INTRODUCCIÓN

La concepción del alma en el tratado «Acerca del alma»

Resulta, sin duda, necesario establecer en primer lugar a qué género pertenece y qué es el alma —quiero decir, si se trata de una realidad individual, de una entidad o si, al contrario, es cualidad, cantidad o cualquier otra de las categorías que hemos distinguido— y, en segundo lugar, si se encuentra entre los seres en potencia o más bien constituye una cierta entelequia. La diferencia no es, desde luego, desdeñable.

(Acerca del alma I, 1, 402a 23-27.)

Es costumbre de Aristóteles (costumbre, por lo demás, tan estimable como poco común) comenzar una obra ofreciendo la enumeración de todas aquellas cuestiones con que habrá de enfrentarse a lo largo de toda ella. Un índice semejante de cuestiones existe también en el tratado Acerca del alma. La breve cita que encabeza este apartado de nuestra Introducción recoge precisamente aquellas líneas con que se abre la relación de los problemas a tratar. De acuerdo con el programa expuesto en estas líneas, la cuestión fundamental y que ha de abordarse en primer lugar es «a qué género pertenece y qué es el alma». Tal afirmación implica que Aristóteles no se plantea de modo explícito el problema de si el alma existe o no: su existencia no se cuestiona, sino que se pasa directamente a discutir su naturaleza y propiedades. El lector de hoy sentirá seguramente que su actitud ante el tema se halla a una notable distancia del planteamiento aristotélico y considerará que la verdadera cuestión a debatir no es la naturaleza y propiedades del alma, sino la existencia misma de una realidad de tal naturaleza y propiedades. El horizonte dentro del cual Aristóteles debate el problema del alma difiere notoriamente del horizonte intelectual en que se halla instalado el lector moderno en virtud de diversas circunstancias históricas de las cuales tal vez merezcan destacarse las dos siguientes: las connotaciones religiosas asociadas a la idea de alma y la decisiva influencia ejercida por el Cartesianismo sobre la psicología metafísica a partir de la modernidad[1]. Es cierto que en el pensamiento griego el tema del alma aparece asociado con insistencia a concepciones y creencias de tipo religioso (inmortalidad, transmigración, culpas y castigos, etc.): baste recordar el pitagorismo y la filosofía platónica. Aristóteles, sin embargo, no plantea la cuestión del alma en conexión con creencias religiosas, sino desde una perspectiva estrictamente naturalista.

Aristóteles acepta, pues, la existencia del alma, si bien su actitud ante la misma es sustancialmente ajena a las connotaciones religiosas tradicionales. La perspectiva en que se sitúa es la explicación del fenómeno de la vida. El razonamiento subyacente a su planteamiento es, más o menos, el siguiente: en el ámbito de los seres naturales los hay vivientes y no-vivientes; entre aquéllos y éstos existe una diferencia radical, una barrera ontológica infranqueable; ha de haber, por tanto, algo que constituya la raíz de aquellas actividades y funciones que son exclusivas de los vivientes. Este algo —sea lo que sea— es denominado por Aristóteles alma (psyché) y, cuando menos, hemos de convenir en que tal denominación cuadra perfectamente con la tradición griega de que Aristóteles se nutre. El problema estriba, pues, en determinar la naturaleza de ese algo, del alma. Cabría decir que se trata de encontrar una referencia adecuada al término «alma» y tal búsqueda sólo es posible a través de una investigación —filosófica y empírica— de las funciones, de las actividades vitales. El tratado Acerca del alma no es sino un tratado acerca de los vivientes, acerca de los seres naturales dotados de vida.

El primer problema a debatir es, por tanto, qué tipo de realidad es el alma. En las líneas citadas anteriormente este problema se concreta, a su vez, en dos cuestiones fundamentales: en primer lugar, si el alma es una entidad o bien constituye una realidad meramente accidental; en segundo lugar, si es acto, entelequia o, por el contrario, se trata de una potencia, de una potencialidad o capacidad para vivir que poseen ciertos cuerpos naturales y de la cual carecen los seres inanimados. Aristóteles se enfrenta al tema del alma equipado con un sistema de conceptos bien perfilado y original. Frente a toda la filosofía anterior, ensaya un audaz experimento de traducción consistente en reinterpretar el dualismo tradicional de cuerpo-alma a través de sus propios esquemas conceptuales de entidad-accidentes, materia-forma, potencia-acto. El resultado será una teoría vigorosa y nueva acerca del alma, alejada por igual de todas las especulaciones anteriores, pero no exenta de ciertas ambigüedades y tensiones internas.

