Poco después del amanecer, Fabio se encontraba con Escipión y Polibio en el muelle junto al puerto rectangular. Alrededor de ellos se extendía toda la panoplia de guerra, montañas de suministros traídos por barco durante los últimos dos días: pilas de ánforas llenas de vino, aceite de oliva y pescado en salazón, cajas de dardos con punta de hierro para los balistas, manojos de nuevas lanzas pila y espadas recién forjadas. Todo este material estaba amontonado en los pocos espacios libres que quedaban entre los escombros y los derruidos almacenes todavía humeantes tras la batalla de tres días antes. Se abrieron paso hasta un grupo de legionarios desnudos hasta la cintura picando una enorme pieza de mampostería que bloqueaba la entrada a la calle principal de la ciudad. Enio se apartó del grupo acercándose a ellos, su barba y sus antebrazos blancos por el polvo que la pieza desprendía y su frente brillando de sudor. Fabio advirtió la maza de hierro forjado que colgaba del lado izquierdo de su cinturón, un regalo de Escipión cuando lo ascendió a comandante de la especializada cohorte de fabri, ingenieros, mientras del otro costado pendía la peligrosa espada májaira de filo curvo como muestra de su linaje descendiente de guerreros etruscos de Tarquinia al norte de Roma. Se plantó delante de Escipión llevándose el puño derecho al pecho a modo de saludo.
—Ave, Escipión Emiliano el Africano.
Escipión apoyó una mano en su hombro.
—Ave, Enio. Parece como si necesitaras una semana en los baños de Dionisio en Neápolis.
—Cuando este trabajo haya acabado, Escipión.
—¿Cómo van los preparativos?
Enio agitó la mano en dirección al puerto y al enorme muro que lo separaba del mar abierto. A través de los huecos causados por los impactos de las balistas romanas seis meses atrás, podían distinguirse las proas y las curvas popas de las galeras de guerra ancladas junto a la costa, los remos sobresaliendo en horizontal dispuestos para lanzar los barcos hacia el muelle y descargar las oleadas de legionarios que escalarían los muros. Fabio sabía que había cientos de embarcaciones, navíos enormes de cinco bancadas de remos, trirremes, galeras de Liguria con espolón, todas ancladas en fila ante el malecón dispuestas para el asalto final. Enio se volvió hacia Escipión.
—Hay veinticinco barcazas especialmente construidas con catapulta a apenas dos estadios de la orilla, fuera del alcance de los arqueros cartagineses —indicó—. Están ancladas en las cuatro esquinas, con las galeras más grandes en dirección al mar posicionadas en diagonal al oleaje, haciendo de rompeolas para mantener las barcazas lo más estables posible. Mientras hablamos, mis hombres están mezclando el último ingrediente del fuego griego. A una orden tuya las catapultas lanzarán su lluvia de bolas de fuego sobre la ciudad causando una destrucción como nunca hayas visto en un asedio.
—¿Y podrás mantener la cortina de fuego por delante del avance de nuestros legionarios?
—Tenemos observadores adelantados situados en los puntos más altos de los diques, celtas alpinos de mirada aguda capaces de distinguir un ciervo en las montañas a cien estadios. Utilizarán un código de señales con banderas para dirigir al equipo de balistas y que ajusten su puntería. Tenemos que agradecérselo a Polibio, el código nos lo ha proporcionado él.
Escipión miró escéptico.
—¿Conocen bien tus hombres ese código?
—Es brillante. Tienes que atribuírselo a esos griegos. Las veinticuatro letras del alfabeto griego están colocadas en un cuadrado, numeradas del uno al cinco verticalmente y lo mismo horizontalmente con una letra menos en la última división. El mensajero levanta el brazo izquierdo para indicar la columna vertical, y el derecho para la horizontal, alzando una antorcha en cada mano el número de veces exacto para indicar una letra. Llevamos semanas practicándolo en el desierto. Incluso tenemos un sistema más corto para indicar a los que manejan las balistas cualquier cambio de dirección.
—Está bien. —Escipión paseó la mirada de Enio al alto griego que estaba a su lado, mostrando una sonrisa—. Me alegra saber que has mantenido la nariz de Polibio lejos de sus papiros.
