaba llamar a uno, al pastor de la compañía, el padre Jeremy Faine. Se sentó en el borde de la cama, marcando el número con una mano y sosteniendo en la otra el pocillo del sogum.

—Puedes venirte conmigo —le dijo a Lotta—. El tener a una mujer cerca le hará sentirse mejor a la anciana… Supongo que es una anciana.

Se encendió la pantalla; la cara de enano arrugado del padre Faine parpadeó como un búho sorprendido en plena orgía nocturna.

—Qué hay, Sebastian —dijo. Y su voz, como siempre, sonaba perfectamente despierta; de los cinco empleados de Sebastian, el padre Faine era el único que parecía estar perpetuamente preparado para recibir una llamada—. ¿Sabe usted a qué religión pertenece ese antiguo nacido?

—El policía no me ha dicho nada —dijo Sebastian. A él tampoco le importaba mucho la cuestión; el pastor de la compañía abarcaba cualquier religión, incluidas la judía y la Udi. Aunque los Uditi no estaban muy de acuerdo con él. De todas formas, el padre Faine era quien les atendía, les gustase o no.

—¿Está decidido entonces? —preguntó Lotta—. ¿Vamos?

—Sí —dijo—. Ya los tenemos a todos.

Bob Lindy metería el tubo de aireación y manejaría las herramientas de la excavación. El doctor Sign proporcionaría rápidos —y vitales— cuidados médicos. El padre Faine administraría el Sacramento del Renacimiento Milagroso…, y luego mañana, en horas de oficina, Cheryl Vale se encargaría de todo el complicado papeleo, y el vendedor de la compañía, R. C. Buckley, se pondría en acción para buscar a un comprador.

Esa parte —la venta que ponía fin al trabajo— no le gustaba demasiado, en ello pensaba mientras se vestía con aquel traje que le estaba tan ancho y que se ponía para atender a las llamadas en noches frías, sin embargo, R. C. parecía entusiasmarse por su trabajo, tenía una filosofía a la que llamaba «localización de la colocación», término bastante pomposo para el hecho de colocarle a alguien a un antiguo nacido. R. C. presumía de que solo colocaba a los antiguos nacidos en «entornos especialmente viables, selectos y de reconocida solvencia», pero de hecho vendía en donde podía —con tal que el precio fuera lo bastante elevado para garantizarle a él su cinco por ciento de comisión.

Lotta, que le seguía cuando fue al armario a por el gabán, dijo:

—¿Leíste alguna vez ese trozo de los Corintios de la nueva traducción inglesa de la Biblia? Ya sé que se está quedando anticuado, pero siempre me ha gustado.

—Mas vale que termines de vestirte —le dijo cariñosamente.

—Esta bien —asintió obediente, y corrió a ponerse unos pantalones de trabajo y las botas altas de tafilete que tanto le gustaban—. Estoy intentando aprendérmelo de memoria, porque después de todo soy tu mujer y está tan íntimamente relacionado con nuestro —mejor dicho con tu— trabajo, empieza así, verás «Escuchad. He de revelar un misterio: no hemos de morir todos, sino que nos convertiremos en un relámpago, en un parpadeo, cuando suene la última trompeta».

—La trompeta —dijo Sebastian pensativo mientras esperaba pacientemente a que ella terminara de vestirse— sonó un día de junio del año 1986. Y —pensó— para sorpresa de todos, excepto de Alex Hobart que lo había predicho, y que había dado nombre al efecto antitiempo.

—Ya estoy lista —dijo Lotta con orgullo, llevaba puestas las botas, los pantalones, el jersey y, lo sabía, el pijama debajo, sonrió al pensar en ello; lo había hecho por ganar tiempo, para no entretenerle.

Salieron juntos del apartamento, subieron por el ascensor exprés hasta la azotea donde tenían aparcado el coche aéreo.

—Por mi parte —dijo él mientras limpiaba el rocío de la noche de las ventanillas del coche— me gusta más la traducción del rey Jaime.

—Nunca la he leído —dijo ella con infantil candor en la voz, como si quisiera significar—. Pero ya la leeré, te lo prometo.

