Dos horas más tarde, Fabio estaba de vuelta en el muelle con Escipión y Polibio. Se sentía agotado pero pletórico. De haber conseguido Porcio alcanzar Corinto y transmitir el incendiario mensaje, habría sido Metelo en Acrocorinto y no Escipión el que estaría celebrando la derrota de Cartago. Fabio se había centrado únicamente en la tarea que tenía encomendada y apenas era consciente del papel que había desempeñado, pero sabía que al perseguir y destruir el lembo había contribuido a cambiar el curso de la historia. Sin embargo, en ese momento lo único importante era la necesidad añadida de precipitar la cuenta atrás para el asalto; podía ver cómo Escipión empezaba a impacientarse mientras contemplaba los preparativos en el mar. Los barcos cargados con las catapultas se habían reagrupado en una línea justo en el exterior del dique, con las barcazas de transporte de los legionarios buscando su lugar por detrás, preparadas para el ataque y desembarco de la primera oleada de tropas de choque pertrechada con garfios y escalas en el muelle, lista para escalar los muros. La estrategia era pillar a los defensores por sorpresa, puesto que no esperaban una brecha en las defensas del puerto, así como un asalto en los muros del dique de forma que, con la atención de los cartagineses concentrada en el ataque por mar, los legionarios congregados en el puerto serían capaces de adentrarse por la brecha y avanzar rápidamente hacia la parte alta de la ciudad y la segunda línea de defensa que rodeaba la colina de Birsa por el oeste.
Un joven tribuno apareció en la plataforma, quitándose el casco y poniéndose firme. Tenía unos asombrosos ojos azules, pelo rubio y facciones angulosas, un rostro que parecía la quintaesencia romana, destinado a volverse ajado y duro y, algún día, ocupar su lugar en el lararium de alguna casa patricia junto a las imágenes de sus antepasados. Escipión levantó la vista e hizo un gesto de asentimiento hacia el tribuno, que les saludó.
—Os traigo un mensaje de Gulussa, Escipión Emiliano. La fuerza de asalto al otro lado de las murallas por el interior está preparada, con las catapultas apuntando a la parte del muro ya debilitada por el bombardeo de las últimas semanas. Gulussa piensa que no tardarán en abrir una brecha. En cuanto deis la señal, empezarán a soltar la carga.
Escipión entornó los ojos examinando la línea de barcos con catapulta anclados cerca del dique.
—Entonces dile que lo haga. Para cuando regreses con él, Enio ya tendrá dispuestos los barcos. El asalto comenzará en una hora, cuando escuchéis el sonido de los cuernos.
—Yo mismo lideraré la primera cohorte.
Escipión le miró de arriba abajo, y luego a los ojos, su mirada deteniéndose como si hubiera visto algo en el chico.
—¿Tienes un buen centurión?
—El mejor. Abio Quinto Abero, primipilus de la primera legión. Luchó en Pidna y en Hispania.
—Bien. Los centuriones son la espina dorsal del ejército. Respetadlos y ellos os respetarán, pero esperarán que lideres desde el frente. ¿Has entrado antes en acción?
—He pasado toda mi vida preparándome para este día y he estudiado todos los textos de Polibio. Gané la competición de espada celebrada para jóvenes en el Circo Máximo durante dos años consecutivos.
Escipión miró el cinturón del joven, donde Fabio pudo distinguir la fina línea reluciente a ambos lados de la espada que asomaba un par de pulgadas de la funda.
—Tienes una espada de doble filo.
El joven tribuno asintió entusiasmado, sacando la espada y sosteniéndola al frente, con mano firme y resuelta.
—Muchos veteranos regresaron de Hispania con espadas celtíberas y algunos de nosotros hicimos que los herreros las recrearan en una versión romana. Esta fue un regalo de mi tío.
—¿Tu tío?
—Debéis de conocerle —dijo el joven orgullosamente—. Sirvió con distinción en Hispania. Sexto Julio César.
Polibio alzó la vista del mapa que estaba estudiando, mirando por encima de los cristales de sus anteojos.
—¿He oído a alguien mencionar mi nombre hace un momento? —dijo descubriendo al chico—. Ah. Este es el hijo de Julia. No creo que os hayáis conocido antes. Es Cneo Metelo Julio César.
