Mi fascinación por Escipión Emiliano y el asedio de Cartago comenzó cuando era un estudiante en la Universidad de Bristol y tuve la suerte de aprender la historia de la República de Roma con Brian Warmington, autor de uno de los libros de texto más completos de la materia (Carthage, Penguin, 1964); posteriormente recibí un estímulo importante cuando, preparando mi doctorado y la tesis en la Universidad de Cambridge, formé parte del proyecto de la UNESCO «Salvemos Cartago», un esfuerzo internacional por excavar y recopilar toda la información posible sobre la antigua Cartago de cara a su desarrollo moderno.
El principal objetivo de la misión británica eran los antiguos puertos, donde el descubrimiento más asombroso fue el de las dársenas púnicas que rodeaban el puerto circular, dársenas que databan no de los tiempos del apogeo de Cartago en el siglo III a. C., sino de los años próximos al 146 a. C., demostrando que la ciudad estaba reconstruyendo su armada y probando que Catón tenía razón al alertar a Roma de la amenaza. Equipos de arqueólogos submarinistas, incluyendo una expedición bajo mi mando, revelaron mucha más información sobre el puerto exterior, de modo que mi descripción del muelle en el que Escipión y Fabio atracan secretamente con el Diana está basada en mi extenso estudio de los cimientos sumergidos. Uno de los descubrimientos más excitantes realizados durante mi etapa en Cartago fue el canal que unía los puertos interiores con el mar. Cuando nuestra excavadora profundizó bastantes metros por debajo de la capa negra carente de oxígeno, al fondo del antiguo puerto, mostró que habíamos encontrado el agujero entre los muelles exteriores que marcaban la entrada, y pude pisar el mismo suelo donde he imaginado a Fabio observando al lembo intentando abrirse paso hacia la salida durante el asedio.
Cerca de los puertos, en el Tophet, las excavaciones revelaron numerosas incineraciones de niños, muchos de ellos probablemente víctimas de sacrificios infantiles tal y como relatan las fuentes romanas. El historiador del siglo I a. C. Diodoro Sículo (20.14) describe un gran dios de bronce por el que los niños eran arrojados mientras aún estaban vivos hasta una especie de parrilla más abajo. Más arriba de la ciudad, en la colina de Birsa, en el barrio púnico que describo en la novela, me encontré literalmente hundido entre los escombros del asedio, excavando a través de materiales de construcción calcinados, vasijas rotas, huesos humanos y las bolas utilizadas por las balistas romanas que datan de esos últimos días de la catástrofe en el 146 a. C. Resulta algo inusual en arqueología hacer descubrimientos que puedan ser relacionados tan directamente con hechos históricos, incluso algunos tan concretos como el asedio de 146 a. C., por lo que mis experiencias en Cartago me han llevado a reflexionar durante muchos años sobre la relación entre las evidencias históricas y las arqueológicas, además de proporcionarme un vívido bagaje personal para el argumento de esta novela.
La naturaleza de las evidencias romanas históricas
No existe ningún relato presencial que haya sobrevivido a los hechos históricos descritos en la novela. La batalla de Pidna en el 168 a. C. y el posterior triunfo son ampliamente conocidos gracias a un relato escrito aproximadamente doscientos cincuenta años después por Plutarco sobre la vida de Lucio Emilio Paulo, padre de Escipión Emiliano; sin embargo, esos cientos de líneas hacen que Pidna sea una de las batallas mejor documentadas del siglo II a. C. (Aemilius Paulus, 16-23). Aunque Plutarco lo escribió mucho tiempo después del acontecimiento, pueden encontrarse detalles similares, como por ejemplo la descripción del caballo sin jinete galopando entre las líneas, en las referencias que han subsistido de la batalla por el historiador del siglo I a. C. Livio (44.40-42), que probablemente tuvo acceso a un relato contemporáneo de Polibio.
El asedio de Intercatia en Hispania y el papel de Escipión Emiliano en la contienda son conocidos por unas pocas líneas de Apiano, que es también nuestra fuente principal para el asedio de Cartago; él escribió aproximadamente trescientos años después de los sucesos que describe. Plutarco y Apiano se basaron en relatos contemporáneos que se han perdido —especialmente en los volúmenes de las Historias de Polibio de ese período—, pero no hay una certeza de hasta qué punto esas primeras fuentes que hemos utilizado son fidedignas e imparciales, en una época en la que el estudio de la historia, tal y como lo conocemos hoy, aún no existía. Es más, los trabajos de Plutarco, Apiano y otros antiguos historiadores sobreviven solo a través de copias medievales, lo que añade una nueva capa de incertidumbre para su uso como fuente de material. Los manuscritos a menudo contenían errores de transcripción, así como omisiones, «interpretaciones» y adornos que reflejan la agenda de los monjes que llevaban a cabo las copias.
