Un cuarto de hora más tarde, Fabio se encontraba con Escipión y Polibio de nuevo en la torre. Podía sentir la tensión en el aire, la crispación de saber que el momento de la acción se acercaba rápidamente. Polibio señaló más allá de la costa en dirección oeste, donde la flota romana permanecía a la distancia exacta para que los arqueros no pudieran alcanzarla desde los muros.
—El viento aún viene del sur. Enio está preocupado por la posibilidad de que las llamas se vuelvan contra nuestros propios barcos. Debes dar la orden antes de que el viento arrecie.
—Ese es precisamente el motivo por el que no me gusta que ande trasteando con fuego —refunfuñó Escipión—. Llevo veinte años diciéndoselo. Desearía que se limitara a jugar con catapultas y arietes de asalto.
—La suerte está echada, Escipión. Y en cuanto a los arietes, también están preparados. Mira, ya están moviéndose.
Fabio miró hacia abajo, a las defensas cartaginesas en el interior de la ciudad, justo en el borde del puerto. Lejos de la vista hacia el sur, más allá del gran muro que protegía la ciudad del istmo, la cohorte de Enio se había pasado varias semanas construyendo un ariete de asalto de diseño convencional, un enorme tronco de un solo cedro del Líbano que había sido traído en barco especialmente para ese propósito, rematado por una punta de bronce con forma de cabeza de jabalí tomada de uno de los trirremes anclados lejos de la costa. Fueron necesarios más de mil hombres para manejarlo y era la única forma con la que esperaban poder romper la maciza puerta sur.
Pero aquí, al lado del puerto, era muy diferente: los muros que bloqueaban las calles habían sido construidos apresuradamente por los cartagineses durante las últimas semanas, cuando supieron que llegaban los romanos. Enio había descubierto las debilidades estructurales de la mampostería, construida al modo cartaginés, con piedras altas levantadas verticalmente, separadas unos pocos pasos, y los espacios entre ellas rellenos de fragmentos más pequeños. Los pilares eran fuertes, pero un ariete apuntando al espacio entre ellos podría romper el muro fácilmente. Los cartagineses se habían dado cuenta y trataron de hacer los muros en ángulo en las calles donde pensaban que un ariete no podría entrar, pues el espacio disponible no permitiría el margen de maniobra necesario para tomar impulso y abrir un hueco lo suficientemente grande para que la fuerza de asalto penetrara.
Pero se equivocaban; no habían contado con el ingenio de los ingenieros romanos. Enio había probado su invento en una casa abandonada con muros construidos de ese mismo modo, justo en las afueras de la ciudad, y Escipión quedó convencido. Ahora pudo contemplar las máquinas de Enio, asomando por encima de los techos planos, unas estructuras piramidales de madera dotadas de ruedas que habían sido empujadas para acercarlas a los muros, con arietes de cien pies de largo suspendidos de cuerdas como péndulos. Enio los había construido usando el material que sus hombres habían recuperado de los barcos de guerra destruidos en el puerto: mástiles, cuerdas y espolones de hierro, volviendo contra la ciudad los últimos vestigios de las fuerzas navales cartaginesas, mientras sus habitantes se veían obligados a utilizar cabellos de mujer para entretejer las cuerdas de las catapultas. Además estos arietes no requerían de miles de hombres para moverlos, solo unas pocas docenas cada uno; hombres especializados de la infantería de marina de las galeras, entrenados para ayudar a los esclavos en el último asalto a la flota enemiga y luego, una vez alcanzado el objetivo, saltar de sus bancos e intervenir en el ataque. Una vez que los hombres que movían los arietes hubieran abierto una brecha en los muros atravesándolos, las tropas de legionarios que esperaban detrás les seguirían y la ciudad estaría abierta a la conquista.
Fabio miró de nuevo los arietes. Polibio tenía razón. Ya se estaban balanceando, cogiendo impulso, los equipos esperando la orden que haría que las cuerdas se tensaran y los arietes impactaran contra los muros. Era como si la maquinaria de guerra estuviera empezando a calentarse inexorablemente. Sintió que su pulso se aceleraba. Ya casi era la hora.
Polibio señaló hacia una zona abierta justo en el interior del muro defensivo cartaginés a unos quinientos pasos al sur del puerto.
—Hay humo saliendo del Tophet —indicó.
—¿Y qué importa? —replicó Escipión aún mirando los arietes.
—¿Sabes lo que significa Tophet?
—No hablo cartaginés.
—Significa «brasero».
—¿Y bien?