A) La palabra griega ousía (que generalmente suele traducirse por «sustancia» y que nosotros traduciremos siempre por «entidad»)[2] abarca en la obra aristotélica una pluralidad de nociones cuya sistematización coherente no deja de resultar difícil. En efecto, Aristóteles denomina ousía, entidad a las siguientes realidades o aspectos de lo real: a) «Lo que no se predica de un sujeto ni existe en un sujeto; por ejemplo, un hombre o un caballo» (Categorías 5, 2a 12-13). Se trata, según establece explícitamente Aristóteles, de la acepción fundamental del término ousía, con la cual se hace referencia a los individuos pertenecientes a un género o especie naturales, b) Las especies a que pertenecen los individuos y los géneros en que aquéllas están incluidas, por ejemplo, «el individuo humano está incluido en la especie “hombre” y el género a que esta especie pertenece es “animal” y de ahí que la especia “hombre” y el género “animal” se denominen entidades segundas» (ib., 5, 2a 16-18). En este caso la palabra ousía pasa a significar el conjunto de los predicados esenciales que definen a un individuo. (Los individuos se denominan entidades primeras), c) Aquellas realidades que son capaces de existencia independiente, autónoma, es decir, las «sustancias» (en la acepción tradicional de este término), por oposición a los accidentes, d) El sujeto físico del cambio, es decir, lo que permanece idéntico como sustrato de las distintas modificaciones resultantes de aquél, e) Por último, el sujeto lógico-gramatical de la predicación, del discurso predicativo: «lo que no se predica de un sujeto, sino que lo demás se predica de ello» (Metafísica VII 2, 1029a 8). El término ousía se inserta, pues, en un conjunto de oposiciones que determinan su significado como: individuo frente a los géneros-especies, predicados esenciales frente a predicados accidentales, sustancia frente a accidentes, sujeto permanente frente a las determinaciones sucesivas cambiantes y sujeto del discurso predicativo frente a los predicados del mismo. La teoría aristotélica de la ousía, de la entidad, es, pues, muy compleja y solamente una comprensión adecuada de la misma permite adentrarse en el planteamiento del problema del alma que se ofrece en nuestro tratado.

B) El concepto de ousía, de entidad, tiene su marco fundamental en la teoría de las categorías. En el libro de las Categorías —al que ya hemos hecho referencia anteriormente— la teoría se introduce en función de los juicios predicativos. Aristóteles comienza distinguiendo (Cat., 2, 1a 15) dos tipos de expresiones: aquellas que constituyen juicios o proposiciones, por ejemplo, «un hombre corre», y aquellas que no son juicios, como «hombre», «corre», etc. Estas últimas son los elementos a partir de los cuales se forman los juicios o proposiciones. El cuadro de las categorías constituye la clasificación de tales términos o locuciones simples (ib., 5, 1a5). No todos los términos, sin embargo, son clasificables en alguna de las diez categorías (las conectivas quedan fuera del esquema), sino solamente las palabras que cumplen una función significativo-designativa. De ahí que el esquema de las categorías constituya también una clasificación de las cosas designadas por medio de tales palabras, es decir, una clasificación de los distintos tipos de realidad.

En su significación técnica como predicados, el cuadro categorial parece responder en la obra de Aristóteles a dos perspectivas distintas sobre el lenguaje predicativo: a) Tomemos, en primer lugar, como sujeto de predicación a una entidad primera, a un individuo, Sócrates, por ejemplo. En tal caso, las categorías constituirían una clasificación de todos los posibles tipos de predicados susceptibles de serle atribuidos: Sócrates es… hombre (ousía, entidad), pequeño (cantidad), honesto (cualidad), etc. Es evidente que en este supuesto —cuando el sujeto del discurso es para los distintos predicados una entidad primera, individual— el único predicado esencial (es decir, el único que expresa qué es el sujeto) es la entidad (entidad segunda, en este caso: géneros-especies). b) Supongamos, en segundo lugar, que el sujeto es en cada proposición una realidad distinta perteneciente a la misma categoría que el predicado: Sócrates es hombre, la honestidad es una virtud (cualidad), etc. En este segundo supuesto, el discurso es siempre y en cada caso esencial ya que en todos ellos expresa qué es el sujeto[3]. La peculiaridad de la categoría primera (la entidad) frente a las nueve restantes se muestra en la circunstancia de que cuando el predicado pertenece a ella (entidades segundas, géneros-especies), el sujeto pertenece también necesariamente a ella (entidad primera o segunda, según los casos)[4]. Con otras palabras, el discurso dentro de la categoría «entidad» es siempre un discurso esencial.

Esta es, a grandes rasgos, la situación de la teoría en los libros aristotélicos relativos a la lógica. En ellos, sin embargo, quedan sin aclarar suficientemente ciertas cuestiones importantes. De éstas, la más notoria es la concerniente a las entidades segundas, al sentido que tiene denominarlas entidades y a su relación con las entidades primeras o individuos. Así, en el c. 5 de las Categorías (3b 10-23) se establece como algo característico de la entidad en general que significa «un esto» (tóde ti). Respecto de las entidades primeras el asunto es claro: «Sócrates», «Platón», etc., son palabras que designan realidades concretas, cumplen una función deíctica, son, en última instancia, demostrativos. En el caso de las entidades segundas (géneros y especies) el asunto es, sin embargo, bien diferente y Aristóteles mismo señala que más que «un esto» (tóde ti) significan «un de tal tipo o cualidad» (poión ti): afirmar que Sócrates es hombre equivale, en efecto, a afirmar que «Sócrates es una entidad de cierto tipo o cualidad, a saber, humana» (Cat. 5, 3b 20). Este problema no es, por lo demás, una cuestión puramente semántica, es decir, no afecta meramente al discurso, sino que en el nivel de la realidad extralingüística remite al problema de la relación existente entre aquello que denominamos entidades segundas (géneros y especies) y aquello que denominamos entidades primeras (individuos, ejemplares de las distintas especies). Se trata, en definitiva, del problema del platonismo.

