XXIV

Veinte minutos más tarde, Fabio estaba junto a Escipión al frente del primer manípulo de la primera legión, con las espadas desenvainadas. Habían atravesado la brecha causada por el ariete con él ligeramente adelantado, y ascendido por las calles hacia la colina de Birsa esperando oposición detrás de cada bloque de casas. Pero no habían encontrado ninguna y enseguida comprendieron que Asdrúbal y sus empobrecidas fuerzas de mercenarios y tropas cartaginesas debían de haberse replegado a una posición defensiva más cerca del centro de la ciudad, hasta el lugar que Fabio y Escipión encontraron tres años atrás junto al barrio antiguo de casas a los pies de Birsa. Los dos hombres acababan de alcanzar ese lugar, apartándose a un lado mientras los legionarios irrumpían en el espacio abierto donde entonces pudieron presenciar el entrenamiento de la Banda Sagrada, ahora vacío de todo adorno; estaba claro que se había utilizado como zona de almacenaje para las tropas, las paneras de madera para el grano que rodeaban el perímetro ahora vacías.

Por delante de ellos se alzaba un muro de escombros apresuradamente construido para bloquear las calles del lado sur de la ciudad; por encima, la empalizada de madera que habían visto tres años atrás sobre el nivel de las casas contiguas. Mientras los legionarios de vanguardia continuaban avanzando y abriendo agujeros en la barrera, el sonido de trompetas atronó al otro lado del parapeto y Asdrúbal apareció con un grupo de soldados, todos ellos vistiendo los bruñidos petos y los cascos cónicos de la Banda Sagrada. Fabio contempló con asombro cómo dos cuadrigas aparecían a la vista hasta detenerse junto al grupo, girando y colocándose enfrentadas, los caballos piafando y relinchando sobre el estrecho saliente. Parecía un desconcertante espectáculo sin un propósito claro, hasta que vio lo que arrastraban entre ellas: era un hombre con armadura de legionario, la cabeza hinchada colgando irreconocible, sus brazos atados a la parte trasera de uno de los carros y las piernas al otro. Fabio se volvió hacia Escipión, agarrándole del brazo.

—Asdrúbal está intentando provocarte de nuevo. Ese debe de ser uno de los prisioneros romanos capturados durante el combate del puerto. Asdrúbal sabe que la forma tradicional de ejecutar a los traidores de Roma es descuartizarlos entre dos cuadrigas.

Asdrúbal soltó un bramido; entonces se escuchó el siseo de los látigos y los dos carros se precipitaron hacia delante a lo largo del parapeto, cayendo casi inmediatamente por uno de los laterales en un confuso amasijo en la base del muro, los caballos pataleando y relinchando. A resultas, el hombre atado entre ellas quedó partido por la mitad, su torso sobresaliendo como un tirachinas, esparciendo sus entrañas sobre los legionarios que observaban horrorizados más abajo. Hubo un aullido colectivo de rabia, y un conato de embestida que los centuriones tuvieron que controlar.

Pero lo peor aún estaba por llegar. Cuatro postes de madera fueron rápidamente alzados donde los caballos habían estado detenidos en el parapeto, y cuatro prisioneros más aparecieron encadenados y desnudos salvo por sus cascos. Asdrúbal volvió a bramar y entonces fueron atados a los postes y colgados por encima de los legionarios congregados a los pies del parapeto. En ese momento apareció un esclavo nubio gigantesco vistiendo solo un taparrabos, con unos garfios metálicos en lugar de manos. Los juntó con gran estrépito y luego, acercándose al prisionero más próximo, desgarró un gran trozo de carne a la altura de su estómago, sacándole los intestinos. Entonces pasó al siguiente, burlándose de los romanos como un payaso de circo y, con ambos ganchos, arrancó los ojos del hombre rasgando sus mejillas. Se dio la vuelta y, de un solo movimiento, clavó los garfios en la ingle del tercer hombre, cortándole los genitales y lanzándolos sobre los legionarios más abajo. Se quedó delante de ellos, golpeándose el pecho y aullando. A Fabio se le revolvió el estómago, y vio cómo Escipión tragaba con fuerza. Los otros legionarios, los prisioneros que aún quedaban en la plataforma, miraban con gesto horrorizado, incapaces de moverse.

—Ya he tenido suficiente —dijo Escipión a Fabio—. No me importa cómo lo hagamos, pero tenemos que llegar a ese parapeto.