Fabio comprendió súbitamente por qué le resultaba tan familiar aquel chico: tenía los ojos y el cabello de Julia. Pero había algo más, algo que le hizo fijarse atentamente en él. Escipión debió de notarlo también, ya que, tras mirarle en silencio durante algunos momentos, volvió a hablar con voz estrangulada.
—¿Cuándo naciste?
—Cuatro días antes de los idus de marzo, en el año del consulado de Marco Claudio Marcelo y Cayo Sulpicio Galo.
—El año después del triunfo de mi padre, Emilio Paulo.
—Nueve meses después para ser exacto. Mi madre dijo que fui concebido esa misma noche, como señal de buenos auspicios. Cuando era niño, cada nuevo año al llegar ese día, acudíamos a la tumba de Emilio Paulo en la vía Apia para hacer las ofrendas.
Fabio recordó la noche del día del triunfo, hacía casi veintidós años, cuando Escipión aceptó la oferta de Polibio de utilizar su casa y llevar allí a Julia durante una hora, los dos solos; y luego, más tarde, en el teatro, cuando Metelo apareció para llevársela. Pero también sabía por boca de una esclava de Julia, llamada Diana, que esa noche ella se resistió a los intentos de Metelo y se marchó directamente con las Vestales para estar con su madre hasta que se celebrara el matrimonio un mes más tarde. Julia debía de saber quién era el padre y, probablemente, Metelo también lo habría deducido. Cneo Metelo Julio César era hijo de Escipión.
Escipión miró súbitamente consternado al chico.
—Es inaudito que alguien haga ofrendas en la tumba de otra gens. Debes tener cuidado con transgredir el orden social. ¿Lo sabe tu padre?
—Acudíamos sin que se enterara. Pero mi madre me pidió que os dijera lo que hacíamos, cuando tuviera la oportunidad de hablar con vos. Mi padre estuvo ausente durante la mayor parte de mi infancia, ya fuera en campaña o desempeñando puestos administrativos en las provincias. Madre nunca le acompañó. Incluso en Roma viven en casas separadas. Yo he crecido toda mi vida con el fracaso de su matrimonio.
—Sé que no has hecho demasiado caso a las habladurías de las gentes durante tu estancia en Roma —intervino Polibio, volviéndose hacia Escipión—, pero en Roma es un secreto a voces que Metelo se encuentra más cómodo en los prostíbulos que con su propia esposa. Él apenas ha cambiado sus hábitos desde que estabais en la academia. Y se dice que no comparten cama desde hace años.
—No desde que mi hermana Metela nació —dijo el joven mirando a Escipión—. Intentó pegar a mi madre y no siento ningún amor por él. Fui criado en la casa de mi tío Sexto Julio César y estoy prometido a su hija Octavia. Mi madre dice que su legado y el mío pertenecerán al linaje de los Julio César y no al de los Metelo.
Fabio recordó las palabras de la Sibila: El águila y el sol deben unirse, y en su unión residirá el futuro de Roma. Miró los símbolos grabados en los petos de los dos hombres que ahora estaban frente a él. Escipión con el símbolo del sol radiante sobre una sólida línea de su abuelo adoptivo el Africano, representando su dominio sobre Aníbal en el desierto, y Cneo con el águila símbolo de los Julio César, la misma imagen del colgante que Julia le había regalado a Escipión y que aún llevaba. De pronto comprendió lo que significaba la profecía: no se refería a Escipión y Metelo, una unión de generales, sino a Escipión y Julia, una unión de líneas de sangre, de gentes. Durante un instante, Fabio se sintió descolocado, como si todo lo que le rodeaba estuviera envuelto en una densa neblina y solo pudiera ver a esos dos hombres, como si ellos solos representaran la fuerza de la historia. En alguna parte del futuro, tal vez muchas generaciones por delante, esa unión de gentes podría crear un nuevo orden mundial, pero no por alguna divina profecía de la Sibila, sino por el poder de los hombres para conformar sus propios destinos, una visión tan intensa que había llevado a Escipión Emiliano a plantarse delante de los muros de Cartago junto al futuro que había creado con Julia, su hijo.
Cneo se puso firme de nuevo.
—Yo seré el primero a través de la brecha, al igual que lo fuisteis vos en Intercatia.
Escipión extendió el brazo colocando su mano derecha sobre el hombro del joven.
—Ave atque vale, Cneo Metelo Julio César. Mantén afilada tu espada.
