Esa noche, Fabio se quedó con Escipión y Polibio en la cubierta de proa del barco, bebiendo vino y mirando el cielo apoyados contra el árbol de navío que se extendía sobre proa. El mar en calma brillaba a la luz de las estrellas, el viento había ido desapareciendo a lo largo de la tarde dejando a su paso un suave oleaje que chocaba contra los costados del barco. Apenas llegaba sonido alguno de la flota anclada a su alrededor envuelta por la oscuridad, y Cartago parecía silenciosa como una tumba. Fabio recordaba ese mismo silencio la noche antes de Pidna, los dos ejércitos durmiendo antes de la batalla. Los hombres reuniendo fuerzas para el día que les esperaba, pero también soñando con estar en los brazos de sus seres queridos, besando a sus hijos y diciéndoles que siempre estarían observándoles, desde este mundo o el siguiente, como si sus almas hubieran abandonado por unas preciosas horas la maquinaria de la guerra para regresar a sus hogares antes del amanecer del día de la batalla.
Era una noche sin luna y los cielos refulgían brillantes, miles de radiantes motitas reflejándose como una ondulante alfombra de luz en el agua. Arriba en lo alto, con forma de arco de vívidos pliegues de luz y color, estaba la Vía Láctea y, en el centro, la constelación de Sagitario, sus estrellas delineando la forma del centauro sosteniendo su arco hacia el este del horizonte. Escipión dio un buen trago a la jarra de vino y se la pasó a Polibio quien, tras beber de ella, se la devolvió.
—Recuerdo cuando me hablaste de los pitagóricos —dijo Escipión haciendo un gesto con la jarra hacia el cielo—. Sobre cómo creían que el universo estaba gobernado por números divinos y por música. Y cómo para ellos el siete era un número sagrado, representando las siete órbitas celestiales del sol, la luna y los cinco planetas, y las siete puertas de los sentidos: la boca, las fosas nasales, los oídos y los ojos. —Tendió la jarra a Fabio—. ¿Tú qué piensas, Fabio? ¿Qué ocupa la mente de un centurión cuando contempla las estrellas?
Fabio dio un buen trago y levantó la vista.
—No soy filósofo, pero puedo contar. Si cada una de esas pequeñas motitas es una estrella o un planeta entonces hay muchas más de siete órbitas celestiales.
Escipión le sonrió.
—Suenas como Polibio.
—De niño Polibio me enseñó en tu casa astronomía, así como el mapa del mundo de Eratóstenes. Dijo que necesitábamos saber la forma del mundo para conquistarlo, y conocer la enormidad de los cielos para saber mantenernos en nuestro lugar.
Polibio miró al cielo.
—También te dije que los estoicos creen que el ciclo del universo durará lo que les lleve a las estrellas alcanzar su lugar original en los cielos, y entonces todo será consumido por el fuego sumiéndose en el caos para volver a empezar. Y dado que cuanto nos rodea se encuentra en un estado de movimiento, no puede haber una medida exacta de la distancia, ni tampoco del tiempo.
Escipión alzó los brazos con un gesto de frustración.
—Mi querido Polibio, a veces olvido que eres griego, y por tanto tienes debilidad por la sofistería. Fijaré nuestra medida en los muros que tenemos delante y no consentiré que me digas que un barco anclado o esos muros están en constante movimiento respecto al otro, porque entonces Enio sería incapaz de apuntar sus armas con precisión.
Polibio fingió sorprenderse.
—Mi argumento era simplemente que la ciencia nos permite contemplar, pero no medir, el espacio que se nos ha asignado y nuestro lugar en el universo.
Escipión dio otro sorbo y se secó la boca.
—En tal caso debo de ser un dios, porque creo que puedo medir el espacio asignado a aquellos en Cartago que se atrevan a enfrentarse a Escipión Emiliano, hijo de Emilio Paulo y heredero de Escipión el Africano.
—Has hablado como un auténtico general, Escipión.
Escipión guardó silencio durante un momento, y luego miró fijamente al cielo.
—Tres años atrás, cuando aún era tribuno y el asalto a Cartago parecía un proyecto distante, una noche me acosté bajo las estrellas en nuestro campamento y tuve un sueño. En él se me aparecía mi abuelo adoptivo, Escipión el Africano, vestido con una fantasmal túnica blanca, como la mortaja que recordaba haber visto de niño cubriendo su cuerpo cuando fue llevado a la pira funeraria. En mi sueño me cogía de la mano y nos elevábamos por encima de la tierra, más alto que los pájaros y las nubes, hasta llegar a los mismos cielos. Yo miraba hacia abajo y veía la ciudad de Roma que se había convertido en un punto diminuto como las estrellas y luego, en nada en absoluto. Contemplé las partes habitadas de la tierra que rodean el mar Medio y, más allá, la estrecha franja del océano, congelada en cada polo y ardiendo en el centro donde el calor del sol era más fuerte. Vi la forma convexa de la tierra y, allende el océano, el borde exterior y las estrellas.