—No hace falta. —Fabio había advertido por el rabillo del ojo un rostro familiar. Se produjo un susurro entre los hombres, y de pronto el gigante nubio se tambaleó y luego cayó hacia delante con una flecha clavada en la frente. Enfurecido, Asdrúbal sacó la espada y segó las piernas del cuarto cautivo, dejando que sangrara copiosamente sobre el parapeto para, acto seguido, desaparecer rápidamente de la vista. Los legionarios aglutinados en la plaza se apartaron para dejar paso a Gulussa e Hipólita, que habían permanecido con su caballería en la llanura a las afueras de la ciudad, guiando una partida de infantería desde la brecha que habían abierto en las murallas interiores. Hipólita lucía la piel de un tigre blanco bajo su coraza romana, su cabello rojo atado en un prieto moño debajo de su casco. Sostenía el arco con otra flecha preparada, mirando en dirección a Escipión. Los cuatro prisioneros de los postes estaban gimiendo, terriblemente mutilados. El centurión mayor del primer manípulo se volvió hacia ella, con voz ronca por la emoción.

—Sácales de esa miseria —pidió—. Te estarán agradecidos. —Escipión asintió e Hipólita alzó su arco y, en una rápida sucesión, lanzó una flecha al corazón de cada hombre, matándoles instantánea y compasivamente. Fabio cerró los ojos un instante tratando de olvidar la escena. Podía advertir cómo los legionarios miraban inquietos, indecisos. Era esencial que recuperaran el impulso de la carga desde el puerto, pues, de lo contrario, vacilarían y serían aniquilados mientras recorrían la calle lateral que conducía a la colina de Birsa, que él y Escipión habían visto en su misión de reconocimiento tres años atrás.

Era su labor como primipilus tomar la iniciativa en situaciones así y restaurar la disciplina. Se subió a uno de los depósitos de piedra de grano y, volviéndose, se dirigió a sus hombres.

—Legionarios —bramó—. Nuestros camaradas nos están viendo desde el Elíseo. Llevan la armadura completa y están engalanados con la dona militaria de los héroes. Ahora tenemos que continuar. Hay un camino que asciende por la callejuela hasta la acrópolis. Nuestros compañeros serán vengados. —Miró al centurión mayor del primer manípulo—. Formad el testudo —gritó.

El centurión se colocó al frente de sus hombres, volviendo su cara hacia ellos, y levantó el escudo por encima de su cabeza. Casi al instante, la primera línea le copió, pegando sus escudos hasta formar una sólida coraza por encima de sus cabezas que se fue extendiendo a las filas de más abajo al grito de «Testudo» y se trasladó a los otros centuriones hasta que toda la fuerza formó una masa continua de escudos. Los centuriones corrieron al frente y a la retaguardia uniéndose a la formación, al tiempo que los cartagineses comenzaban a verter aceite hirviendo desde el parapeto causando gruñidos de dolor pero sin conseguir que la fila se descompusiera. Por delante de ellos la callejuela parecía estar limpia de defensores durante al menos doscientos pasos, pero Fabio sabía que los mercenarios apostados en los muros y los guerreros de la Banda Sagrada aparecerían para atacarles en cuanto comprendieran que el testudo era impenetrable a cualquier cosa que pudieran lanzar contra él.

Fabio y Escipión levantaron sus escudos por encima de sus cabezas y corrieron hacia delante. A su espalda, pudieron escuchar a Bruto pisando con fuerza el empedrado, hasta llegar rápidamente a su altura. Después de aproximadamente cincuenta pasos vieron aparecer a los primeros enemigos, una variada mezcla de mercenarios con armaduras y armas de, al menos, media docena de naciones, entre ellos algunos latinos. Bruto cargó de cabeza contra ellos, su enorme espada curva cercenando de izquierda a derecha, segando hombres por la mitad y esparciendo sus entrañas sobre los muros. La primera víctima de su terrorífica arremetida fue un celtíbero que cometió el error de esperar su llegada. Bruto se detuvo un momento, mirando al hombre de arriba abajo, y luego con asombrosa velocidad lanzó su espada contra la cintura expuesta del hombre, cortándole en dos para, después, continuar con su entrepierna levantando la espada hasta el cuello y la cabeza, dejándole seccionado en cuatro partes. Fabio le había visto practicar una vez ese movimiento con un prisionero, pero aun así se quedó horrorizado por el resultado, un indescriptible amasijo sanguinolento en el estrecho paso de la callejuela. Por delante de él, los mercenarios que habían visto a Bruto en acción se dieron la vuelta en retirada, agrupándose e, inconscientemente, haciendo que fuera más fácil matarlos, mientras otros escapaban en una carrera suicida hacia los legionarios que avanzaban; debían de saber que no había forma de sobrevivir, pero confiaban en tener un final menos cruento que el que habían experimentado sus otros compañeros más arriba.