—Si no recuerdo mal —dijo Sebastian—, la traducción de ese trozo dice «¡Oíd! Os revelaré un misterio. No todos hemos de dormir, seremos cambiados», etc. Algo así. Pero recuerdo lo de «oíd». Me gusta más que «escuchad» —puso en marcha el aerocoche y ascendieron.

—Puede que tengas razón —dijo Lotta, siempre agradable, siempre dispuesta a considerarle una autoridad en cualquier materia. Después de todo le llevaba tantos años. Aquello le encantaba a él, y a ella parecía que también. Como estaba sentada a su lado, le dio unos golpecitos en la rodilla, afectuosamente; ella entonces también le dio a él unos golpecitos, como siempre; su amor iba así de uno a otro, sin resistencias, sin dificultad; era un ir y venir fluido y natural.

El joven y responsable oficial Tinbane se encontró con ellos dentro del cementerio, al otro lado de la verja medio derruida.

—Buenas, señor —le dijo a Sebastian, y le hizo el saludo; para Tinbane cualquier acto realizado mientras iba de uniforme se convertía en oficial, por no decir impersonal—. Su ingeniero llegó hace un par de minutos y está cavando un pozo de aireación provisional. Suerte que pasé por aquí —el policía saludó a Lotta al darse cuenta de su presencia—. Buenas noches, señora Hermes. Hace mucho frío, ¿no quiere sentarse en el coche patrulla? Está dada la calefacción.

—Estoy muy bien —dijo Lotta. Estirando el cuello, consiguió ver a Bob Lindy trabajando—. ¿Sigue hablando? —le preguntó el oficial Tinbane.

—No para —dijo Tinbane; les condujo a ella y a Sebastian con la luz de su linterna hacia la zona iluminada en la que Bob Lindy se afanaba ya con las herramientas—. Primero conmigo; ahora con su ingeniero.

Lindy se encontraba a cuatro patas estudiando los calibres de los tubos; no levantó la vista ni les saludó, aunque desde luego se había dado cuenta de que estaban allí. Para Lindy lo primero era el trabajo; la vida de sociedad venía mucho después.

—Dice que tiene parientes —le dijo el oficial Tinbane a Sebastian—. Aquí lo tiene; he escrito todo lo que ha estado diciendo: sus nombres y sus direcciones. En Pasadena. Pero chochea; parece confundida —miró a su alrededor—. ¿Seguro que viene su doctor? Creo que se le va a necesitar; la señora Benton ha dicho algo de la enfermedad de Bright; debió de morir de eso. Así que quizá se necesite aplicarle un riñón artificial.

Un aerocoche, con las luces de aterrizaje encendidas, empezó a descender. El doctor Sign se apeó de él, llevando un moderno y elegante traje de plástico que conservaba el calor.

—Así que cree que tiene a alguien vivo —le dijo al oficial Tinbane; se arrodilló sobre la tumba de la señora Tilly Benton, pegó la oreja y luego dijo en alta voz—: Señora Benton, ¿me oye? ¿Puede usted respirar?

La débil e indistinta vocecilla se alzó temblorosa hacia ellos, al dejar Lindy momentáneamente de perforar.

—Esto es agobiante, y está oscuro, y yo estoy muy asustada; me gustaría que me sacaran para poder irme a casa. ¿Me van a rescatar ustedes?

Haciéndose una bocina con las manos, el doctor Sign gritó:

—Estamos perforando ahora, señora Benton; aguante un poco y no se preocupe; tardaremos un par de minutos —añadió volviéndose a Lindy—: ¿No te has tomado la molestia de decirle algo?

