Justo cuando estaban dando media vuelta para marcharse, una gran conmoción estalló en la entrada del puerto circular y, para asombro de Fabio, una pequeña galera irrumpió con sus remeros bogando furiosamente. Por detrás apenas pudo distinguir un oscuro agujero en la parte más alejada del puerto donde, evidentemente, había estado cobijándose la galera, justo bajo la cortina defensiva cartaginesa. Mientras la embarcación atravesaba a toda velocidad la rada rectangular, seguida por los gritos de los legionarios y los proyectiles lanzados hacia ella desde la orilla, su asombro se duplicó. Era el mismo lembo que él y Escipión habían descubierto tres años antes, fácil de reconocer por la característica inclinación de la proa. La tripulación de aproximadamente veinte remeros estaba agazapada para evitar los misiles, pero pudo distinguir al menos una docena de hombres en la popa, cubriéndose bajo sus escudos. No había tiempo de cerrar la entrada del puerto, nadie esperaba que hubiera una embarcación oculta y, menos aún, un barco de guerra totalmente preparado y con su dotación al completo. Fabio corrió por el muelle hasta la entrada del puerto para tener una mejor visión. Desde allí consiguió echarle un vistazo antes de que el lembo doblara el recodo adentrándose en la bahía, mientras se abría paso entre los barcos de guerra anclados, dirigiéndose a mar abierto. Solo habían sido unos pocos segundos, pero suficientes para cerciorarse. La tripulación era romana.
Se volvió regresando rápidamente para comunicárselo a Escipión. Un centurión apareció corriendo desde el muelle circular, seguido por dos legionarios que empujaban a un hombre con las manos atadas a la espalda por delante de ellos. El centurión saludó, recobró el aliento e hizo un gesto hacia atrás.
—Este hombre es un mercenario tracio que ha desertado a nuestras filas porque dice que tiene información para Escipión Emiliano.
Fabio miró atentamente al hombre, asegurándose de que había sido desarmado.
—Puede hablar conmigo.
El centurión sacudió la cabeza.
—Solo con el general. Es sobre ese lembo.
Escipión escuchó al hombre y en dos zancadas se plantó donde estaban.
—Si este hombre dice la verdad y trae buena información, le libraré de la ejecución.
El hombre se precipitó hacia delante cayendo sobre sus rodillas y hablando en griego.
—Lo sé todo sobre ese lembo. Lo he estado custodiando durante semanas. El hombre que acaba de escapar en él es romano y se llama Porcio.
Fabio miró a Escipión atónito. Solo podía tratarse del mismo Porcio que había sido su enemigo en las callejuelas de Roma, el astuto matón que se había convertido en la mano derecha de Metelo y en su consejero. La última vez que le vieron fue en Cartago, durante su misión de reconocimiento tres años atrás, pero no esperaban volver a verle aquí de nuevo. Escipión se volvió hacia el hombre.
—¿Sabes lo que estaba haciendo aquí?
—Eso es lo que he venido a deciros. Le escuché hablando con Asdrúbal. Quiero que me perdonéis.
—Si la información es buena, tienes mi palabra.
—Ese hombre, Porcio, va a reunirse con Metelo en Grecia para darle un mensaje. Debe transmitirle que Asdrúbal se rendirá, pero solo a él. Entonces Metelo regresará en el lembo y aceptará la rendición aquí, junto a los puertos.
Nadie salía de su asombro. Escipión miró fijamente al suelo durante un instante y, luego, hizo un gesto de asentimiento al centurión. El oficial condujo al tracio hasta la galera de esclavos más próxima. Fabio se volvió hacia él.
—No hay tiempo que perder. Debemos detenerle. No tenemos disponible nada tan rápido como ese lembo, pero uno de nuestros liburnae podría atraparlo. El lembo es demasiado pequeño para llevar una unidad de reserva de remeros, mientras que los liburnae son lo suficientemente grandes para tener remeros de refresco y mantener la velocidad. Pero debemos ordenar la persecución ahora mismo. El capitán del lembo pondrá todo su esfuerzo en alejarse lo más rápido que pueda. Una vez que estén fuera de la vista, los habremos perdido.