Un cartaginés de la Banda Sagrada apareció de pronto delante de Fabio, respirando entrecortadamente y con la espada preparada. Hubo un sonido como de una cuerda golpeando al viento y el soldado se lanzó hacia delante tambaleándose, mirando con expresión perpleja. Por el rabillo del ojo Fabio advirtió algo parecido a una cola de serpiente deslizarse hasta los escalones más abajo. El cartaginés dejó caer su espada con estrépito, la sangre brotando de su cuello y salpicando la cara y el peto de Fabio, mientras el hombre tropezaba y caía, su sangre filtrándose por las grietas entre el pavimento. Fabio miró hacia atrás y vio a Gulussa preparando su látigo para otro golpe. Recordó el día en Roma en que el rey Masinisa presentó a Gulussa con el látigo de piel de rinoceronte, un recuerdo de la época en que luchó junto al mayor de los Escipiones y que esperaba que su hijo pudiera utilizar una vez más en la guerra con Cartago. El momento había llegado. Cincuenta años después, el látigo era más hiriente, más vicioso. Gulussa se lo había llevado de vuelta a Numidia haciendo que sus artesanos le añadieran afiladas cuchillas en la punta, y luego había pulido su destreza en el desierto, luchando a lomos de camello, entre tormentas de arena y lugares que a Fabio le resultaban inimaginables. Había regresado a Roma con su destreza perfeccionada: la habilidad de utilizar el látigo para rodear el cuello de un hombre a veinte pasos y, a la vez, seccionarle la yugular.

El látigo fustigó una vez más como una lengua de lagarto, desenrollándose lentamente al principio y luego rápido como un rayo, esta vez alcanzando a un cartaginés en la base del cuello y rajándole la parte baja de la mandíbula. El hombre soltó un grito agónico, dejando caer la espada y tratando de sujetar su mandíbula escindida contra la cara, con la sangre brotando por todos lados. Escipión avanzó para darle muerte. Lanzó su espada sobre la falda del hombre, hundiéndola a fondo en la ingle y luego girándola y sacándola, mientras daba un salto hacia atrás al tiempo que el hombre vomitaba sangre y caía muerto al suelo. Fabio resbaló en la corriente de sangre y bilis que surgía entre las piernas del hombre, pero se enderezó rápidamente y siguió corriendo detrás de Escipión. Hipólita estaba ahora a su lado, sacando flecha tras flecha de su carcaj, utilizando su arco escita de doble curva para apuntar expertamente al cuello del enemigo, donde la armadura dejaba a la vista un punto vulnerable. Los cuerpos se apilaban unos sobre otros y, sin embargo, los cartagineses seguían llegando. Por delante de ellos Bruto iba abriéndose paso con su espada, dejando cuerpos mutilados y miembros desgarrados a ambos lados, pedazos ensangrentados de carne amontonándose unos contra otros en las cunetas como despojos retirados de alguna carnicería en medio de un diluvio de sangre.

Ahora ya estaban llegando al final de la calle; los muros a cada lado canalizándolos hacia el grupo de casas apiñadas del barrio antiguo de la ciudad a los pies de la acrópolis. Le habían dado aviso a Enio, situado en los barcos, de detener la lluvia de bolas de fuego por delante de los legionarios mientras estos avanzaran rápidamente, pero ahora, por orden de Escipión, las señales indicaron que reanudaran la cortina de fuego, pulverizando el viejo barrio de la ciudad antes de que ellos llegaran. Las bolas de fuego aterrizaron con renovada ferocidad, las primeras tan cerca que hicieron temblar el suelo, las demás cayendo más lejos, entre las casas, mientras los observadores hacían las señales oportunas para corregir el alcance. Por encima de ellos en los muros, los cartagineses aún estaban lanzando piedras, vasijas de barro, aceite hirviendo, cualquier cosa que tuvieran a mano, pero la mayoría de los misiles rebotaban inofensivos sobre la formación en testudo al tiempo que los legionarios continuaban avanzando inexorables, sus escudos entrelazados sobre sus cabezas. Tras ellos los arqueros escitas de Hipólita iban encontrando sus objetivos, derribando a los cartagineses del muro y añadiendo su propia cuota de víctimas a las pilas de cuerpos que jalonaban la calle. Con todo, los legionarios continuaron su marcha implacable, el ruido metálico de sus armaduras mezclándose con los gritos broncos de los centuriones. El testudo estrechándose hasta una anchura de solo cuatro o cinco escudos a medida que se aproximaban al final de la callejuela, las espadas desenvainadas y listas.