—Yo tengo mi trabajo —gruñó Lindy—. Lo de hablar queda para vosotros y para el padre Faine. Siguió perforando. Sebastian observó que ya casi estaba terminando; se alejó un poco, escuchando, auscultando el cementerio y a los muertos bajo las lápidas, los corruptibles, como les había llamado Pablo, que un día, al igual que la señora Bentón, se harían incorruptibles. Y esos mortales, pensó, se harán inmortales. Y entonces lo que estaba escrito se realizaría. La muerte es victoriosamente aniquilada. Tumba, ¿dónde está tu victoria? Oh muerte, ¿dónde está tu guadaña? Y todo lo demás. Siguió deambulando utilizando la linterna para no tropezar con las lápidas; avanzaba muy despacio y sin dejar de oír —pero no era eso exactamente; no literalmente con los oídos, sino más bien dentro de sí— la casi imperceptible agitación bajo tierra. Son otros, pensó, que pronto serán antiguos nacidos; su carne y partículas están retornando ya, abriéndose paso hacia sus emplazamientos primitivos; percibía el proceso eterno, la compleja actividad incesante de la tumba, y aquello le hacía estremecer de entusiasmo y de emoción. Nada había tan profundamente optimista, tan poderoso en su vértice de perfección como aquel reformarse de los cuerpos que, como dijera Pablo, se habían corrompido y que ahora, al entrar en vigor la Fase Hobart, habían dado marcha atrás a su corrupción.

El único error que había cometido Pablo, reflexionó, fue haberlo vaticinado en su época.

Los que ahora estaban naciendo viejos eran los que habían muerto los últimos: mortalidades anteriores a junio de 1986. Pero, según Alex Hobart, la inversión del tiempo proseguiría abarcando un lapso de tiempo cada vez mayor; las muertes se irían invirtiendo… y dos mil años más tarde el propio Pablo dejaría de «dormir», como había dicho.

Pero para entonces —y muchísimo antes—. Sebastian Hermes y todos los demás vivos habrían retrocedido a los vientres de sus madres y esas madres a los de las suyas, y así sucesivamente; eso suponiendo, claro está, que Hobart no se equivocara; que la Fase no fuera temporal, de breve duración, sino que fuera un proceso de dimensiones siderales, que ocurre cada pocos billones de años.

Un último aerocoche aterrizó con un carraspeo; de él salió el rechoncho padre Faine, con sus libros religiosos en la cartera. Saludó con gesto simpático al oficial Tinbane, y dijo:

—Muy encomiable el que la oyera usted; espero que ya no tenga que quedarse más tiempo aquí con este frío —se percató de la presencia de Lindy, que estaba trabajando, y del doctor Sign, que estaba esperando con su maletín negro de médico, y de Sebastian Hermes—. Ya nos encargamos nosotros de todo —le dijo a Tinbane—. Gracias.

—Buenas noches, padre —dijo Tinbane—. Buenas noches, señores Hermes, y usted también, doctor —miró entonces al antipático y taciturno Bob Lindy, y no le incluyó en el saludo; dio media vuelta y se dirigió a su coche patrulla. Y pronto desapareció en la noche para proseguir con su ronda.

Sebastian se fue hacia el padre Faine, y le dijo:

—¿Sabe lo que le digo? He… oído a otro. Alguien aquí cerca que está a punto de volver a nacer. Es cuestión de días, posiblemente de horas.

«He percibido una emanación tremenda, fortísima, se dijo. Debe de ser una personalidad vital, muy cerca de aquí».

—Ya le llega el aire —declaró Lindy; dejó de perforar, cerró el aparato portátil de intubación y se dispuso a coger su equipo de excavación—. Prepárate, Sign —dio unos golpecitos en los auriculares que se había puesto para oír mejor a la persona enterrada allí abajo—. Esta sí que está mal. Crónico y agudo —bajó el interruptor de los achicadores autónomos y éstos se pusieron a escupir partículas por el tubo.

Sebastian levantó el ataúd ayudado por el doctor Sign y Bob Lindy, y el padre Faine se puso a leer en voz alta su libro de oraciones con voz firme y clara, para que resultara audible a la persona que se hallaba dentro del ataúd.

—«El señor me recompensó por mi buena conducta, según la limpieza de mis manos me premió. Porque siempre he seguido los caminos del Señor, y no he abandonado a mi Dios, como hicieron los pecadores. Porque siempre he observado sus Leyes y no me he apartado de sus mandamientos. También fui incorrupto ante él, y aparté de mí la maldad. Por eso el Señor me recompensó por la rectitud de mi conducta, y según lo limpias que tuve las manos a sus ojos. Con los santos tú serás santo…».