Al estudiar historia militar antigua en el ámbito de los planes de batalla y las tácticas, estas limitaciones de las fuentes originales hacen que no puedan ser tomadas al pie de la letra. El asedio y destrucción de Cartago, como culminación de las guerras púnicas, fue uno de los acontecimientos esenciales de la historia, tan importante como las guerras napoleónicas y la batalla de Waterloo en nuestra era. El tener que confiar casi exclusivamente en Apiano es como si Waterloo fuera únicamente conocido por un solo relato, de diez páginas de longitud, sin notas a pie de página, ni otras fuentes de referencia o ilustraciones, escritas por un historiador aficionado doscientos años después del acontecimiento (de hecho Apiano escribía sobre el asedio de Cartago mucho años después).
La comparación es aún más cruda en el caso de nuestros conocimientos de los jefes militares romanos. Cualquier biografía de Napoleón o Wellington representa la destilación del valioso material original que casi compondría una pequeña biblioteca, incluyendo escritos autobiográficos y correspondencia personal, relatos presenciales, informes militares, mapas y planos. Incluso así, aún existen incertidumbres sobre sus caracteres, las motivaciones y el telón de fondo de su estrategia y pensamiento táctico. En el caso de Escipión Emiliano, una figura de similar significancia histórica, la suma total de hechos sobre él ocuparía poco más de una página, por lo que una biografía moderna no sería por tanto una destilación sino, más bien, un análisis de esos pequeños fragmentos de información, incluyendo una traducción experta de los textos originales en griego y latín, una evaluación de la fiabilidad de la fuente material y un intento de situarlo en un contexto histórico más amplio.
Estas limitaciones muestran cuánta libertad existe para la ficción histórica, y cómo la credibilidad de cualquier reconstrucción —ya sea histórica o ficticia— consiste no tanto en reproducir los «hechos» aparentes, como en entender las incertidumbres de esa información y la necesidad de una aproximación crítica a ella. La línea entre la especulación histórica y la ficción histórica es muy fácil de traspasar, con la arqueología permitiendo cada vez más una reevaluación de las fuentes escritas así como una base independiente para nuevas imágenes del pasado.
Las fuentes históricas antiguas
El gran historiador del siglo II a. C. fue Polibio, amigo y mentor de Escipión Emiliano y un importante personaje en esta novela. Su trabajo proporcionó un testimonio presencial único de los muchos eventos de este período, y su tratado del ejército fue el primer relato detallado de la Roma militar en un tiempo en el que aún no era profesional. Lamentablemente, solo la mitad de sus Historias ha sobrevivido; no obstante, ninguno de los textos se refiere a los principales sucesos de esta novela y todos ellos se han conservado a través de copias medievales de textos antiguos, aunque algunos historiadores griegos y latinos posteriores citen pasajes de Polibio o escriban relatos que probablemente estén basados en trabajos suyos que ahora se han perdido. Junto con Livio, que escribió en el siglo I a. C., la más importante de estas fuentes «secundarias» es el historiador griego del siglo II Apiano, cuya Líbica contiene una detallada descripción del asedio de Cartago que probablemente constituya un fiable parafraseado del relato original de Polibio. Sin Apiano, las silenciosas piedras de Cartago tal vez nos contaran una historia muy diferente, con una descripción del asalto final tal y como se incluye en la novela, que ya no estaría basado en el marco de su probable realidad histórica.
La mayoría de los historiadores antiguos, si se hubieran visto presionados, habrían suscrito lo que se ha llamado la visión del «gran hombre» de la historia, en la que, para bien o para mal, poderosos individuos, antes que demoledoras mareas de cambio, resultan los principales responsables de alterar el curso de los hechos y el mundo que el historiador veía a su alrededor. Personajes admirados como Escipión Emiliano no solo serían ensalzados por su lugar en la historia —en este caso, por lo que consiguió, pero igualmente importante por lo que decidió no hacer—, sino que también serían admirados como ejemplos morales, algunas veces incluso en la ficción. Un ejemplo de esto último es el elogio de Escipión de Cicerón en su diálogo ficticio De Oratore y también en su Somnium Scipionis, el «Sueño de Escipión», un trabajo que tal vez fuera un fragmento de ficción moralizante por parte de Cicerón pero que también pudo basarse en un relato perdido de una auténtica experiencia onírica, tal vez contada por Polibio. Otro moralista —aunque más historiador que Cicerón— fue el escritor griego de finales del siglo I y principios del II a. C. Plutarco, cuyo relato de la vida del padre de Escipión, Emilio Paulo, proporciona fragmentos de información sobre la temprana vida de Escipión y su primera experiencia de batalla en Pidna en el 168 a. C., así como un vívido retrato del triunfo celebrado después de que Emilio Paulo regresara a Roma al año siguiente.