Fabio suponía que tan pronto como llegaran a ese punto, los defensores que quedaran huirían del baluarte retirándose hasta el barrio antiguo por delante de ellos, buscando refugio entre los civiles que se ocultaban allí para interponer una última defensa. No habían vuelto a ver a Asdrúbal desde la espantosa mutilación de los prisioneros romanos en el parapeto, pero podía imaginar dónde habría ido. Escudriñó los alrededores del Templo de Birsa, su humeante techo visible por encima de las casas, y luego volvió a mirar a Bruto que segaba cuerpos a diestro y siniestro hasta acabar con el último cartaginés de la calle. Escipión levantó un brazo para detener a los legionarios. Polibio apareció desde la retaguardia y llegó a su lado, su espada manchada de sangre.

—Enio ha agotado su munición —declaró jadeante—. La última bola de fuego contenía tinte verde como señal, y la he visto. Eso significa que tienes el camino despejado.

Escipión se secó el sudor y la sangre de la cara con la manga de su túnica.

—Ya no pueden quedar más de un centenar de ellos.

—¿La Banda Sagrada?

Escipión asintió.

—Los mercenarios están todos muertos o escondidos. No hay escapatoria para aquellos que se han quedado. Arderán hasta morir o se ahogarán con el humo.

—¿Y Asdrúbal?

Escipión apuntó su espada hacia el templo.

—Estoy seguro de que está allá arriba, esperándome. Pero por el momento me preocupan más mis legionarios. Han visto cómo Bruto mataba por docenas, y cómo los arqueros de Hipólita abatían a muchos más, me han visto matar en esa callejuela. Pero hasta ahora, la mayoría de ellos se han pasado la batalla agazapados tras los escudos. —Tomó el paño que Polibio le ofrecía, secándose de nuevo la cara y ladeando la cabeza hacia el testudo—. Este grupo es la primera legión. Algunos de ellos lucharon conmigo en Hispania. Deben de estar ansiosos de sangre. Si no se la ofrezco, puede que lo paguen con nosotros. —Sonrió a Polibio, lanzándole el paño de vuelta—. Y entonces estarías escribiendo tu historia en la otra vida, ¿no es así?

—¿Ofrecerás a Asdrúbal tus condiciones para su rendición? —preguntó Polibio—. Hay cientos, tal vez miles de civiles en ese barrio. Es donde la mayoría de los supervivientes de la ciudad han buscado refugio del fuego. Si despliegas a los legionarios, no distinguirán fácilmente a los soldados de los civiles. Será una masacre.

Escipión sacudió la cabeza.

—¿Rendirse? ¿Asdrúbal? No lo creo. ¿No fuiste tú quien nos leyó anoche el relato de Homero sobre la caída de Troya? No recuerdo que Aquiles vacilara a causa de las mujeres y los niños. Roma ya mostró clemencia con Cartago una vez, hace medio siglo. Esta vez no habrá ninguna.

Se volvió mirando a sus centuriones y legionarios, y levantó la espada ensangrentada.

—Hombres —bramó—. Parece que yo me he llevado toda la diversión. Pero eso no es justo, ¿verdad?

Todos vocearon en respuesta con un tremendo gruñido, y Escipión les sonrió.

—Hombres del primer manípulo —continuó—, algunos de vosotros lleváis conmigo desde Hispania. Y sé que hay incluso unos cuantos centuriones que me enseñasteis cómo luchar. El viejo Quinto Pesco, ahí detrás, se sintió tan decepcionado por mis lanzamientos de pilum que me prometió darme cinco buenos azotes y enviarme a limpiar las letrinas. ¡Y yo era el oficial al mando!

Hubo un rugido de aprobación, y Escipión palmeó la espalda del centurión que estaba más cerca, poniendo su mano en el hombro de este y mirando de nuevo a los legionarios.

—Sois mis hermanos. Y como hermanos en cualquier parte, nos gusta una buena pelea.

Se escuchó otro rugido, y Escipión señaló la calle con su espada.