Escipión se volvió hacia Enio, que se les había unido.
—¿Qué tenemos disponible?
—Mi liburna particular. Está atracado en el puerto exterior a la espera de que lo utilice, de modo que estará listo para partir inmediatamente. Lo uso para llegar hasta las naves de asalto y también para alejarme de la costa y observar las defensas cartaginesas. Tiene un equipo completo de remeros ilirios, los mejores del Mediterráneo, y una sección de treinta infantes de marina entrenados en escaramuzas de guerra de barco a barco. Es uno de los navíos especialmente diseñados y equipados bajo tus instrucciones para contrarrestar la amenaza de la piratería cartaginesa. Incluso tiene un espolón.
—¿Un espolón? ¿En un liburna?
Enio sonrió.
—Ha sido idea mía. Un ariete en un liburna no sería de mucha utilidad contra los trirremes y polirremes. Pero contra otros liburnae y pequeñas embarcaciones como un lembo, resulta una potente arma. El diseño del lembo ha sacrificado el grosor del casco en aras de la velocidad, de modo que es muy vulnerable a la hora de recibir embestidas. Cuando renovamos la flota romana el año pasado, ya no estábamos pensando en una batalla organizada en formación entre trirremes y polirremes, donde barcos del tamaño de un liburna tendrían escasa intervención directa, estábamos pensando en una nueva clase de guerra naval que involucrara navíos más manejables y pequeños en respuesta a la construcción de esas embarcaciones que Fabio y tú visteis al entrar en el puerto circular tres años atrás. Si el mercenario tracio está diciendo la verdad, atrapar ese lembo haría que todos nuestros preparativos hubieran valido la pena.
—Quiero que te dirijas a tu liburna ahora y pongas a la tripulación en pie de guerra. Necesitarán una ración de agua extra, provisiones y estar listos para partir en media hora.
—Para entonces tal vez el lembo ya no esté a la vista —replicó Enio.
—Lo que el capitán ignora es que conocemos su destino. Si tu capitán sigue el curso nordeste hacia el golfo de Corinto entonces deberíamos atraparlos. No podrás unirte a ellos porque necesito que permanezcas aquí a cargo de tus fabri y las catapultas. Tiene que ser un oficial que pueda identificar al hombre al que perseguimos y comprenda la urgencia de la misión, pero que no esté atado a ninguna unidad aquí y podamos prescindir de él. Un hombre en quien confiar para poner fin a esta amenaza.
Miró a Fabio. Enio y Polibio siguieron su mirada. Fabio se puso firme.
—Juré permanecer a tu lado como tu guardaespaldas, Escipión Emiliano. Se lo prometí a Polibio y a tu padre, Emilio Paulo.
Escipión puso una mano en su hombro.
—Polibio está ahora aquí y te absuelve. Ya no estamos solos contra el mundo, como lo estábamos en el bosque macedonio. Ahora estoy rodeado por un ejército entero de guardaespaldas, los mejores hombres que un general podría tener. No hay misión más importante que esta a la que te envío. Conoces personalmente a Porcio, y ya has luchado antes con él. Además tienes un asunto pendiente con ese hombre. Y si el liburna es tan bueno como Enio dice, volverás a tiempo de guardarme las espaldas cuando ordene el asalto de Cartago.
Fabio permaneció firme y luego saludó.
—Ave atque vale, Escipión Emiliano. El trabajo se hará como dispones. —Se volvió hacia Enio—. No dejaré que una escoria como Porcio me niegue mi lugar en el asalto de Cartago. Vámonos.
Hora y media más tarde, Fabio se encontraba en la proa del liburna mientras la embarcación surcaba las olas en persecución del lembo, las ropas empapadas por las salpicaduras del mar y sus ojos parpadeando con fuerza para evitar que entrara la sal en ellos. Había sido una caza estimulante, con la galera cortando limpiamente el oleaje en lugar de cabecear sobre él, por lo que no había sentido el malestar que hacía que las travesías en barco fueran una experiencia tan molesta. Permaneció en el lado de estribor, mirando desde arriba la graciosa curva de la proa y el gran espolón de bronce que se deslizaba a través del seno de las olas unos pies por delante, asomando y hundiéndose como el banco de delfines que les había acompañado tras dejar las aguas poco profundas de la costa de Cartago y navegar mar adentro.