C) Es en la Metafísica —y muy especialmente en los libros centrales de la misma— donde Aristóteles parece responder adecuadamente a la ambigüedad que acabamos de señalar en relación con la entidad así como a otras cuestiones afines no aclaradas suficientemente en los tratados de lógica. El planteamiento aristotélico se halla posibilitado en este caso por la introducción de dos teorías de suma importancia: la concerniente a la pluralidad de significaciones de «ser» y «ente» y la teoría hilemórfica. Aquélla recae primariamente sobre la lengua; ésta, sobre la estructura de la realidad extralingüística.

El c. 1 del l. VII de la Metafísica se sitúa dentro del esquema de las categorías entendidas conforme a la primera de las perspectivas que señalábamos más arriba, es decir, como clasificación de todos los posibles predicados para un discurso cuyo sujeto sea una entidad primera. Sobre las cosas —señala Aristóteles— nos es posible formular afirmaciones de muy distinto rango y condición: cabe, por ejemplo, decir qué son, pero también cabe decir dónde, cuándo, de qué tamaño, cómo son. Pues bien, se nos dice, entre todas estas posibilidades de hablar acerca de la realidad, la primaria y original (protón) sería aquella que se articulara conforme al esquema lógico-lingüístico: «¿qué es esto?». Es obvio y trivial que en cada caso la respuesta concreta dependerá del tipo de realidad a que se apunte con tal pregunta pero es importante señalar que en cualquier caso las distintas respuestas habrán de tener una estructura idéntica. La respuesta habrá de ser siempre un nombre que signifique dentro de la categoría de entidad: a esto apunta Aristóteles al señalar que la respuesta habrá de ser del tipo «(esto es) un hombre o un dios» (1028a 15-18). Esta contestación, a su vez, podrá ser ulteriormente determinada: podemos añadir que se trata de un hombre sentado o paseando o bueno pero en tal caso hablaríamos ya de determinaciones o afecciones (accidentes) de esa entidad concreta e individual que llamamos hombre. Afecciones o accidentes cuyo sujeto (hypokeímenon) es la entidad en el doble sentido de aquella palabra, es decir, como sujeto físico de inhesión («porque ningún accidente tiene existencia ni puede darse separado de la entidad». ib. 1028a 23) y como sujeto lógico de predicción («pues bueno o sentado no se dice sin ésta», ib. 1028a 28).

Ousía, entidad, es, por tanto, aquello que realiza la doble y coordinada función de ser sustrato físico de determinaciones y sujeto lógico o referente último de nuestro lenguaje acerca de la realidad. Desde un punto de vista metafísico, esta doble caracterización lleva en su seno la posibilidad de una conclusión monista y más concretamente de un monismo materialista: ¿no habrá de concluirse que la única entidad real es la materia, sustrato último de todas las determinaciones reales (puesto que las entidades primeras o individuos no serían sino modificaciones de la materia) y por consiguiente sujeto último de toda predicación?[5]. A pesar de la rotundidad de este razonamiento, Aristóteles se niega a aceptar semejante conclusión monista. La negativa aristotélica se justifica en la indeterminación propia de la materia que la hace incapaz de constituir el sujeto de discurso esencial alguno. En efecto, la pregunta «¿qué es la materia como tal, es decir, más allá de todas sus determinaciones?» escapa a toda posibilidad de discurso definitorio. Habrá que plantearla más bien en términos tales como: «¿qué es la materia en el caso del agua, del árbol, etc.?», con lo cual el sujeto de la pregunta —y de la respuesta correspondiente— ya no es la materia como tal, sino un tipo determinado de materia. Situado en esta encrucijada, Aristóteles establece como rasgos fundamentales de la entidad, de la ousía, el ser algo individualizado, separado (choristón), es decir, algo determinado (un esto, tóde ti)[6]. De este modo regresamos al punto de partida cerrando el círculo a partir del cual se origina la teoría aristotélica de la entidad: puesto que el discurso esencial se origina en la pregunta: «¿qué es esto?», aquello a que la pregunta se refiere ha de ser «un esto», es decir, una entidad primera, individual. El paso siguiente se lleva a cabo fácilmente, sin esfuerzo. El sujeto y referente último del discurso ha de ser algo determinado y la materia es indeterminada; ¿qué es lo que hace que la materia salga de su indeterminación y venga a ser algo determinado?; evidentemente, la forma. En el ámbito de las realidades naturales el sujeto que se busca será, por tanto, la materia determinada por la forma, el compuesto hilemórfíco[7].

D) La pregunta primaria y original (¿qué es esto?) y su contestación pertinente (por ejemplo, «un hombre») recaen sobre la entidad primera, individual. El discurso no termina, sin embargo, aquí, sino que cabe prolongarlo en un segundo nivel: ¿y qué es un hombre? La respuesta a esta segunda pregunta viene, por su parte, a recaer sobre lo que en filosofía suele denominarse esencia por la fuerza del uso y de la tradición. Al tema de la esencia (palabra ésta que sirve para traducir la expresión aristotélica tò tí ên eînai) dedica Aristóteles un conjunto de disquisiciones tan interesantes como complicadas[8]. Nos limitaremos a tomar el hilo de uno de los aspectos de la cuestión.