—Ave atque vale, Escipión Emiliano el Africano. Que la victoria este día sea vuestra.
—La victoria es para los legionarios, tribuno. Para los hombres de Roma. No debes olvidarlo nunca.
Cneo saludó, dando media vuelta, y se alejó sujetando la empuñadura de su espada. Escipión se volvió hacia Polibio.
—Una noche, hace veintidós años, me diste las llaves de tu casa para que Julia y yo pudiéramos estar solos durante una preciosa hora. Tal vez en ese único acto, forjaste el destino de Roma mucho más que con todos tus textos y los consejos que me has dado en la batalla.
Polibio apoyó una mano en el hombro de Escipión.
—Mi trabajo es observar la historia, no crearla. Pero incluso un historiador puede hacer algunos pequeños ajustes aquí y allá, haciendo posible lo que previamente parecía imposible. Tu unión con Julia tal vez terminara esa noche, pero continúa viva en vuestro hijo. En este día, cuando te alces victorioso sobre Cartago, tal vez veas tu destino completarse y volverás al redil de Roma, habiendo conseguido el mayor honor para la gens Cornelia Escipiones y la gens Emilia Paula, con tu lugar en la historia asegurado. O tal vez decidas desaparecer para ver cómo el mundo se despliega ante tus ojos como hizo Alejandro, solo que esta vez con la fuerza del mayor ejército del mundo detrás de ti. Sin embargo, incluso aunque des la espalda a esa visión, sabrás que tu línea de sangre continuará adelante.
Escipión guardó silencio y miró hacia delante. Su rostro estaba tenso y serio, pero Fabio conocía la emoción que se escondía tras él. Roma solo tenía un atractivo para Escipión, la posibilidad de, algún día, poder estar de nuevo con Julia, de que su futuro juntos no estuviera solamente en las praderas del Elíseo. Si Escipión daba la espalda a Roma, tal vez nunca volvería a ver a Julia; si le pasaba la antorcha a su línea de sangre, tal vez. Su amor por ella podría modelar el futuro de Roma. Pero todo dependía del resultado de ese día, de la sangre que corriera por las venas de Escipión al comprobar lo que su ejército había conseguido, del futuro que Escipión viera ante sí: una visión estimulada no solo por la sangre de guerra sino por la exaltación de la conquista.
Se escuchó un ruido estridente proveniente de los barcos, una torsión al ser liberada, y se volvieron para mirar. Una bola de fuego se alzó perezosamente hacia el cielo desde una de las catapultas, trazando un arco sobre los muros de la ciudad y cayendo contra un edificio cerca de Birsa, al tiempo que esparcía ascuas de naphtha ardiendo por las calles de la ciudad más abajo. Enio estaba calibrando su alcance y probando la volatilidad de su sustancia. Escipión se volvió hacia Fabio.
—Lleva un mensaje al strategos de la flota. Dile que dé a sus hombres su ración de vino, y que hagan las últimas libaciones a sus ancestros. Antes de que termine esta hora estaremos en guerra.
Veinte minutos más tarde, Fabio vio a Escipión observar los muros encalados de la ciudad frente a ellos, mientras sus dedos tamborileaban contra la empuñadura de su espada. Recordó la última vez que habían estado ante una ciudad cercada, en Intercatia, Hispania, cuando el mismo Escipión lideró el asalto y fue el primero en cruzar los muros, espada en mano. Entonces, había matado al jefe, perdonando a la ciudad. Una Intercatia pacificada no suponía ninguna amenaza para Roma, y su destrucción no formaba parte de su destino. Pero esta vez era diferente. Esta vez sabía que Escipión no mostraría piedad: Cartago debía ser destruida.
Un centurión de la guardia apareció corriendo desde el destacamento naval del muelle, donde Fabio había advertido un revuelo pocos minutos antes, al lado de un barco de transporte. El centurión se golpeó el peto a modo de saludo.
—Ave, primipilus. Quiero hablar con Escipión Emiliano.
—¿Qué sucede?
—Tenemos un desertor.
Fabio apretó los labios y le llevó hasta Escipión. El centurión expuso el problema apresuradamente, señalando hacia la tripulación del barco que estaba reunida en el muelle. Dos legionarios conducían a un hombre hasta llevarle ante Escipión. Fabio miró asombrado: era uno de los miembros de la infantería de marina que le habían acompañado en el liburna, luchando a su lado cuando abordaron el lembo. El centurión se volvió hacia Escipión.