Al principio el lembo se había alejado a gran velocidad, moviéndose sobre las olas con más agilidad que el liburna, pero su corta tripulación se cansó rápidamente de llevar ese ritmo y Fabio fue acercándose, hasta el punto de que ahora estaban casi a su alcance, justo delante. El capitán del liburna, un sardo de piel morena que había alentado a sus remeros sin descanso, no tenía ninguna intención de detener al lembo y sí, en cambio, de probar su ariete con ellos, su primera oportunidad de utilizar el barco en un acto de guerra y comprobar si el refuerzo de hierro a lo largo de la quilla impediría que se doblara por el impacto. Fabio estaba de acuerdo; tampoco él tenía intención de negociar y no pensaba darles cuartel. Los hombres del lembo eran romanos, una tripulación sin duda perteneciente a la flota egea de Metelo, lo que en lugar de hacerle vacilar reforzó su decisión. Los romanos que habían sido secretamente cobijados por los cartagineses no recibirían compasión alguna de Escipión, y era deber de Fabio hacer cumplir las órdenes recibidas al salir del puerto.
En el lado opuesto de la plataforma de proa estaba el centurión naval que mandaba a la infantería de marina, una unidad de treinta hombres especializados en asaltos de barco a barco, entrenados en tiempo de paz para acabar con la piratería. Los hombres estaban arrodillados por parejas a lo largo del pasillo central que recorría la galera, con las espadas desenvainadas, preparándose para soportar el impacto. Los remeros cada vez empujaban más rápido: situados por parejas, aquel que ocupaba el puesto interior de cada banco había sido reemplazado por un remero de refresco mantenido en la reserva para dar el impulso final. Fabio se agarró de la barandilla mientras observaba el espolón asomando fuera de las olas, la espuma esparciéndose al volver a caer atravesando el mar como una flecha. Por delante de ellos, el lembo estaba ahora a menos de cincuenta pies. Su capitán, presa del pánico, había apartado a un lado al timonel, manejando él mismo la caña del timón y haciendo virar la galera a babor en un intento desesperado por escapar. Lo único que consiguió fue dejar su costado expuesto para el liburna, bamboleándose entre las olas mientras sus remeros, aterrorizados, saltaban de sus bancadas hacia proa y popa, uniéndose al pequeño grupo de marineros y a los otros hombres, Porcio incluido, que para entonces ya debían de saber que sus días en este mundo estaban a punto de terminar.
—¡Agarraos para el impacto! —gritó el capitán del liburna desde la popa. Los remeros hicieron un último y poderoso esfuerzo. Fabio desenfundó su espada y se agachó tal y como le habían indicado, retirándose de la barandilla para no caer por ella. Un segundo después, se escuchó un estruendoso crujido de maderas desgarrándose cuando el espolón chocó con los finos tablones del casco de la otra nave, partiéndola prácticamente en dos y hundiendo la quilla rota, al posarse el liburna sobre ella. Notó cómo la galera continuaba hacia delante con el oleaje, atrapada entre los restos, y vio cómo los expertos hacheros saltaban por encima de la borda talando la quilla para soltarla. Mientras tanto, los hombres de la infantería habían lanzado rezones y un corvus[6] para el abordaje a cada lado, y ya estaban sobre los remeros del lembo, cortando y acuchillando sin piedad. Fabio, que había divisado a Porcio, saltó sobre los restos del navío siniestrado, cubierto de agua ahora teñida de sangre, abriéndose paso hacia el hombre que permanecía en la popa con expresión de incredulidad al reconocer al hombre que se le acercaba. El centurión naval vio las intenciones de Fabio y ordenó a sus hombres que no interfirieran y acabaran con cualquier otro superviviente del naufragio. Fabio se plantó a pocos pasos del hombre, el agua ahora llegándole hasta las rodillas, mirándole con desprecio.
—Porcio Entestio Supino, por orden del cónsul Lucio Escipión Emiliano el Africano, has sido condenado a muerte por traidor.