La esencia es el contenido de la definición. En efecto, qué sea el hombre se manifiesta y expresa en la definición de hombre. La definición, por su parte, constituye una frase, un enunciado complejo. Así, la definición de hombre como «viviente-animal-racional» o bien como aquel ser que «nace, se alimenta, crece, se reproduce, envejece y muere (viviente), siente, apetece y se desplaza (animal) y, en fin, intelige, razona y habla (racional)». Una definición se compone, pues, de partes. ¿Qué partes de lo definido recoge el enunciado de la definición? Se trata de una cuestión a la que Aristóteles concede notable importancia y cuya respuesta ha de ser cuidadosamente matizada. No han de confundirse la perspectiva desde la cual define al hombre el físico y la perspectiva desde la cual lo define el metafísico. Situándose en la perspectiva de este último, Aristóteles considera que la definición no ha de incluir las partes materiales del compuesto (tal sería el caso de una definición de hombre que enumerara sus miembros, tejidos y órganos), sino solamente las partes de la forma específica, las partes de aquello que Aristóteles denomina eîdos (Met. VII 10, 1035a 15)[9].

Al llegar a este punto resulta necesario llamar la atención sobre el significado del término eidos. Este término se traduce a menudo simplemente por la palabra latina «forma». Esta manera de traducirlo no merecería el más mínimo comentario si no fuera porque es también la palabra «forma» la que se utiliza para traducir el término griego morphé. Al traducirse ambos términos por la misma palabra, el lector se ve empujado a considerarlos como sinónimos, borrándose en gran medida el significado preciso que el término eidos posee en contextos decisivos como el que estamos analizando[10]. La distinción existente entre morphé y eîdos en este contexto es la que existe entre la estructura de un organismo viviente y las funciones o actividades vitales que tal organismo realiza. El eîdos es el conjunto de las funciones que corresponden a una entidad natural. El conjunto de tales funciones constituye la esencia de la entidad natural (ib., 1035b 32) y por consiguiente constituye también el contenido de su definición, de acuerdo con el modelo de definición de hombre que más arriba hemos propuesto.

E) El discurso acerca de la entidad natural —que en su segundo nivel nos ha llevado a la pregunta ¿qué es un hombre? y con ella a la esencia y la definición— ha de prolongarse aún en un tercer momento o nivel al cual correspondería la pregunta: ¿y por qué esto es un hombre? Este tercer momento del discurso posee una importancia decisiva ya que en el momento anterior la materia, los elementos materiales, habían quedado fuera de consideración al ceñirse el discurso exclusivamente a la esencia entendida como eîdos. Este nuevo nivel y esta nueva pregunta restituyen la composición hilemórfica de la entidad a que el discurso se refiere. Aristóteles subraya, en efecto, cómo la pregunta recae directamente en la materia: preguntar por qué esto es un hombre equivale a preguntar por qué estos elementos materiales están organizados de modo tal que constituyen un hombre. La respuesta, a su vez, ha de buscarse a través de la forma específica, del conjunto de funciones para las cuales sirve tal organización material: «luego lo que se pregunta es la causa por la cual la materia es algo determinado y esta causa es la forma específica (eîdos) que, a su vez, es la entidad (ousía)» (ib. VII 17, 1041b 6-9).

La teoría aristotélica de la entidad natural queda completada en este último momento del discurso. El eîdos, el conjunto de funciones que corresponden a una entidad natural aparece como causa de la entidad natural misma. No se trata, como es obvio, de una causa o agente exterior: la causalidad de la forma específica es inmanente[11]. En tanto que causa inmanente Aristóteles denomina «entidad» (ousía) a la forma específica, recogiendo así una de las significaciones básicas del término ousía expuestas en el l. V de la Metafísica: «en otro sentido [se denomina ousía] a aquello que es causa inmanente del ser de cuantas cosas no se predican de un sujeto; tal es, por ejemplo, el alma para el animal» (1017b 14-16). Por último, el eîdos o forma específica no es solamente la esencia y la causa inmanente de la entidad natural, sino también su causa final o fin. La pregunta «¿por qué estos elementos son un hombre?» sólo aparece contestada plenamente cuando aquéllos son considerados desde el punto de vista de la función a que están destinados y sirven: la actividad específica del ser humano que constituye su razón de ser, su finalidad[12]. De este modo se llega a la tesis aristotélica más radical respecto de la naturaleza: la forma específica como finalidad inmanente, es decir, como télos, como entelequia, acto o actividad que es fin en sí misma.

F) Tras este necesario recorrido a través de la teoría aristotélica de la entidad, volvamos ahora a las dos cuestiones que Aristóteles considera fundamentales acerca del alma: ¿es el alma entidad o, por el contrario, es una determinación accidental del viviente?; ¿es acto, entelequia o más bien ha de ser considerada como una potencia, como una capacidad de los organismos vivos? La respuesta a ambas preguntas —ampliamente elaborada en el l. II del tratado Acerca del alma— viene dada por cuanto hemos expuesto anteriormente. Aristóteles establece y afirma repetidas veces que el alma es esencia (tò tí ên eînai), forma específica (eîdos) y entidad (ousía) del viviente. Sus ideas al respecto aparecen expresadas con concisión en las siguientes palabras: «Queda expuesto, por tanto, de manera general, qué es el alma, a saber, la entidad definitoria (ousía katá lógon) esto es, la esencia de tal tipo de cuerpo»[13] (II I, 412b9). Al ser forma específica del viviente, el alma constituye también su fin inmanente y, por tanto, su actualización o entelequia: «luego el alma es necesariamente entidad en cuanto forma específica de un cuerpo natural que en potencia tiene vida. Ahora bien, la entidad es entelequia, luego el alma es entelequia de tal cuerpo» (ib. 412a 20-23).