—Este hombre era miembro de la unidad especial de asalto, pero su verdadera identidad fue revelada cuando un veterano de la guerra de Macedonia le identificó. Entonces echó a correr, arrojando sus armas y armadura, tratando de unirse disfrazado a la tripulación de ese transporte, pero fue reconocido. Al parecer ya había desertado primero de la batalla de Pidna hace veintidós años. Se cambió de nombre y vivió una vida tranquila como pescador cerca de Ostia, pero dice que no podía soportar el remordimiento y volvió a alistarse hace tres años, cuando vio que se estaban fletando galeras para emprender el asalto de Cartago. Su optio en el cuerpo de infantería de marina asegura que ha sido un bravo luchador en distintas acciones navales, matando muchos enemigos y poniéndose delante de otros hombres, incluyendo la acción con Fabio.
Fabio miró al hombre y luego a Escipión. Debían de tener aproximadamente la misma edad: fuertes, musculosos, con algunos mechones de cabello gris, el marino con la piel oscurecida y bronceada por los años en el mar, pero de mirada dura y fuerte. Eran hombres cuyas vidas habían sido determinadas por la batalla que experimentaron siendo adolescentes, tantos años atrás: Escipión para vivir solo para ella y la reputación de su padre, el otro hombre para enmendar la culpa de una deserción que había empañado su vida. Ambos estaban frente a los muros de Cartago al igual que lo habían hecho ante la falange macedonia tantos años atrás, uno de ellos resuelto y firme, el otro acobardado y abandonando a sus camaradas.
Escipión se volvió hacia Fabio.
—¿Qué puedes decir de este hombre?
—Él personalmente dio cuenta de muchos enemigos. En una ocasión, incluso se puso delante de un compañero caído para protegerle. De haber tenido yo el rango suficiente para hacerlo le habría recomendado para la ornamentalia. Luchó valientemente y con honor.
—Entonces no permitiré que sea golpeado hasta morir por sus camaradas y, como primipilus, deberás ocuparte tú de él.
Escipión hizo un gesto hacia el trompeta, que levantó su cuerno y sopló tres veces en rápida sucesión, una y otra vez, una señal concebida para provocar miedo y fascinación en cualquier legionario: la llamada a presenciar un castigo en el campo de batalla. Cuando el último toque se desvaneció, Fabio ordenó a los dos legionarios que llevaran al hombre de vuelta al centro del muelle, a la vista de los miles de hombres concentrados alrededor del puerto, incluyendo su antigua unidad de marineros que se había reunido para mirar. Fabio sabía lo que tenía que hacer: ahora era el primipilus. Los legionarios sostuvieron al hombre con los brazos atados hacia atrás, y Fabio se colocó delante de él.
—¿Tienes algo que decir en tu defensa?
—Tengo esposa y un hijo en Sicilia —dijo el hombre con voz ronca. Hurgó en un bolsillo de cuero de su cintura sacando una pequeña figura de perro con manos temblorosas—. Mi hijo la hizo para mí. Es nuestro perro. Es para que me dé suerte y Neptuno me conserve la vida.
Las rodillas del hombre flaquearon y los dos centuriones tuvieron que sostenerle, mientras su cabeza colgaba. Dejó caer el perro, que chocó contra la piedra con un golpe seco. Fabio se plantó delante de él, sin pestañear. Todos tenían esposas y niños. Así era el grupo de soldados en todas partes. Algunas veces regresaban con ellos y otras no. Se agachó recogiendo la figurita y recordando a su propio perro, Rufio, para colocarla de vuelta en la mano del hombre y cerrar su puño sobre ella.
—Tal vez Neptuno haya evitado que mueras en el mar, pero Marte no te salvará ahora que estás en tierra —declaró—. Las oraciones de tu hijo harán que alcances más rápido el Elíseo, donde deberás esperarle, al igual que aquellos que cayeron en la batalla de Pidna esperan a sus seres queridos. Para esos camaradas de los que desertaste en sus horas de necesidad, debes responder contigo mismo.