—El Africano… —pronunció el otro con sonrisa irónica agarrando su espada—. ¿Quién es ese hombre? El único Africano que conozco murió pobre y miserable hace treinta y cinco años en Literno, incapaz de mantener su cabeza alta ante Roma por la vergüenza de haber fracasado en tomar Cartago. De tal abuelo tal nieto, solo que peor. ¿Cómo puede Escipión Emiliano confiar en triunfar cuando no es más que una pálida sombra de un hombre que se había fallado a sí mismo? Estás sirviendo con el general equivocado, Fabio.
—Elige: morir con dignidad para que así pueda decir a tu familia que al final te comportaste como un romano, o morir como un traidor, sirviendo a un hombre que ya no puede llamarse romano.
—Metelo es tres veces más general que Escipión. Dentro de pocos días se alzará en Acrocorinto, y Grecia estará en sus manos. Una vez que se sepa que Cartago se ha rendido a él, eclipsará a Escipión y será el amo del mundo. Un nuevo imperio surgirá, y una nueva Roma.
—Te olvidas de que tu mensaje de parte de Asdrúbal nunca le llegará.
—Y tú olvidas que hay otras formas. Fueron enviados mensajeros por la noche para abrirse paso entre las líneas númidas y llegar al puerto de Kerouane, donde otro lembo aguarda para llevar el mensaje a Metelo. Ya ves, has fracasado.
—Eso es irrelevante —declaró Fabio despreciativo—. Incluso antes de que tus corredores hayan alcanzado la costa, el asalto a Cartago habrá comenzado. Una vez que Asdrúbal sea destruido, Escipión se alzará sobre Cartago. Metelo podrá recibir ofertas de rendición de quien le venga en gana, si lo que desea es que toda Roma se ría de él.
Porcio vaciló y luego le miró con desprecio.
—Siempre elegiste el lado equivocado, Fabio, ¿no lo recuerdas? Siempre eras el que acababa golpeado, hasta que encontraste a Escipión y él te protegió. Antes de que nos diéramos cuenta, estabas lamiendo sus botas. Al menos ya no tuvimos que escuchar más historias sobre la miserable gloria militar de tu padre. La única acción heroica que le vi hacer fue cuando conseguía mantenerse erguido lo suficiente para llegar a la taberna, día tras día. Le dimos algunos golpes en la cabeza cuando estaba tirado en la cuneta, ahora puedo decírtelo, para ayudarle a arrastrarse a su miserable rincón del Hades.
Fabio se abalanzó sobre él, lanzando la espada de Porcio al agua, y se colocó a unos centímetros de su cara, bramando:
—Nunca has sido un buen espadachín, ¿no es cierto, Porcio? Deberías haber luchado en Pidna, en Hispania y en África, en lugar de darle coba a Metelo. Y no creo que veas a mi padre cuando llegues al Hades, porque está en el Elíseo con sus camaradas. —Hundió su espada en el abdomen de Porcio, retorciéndola y retirándola, y luego le dio un tajo en la garganta, apartándose mientras Porcio se tambaleaba hacia delante con los ojos y la boca muy abiertos, sus manos apretando el chorro de sangre que brotaba de su cuello, para luego caer de cara en el agua. Fabio levantó un pie y le dio una patada para alejar su cuerpo, observando cómo se hundía lentamente. Entonces recogió el tubo con el mensaje que Porcio portaba y, sacando el rollo del interior, lo desgarró y lanzó los pequeños pedazos tras el cadáver.
Se dio la vuelta y miró al liburna, que se había liberado de los restos del barco y ahora permanecía a un lado, una red de cuerdas tendida de uno de los flancos para permitir que el último de los marineros trepara de vuelta a bordo. El lembo era un amasijo de restos y cuerpos. Ningún miembro de la tripulación había sobrevivido. El centurión naval aguardaba a unos pasos de Fabio, con el agua hasta la cintura, haciéndole un gesto para que se acercara.
—Vamos, el trabajo ha concluido, primipilus. El capitán quiere regresar antes de que el viento arrecie. No sé lo que opinaréis, pero ninguno de mis hombres quiere perderse el asalto.