La coherencia de la explicación aristotélica se basa en la afirmación fundamental de que el alma es el eîdos, la forma específica del viviente: precisamente por serlo, es también su entidad y entelequia. Ahora bien, ¿qué implicaciones tiene esta fundamental afirmación de que el alma es la forma específica del viviente? Más arriba hemos señalado que la forma específica es el conjunto de las funciones que corresponden a una entidad natural: por tanto, la forma específica de un viviente serán las actividades o funciones vitales (alimentarse, reproducirse, etc.) que en su conjunto suelen denominarse «vida». La teoría aristotélica parece favorecer de este modo la identificación del alma con la vida. Si esto es así, ¿no queda el alma desprovista de sustancialidad, de existencia y realidad autónomas?; ¿no se trataría, en definitiva, de una manera discreta de eliminar el alma manteniendo —eso sí— la palabra «alma» como un mero sinónimo de la palabra «vida»? La identificación del alma con la vida, la sinonimización de ambos términos, se insinúa en nuestro tratado como una posible consecuencia interna del planteamiento mismo aristotélico. Nos limitaremos a llamar la atención del lector sobre dos pasajes cruciales al respecto. El primero de ellos dice lo siguiente: «entre los cuerpos naturales los hay que tienen vida y los hay que no la tienen (y solemos llamar vida a la autoalimentación, al crecimiento y al envejecimiento). De donde resulta que todo cuerpo natural que participa de la vida es entidad, pero entidad en el sentido de entidad compuesta. Y puesto que se trata de un cuerpo de tal tipo —a saber, que tiene vida— no es posible que el cuerpo sea el alma» (ib. 412a 12-17). Repárese en las líneas que hemos subrayado: en la premisa se establece que el viviente es compuesto a través del sistema «cuerpo/vida» (el viviente es un cuerpo que tiene vida) mientras que en la conclusión este sistema se sustituye por el otro de «cuerpo/alma» (es decir, el viviente es un cuerpo que tiene alma: el alma no es el cuerpo)[14]. El segundo de los textos que aduciremos corresponde a la célebre y conocida definición aristotélica del alma: «luego el alma es la entelequia primera de un cuerpo que en potencia tiene vida» (ib., 412a 27-28). De acuerdo con el sistema aristotélico, acto o entelequia es siempre y en cada caso el cumplimiento adecuado de la potencia que viene a actualizar. Por tanto, el acto o entelequia de un cuerpo que en potencia tiene vida ha de ser precisamente la vida y no cualquier otra cosa. No obstante, Aristóteles nos ofrece el alma en su lugar. Como en el caso anterior, la coherencia interna del texto parecería exigir la identificación de alma (psyché) y vida (zoé).

La desustancialización del alma es, pues, una poderosa posibilidad interna de la teoría aristotélica acerca del viviente. Esta desustancialización del alma podía tener lugar de dos modos diferentes. En efecto, al situarse el alma entre el cuerpo y la vida y al intentar conceptualizarla desde la teoría de potencia y acto, no sólo cabía la posibilidad de reducir el alma al acto identificándola con la vida, sino que cabía también la posibilidad de reducirla a la potencia identificándola con la capacidad del organismo para vivir. Esta última posibilidad —de la cual existen también indicios en nuestro tratado[15]— fue la que históricamente tuvo más éxito en la escuela aristotélica primitiva. Por lo que sabemos, el alma no es ya para Aristóxeno sino la armonía o equilibrio entre las distintas funciones del organismo. En idéntica dirección se mueven Estratón y Dicearco. Éste —discípulo inmediato de Aristóteles— recurre también al concepto de equilibrio corporal para afirmar que «no existe el alma», que el alma es algo «insustancial» (anoúsios)[16]. Por más que Aristóteles criticó duramente y rechazó la doctrina del alma-armonía[17], el alma viene ahora a significar, más o menos, lo que en el lenguaje naturalista de los médicos se denomina salud: el equilibrio estructural y funcional del organismo que hace a éste capaz de realizar las funciones vitales.

A pesar de lo anteriormente expuesto, es un hecho que Aristóteles no lleva a cabo la desustancialización del alma a través de ninguna de las dos posibles reducciones a que nos hemos referido. La metafísica aristotélica camina por otros derroteros impuestos por la afirmación de la autonomía de la vida respecto de la materia y esta autonomía de la vida respecto de la materia es la que justifica, en último término, la autonomía activa del alma respecto del cuerpo[18]. Tal línea de pensamiento acaba prevaleciendo a lo largo del tratado Acerca del alma. Resurge así inevitablemente la imagen tradicional del cuerpo como órgano, como instrumento del cual el alma se sirve: «y es que es necesario que el arte utilice sus instrumentos y el alma utilice su cuerpo» (I 3, 407b 25-27). El alma no se reduce al conjunto de las funciones vitales, sino que —más allá de éstas— aparece como el agente activo regulador de su coherencia y armonía[19]. Es cierto que Aristóteles insiste en que el sujeto que realiza las actividades vitales no es el alma, sino el viviente en tanto que entidad compuesta: «no es el alma quien se compadece, aprende o discurre, sino el hombre en virtud del alma» (408b 15-16); sin embargo, compárese esta rotunda declaración con lo que se establece en el siguiente texto de la Metafísica: «…el acto está en el agente mismo, por ejemplo, la visión en el que ve, la especulación en el que especula y la vida en el alma» (1050a-34b 1). Puesto que la visión está en el que ve y la especulación en el que especula, la vida está paralelamente en el que vive. El texto dice que está en el alma: el que vive es, pues, el alma, de acuerdo con la estructura lógica de este texto de la Metafísica[20].