Hizo una pausa volviendo a beber de la jarra.
—Mi abuelo señaló hacia abajo, mostrándome cómo las zonas habitadas eran pequeñas y estaban desperdigadas y cómo, a medida que te apartabas del mar Medio, esas zonas pobladas se hacían cada vez menores y más distantes entre sí, como si estuvieran separadas por los radios de una rueda. Pude constatar lo difícil que resultaba para los pocos que vivían en esas áreas comunicarse con otros pueblos o saber siquiera de la existencia del otro. Entonces se volvió hacia mí y me dijo: ¿Qué lugares podrías nombrar más allá del desierto de África, o el Ganges de la India o las islas Albión? Y sin embargo, aquí puedes ver que esos lugares existen y representan la mayor parte del mundo. ¿Quién en esos lugares conocerá tu nombre? Ya ves pues los límites tan estrechos por los que se extenderá tu fama. Señaló hacia donde los límites de las naciones por las que luchamos y morimos ya no eran visibles, donde lo único que podía distinguirse era el mar y la tierra. ¿Y durante cuánto tiempo, incluso en esas partes pobladas donde te conocen, pronunciarán tu nombre? El recuerdo de tu fama se extinguirá como el de todos los hombres, por la devastación, el fuego y las inundaciones, los estragos del tiempo y la guerra.
Escipión respiró hondo.
—Levanté la vista hacia los cielos, lejos de la tierra. Descubrí estrellas que nunca antes había podido distinguir desde abajo, constelaciones y galaxias enormes, más allá de lo imaginable, que sobrepasaban a la tierra en magnitud. La noche antes estuve observando Sagitario, tan nítida como esta noche, y, cuando miré hacia las estrellas, súbitamente vi a mi padre, Emilio Paulo, cabalgando a través de los cielos en un fantasmal caballo al igual que el centauro con su arco, tal y como aparece en el monumento de la batalla de Pidna que ahora se erige en el sagrado recinto de Delfos. Ansiaba unirme a ellos, cabalgar con él, pero cuando extendí los brazos pareció retroceder, galopando lejos de mi alcance. Me volví hacia el Africano y le pregunté cómo podría cabalgar al lado de mi padre a través de los cielos. En un primer momento me planteó una pregunta: ¿Tienes esperanza en el futuro de Roma o eres desdeñoso con él? ¿Conocerás las sombras y el declive o te alzarás sobre Roma como ahora te alzas sobre el mundo, viendo tu futuro desplegado ante ti?
—¿Y qué contestaste? —preguntó Polibio en voz baja.
—Le dije que no lo sabía, que solo podría saberlo cuando estuviera sobre las ruinas de Cartago. Declaró que cualquier triunfo está vacío si solo se construye para las alabanzas de los otros. Para los sabios, la mera consciencia de los actos nobles es suficiente recompensa para la virtud. Las estatuas de los triunfadores necesitan grapas de plomo para sostenerse sobre sus pedestales o, de lo contrario, se volcarán y caerán. Los mayores triunfos son rápidamente adornados por marchitas coronas de laurel, que se secan y pudren hasta convertirse en polvo, pues tan corta es la memoria de la gente. Si vives tu vida buscando la estima del pueblo, te sentirás decepcionado y amargado en la vejez.
Escipión hizo una pausa.
—Volví a preguntarle cómo podría alcanzar a mi padre. Esta vez me contestó directamente, diciendo que la única forma era a través de la justicia y el respeto a lo sagrado, cosas de alto valor para Roma; ese era el camino del cielo. Añadió que todo lo que la gente dijera de mí quedaría confinado a las estrechas regiones que habitaban. La virtud por sí sola puede conducir a un hombre al verdadero honor, nunca las opiniones de los demás. Las alabanzas quedan enterradas con aquellos que mueren y perdidas en el olvido por los que vienen detrás.
—El legado de honor de tu abuelo supone una pesada carga, Escipión, pero una carga que vale la pena —declaró solemne Polibio—. Estabas soñando los pensamientos que han guiado tu vida. Estas virtudes fueron lo primero que me atrajo de ti cuando vine cautivo desde Acaya, destinado a ser tu profesor.
—En mi sueño, mi abuelo decía que hay música, en concreto una nota sagrada que puede abrir el camino del cielo —continuó Escipión—. Pero aquellos que aún no están preparados no pueden oírla, al igual que tampoco pueden mirar directamente al sol.
—Estabas recordando nuestra visita a los pitagóricos cuando eras aún un niño —explicó Polibio—. Nos reunimos con ellos a las afueras de Corinto, contemplando el amanecer y sintiendo su calor mientras nos preguntábamos si también nosotros sentíamos el espíritu divino penetrar en nuestros cuerpos.