A estas fuentes habría que sumar, además, la búsqueda epigráfica —el estudio de las inscripciones en tumbas y otros monumentos—, que nos ayuda a reconstruir la genealogía de las grandes familias patricias de este período, lo que a menudo significa que conozcamos sus nombres y algo de sus interrelaciones, pero poco más sobre ellas. La vida de los soldados comunes, como el personaje de Fabio, es apenas conocida, excepto por algunas inscripciones en tumbas y ocasionales menciones de los antiguos autores cuando habían realizado algún acto de valor concreto o cualquier otra proeza.
Donde hay suficiente material para construir las líneas básicas de una biografía, tenemos que ser cuidadosos en no tomar siempre lo que está escrito al pie de la letra. Para Cicerón, un ferviente republicano, Escipión Emiliano era admirable por su contención, por no liderar un golpe de estado en Roma después de su victoria en Cartago y no lanzarse a la conquista del mundo; para Polibio, Escipión era un amigo pero también un ejemplo de las virtudes romanas que tanto admiraba, lo que le llevó a enfatizar algunos rasgos de su carácter por encima de otros. Al igual que sucede en los relatos de la época victoriana sobre los generales más importantes del momento —hombres como Lord Kitchener—, hay que estar atento al elogio y la hagiografía. Pero con gran diferencia el mejor cotejo y análisis crítico del material original sobre Escipión Emiliano es el del fallecido profesor Alan Astin, de la Universidad de Queen’s en Belfast, quien, en una memorable descripción, definió a Escipión como «… un cuasi autócrata que, de no ser por su propio rechazo, pudo haber sido un Princeps un siglo antes que Augusto» (Scipio Aemilianus, Oxford University Press, 1967, página vii).
Vale la pena señalar lo poco que conocemos con certeza de las evidencias escritas de este período. Casi la mayoría de nuestros «hechos» procede de autores que vivieron varios siglos después de los eventos que describen, muchos de ellos provienen de anécdotas, refranes o párrafos de apenas unas pocas frases. Hay profundos agujeros en nuestro conocimiento; por ejemplo, los años entre el triunfo de Emilio Paulo en el 167 a. C. y el comienzo de la segunda guerra celtíbera en el 154 a. C. apenas están documentados, y en lo que se refiere a la vida de Escipión Emiliano existe un absoluto vacío. Esto no significa necesariamente que no sucediera nada interesante en esos años, pero sin embargo representa el caprichoso azar de los documentos que han sobrevivido. Incluso de un autor tan importante como Polibio, que mantuvo una alta reputación durante toda la antigüedad y aún se leía en la corte bizantina de Constantinopla, solo han sobrevivido algunos manuscritos parciales que representan menos de la mitad de sus trabajos conocidos. Otros historiadores podían estar más o menos de moda y perderse en la oscuridad, sus trabajos descartados y solo conocidos a través de anécdotas o citas por autores posteriores, a menudo de dudosa fiabilidad. Dado que en la antigüedad cada libro tenía que ser dolorosamente copiado a mano, incluso los autores más populares podían acabar representados por apenas una docena de copias de sus libros, almacenados en las bibliotecas privadas de sus mecenas o en bibliotecas públicas de las ciudades más importantes; la mayor parte fueron destruidos con el tiempo, casi todos en el famoso incendio de la gran biblioteca de Alejandría en la antigüedad.