Una vez afirmada la irreductibilidad del alma, el cuadro de la explicación aristotélica de la vida queda definitivamente trazado de acuerdo con las siguientes líneas: a) El viviente se especifica y define por un conjunto de funciones (nutrición, etc.). Tales actividades o actos son, en suma, lo que denominamos vida. La vida es, por tanto, actividad, acto, b) El alma —que no se identifica sin más con la vida— es también acto. De este modo, el alma resulta ser la entelequia o acto primero del viviente y la vida su acto segundo, c) Pero todo acto lo es de una potencia. De ahí que la distensión o hiato existente en los vivientes naturales entre el acto primero (alma) y los actos segundos (funciones vitales) implique la existencia de potencias correspondientes a éstos últimos: a la nutrición, sensación, etc., corresponden otras tantas potencias (nutritiva, sensitiva, etc.). Son las potencias o facultades del alma.

La marca histórica de garantía de toda obra filosófica de primera magnitud no es otra que su capacidad para estimular la reflexión y promover el surgimiento de desarrollos ulteriores, de líneas de pensamiento que —procediendo de ella— divergen y se contraponen entre sí. Este ha sido el caso de la doctrina acerca del alma y la vida expuesta en nuestro tratado. Dentro de las coordenadas conceptuales diseñadas en él se ha polemizado apasionadamente sobre la naturaleza del alma desde los mismos discípulos de Aristóteles hasta los humanistas del Renacimiento, pasando por los comentaristas antiguos y las distintas escolásticas medievales. En antropología filosófica, esta obra aristotélica ha inspirado ininterrumpidamente toda una corriente de pensamiento que —sin olvidar su doble vertiente orgánica y anímica— ha insistido poderosamente en la unidad del ser humano. De esta obra aristotélica proceden y a ella se remiten como a su acta fundacional todas las corrientes vitalistas hasta nuestros días. Incluso en el ámbito de la mística (ámbito del que nadie parecería más alejado a primera vista que el propio Aristóteles) este tratado proporcionó inspiración y elementos conceptuales a la filosofía árabe a través de la teoría del Intelecto (noûs) inengendrado e inmortal del cual el hombre participa. (Más adelante nos referiremos a esta doctrina aristotélica.) Igualmente notable es, en fin, la influencia de esta obra de Aristóteles en los campos de la psicología y la teoría del conocimiento, en aquélla a través de su teoría de las facultades, en ésta a través de su concepción del conocimiento como asimilación, como captación intencional de las formas de las realidades conocidas. Solamente el Fedón de Platón podría, tal vez, compararse con este tratado en cuanto a su transcendencia histórica en relación con el tema del alma.

Contenido, autenticidad y época de composición del tratado

El tratado Acerca del alma comprende un total de treinta capítulos distribuidos del siguiente modo: el libro primero se compone de cinco capítulos, el libro segundo de doce y el libro tercero, en fin, de los trece capítulos restantes. Es importante señalar que el desarrollo del tratado responde a un plan de conjunto, a una ordenación coherente.

El libro I se abre con una exposición —muy de estilo aristotélico— acerca del objeto a tratar y de las dificultades o aporías con que se enfrentará la obra, además de ofrecer ciertas consideraciones de carácter metodológico. El resto del libro se dedica a un análisis crítico minucioso de las teorías acerca del alma mantenidas por sus predecesores. Una vez llevado a cabo este recorrido histórico-crítico, el libro II retoma sistemáticamente y de modo directo la cuestión fundamental de qué es el alma. En su c. 1 se define al alma como entidad y como entelequia o acto primero del cuerpo. A continuación, en los cc. 2 y 3 se pasa a un estudio de carácter general sobre las potencias o facultades del alma. A partir de este momento se inicia el estudio sucesivo de las distintas facultades. El c. 4 se dedica al alma vegetativa y sus facultades. Con el c. 5 se inicia el estudio de la facultad de sentir, distribuyéndose este estudio de la siguiente manera: el c. 5 se ocupa de la sensación en general; el c. 6 se dedica a analizar lo sensible y sus clases; los cc. 7-11 estudian respectiva y sucesivamente cada uno de los cinco sentidos; el c. 12, en fin, trata de lo que es común a todos los sentidos. En este momento se entra en el l. III que continúa rigurosamente la temática del libro anterior. El c. 1 de este libro trata de demostrar que no existe ningún otro sentido además de los cinco ya enumerados y estudiados. Los cc. 2 y 3 se dedican, respectivamente, al sentido común y la imaginación. A continuación se emprende el estudio del entendimiento, del Intelecto (cc. 4-8). Después se pasa a estudiar la potencia o facultad motriz (cc. 9-11) para terminar el tratado con un conjunto de consideraciones generales acerca de la jerarquía y distribución de los sentidos en los distintos tipos de animales (cc. 12 y 13).