Siguió leyendo el padre Faine, mientras continuaban los trabajos. Todos se sabían el salmo de memoria, incluso Bob Lindy; era el favorito del sacerdote en aquellas ocasiones, y aunque a veces lo sustituía, por ejemplo por el salmo nueve, siempre volvía a él.

Bob Lindy destornilló rápidamente la tapa de la caja; era pino sintético barato, ligero, y la tapa salió muy bien. Inmediatamente avanzó el doctor Sign, se inclinó sobre la anciana con el estetoscopio, escuchando y hablándole en voz queda. Bob Lindy puso en marcha el ventilador de aire caliente, enviando un constante chorro de calor hacia la señora Tilly M. Benton; aquello resultaba vital, aquella transferencia de calor: los antiguos nacidos tenían siempre un frío tremendo; lo cierto es que sentían una fobia inevitable hacia el frío, fobia que, como en el caso de Sebastian, tardaba años en desaparecer después del renacimiento.

Como de momento su parte de trabajo ya estaba hecha, volvió Sebastian a pasear por el cementerio, por entre las tumbas, escuchando. Lotta esta vez se deslizó tras él y se empeñó en hablar.

—¿No resulta místico? —dijo en un soplo, con su voz de niña asustada—. Me gustaría poderlo pintar; me gustaría poder captar la expresión que tienen cuando ven por primera vez, cuando abren la tapa del ataúd. Esa mirada. No es de alegría, ni de liberación; no es nada en particular, es algo más profundo, más…

—Escucha —la interrumpió él.

—¿El qué? —escuchó obediente, pero era obvio que no oía nada. No percibía lo que él sentía: la enorme presencia junto a ellos.

—Tendremos que procurar no perder de vista este extraño lugar —dijo Sebastian—. Y quiero una lista completa, absolutamente completa, de todos los que han sido enterrados aquí.

A veces, al estudiar el inventario, podía adivinar de quién se trataba; tenía un don psiónico, esa rara habilidad para sentir por adelantado un próximo renacimiento.

—Recuérdame —le dijo a su esposa— que avise a las autoridades que operan en esta zona y que averigüe a quién tienen exactamente.

Es un inapreciable almacén de vida, pensó. Este cementerio que ahora se ha convertido en una reserva de almas que despiertan a la vida.

Una tumba —solamente una— tenía un monumento muy adornado en la cabecera; alumbró con la linterna el monumento y leyó el nombre:

THOMAS PEAK

1921-1971

Sic igitur magni quoque circum

moenia mundi expugnala dabunt

labem putresque ruinas.

Su latín no era lo bastante bueno como para permitirle traducir el epitafio; pero lo adivinaba. Hablaba de las grandezas de la tierra y de que todas caen en ruinas podridas. Bueno, pensó, eso ya no es cierto. Al menos no lo es para las grandezas con alma; para ellas no. Me da en la nariz, se dijo, que Thomas Peak (y desde luego debió de haber sido alguien, a juzgar por el tamaño y la calidad de la piedra del monumento) es la persona que siento está a punto de retornar, la persona de la que tendremos que estar pendientes.

—Peak —le dijo a Lotta en voz alta.

—Algo he leído sobre él —dijo ella—. En un cursillo que seguí sobre filosofía oriental. ¿Sabes quién era…, o es?

—Tenía algo que ver con el Anarca ese…

—El Udi —dijo Lotta.

—¿Ese culto negro? ¿El que ha desbancado a la Municipalidad de Negros Libres? ¿El del demagogo ese de Raymond Roberts? ¿Los Uditi? ¿Y ese Thomas Peak enterrado aquí?

Examinó las fechas Lotta, y asintió.

—Pero según nos dijo el profesor, en aquella época no era un timo. Creo que existe realmente una experiencia Udi. Al menos eso nos dijeron en el Estado de San José. Todo se funde y se confunde; ya no hay tú ni…

—Ya sé lo que es el Udi —dijo él malhumorado—. Dios santo, ahora que sé quién es no estoy tan seguro de querer ayudarle a salir de ahí.