El descubrimiento de escritos originales perdidos de ese período, tal vez fragmentos de papiros reutilizados como envoltura de momias en Egipto o en los restos de antiguas bibliotecas, plantea un excitante reto para el futuro. Uno de los descubrimientos más destacables de la arqueología romana ha sido la «Villa de los Papiros» en Herculano, Italia, donde se encontró una habitación llena de rollos que quedaron chamuscados tras la erupción del Vesubio y enterrados junto con la ciudad en la corriente de lava del año 79 de nuestra era, pero que se han conservado gracias a estar empaquetados para su traslado en el momento en que el volcán estalló. Los rollos contenían principalmente los escritos de un oscuro filósofo griego, pero sugieren lo que aún está por descubrir en alguna de las otras casas patricias que continúan enterradas bajo las laderas del volcán. Tales descubrimientos podrían revolucionar nuestro conocimiento de la historia antigua y sacar a la luz la realidad de aquellos años perdidos del siglo II a. C., pero mientras tanto tenemos suficiente material para permitir una bien informada especulación coherente con todo lo demás que conocemos de ese período, incluyendo la cada vez mayor evidencia arqueológica.
Escipión Emiliano el Africano
La suma total de conocimientos sobre Escipión antes de su nombramiento en el Senado en el año 152 a. C. podría llenar como mucho media página y, sin embargo, solo eso proporciona más detalles sobre su temprana vida de lo que hay disponible para la mayoría de los romanos de ese período. Conocemos algo sobre la educación de Escipión y su carácter, por los pocos fragmentos conservados sobre él de su profesor y amigo Polibio, y las referencias de autores posteriores que se basan en Polibio y en otros relatos contemporáneos ahora perdidos. Plutarco, por ejemplo, nos cuenta cómo Emilio Paulo decidió educar a sus hijos «no solo en la disciplina nativa y ancestral en la que él mismo fue entrenado, sino también con el gran ardor de los griegos. Pero no solo los gramáticos y filósofos y retóricos eran griegos, también los escultores y pintores, supervisores de caballos y carros, y profesores en el arte de la caza, de los que los jóvenes estaban rodeados» (Aemilius Paulus, 6.8). Después de la batalla de Pidna, Escipión obtuvo permiso para coger lo que quisiera de la Biblioteca Real de Macedonia, y Cicerón cuenta que Escipión «siempre llevaba en las manos» la Ciropedia de Jenofonte, una biografía de la vida de Ciro el Grande de Persia y su ascenso al poder. Cicerón también nos cuenta cómo, de joven, Escipión estaba ansioso por escuchar los discursos de varios filósofos atenienses que habían llegado a Roma (De Oratore, 2.154).
La absorción de la cultura griega por parte de Escipión fue indudablemente moldeada y constreñida por Polibio, siendo él mismo griego, pero no por ello menos crítico con la filosofía helena. La admiración de Polibio por el carácter romano se revela en su descripción de la reputación de Escipión por su templanza, algo que en esa época le señalaba en Roma, debido a «… el deterioro moral de la mayoría de los jóvenes. Pues algunos se habían abandonado a los amores con chicos, otros a las prostitutas y a los placeres musicales y a la bebida… Escipión sin embargo se propuso mantener una conducta opuesta… estableciendo una reputación universal de autodisciplina y templanza» (Polibio, 31.25). La actitud de Polibio hacia la historia fue de una aproximación práctica, viendo cómo podrían utilizarse sus relatos en las siguientes campañas y estrategias, mientras que la pasión de Escipión por la Ciropedia sugiere un interés por la literatura griega llevado por el mismo imperativo. Es posible sin embargo ver a un hombre joven fuertemente escolarizado en el mos maiorum, las antiguas costumbres romanas de los ancestros, y abierto a las nuevas influencias de Grecia, aunque esas influencias pasaran por el tamiz de Polibio, de tal forma que reforzaban las virtudes romanas del honor y la fidelidad que el historiador tanto admiraba.
La imagen de un serio y, de alguna forma, austero joven queda compensada por su pasión por la caza, algo que Escipión compartía con Polibio, y por su excepcional habilidad como guerrero. Tras la batalla de Pidna, pasó un tiempo cazando en los Reales Bosques Macedonios, concedidos por su padre como un regalo por la victoria. En Pidna se había distinguido en la batalla, luchando en lo más profundo de las filas de la falange macedonia y luego regresando de la persecución «… con dos o tres compañeros, cubiertos por la sangre de los enemigos que había matado, habiéndose dejado llevar, como un cachorro de caza de noble raza, por el incontrolable placer de la victoria» (Plutarco, Aemilius Paulus, 22.7-8). La siguiente vez que se sabe de él en una batalla es diecisiete años después en Hispania, donde se nos cuenta que mató a un jefe enemigo que le había retado a un combate singular, y obtuvo la corona muralis por ser el primero en coronar los muros de la fortaleza de Intercatia; aproximadamente dos años más tarde en África, siendo todavía un tribuno militar, obtuvo la aún más codiciada corona obsidionalis por rescatar a unas tropas romanas de su casi segura aniquilación por una fuerza cartaginesa (Apiano, Ibérica, 53 y Líbica, 102-104; Livio, Periocha, 48-9 31.28.12-29).