—El santuario se utiliza para incinerar y enterrar a niños muertos, pero en el pasado se usaba como lugar de sacrificio. No ha servido para ese propósito durante generaciones, no desde antes de la guerra con Aníbal. Pero corren rumores de que, en tiempos de grandes calamidades, debe ofrecerse un sacrificio al dios Baal-Hammon, que supuestamente reside en las cumbres gemelas de la montaña del este. Cuando el sol del amanecer se alce sobre la montaña lanzando un primer rayo de luz a través del Tophet, ese será el momento en que tenga lugar el sacrificio.
—No creo que el sacrificio pueda salvarles. Además, con ese primer destello de luz pienso ordenar el asalto.
Polibio sacó un tubo de bronce de aproximadamente un pie de largo con cristales en forma de disco en sus extremos, y miró a través de él en dirección al humo.
—Hay dos sacerdotes con túnicas blancas ascendiendo hacia la plataforma de piedra en el centro del santuario, cada uno llevando una cadena enrollada y las manos protegidas con grandes manoplas de cuero, de piel de elefante tal vez. Y esa extraña estructura que parece un enorme horno por detrás es el origen del humo. Hay esclavos en la parte baja trabajando con un fuelle para avivar el fuego. Si alguna vez os preguntasteis que había hecho Asdrúbal con los olivos que hizo talar a sus hombres de los campos de alrededor, ahí tenéis la respuesta. Hay una pila enorme tras el horno, claramente leña. Y veo hombres con mazas rompiendo algo alrededor del horno, solo que no es un horno. Es algo completamente diferente, oculto debajo.
Pasó la lente a Fabio, que miró a través de ella viendo solo una mancha distorsionada y la devolvió. Todos se quedaron mirando a lo que empezaba a revelarse. Estaba ennegrecido por el fuego, su superficie moteada por las llamas, pero resultaba claro que era de bronce. Mientras los hombres apartaban los últimos trozos de arcilla que la recubrían, la silueta se hizo visible. Era una gigantesca figura achaparrada del tamaño de varios elefantes, con forma humana pero de proporciones monstruosas. Sus enormes brazos estaban levantados con las palmas hacia arriba, y su rostro barbudo echado hacia atrás con la boca totalmente abierta, lo suficientemente grande para que cupiera un hombre. Pudieron distinguir el humo saliendo de la boca y, ocasionalmente, una lengua de llamas del fuego de más abajo.
—Extraordinario —murmuró Polibio—. Algunos historiadores lo mencionan, pero nadie daba crédito a su existencia. Salvo que me equivoque, está hecha para representar al dios cartaginés Baal-Hammon. —Volvió a mirar a través de la lente—. Asdrúbal acaba de llegar y está ascendiendo los escalones de la plataforma donde aguardan los dos sacerdotes. Él también lleva manoplas.
Fabio se puso una mano sobre los ojos para hacerse sombra y poder ver mejor. Recordaba la primera vez que vio al general cartaginés, cuando él y Escipión llevaron a cabo la labor de reconocimiento en la ciudad, tres años atrás; Asdrúbal por entonces también llevaba la distintiva piel de león por encima de su armadura. Vio cómo Escipión oteaba los barcos y el puerto, esperando la señal de Enio, y luego volvía la vista al Tophet.
—¿Dónde está el animal del sacrificio? Pensaba que ya se habían comido a todos sus animales, incluidas ratas y cucarachas.
Polibio apartó la lente de sus ojos y habló con la indiferencia de un profesor.
—Salvo que me equivoque, estamos a punto de presenciar el sacrificio de un niño cartaginés.
Escipión se quedó horrorizado.
—¡Por Júpiter! ¿Cómo dices?
—El sacrificio de niños tiene una larga tradición entre los pueblos semíticos del este del Mediterráneo, los antecesores de los cartagineses. Las escrituras de los israelitas cuentan cómo su antiguo profeta Abraham ofreció a un niño llamado Isaac a su dios.
Un tambor comenzó a sonar, lenta, insistentemente, desde alguna parte del interior del santuario.
—El redoble del tambor se utilizaba originariamente para sofocar los gritos de la víctima —explicó Polibio—. Pero dudo mucho que quieran hacerlo ahora. Creo que lo que estamos a punto de ver es por nuestro beneficio, de modo que cuantos más gritos, mejor.
Un chico con una túnica blanca, tal vez de diez años de edad, entró caminando hasta el santuario, y luego ascendió la escalinata de piedra hacia los tres hombres que esperaban arriba. Al acercarse a la plataforma, Asdrúbal le llamó, y el chico corrió a abrazarle, colgándose de sus brazos cubiertos con la piel de león. Asdrúbal lo bajó con suavidad cogiéndole la mano. El chico no podía saber lo que estaba a punto de suceder. El estómago de Fabio dio un vuelco cuando comprendió la realidad. El niño era el hijo de Asdrúbal.