—Allí arriba, en esas casas, están los últimos cartagineses, la llamada Banda Sagrada. Acabad con ellos y habréis conseguido la mayor victoria para Roma jamás conocida. Volveréis a casa como héroes, y vuestras familias os honrarán para siempre. Pero haced bien vuestro trabajo aquí, y no os dejaré permanecer demasiado tiempo en vuestras casas. Adonde quiera que vayamos después de esto, os prometo guerra y saqueo como nunca jamás habéis visto.

Otro vocerío ensordecedor se elevó entre los hombres. El centurión Quinto Pesco se volvió hacia él con voz ronca.

—Escipión Africano, los hombres de la primera legión te seguirán hasta el Hades y de vuelta. Como hubieran hecho por tu abuelo.

Escipión alzó su espada retirándose contra el muro del callejón y tirando de Polibio con él.

—Hombres, ¿estáis preparados? —gritó.

Se oyó un grito atronador y, a una señal suya, los centuriones colocaron sus escudos en ángulo delante de la formación en testudo, alzando sus espaldas seguidos por los legionarios. Escipión señaló con su espada hacia delante y gritó:

—¡Haced lo que mejor sabéis, matad!

Diez minutos más tarde, Fabio y Escipión caminaban entre la nube de polvo que había quedado tras el avance de los legionarios, adentrándose en una tormenta de muerte como nada que Fabio hubiera visto antes. Las estrechas callejuelas del barrio viejo estaban jalonadas de parpadeantes hogueras, algunas de ellas consumiendo las traviesas de las casas donde las bolas de fuego habían impactado media hora antes. Mezclada con el polvo, la naphtha ardiente creaba una visión de pesadilla, como si estuvieran caminando de nuevo entre las fogosas fumarolas de los Campos Flégreos, solo que en este caso el fuego había sido creado por el hombre. El aire estaba impregnado del acre olor a quemado y del hedor de un lugar donde la gente había vivido confinada durante meses con apenas comida y el agua necesaria para su higiene; cada una de las estrechas casas tenía su propio aljibe de agua de lluvia, pero, al igual que habían observado en la parte baja de la ciudad, estaban todos prácticamente vacíos.

Unos minutos después de que los legionarios continuaran su embestida, se produjo un terrible griterío, un ruido que se iba alejando a medida que los soldados avanzaban, pero ahora el lugar estaba sobrecogedoramente silencioso, interrumpido únicamente por el sonido de los soldados que golpeaban los muebles del interior de las casas buscando algo de valor, y el gruñido ocasional de algún soldado cartaginés herido al ser rematado. Había cuerpos por todas partes: soldados de la Banda Sagrada con su pulida armadura, la mayoría de ellos apenas unos niños; mercenarios que se habían desembarazado de sus petos en un fútil intento de evitar ser reconocidos, pero que habían sido abatidos de todas formas; ancianos y mujeres, incluso niños, todos atrapados en la carnicería. Para despejar las calles los legionarios estaban apilando los cuerpos a ambos lados o arrojándolos en las cisternas, llenándolas hasta el borde, de donde asomaban extremidades y torsos, algunos de ellos todavía retorciéndose. Los legionarios se habían sentido espoleados por las terribles escenas de sus compañeros mutilados, y no habían dejado a nadie vivo. Fabio sabía que esas eran las consecuencias inevitables de la guerra, pero esto estaba más allá de cualquier matanza que hubiera visto antes.

Siguió a Escipión mientras se abría paso a través de los cuerpos, dirigiéndose hasta los pies de la colina de Birsa. Los legionarios ante los que pasaban iban uniéndose a ellos en silencio, con sus espadas chorreando sangre, hasta que la mayor parte del manípulo estuvo de nuevo reagrupada con sus centuriones. Polibio subió hasta allí quedándose a su lado, mientras se secaba la sangre del rostro.

—Estamos en las escaleras del templo. La ciudad está prácticamente tomada.

Fabio pasó a Escipión un pellejo con agua que les había acercado uno de los legionarios. Dio un buen trago agradecido y luego lo levantó sobre su cabeza dejando que el agua resbalara por su cara. Lo devolvió y se secó la frente con la manga de su túnica. Entonces Fabio fue consciente por primera vez de su respiración entrecortada e intentó calmarse. El ruido de la batalla parecía haber remitido en toda la ciudad; ahora solo se escuchaba algún grito ocasional, el chasquido de los fragmentos de mampostería desprendiéndose de las casas incendiadas, el piafar y relinchar de los caballos, la pesada respiración y las pisadas de mil legionarios invadiendo las calles por detrás. Incluso Bruto se había detenido a unos cuantos pasos a la derecha, jadeando como un oso, la punta ensangrentada de su cimitarra descansando en el peldaño inferior de la escalinata que llevaba al templo. Todo el ejército estaba esperando, pendiente de cuál sería el siguiente movimiento de Escipión.