—Pero cuando regrese el Anarca Peak —dijo Lotta— reafirmará su postura y entonces el Udi dejará de ser un engaño.

Detrás de ellos se oyó la voz de Bob Lindy:

—Podríais hacer fortuna no trayéndole a un mundo que ni le desea ni le espera —explicó—: Ya he terminado mi trabajo aquí; Sign está insertando uno de esos riñones eléctricos y colocándola en una camilla para llevársela en el coche —encendió un cigarrillo y se quedó fumando, tiritando y meditando—. ¿Crees que ese tipo, Peak, esté a punto de volver, Seb?

—Sí —repuso—. Ya conoces mis intuiciones.

«Nuestra firma se beneficia de ellas, pensó; ellas son las que nos permiten ir por delante de las grandes firmas, incluso conseguir algún trabajillo…, algo más de lo que nos proporciona la policía de la ciudad, desde luego».

—Espera a que R. C. Buckley se entere de esto —dijo Lindy, sombrío—. No se dormirá con éste; es más, te sugiero que le llames ahora mismo. Cuanto antes lo sepa, antes podrá montar una de esas alucinantes campañas de promoción a las que tan aficionado es —rió irónicamente—. Nuestro hombre en el cementerio —dijo.

—Voy a poner un chivato en la tumba de Peak —dijo Sebastian tras unos momentos de cavilación—. Uno que recoja la actividad cardiaca y al mismo tiempo nos transmita una señal en clave.

—¿Seguro? —dijo Lindy nervioso—. Ya sabes que es ilegal; si lo descubre la policía de Los Ángeles te puedes preparar… A lo mejor te quitan la licencia de trabajo —salía a relucir su innata precaución sueca, además de que dudaba de las intuiciones psiónicas de Sebastian—. Olvídate de ello —dijo—. Te estás volviendo como Lotta —le dio un amistoso azote, afectuosamente—. Siempre he dicho que no pienso dejar que el ambiente que se respira en estos sitios me impresione; es un trabajo técnico que consiste en dar con la localización exacta, en proporcionar aire adecuado, en cavar como es debido con lo que no ves ni la mitad, en sacarlo luego y en entregárselo al doctor Sign para que le eche un remiendo —volviéndose a Lotta, añadió—. Te pones demasiado metafísica con todo esto, muchacha. Olvídalo.

—Estoy casada con un hombre que yació ahí abajo —dijo Lotta—. Cuando yo nací, Sebastian había muerto y siguió muerto hasta que yo tuve doce años —su voz (cosa rara en ella) sonaba inflexible.

—¿Y bien? —preguntó Lindy.

—Ese proceso —dijo— me ha dado al único hombre del mundo o de Marte o de Venus al que amo o podría amar. Ha sido la mayor fuerza de mi vida.

Rodeó con su brazo a Sebastian y se apretó contra él, contra su corpachón.

—Mañana —le dijo Sebastian— quiero que vayas a visitar la sección B de la Biblioteca de Temas Populares. Recoge toda la información que puedas sobre el Anarca Peak. Es probable que la mayor parte haya desaparecido ya, pero aún puede que quede alguna última copia a máquina.

—¿Tan importante era ese hombre? —preguntó Bob Lindy.

—Sí —dijo Lotta—. Pero… —vaciló— me asusta la Biblioteca, Seb; de veras, sabes que me asusta. Es tan… al diablo. Iré —se le quebró la voz.

—En eso estoy de acuerdo contigo —dijo Bob Lindy—. No me gusta ese sitio. Fui una vez y no volví.

—Es la Fase Hobart —dijo Sebastian—. Es la misma fuerza que actúa aquí —se volvió nuevamente hacia Lotta—. Procura evitar a la bibliotecaria jefe, Mavis McGuire.

Se había tropezado con ella varias veces en el pasado y le había repelido; la había juzgado mala, mezquina y hostil.

—Ve directamente a la Sección B —dijo.

Que Dios se apiade de Lotta, pensó, si se despista y se mete entre las garras de la McGuire. Quizá debiera ir yo… Y eso que no, decidió; puede preguntar por otra persona; todo saldrá bien. Lo único es que hay que arriesgarse.