Parece probable que Escipión y sus contemporáneos hubieran aprendido conceptos básicos de la lucha mientras eran niños en Roma, bajo la guía de veteranos especializados en el entrenamiento con armas. Si esa academia proporcionó o no educación en las altas artes de la guerra —en estrategia y táctica— es algo que se desconoce, pero la preocupación de algunos de la vieja generación sobre la preparación militar de los futuros oficiales, así como la disponibilidad de profesores griegos que pudieron enseñar historia militar —algunos de ellos, como Polibio, antiguos soldados con experiencia en combate—, sugieren esa posibilidad. Polibio sin duda hubiera sido muy adecuado para la tarea, no solo por sus conocimientos sino también por su fascinación por todo lo militar, incluyendo el «cuadrado de Polibio» y su telescopio para señales en el campo de batalla (Polibio, 10.45-6) que se mencionan en la novela. Algunos en el Senado, posiblemente la mayoría, se habrían opuesto a semejante entrenamiento, temiendo la profesionalización de un cuerpo de oficiales, de modo que imaginé que la academia operaba discretamente detrás de los muros de la Escuela de Gladiadores, un lugar donde el entrenamiento con armas y la práctica con víctimas vivas podría haber tenido lugar. En la Roma actual, las ruinas visibles de la Escuela de Gladiadores, detrás del Coliseo, datan de un período posterior, pero los restos arqueológicos sugieren que pudo existir un campo de entrenamiento anterior en ese mismo lugar, al sur del Foro, en el siglo II a. C.
La relación entre Escipión y Polibio fue una de las mayores amistades de la antigüedad, una amistad que sin embargo se complicaba por el hecho de que Polibio fuera, estrictamente hablando, un prisionero de los romanos, un noble griego obligado por las circunstancias a aceptar el puesto de mentor del joven Escipión en Roma. Escipión tenía un hermano mayor, Fabio (nombre obtenido por su adopción en la gens Fabia), que también fue discípulo de Polibio; he utilizado su praenomen y su relación con Polibio para la creación de mi legionario de ficción Fabio Petronio Secundo, el guardaespaldas y compañero de Escipión cuya relación con él en la novela es, de alguna forma, casi fraternal.
He especulado sobre la posibilidad de que Polibio estuviera en Roma en el año 168 a. C. y también presente del lado de Roma en la batalla de Pidna, de modo que fuera entregado como cautivo algo más pronto que la mayoría de sus contemporáneos, debido tal vez a su admiración por Roma. Sin duda se convirtió en un gran defensor de la ciudad, encontrando en Escipión a un joven que se salía de los parámetros habituales, sensibilizado por el oprobio que tal vez su familia adoptiva de la gens Escipiones dejaba caer sobre él, por no mostrar interés alguno en las magistraturas que daban acceso al mando militar y las convenciones sociales de Roma. Al igual que Polibio, era culto e intelectual, pero también un apasionado cazador y guerrero, alguien que, por encima de todo, saboreaba la idea de la guerra y un destino que le llevaría en el año 146 a. C. a plantarse frente a los muros de Cartago y contemplar las muchas posibilidades que se abrían en ese momento para él y para Roma.
Gran parte de la descripción de las últimas horas de la Cartago púnica de esta novela procede de Apiano, especialmente la lucha y la masacre del barrio antiguo de la ciudad bajo Birsa. En cuanto al destino de Asdrúbal, Apiano nos cuenta que se rindió a Escipión, pero que su mujer mató a sus hijos arrojándose con ellos al fuego del templo, «como el propio Asdrúbal debía haber muerto» (Apiano, Líbica, 131); me he servido de este indicio de Apiano como la base de la apocalíptica escena final de la novela.
La moneda utilizada como ilustración en esta novela es un hermoso ejemplo del único objeto romano que se conoce a día de hoy del año 146 a. C., objeto que contempla Escipión en el capítulo 22; pueden ver un vídeo en el que sostengo dicha moneda en www.davidgibbins.com, donde también podrán ver más detalles de los hechos detrás de la ficción, así como imágenes relacionadas con mis propias investigaciones arqueológicas en Cartago y otros lugares mencionados en la novela.