Sacó la espada, pasando la punta del dedo a lo largo del filo y sintiendo cómo cortaba. Se apartó un poco y, lentamente, se dio la vuelta, la espada sujeta en lo alto para que todos los soldados reunidos pudieran verle. El hombre se echó para atrás contra los dos legionarios, que le habían dado la vuelta trabando sus piernas con las suyas para impedir que pataleara. Tenía la mirada desbocada, la respiración jadeante, su boca babeando, y Fabio pudo ver un líquido marrón descendiendo por sus piernas, al igual que había visto en las ejecuciones, percibiendo el apestoso olor. Durante una décima de segundo recordó al joven Cayo Paulo, otra víctima de Pidna tantos años atrás, donde él también podía haber sido un cobarde o un héroe y, de haber sobrevivido, tal vez se hubiera convertido en alguien tan valiente como este hombre había demostrado serlo en la batalla. La verdad nunca se sabría. Lo único cierto es que la fortuna de la guerra podía romper a un hombre tan fácilmente como lo hacía. Se paró delante del desertor hablando en voz baja.
—Recuerda a tu hijo. No lo deshonres. Recuerda quién eres. Un legionario de Roma. Cuádrate y saluda a tu general.
Fabio hizo un gesto a los dos legionarios, que le miraron dubitativos y luego soltaron al hombre, dejando que se tambaleara hacia atrás resbalando en sus propias heces y orina. Este cayó pesadamente sobre una mano y se quedó allí, jadeando con una mueca. Fabio indicó a los dos legionarios que se apartaran y le dieran la oportunidad de levantarse sin ayuda, para permitir que aquellos de sus compañeros que estaban observando pudieran tener la oportunidad de contarle a su mujer que había afrontado la muerte con dignidad. El hombre se limpió el rostro con el dorso de la otra mano, y luego se levantó lentamente, bamboleante, hasta donde había estado de pie. Levantó la mano para saludar a Escipión mientras sus dedos todavía aferraban la pequeña figura del perro.
Fabio agarró la nuca del hombre con su mano izquierda y con la otra clavó su espada por debajo de las costillas levantándola hacia el corazón, los pulmones y la tráquea, hasta que la punta asomó por detrás del cuello. El hombre exhaló una vez, un gorgoteo que sonó como un gemido y luego murió, sus ojos muy abiertos y su boca vomitando sangre con los últimos latidos de su corazón.
Fabio le dejó caer, retirando la espada al hacerlo. Luego la sostuvo en alto, empapada de sangre, y miró alrededor. Todos los hombres congregados en el puerto le estaban observando. Sabía lo que tenía que hacer ahora. Había mostrado compasión hacia el hombre en vida; pero no habría ninguna en la muerte. Hizo un gesto hacia uno de los dos legionarios, el que se encontraba más cerca.
—Dame su túnica.
El hombre se agachó desgarrando la ropa del cadáver, dejándolo completamente desnudo rodeado de su sangre y sus heces, y se la tendió a Fabio. Este se secó la espada con ella, cuidadosa y deliberadamente, para que todos pudieran verlo, y luego la envainó y arrojó la túnica ensangrentada sobre el cuerpo.
Cuando regresó al lado de Escipión, este se volvió y habló con el centurión.
—Llama a los marineros del barco de transporte, aquellos que ayudaron a ocultarlo, para que limpien esta porquería y arrojen el cuerpo a la pila de cadáveres cartagineses junto a la entrada del puerto. Haz clavar un tablero en su cabeza diciendo «Desertor», y que cada una de las cohortes pase por delante, lo suficientemente cerca para olerlo antes de que el sol se ponga hoy. Los navi de ese barco deberán bajar y ser reemplazados para ocuparse de las tareas crematorias. El capitán y los otros oficiales serán encadenados y llevados al puerto exterior, donde serán desnudados y recibirán cincuenta latigazos delante de toda la flota. Si sobreviven, serán distribuidos entre los liburnae y encadenados como esclavos a las galeras. Eso es todo.
El centurión saludó y se alejó mientras el puerto volvía de nuevo a la vida. Una enorme balista avanzaba entre crujidos a lo largo de la orilla, arrastrada por dos filas de esclavos nubios. La pieza de contrapeso se balanceaba precariamente debido a su floja atadura. Enio lo vio y gritó al esclavo que la conducía para que se detuviera, corriendo a supervisarla. Fabio apoyó la mano en la empuñadura de su espada y permaneció al lado de Escipión.
—¿Cómo la has notado? —preguntó Escipión.
Fabio volvió a desenvainar y miró la hoja cuyo doble filo era una copia del diseño de las espadas celtíberas que habían incautado en Intercatia, aunque conservaba la forma más corta de la gladio romana.