A pesar de que el plan general de la obra parece un argumento poderoso a favor de la unidad de su composición, ésta ha sido negada por W. Jaeger. Las consideraciones aducidas por este filólogo en su conocida c influyente obra sobre la evolución del pensamiento de Aristóteles[21] se refieren fundamentalmente al contenido doctrinal del tratado. En concreto, se refieren a la doctrina acerca del Intelecto expuesta en el l. III. La doctrina filosófica del Intelecto inmaterial y eterno procedería —según Jaeger— de una etapa más antigua, platónica, que resulta inconciliable con la actitud empirista que caracteriza al resto del tratado y que, a su vez, pertenecería al último estadio de la evolución intelectual de Aristóteles. La hipótesis de Jaeger es, sin duda, sugestiva, pero nos parece que existen muy poderosas evidencias en su contra. En primer lugar y considerada la cuestión desde el punto de vista de la doctrina acerca del alma, señalemos el hecho fundamental y general —ya suficientemente subrayado en el apartado anterior de esta Introducción— de que Aristóteles no abandona en esta obra el principio metafísico de la autonomía de la vida respecto de la materia. Esta autonomía de la vida respecto de la materia es la que permite que la entidad suprema inmaterial (Dios) sea conceptualizada como «viviente eterno, perfecto» (Met. XII, 7, 1072b 30) y es también la que permite conceptualizar al Intelecto como entidad inmaterial. Si existen (y existen, efectivamente) ciertos desajustes entre la doctrina del Intelecto y otras doctrinas psicológicas y gnoseológicas expuestas en este tratado, tal vez estos desajustes hayan de considerarse a la luz de la tensión interna en que se desenvuelve la concepción misma del alma. En la medida en que se mantiene la imagen del cuerpo como instrumento del alma y la concepción de ésta como sujeto de la vida, no resulta imposible concebir algún tipo de alma —el Intelecto— cuya actividad vital no precise de órgano material alguno. Estaríamos, sin duda, en tal caso ante «otro género de alma», como Aristóteles señala expresamente (II 2, 413b 26). Desde esta perspectiva global no parece que los desajustes que derivan de la participación del hombre en tal Intelecto puedan considerarse una prueba suficiente de que la obra es un agregado de partes provenientes de épocas distintas. En segundo lugar, la hipótesis de W. Jaeger exigiría que la doctrina del Intelecto resultara positivamente excluida (al menos, de modo implícito) por el planteamiento y el contenido del resto del tratado. Ahora bien, no solamente no es este el caso, sino que la doctrina en cuestión aparece explícitamente mencionada (si bien en forma aporética) entre los problemas a tratar enumerados en el l. I (I, 403a 8 ss.) así como posteriormente en el l. II (1, 413a 6-7) al ocuparse de la definición del alma. (Y estas no son las únicas alusiones congruentes al Intelecto que existen en el resto del tratado. Cf., además, I 4, 408b 18 ss.; II 2, 413b 26). Por último, no puede dejar de tenerse en cuenta la existencia de numerosas referencias internas que remiten de unos pasajes a otros dentro del tratado y que no parece razonable explicar como resultado de una repetida tarea de interpolación.

Todo lo expuesto en la primera parte de esta Introducción constituye además un poderoso punto de referencia en relación con la autenticidad del tratado Acerca del alma, así como en relación con la época a que pertenece dentro del conjunto de la producción aristotélica. Su autenticidad se halla fuera de toda duda razonable[22]. En su favor hay que señalar, en primer lugar, las múltiples referencias de nuestro tratado a otras obras aristotélicas (en especial, a tratados menores) de las cuales damos cuenta en notas a pie de página en los pasajes correspondientes. Hay que señalar también la vinculación que este tratado guarda en cuanto a su contenido con las doctrinas fundamentales expuestas en la Metafísica. Como creemos haber mostrado suficientemente, la concepción del alma ofrecida en este tratado no es sino una prolongación y una concreción de las teorías fundamentales desarrolladas en los libros centrales de la Metafísica: la correspondencia entre ambos tratados es absolutamente inobjetable. Estos dos argumentos a favor de su autenticidad sirven igualmente como punto de referencia para determinar la época de su redacción. Su redacción pertenece, sin duda, al último período de la producción aristotélica[23].

La transmisión del texto

El texto del tratado Acerca del alma nos ha sido transmitido en cerca de un centenar de códices (entre ellos, los de El Escorial, Sevilla y Toledo). La inmensa mayoría de estos códices no ha sido aún sometida a análisis. La tarea, pues, de revisión de aquellos manuscritos en que aparece el texto de nuestro tratado (tarea que parece condición previa indispensable para alcanzar conclusiones definitivas) está aún muy lejos de ser completada. En las observaciones que siguen no nos referiremos a todos los códices ya estudiados, sino solamente a los más importantes de ellos.