Fabio escudriñó a través del humo hacia lo alto de la escalinata. El ejército cartaginés había sido aniquilado, pero sabía que aún quedaba gente arriba, oculta en el recinto del templo. Recordó al niño al que había visto subir las escaleras del Tophet apenas una hora antes, el hijo de Asdrúbal. Sabía que él también estaría allí arriba, esperándoles. Era como si el templo fuera un nuevo altar y Asdrúbal estuviera orquestando la ceremonia, obligando a Escipión a ascender los escalones como si él mismo fuera partícipe de alguna escena final y apocalíptica de sacrificio.

Fabio podía sentir al ejército a su espalda, moviéndose inquietos. Respiró hondo, notando el hedor acre del humo, el sabor a cobre de la sangre, sintiendo cómo sus venas se dilataban. Recordó lo que el viejo centurión les había enseñado. Escipión no debía dejar que sus hombres le vieran vacilar. Fabio le vio agarrar su espada y mirar a Polibio, y luego a Bruto.

—Terminemos con esto —gruñó.

Empezó a subir los escalones a la carrera, espada en mano, su armadura haciendo un ruido metálico, mientras regateaba para esquivar las hogueras de naphtha de las bolas de fuego de Enio. Fabio le siguió a unos pasos y pudo escuchar cómo Polibio y Bruto lo hacían también, la masa de legionarios acercándose hacia la base de las escaleras. Él siguió avanzando, mostrando los dientes, cada músculo y tendón de su cuerpo en tensión, el sudor salpicando su cara. El tiempo pareció detenerse, como si el peso de la historia le empujara hacia atrás, una historia que durante mucho tiempo había negado este día a Roma. Entonces llegó al último escalón, alcanzando la plataforma del templo. Se preparó para la embestida con la espada al frente, ligeramente agachado, su pecho agitándose mientras trataba de recuperar el aliento, incapaz de escuchar otra cosa que el pulso de la sangre en sus oídos. Estaba al lado de Escipión, pero apenas podía distinguir más de ocho o diez pasos por delante; el templo se hallaba oscurecido por una fina humareda que se extendía desde la plataforma hasta el norte, uniéndose a la cortina de humo que ocultaba las calles, y haciendo que su grupo pareciera aislado, alejado de todo lo demás, invisible para los miles de legionarios más abajo, mientras afrontaban la némesis final de Cartago.

Polibio y Bruto se colocaron a ambos lados, respirando pesadamente mientras recuperaban el aliento.

—Puedo sentir el calor viniendo de ahí delante —jadeó Polibio—. El templo debe de estar ardiendo.

—No veo a nadie —gruñó Bruto mirando alrededor.

—Está aquí —aseguró Escipión en un murmullo—. Creedme. Manteneos alerta.

Los cuatro hombres permanecieron en semicírculo, de espaldas a la escalinata, las espadas al frente mientras trataban de vislumbrar algo entre el humo. Gulussa e Hipólita se unieron silenciosamente a ellos por cada lado. Gulussa con su látigo preparado e Hipólita con el arco cargado con una flecha. Esperaron sin oír nada, sin moverse. Y entonces una súbita ráfaga de viento apartó el humo revelando el templo, sus magníficas columnas de piedra alzándose a unos cincuenta pasos por delante. Polibio tenía razón, aunque no habían sido las bolas de fuego las que causaron el calor. El templo estaba rodeado por haces de ramas de olivo, al igual que el santuario de Tophet. Asdrúbal había planeado el suicidio de su propia ciudad hasta el último detalle. Las llamas ascendían de los haces situados entre las columnas, emitiendo un chasquido y un susurro que pronto se convirtió en rugido. La entrada al recinto sagrado, más allá de las columnas, semejaba el hueco de un horno, envuelta en un resplandor rojo anaranjado donde el fuego había empezado a consumir la leña apilada en el interior. Fabio se llevó una mano a la frente para proteger sus ojos del resplandor, sintiendo cómo el calor chamuscaba su brazo. Recordaba haber visto un lugar parecido en los Campos Flégreos donde Eneas había descendido al inframundo. Aquello había requerido un poco de imaginación, pero esto no necesitaba ninguna. Parecía la mismísima entrada al Hades.