—Se desliza con facilidad y no se dobla. Servirá también para dar tajos. Es manejable.
—Está bien, Fabio —dijo Escipión, mirando hacia las defensas de Cartago—. ¿Serás tú el primero en los muros de Cartago o yo?
—Tú eres el general, Escipión Emiliano. Yo soy un simple centurión.
—Pero yo ya tengo la corona muralis por Intercatia. Es hora de que otro se lleve la gloria.
Fabio lo pensó un momento y luego buscó en una bolsa de cuero en su cinto.
—Está bien, entonces lanzaremos una moneda para decidirlo, de soldado a soldado.
Escipión mostró una sonrisa.
—Eso me gustaría.
Fabio sacó un brillante denario de plata mostrándolo. En un lado estaba la cabeza de la diosa Roma, de nariz recta y ojos claros, llevando un casco alado, con el nombre ANTESTIO en el borde. En el otro, estaba la palabra ROMA y, por encima, dos jinetes galopando con lanzas, y un perro corriendo entre las patas. Tendió la moneda a Escipión.
—Está recién acuñada, me fue ofrecida por mi amigo el grabador Antestio justo antes de embarcar en Ostia. Quería que la lanzara entre las ruinas de Cartago, en memoria de su abuelo que cayó en Zama. Pero supongo que si la lanzamos y la dejamos aquí, servirá igualmente.
Escipión dio la vuelta a la moneda en su mano.
—Seiscientos ocho años ab urbe condita, en el año del consulado de Léntulo y Mumio —murmuró—. Me pregunto si la historia recordará este año de ese modo o por el año en que cayó Cartago.
Fabio se quedó en silencio un minuto y luego señaló hacia los jinetes de la moneda.
—Si tuvieras que preguntárselo a Antestio, te diría que esos son los Dioscuros, Cástor y Pólux —dijo—. Pero Antestio hizo este diseño en una taberna cuando acabábamos de regresar de Macedonia y le hablé de nuestras expediciones de caza y los buenos tiempos que pasamos antes de que el perro Rufio fuera asesinado.
Escipión la observó detenidamente, sacudiendo la cabeza y sonriendo.
—¿Quién necesita conquistar ciudades cuando un simple grabador de Roma puede darte la inmortalidad así?
—Antestio me contó algo sobre la moneda. Me dijo que un día, siendo un niño, vio pasar a la chica más hermosa que hubiera visto nunca, caminando contigo en el Foro. Era Julia, de la gens César. Cuando tuvo que diseñar la imagen de la diosa Roma, era en realidad a Julia a quien estaba dibujando.
Escipión miró la moneda.
—¿Es ella? —preguntó con voz ronca.
—Antestio dijo que la gente ya no quiere tener dioses o diosas en sus monedas, sino hombres y mujeres reales, aquellos que están forjando Roma y su futuro, en nuestras vidas o en las de nuestros hijos y nietos.
Escipión tragó con fuerza, sus labios temblando. Sostuvo la moneda en alto con Cartago de fondo y entonces se volvió hacia Fabio, con la voz tomada por la emoción.
—Renuncié a ella por esto, ¿sabes? Para poder estar delante de los muros de Cartago con un ejército, a punto de ordenar su destrucción.
—Renunciaste a ella por Roma y por tu destino. Y Julia sigue viviendo contigo a través de vuestro hijo.
Escipión volvió a mirar la imagen de la moneda y la sostuvo antes de lanzarla.
—Si esa es Julia, entonces esa es mi elección.
—Y la mía es Rufio.
Escipión colocó la moneda en su pulgar y la lanzó al aire, un destello plateado en el cielo. Entonces cayó golpeando y rebotando en el pavimento de piedra del puerto, con los jinetes y el perro hacia arriba.
Escipión se volvió mirándole.
—Ha salido Rufio. Liderarás el primer manípulo por la brecha del muro. Finalmente tendrás la oportunidad de tener esa corona.
Fabio introdujo la moneda en una grieta entre las piedras y se volvió hacia Escipión, poniéndose en posición de firmes.
—Ave atque vale, Escipión. Hasta que volvamos a encontrarnos, en este mundo o en el siguiente.
Escipión le dio una palmada en el hombro.
—Ave atque vale, Fabio. Ahora márchate y prepárate para la lucha.