A) El códice E (Parisinus 1853)

La edición de Bekker (Aristotelis opera, Berlín, 1831) constituye el punto de partida de la investigación moderna al respecto. En ella Bekker se sirvió de ocho manuscritos: el Parisinus 1853 (E), el Vaticanus 253 (L), el Laurentianus 81.1 (S), el Vaticanus 256 (T), el Vaticanus 260 (U), el Vaticanus 266 (V), el Vaticanus 1026 (W) y el Ambrosianus H. 50 (X). De todos ellos, el más antiguo y al que Bekker concedió la máxima autoridad es el E. Este códice vendría a ser considerado, de modo casi unánime, como arquetipo de una familia de la cual se considera miembro también al manuscrito L. (Este último solamente contiene el l. III de nuestra tratado.)

El códice E posee características dignas de ser señaladas. No solamente se trata del más antiguo de todos, sino que presenta además una peculiaridad notable por lo que al texto transmitido se refiere. Ya Trendelenburg había observado en 1833 (Aristotelis de anima libri tres, Berlín, 1877, pág. XVI) la presencia en él de dos manos diferentes. Posteriormente A. Torstrik llegó a la conclusión de que en él se yuxtaponen dos versiones distintas del tratado Acerca del alma: el texto de los l. I y III pertenece a una versión del tratado, el texto del l. II pertenece a otra versión distinta del mismo. En efecto, las páginas correspondientes al final del l. I y al comienzo del l. III conservan, respectivamente, fragmentos del comienzo y del final del l. II en una versión que difiere notablemente de la versión del l. II conservada en su totalidad. La redacción primitiva del l. II fue, pues, sustituida en algún momento por la que actualmente figura en el manuscrito[24].

B) El códice C (Coislinianus 386)

Si normalmente se considera que los códices E y L forman parte de la misma familia, el resto de los códices utilizados por Bekker se consideran, por su parte, como miembros de otra familia de manuscritos. Posteriores investigaciones pusieron de manifiesto que no todos los miembros de esta segunda familia gozan de la misma calidad. Por ejemplo, De Corte considera que el manuscrito S debe ser eliminado en favor de M (Marcianus 209)[25]. Con anterioridad a De Corte, A. Forster había eliminado T en favor del manuscrito C (Coislinianus 386) procedente del siglo XI y que a su antigüedad añade una estimable calidad. Desde entonces, el manuscrito C se considera el principal (cuasi arquetipo) de esta segunda familia a que pertenece también el manuscrito Y (Parisinus 2034) que fue estudiado por Trendelenburg por vez primera.

Dos. por tanto, son las supuestas familias de manuscritos por lo que a nuestro tratado se refiere: de un lado, los manuscritos EL; de otro lado, el conjunto compuesto por C, M. V. W, X. Y. Desgraciadamente, no existen evidencias suficientes que puedan justificar la preferencia por una u otra de estas dos familias. Un argumento indirecto pudiera ser el apoyo que los distintos manuscritos reciben de los comentaristas (Alejandro de Afrodisía, Temistio. Simplicio, Filópono, Sofonias; muy particularmente el primero). La importancia de estos comentaristas para la crítica del texto fue puesta ya de relieve por Trendelenburg. Sin embargo, las constataciones de W. Ross al respecto nos llevan a la sospecha de que por este camino no es posible llegar a conclusiones definitivas[26].

C) El códice H.a (Marcianus 214)

El estudio y utilización del manuscrito H.a no ha venido a aclarar la situación. Si acaso, ha venido a complicarla más aún. Cuantos lo han estudiado parecen coincidir en su interés e importancia. Existen, sin embargo, discrepancias acerca de dos puntos fundamentales. En primer lugar, acerca de su antigüedad. A. Fórster (Aristotelis de anima, Budapest, 1912, pág. XV) lo considera del siglo XIV o XV, W. Ross (Aristotle’s Physics, Oxford, 1955, pág. 118) lo considera del siglo XIII, E. Mioni (Aristotelis codices graeci…, Padua, 1958, pág. 130) lo data en el siglo XII. Otros —como A. Jannone— adelantan la fecha hasta el siglo XI.[27] Tampoco existe unanimidad por lo que se refiere a su relación con las dos familias usualmente admitidas. Así, mientras E. Mioni (o. c., pág. 44) se inclina por su dependencia respecto de C, Jannone afirma su independencia de ambas familias situando su texto en una época anterior a la bifurcación de ambas familias (o. c., pág. XXXV).

Todo lo expuesto parece llevar a una doble conclusión respecto del texto de nuestro tratado. En primer lugar, parece confirmarse la sospecha ya adelantada por Trendelenburg (o. c., pág. X) de que no cabe esperar demasiado del estudio de la tradición manuscrita. En segundo lugar y como se ha señalado repetidamente, la decisión entre distintas lecciones parece tener que basarse primordialmente en razones de lengua, estilo, coherencia lógica del texto, etc. Esto resulta especialmente necesario en el caso del l. III cuyo texto se halla notablemente corrupto.

El texto de nuestra versión

Originalmente, la traducción que ofrecemos del tratado Acerca del alma fue pensada para formar parte de una edición bilingüe de este tratado, trabajo facilitado por una ayuda de la Fundación Juan March.

Dadas las características de esta Colección, no nos es posible ofrecer el texto griego y nos hemos limitado a utilizar el texto preparado por A. Jannone en la obra citada (publicada por «Les belles lettres»), aunque nos separamos de él en diversas lecciones que señalamos a continuación. Las lecciones que preferimos están siempre respaldadas por algún manuscrito como indicamos entre paréntesis.

BIBLIOGRAFÍA

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