El viento sopló de nuevo y pudo distinguir a Asdrúbal a no más de veinte pasos a la izquierda del templo, una antorcha ardiendo en un soporte metálico a su lado. Aún lucía la piel de león, que ahora tenía grandes manchas de sangre; permanecía con los pies separados firmemente plantados. A su lado había una mujer con la cabeza toscamente rapada, su cráneo manchado y sangrando, la ropa hecha jirones, inclinada sobre dos niños pequeños. Asdrúbal la agarró por el pescuezo empujándola hacia delante, su rostro contorsionado por la rabia y la pena.

—Escipión Emiliano —bramó con voz ronca—. Mira lo que has hecho. —Tiró de la cabeza de la mujer para levantarla con su otra mano y revelar su rostro. Fabio observó atentamente, y se tambaleó. Incluso en ese día de baño de sangre en el que había presenciado cómo sus propios legionarios habían sido horriblemente mutilados en el parapeto, no estaba preparado para ver a una mujer así. Sus ojos habían desaparecido, las cuencas vacías y rojas, la sangre resbalando por su cara, salpicando las losas de piedra delante de ella. Fabio recordó el penetrante chillido que se escuchó después de que el niño fuera sacrificado. Sin duda esta era la madre, la esposa de Asdrúbal, y esos eran sus otros hijos. En su angustia no solo se había desgarrado las ropas y cortado la cabellera. También se había sacado sus propios ojos.

Asdrúbal se inclinó hacia delante diciéndole algo a la mujer, y luego la volvió a colocar entre los dos niños, poniendo sus manitas en las de ella. Entonces les hizo girar hacia la entrada incendiada del templo y empujó. Ella se tambaleó y luego empezó a correr, tirando de sus hijos. Pudo escucharse un chillido cuando atravesó las columnas con los niños todavía a su lado, sus pequeños cuerpos prendiéndose como antorchas mientras eran tragados por las llamas y desaparecían.

Asdrúbal se agachó, sus enormes brazos doblados frente a él, los puños apretados, rugiendo como una bestia. Se quedó así durante unos instantes, jadeando, con los ojos clavados en Escipión. Luego retrocedió y, tomando un ánfora de barro que yacía detrás de él, le rompió el cuello y la alzó, sus bíceps resaltando por la tensión mientras vertía el aceite sobre su cabeza y la melena del león, hasta que estuvo empapada y brillante. Arrojó la vasija a un lado y luego cogió una antorcha encendida del soporte que tenía a su lado. Extendiendo ambas manos, se volvió hacia la montaña de Bou Kornine, hacia el este, sus cumbres gemelas apenas visibles entre la cortina de humo, y cerró los ojos. Cuando se volvió hacia Escipión, volvió a rugir y hundió su cabeza en la llameante antorcha, prendiendo su barba y la piel de león en un estallido de aceite ardiendo.

Una vez más, Fabio sintió que todo sucedía muy despacio, como en un sueño. Asdrúbal se encorvó, las llamas crepitando sobre su cabeza, la boca muy abierta, la antorcha en alto. Se volvió hacia el templo y echó a correr, sus enormes piernas haciendo temblar las losas, el fuego de su cabeza alzándose muy por encima de él mientras cogía velocidad; una antorcha humana corriendo para reunirse con su mujer y sus hijos en el inframundo. En el último momento, la antorcha cayó de su mano y él desapareció en el interior del templo ardiendo, el fuego uniéndose al fuego, lejos de la vista.

Todos se quedaron paralizados durante un instante, sin poder apartar los ojos de la escena.

—Ya ha terminado —gruñó Bruto.

Polibio posó una mugrienta mano en el hombro de Escipión.

—Así acaba Cartago.

Escipión se secó el sudor de los ojos, parpadeando con fuerza, sin dejar de mirar el templo que se había convertido en una pira funeraria. Gulussa se acercó hasta él, poniendo un pie sobre la punta de su látigo en el suelo mientras sacudía la empuñadura y la bajaba hasta dejarlo totalmente enroscado en una apretada espiral. Lo recogió guardándolo en una bolsa que colgaba de su bolsillo y olfateó el aire, protegiéndose los ojos para mirar hacia el sur.

—Puedo detectar el viento del desierto —declaró—. No deberíamos quedarnos aquí mucho más. El viento se está levantando y traerá mucho polvo consigo, avivando las llamas de abajo.

Polibio se acercó al borde norte de la plataforma y regresó con expresión preocupada.