—Fueron esos mismos papiros los que me enseñaron el código, como muy bien sabes —replicó Polibio—. Concretamente, un antiguo rollo con jeroglíficos en posesión de un viejo sacerdote en el Templo de Sais, en el delta del Nilo. En él se contaba cómo los primeros sacerdotes utilizaban esa técnica para comunicarse de una pirámide a otra.
—¿Hay algo más que quieras contarme? —preguntó Escipión a Enio mientras alzaba la vista al cielo para calibrar el viento, y luego la clavaba en la torre de vigilancia de madera en la isla en el centro del puerto—. Solo nos quedan unas horas antes de que intente ordenar el asalto final.
—Entonces tienes tiempo para echar un rápido vistazo a esto. Polibio me pidió que estuviera pendiente de cualquier inscripción que pudiera ayudarle con su historia de Cartago. Encontramos esta placa de bronce con esta inscripción que había sido usada para reforzar una puerta. Estábamos a punto de fundirla para hacer cabezas de flecha para los auxiliares númidas, razón por la que Gulussa está aquí.
Polibio cogió la placa de bronce de Enio. Era aproximadamente de dos pies de ancho con las letras un tanto desgastadas de tanto pulirlas. Miró a Gulussa, que se acababa de unir a ellos.
—¿Puedes leer esto? Creo que la inscripción es una antigua versión libio-fenicia.
Gulussa se inclinó sobre la placa, pasando las yemas de los dedos sobre las letras.
—Dos de estas placas estaban colocadas en el exterior del Templo de Baal-Hammon en la acrópolis. Las vi cuando mi padre, Masinisa, me permitió acompañar a una embajada númida a Cartago siendo un muchacho. Son una descripción de un navegante llamado Janón de una expedición cartaginesa a través de las Columnas de Hércules, que descendió por la costa oeste de África hace más de trescientos años. En el mismo pilar fuera del templo estaban clavados los restos disecados de una piel, como el pellejo de un camello viejo, solo que recubierta de grueso pelo negro, que Janón arrancó de una bestia a la que llamó gorila. Los cartagineses trataron de secuestrar a sus mujeres pero no podían compararse a ellos en fuerza.
—¿A qué distancia dices que llevó la expedición? —preguntó Enio.
Gulussa señaló hacia la base de la placa, donde la última línea de texto terminaba abruptamente.
—Se dice que los gobernantes de Cartago ordenaron remover la parte inferior porque temían revelar secretos cartagineses a los extranjeros que pudieran leerla —contestó—. Pero un sacerdote le contó a mi padre que Janón circunnavegó África llegando a través del mar de Eritrea hasta Egipto.
Enio miró a Polibio.
—Cuando estaba en Alejandría aprendiendo sobre el fuego griego tuve ocasión de hablar con el capitán de un barco que había navegado más allá del mar de Eritrea hacia el este y decía haber visto montañas de fuego emergiendo del mar en el horizonte, en el mismo borde del mundo.
—Si el mundo es una esfera, entonces no puede haber borde —replicó Polibio con paciencia.
Enio se levantó con las manos en las caderas.
—¿Cómo sabes que es una esfera?
—Si hubieras estado más atento en Alejandría, habrías visitado la escuela de Eratóstenes de Cirene y así sabrías cómo consiguió determinar la circunferencia de la tierra al observar las diferencias en el ángulo del sol desde el cénit el día del solsticio de verano en Alejandría y en Asuán, en el alto Egipto, una distancia que era perfectamente conocida.
Polibio cogió un palo y lo utilizó para dibujar una tosca figura en el polvo.
—Este es el mapa del mundo de Eratóstenes. Puedes ver el mar Mediterráneo en el centro, rodeado por Europa, África y Asia, y la fina franja de océanos a su alrededor. Pero el borde del mapa no es el borde del mundo, solo es el borde de nuestro conocimiento. Lo que haya más lejos queda abierto a la exploración.
—Y a la conquista —añadió Enio.
Escipión puso un pie calzado con una sandalia en la línea que representaba la costa del norte de África, y luego en Grecia.
—Estamos aquí, en Cartago, y Metelo está allí, en Corintio —murmuró—. El mundo está dividido entre nosotros.
Gulussa señaló el mapa.
—Si Janón el cartaginés llegó más al sur a lo largo de la costa de África, ¿no podría haber otros que hubieran atravesado las Columnas de Hércules hacia el norte?