El sonido del tambor se hizo más lento. De pronto los dos sacerdotes levantaron al chico en volandas, uno cogiéndole de los brazos y el otro de las piernas, atando rápidamente sus muñecas y tobillos con cadenas. Más abajo, en la base de bronce del dios, los esclavos se colgaban de los brazos del fuelle, preparados para comprimirlo. Asdrúbal arrancó al niño de manos de los sacerdotes y lo sostuvo delante de las fauces de la bestia; el calor procedente del interior perfectamente visible, haciendo vibrar el aire por encima. Fabio pudo ver la cabeza del chico asomando a un lado de Asdrúbal, mirando frenéticamente a su alrededor y sintiendo el horror que se cernía sobre él. Durante un instante, sintió pena del hombre. En alguna parte, debajo de la piel de león, debajo de la rabia, la crueldad y la autodestrucción, estaba la extrema desesperación de un padre que sabía que su hijo le amaba, que había sentido su abrazo y, aun así, se veía obligado a llevar a cabo lo impensable, lo peor que una guerra podía obligar a hacer a un hombre.
Asdrúbal dio un paso hacia delante poniendo al chico en la boca de la bestia. Hubo un ruido de algo cayendo y de metal entrechocando, magnificado por el eco, cuando los sacerdotes soltaron las cadenas y el chico rodó hacia abajo. Un grito agudo cortó el aire, y luego un terrible gemido emergió de alguna parte por detrás de los muros del Tophet, el grito de su madre, seguido por una oleada de lamentos que parecieron recorrer toda la ciudad. El ídolo de bronce eructó en un rugido de fuego, como si el mismo dios se estuviera despertando; una lámina de llamas surgió retorciéndose hacia lo alto. Entre tanto, en la parte inferior, los esclavos trabajaban con el fuelle gigante, los látigos de los sacerdotes fustigando sus espaldas. El olor a carne calcinada llegó hasta el puerto. Entonces el redoble del tambor cambió, haciéndose más rápido, y los esclavos dejaron de avivar el fuego. Los dos sacerdotes de la plataforma empezaron a tirar de las cadenas, eslabón a eslabón, manteniéndose a los lados de la boca de la bestia para evitar el calor abrasador. Cuando sacaron la espantosa carga, Asdrúbal la cogió en sus brazos.
Al darse la vuelta, Fabio pudo ver el cuerpo calcinado del chico, las piernas y los brazos contraídos y la boca abierta, como si estuviera en mitad de un grito. Asdrúbal alzó el cuerpo hacia las cumbres gemelas de la montaña, hacia Bou Kornine. Pero de pronto se volvió hacia el puerto, levantando el cuerpo de su hijo lo más alto que pudo. Fabio lo contempló horrorizado. Asdrúbal no estaba ofreciendo ese sacrificio a su dios. Se lo estaba ofreciendo a ellos.
Polibio puso una mano en el brazo de Escipión.
—Nos está retando. Sabe que ningún romano que ame a su hijo podría soportar esto. Está intentando que ordenes el ataque antes de que estemos preparados. Mantén la calma.
—Escipión Emiliano —gritó Asdrúbal, su voz reverberando por todo el puerto, a lo largo de las filas de legionarios que habían estado contemplando el espectáculo paralizados por el horror—. Carthago delenda est.
Ese era el grito de aquellos en el Senado de Roma que habían enviado a Escipión aquí, sus palabras ahora empleadas por un hombre al que no le quedaba ningún propósito para vivir. Carthago delenda est. Cartago debe ser destruida.
Un rayo de sol asomó a través de las cumbres gemelas de la montaña, iluminando el Tophet, y luego fulminando la ciudad como si hubiera sido alcanzada por un rayo. Un momento después se escuchó un ruido sordo desde uno de los barcos catapulta de Enio y una bola de fuego atravesó el aire, dando la impresión de detenerse un instante sobre la ciudad como un gigantesco astro, para luego caer sobre la plataforma del templo, esparciendo escupitajos de fuego por las calles de más abajo.
Era la señal.
Escipión se volvió hacia Polibio.
—Asdrúbal tendrá lo que quiere. —Alzó su brazo izquierdo sosteniéndolo recto frente a él. Más abajo, vio a los trompetas llevarse sus largos instrumentos a los labios, observándole. El sonido del tambor había cesado, y durante un instante se hizo el silencio. Fabio sintió una ráfaga de viento sobre su mejilla, y volvió a mirar al horizonte entornando los ojos hacia el sol. Solo vio rojo.
Escipión dejó caer su brazo.
—Que se desate la guerra —bramó.