—Es aún peor que eso —declaró—. Enio ya me advirtió que la sustancia de las bolas de fuego se quema con tanta intensidad que cuando las hogueras se unen crean su propio viento, lo que, a su vez, alimenta las llamas. Aquí las casas están construidas en su mayoría con piedra y adobe, pero los travesaños son de madera y el fuego está empezando a extenderse de una casa a otra. Cuando llegue al barrio antiguo por debajo de nosotros con todos esos cuerpos como combustible, el fuego arderá aún con más ferocidad. Enio lo llama tormenta de fuego y eso es lo que está sucediendo ahora. Nuestros soldados deberán contentarse con saquear lo que encuentren a su paso mientras emprenden el camino de vuelta. No nos queda mucho tiempo.

Fabio miró más allá de la fachada ennegrecida del templo, entendiendo a qué se refería. Era un tipo de viento diferente, una especie de corriente de humo absorbente y en espiral que parecía azotar el lateral de la plataforma como un remolino. Cuando desapareció, pudo ver un resplandor rojizo en las calles de la ciudad, casi tan intenso como el del interior del templo; el frente del fuego avanzando a lo largo de la calle a aterradora velocidad, devorando más y más edificios a su paso. Escipión se volvió hacia Gulussa e Hipólita.

—Bajad corriendo y ordenad a los trompetas que toquen retirada. Las legiones deben evacuar la ciudad inmediatamente y marchar de vuelta a los puertos. Enviad mensajes a Enio y al comandante naval para que alejen sus barcos de la costa. Bruto, ve con ellos.

—Tengo monturas de mi caballería que se han quedado sin jinete después de la batalla —sugirió Hipólita—. Traeré caballos para todos.

—Vete ya —dijo Escipión. Fabio vio cómo se apresuraban escaleras abajo, quedándose solo con Polibio y Escipión. Una vez más contempló la tormenta de fuego. Cartago se destruiría a sí misma, al igual que su líder se había destruido a sí mismo y a su pueblo. Se volvió hacia Polibio.

—Recuerdo aquel pasaje que me leíste una vez de la Ilíada de Homero, las palabras de la diosa Atenea. Llegará el día en que la sagrada Troya caerá, y el rey y todo su pueblo perecerán.

Polibio observó la escena de devastación delante de ellos, y luego miró a Escipión.

—Pero la caída de Cartago no debe nada a las palabras de un dios. Ha sido una proeza de Roma, y no únicamente la hazaña de un solo Escipión, sino de dos. Hoy tu abuelo puede descansar en paz en el Elíseo. Cuando tenga que escribir mi historia de esta guerra, la gente se olvidará de Aquiles y Troya y, en su lugar, leerá sobre dos generales llamados Escipión el Africano y la caída de Cartago.

Escipión arqueó una ceja mirando a su amigo.

—Si es que te doy tiempo para escribirla.

—Esta guerra ha terminado, amigo mío.

Escipión no dijo nada pero se volvió mirando hacia el mar en dirección al nordeste. Fabio siguió su mirada tratando de leer sus pensamientos. Esta guerra ha terminado. Algún día, muy pronto, tal vez haya sucedido ya, otra ciudad caería, la última plaza fuerte griega de Corinto, y Metelo se alzaría también sobre esa acrópolis, examinando la devastación y sintiendo el mismo impulso en sus venas al contemplar su futuro.

Fabio recordó las palabras de la Sibila, las palabras que le dijo cuando consiguió verla a solas, palabras que nunca se había atrevido a revelar a Escipión: había vaticinado que Escipión y Metelo se alzarían sobre ciudades derrotadas, como Aquiles había hecho en Troya. Era su destino, y el destino de Roma. Pero entonces recordó algo más, algo que le susurró cuando le tocó con un dedo marchito, su respiración acariciando su oído como el aliento de toda la historia.

Repitió mentalmente esas palabras.

Uno de ellos gobernará y el otro caerá.

Polibio había estado observándole, pero ambos bajaron la vista cuando Hipólita apareció de nuevo por la escalinata deteniéndose a medio camino.

—Tengo caballos esperando abajo, Escipión —gritó—. Debemos montar ya.

Dio media vuelta para volver a bajar. Polibio hizo un gesto a Escipión para que se pusiera en marcha, señalando el fuego que se extendía por la plataforma del templo hacia el norte, y luego comenzó a bajar los escalones detrás de Hipólita. Fabio se entretuvo un momento con Escipión, contemplando todo una última vez. Respiró hondo, notando de nuevo en su boca el polvo del desierto, el sabor acre a quemado, el olor a sangre.

Se sentía exultante.

Cartago no era el final. Era el principio.

Sabía lo que estaba por llegar.

La guerra total.