—Timeo escribió sobre ello —declaró Enio—. Y Piteas, el navegante griego, en Massilia es conocido por haber llegado hasta el extremo norte de las Casitérides, las islas del Estaño, hasta un lugar llamado «Última Thule». Si los cartagineses han encontrado rutas, las han mantenido en secreto.
Polibio curvó sus labios con desprecio.
—Timeo se jacta de ser el historiador más preeminente del oeste, pero nunca abandonó la comodidad de su biblioteca en Alejandría. Cuando decidí escribir mi historia de la guerra contra Aníbal, ¿acaso no hablé solo con aquellos que habían visto la guerra con sus propios ojos? ¿Y acaso no realicé yo mismo la ruta de Aníbal, marchando desde Hispania a través de los Alpes por el sendero de sus elefantes?
—¿Y acaso no limpiaste el estiércol del último elefante de Aníbal con tus propias manos cuando éramos unos jóvenes guerreros en la academia de Roma? —comentó Gulussa con amable ironía. Hizo un gesto en dirección al lomo de la bestia, situada al otro lado del puerto—. ¿Y no es cierto que ahora puedo oler de nuevo ese mismo tufo?
Polibio le fulminó con la mirada.
—Yo escribo la historia que veo con mis propios ojos. No soy ni un mitógrafo como Herodoto ni un escritor de fábulas como Timeo. Mi historia no es para entretener. Es para enseñar las mejores tácticas y estrategias. Para guiar nuestro comportamiento en el futuro.
Fabio colocó su bastón de centurión sobre el mapa por encima de Europa, hablando con voz queda.
—Las Casitérides existen; el pueblo de mi esposa las llama Pritani, tierra de gente pintada, y otros las llaman Albión. Ella era la hija de un jefe galo que transportaba vino hasta allí desde Massalia, cambiándolo por esclavos y estaño.
Polibio miró a Fabio con suspicacia, asintiendo, y luego se volvió hacia Escipión.
—No es hacia el este donde deberíamos mirar, sino hacia el oeste. Y no es estaño o esclavos lo que me interesa, sino estrategia. —Apuntó con su palo al lado del bastón de Fabio—. Deberíamos estar buscando una ruta para que nuestros barcos de transporte pudieran navegar alrededor de Iberia y desembarcar en la Galia nuestras legiones que realizarían una barrida hacia el sur sobre la extensión de tierra ocupada por las tribus celtas. Ya hemos luchado con ellos y sabemos que son formidables enemigos. Durante mis viajes a través de los Alpes tuve conocimiento de tribus temibles al norte de las montañas, en las tierras boscosas de los altos ríos. Si no conquistamos esas tribus, se harán cada vez más fuertes y en años venideros se abatirán sobre la misma Roma, como los celtas del norte de Italia hicieron siglos atrás. Una vez que controlemos el oeste y venzamos a esas tribus, el mundo estará realmente abierto para nosotros.
Escipión apoyó una mano en el hombro de su amigo.
—Cuando destruyamos Cartago, te proporcionaré un barco para que navegues hacia el oeste a través de las Columnas de Hércules y encuentres esas fabulosas islas y una ruta marítima hacia el norte a la Galia.
—Eso me gustaría más que cualquier cosa —respondió Polibio con fervor.
—Pero ahora no es el momento de futuras estrategias. Ahora es el momento de la guerra. —Escipión miró a Enio intensamente—. ¿Recuerdas lo que te dije cuando te permití crear tu cohorte especial de fabri?
Enio acarició la cabeza de la maza con la mano.
—Dijiste que primero debería ser soldado, y después ingeniero. Mi armadura está preparada, lista para ponérmela en cuanto el trabajo en el muro esté hecho. Y una vez que las balistas hayan desencadenado el terror, lideraré a mi cohorte de fabri a través de la brecha del muro por el lado norte. Lucharemos por las calles y destruiremos al enemigo. Ganaremos más coronas y guirnaldas, y luciremos más cicatrices por la batalla que cualquier otra unidad del ejército. Mi maza y mi espada estarán empapadas de sangre cartaginesa.
—Bien. —Escipión le dio una palmadita en el brazo—. Ahora vayamos con los preparativos de guerra.