—El Africano dijo que en el cielo era donde estaban todas las cosas que los hombres grandes y excelsos podían desear; de modo que le pregunté: ¿De qué sirve la gloria terrestre si el espacio y el tiempo están tan limitados? Mira hacia el cielo, respondió, y ya no te sentirás constreñido porque tus pensamientos de bienestar estén basados en lo que solo los hombres pueden otorgar. Desde aquí arriba, te mueves como un dios, porque eso es lo que los dioses son, las almas de aquellos de nosotros que se han elevado por encima del mundo como lo estás tú ahora, que pueden contemplar a los hombres y sus batallas como los dioses hicieron sobre la llanura de Troya, manejando el destino de Héctor, Aquiles y Príamo como si fueran piezas de un tablero de juego.
—¿Y dijo cómo deberías conducirte antes de alcanzar el cielo?
—Si mantenía mi alma preparada y ponía una prudente distancia con mis acciones, estaría salvado, pero si me rendía a la tentación de mi sed de sangre y al deseo de matar, entonces no sería muy diferente de aquellos que se habían rendido a los vicios del alcohol y las mujeres.
—Aquellos como Metelo a los que despreciabas siendo niño en Roma —dijo Polibio.
Escipión señaló hacia las estrellas.
—En mi sueño estábamos allí arriba, por encima del orbe terrestre; entonces mi abuelo señaló un punto más abajo en el mar, y fue como si ese lugar se precipitara hacia mí, tan rápido fue nuestro descenso que pude contemplar la ciudad como si estuviera en las nubes, cubierta de polvo y ardiendo. Entonces me dijo: ¿Ves esa ciudad que puse a los pies de Roma, pero que ahora renueva su vieja hostilidad incapaz de permanecer tranquila? Pronto regresarás allí y tendrás la oportunidad de ganar el agnomen que has heredado de mí, Africano.
—Los adivinos dirían que fue un sueño profético —murmuró Polibio.
—¿Y tú no? —preguntó Escipión.
—Ya sabes mi opinión sobre los adivinos. Un hombre hace su propia vida, aunque si cree en una profecía eso podría dar forma a su destino.
Escipión apartó la vista de las estrellas hasta los brillantes muros de la ciudad, su rostro turbado.
—Volvió a traerme a la tierra —prosiguió—, pero de pronto era un lugar diferente: árido, abrasado, envuelto en humo, apestando a carne calcinada como una especie de Hades baldío. A través del humo pude advertir que no se trataba de Cartago sino de Roma, completamente en ruinas: el Templo Capitolino, mi casa del Palatino, las grandes murallas de Servio Tulio… Todos los edificios estaban destruidos y ennegrecidos. Pero cuando me di la vuelta para mirarle, Escipión el Africano ya no estaba de pie a mi lado sino tirado en el suelo, retorciéndose, macilento y desnudo, ferozmente acuchillado, su boca abierta en una mueca y sus brazos extendidos hacia las humeantes ruinas de la ciudad.
Fabio recordó la última imagen del viejo centurión, mutilado en el suelo de su granja en los montes Albanos muchos años atrás, y se preguntó si Escipión no habría mezclado ese recuerdo con la visión del Africano, hombres ambos que habían alcanzado la gloria, para después ser derribados debido a las maquinaciones de Roma: uno por plegarse ante aquellos que deseaban impedir que destruyera Cartago, viviendo el resto de su vida en la sombra y la decepción, el otro muriendo pérfidamente sin gloria por entrenar a una nueva generación que tomaría el relevo donde el Africano lo dejó, para que pudieran sumar una conquista tras otra, y llegar a donde el Africano no pudo llegar por obedecer al Senado, con un sentido del deber hacia la autoridad de Roma que más tarde acabaría por lamentar.
Polibio clavó una mirada penetrante en Escipión, y luego apoyó la mano en su brazo.
—Tienes demasiadas cosas en la cabeza, amigo mío: una carga que ha acosado tus sueños durante años, pero que mañana se aligerará.
Escipión continuó mirando los muros de Cartago, sus ojos oscuros e insondables.
—Tú me enseñaste que los pitagóricos creen en el poder de la música, al igual que el Africano me dijo en el sueño que una única nota podría purificar el alma y prepararla para el Elíseo. Solía pensar que la había escuchado de noche a solas en el bosque, o en el campamento junto al mar cuando el agua estaba en calma. Pero ahora, cuando intento escucharla, lo único que oigo es discordancia, un clamor, un aullido distante como el de los lobos del bosque macedonio, chillidos y gritos, un gemido espantoso. A menudo solo consigo dormir si escucho otros ruidos a mi alrededor que los ahoguen: el crepitar de una hoguera de campamento en el desierto, el crujido de la madera de un barco o el golpeteo de las olas cuando estoy en el mar.
Polibio se recostó.
—Al igual que no podemos mirar al sol, no podemos escuchar la nota divina que nos permitirá ascender a los cielos; una nota que solo podremos escuchar cuando nuestras almas estén preparadas para el Elíseo. Pero los sonidos que te obsesionan son los sonidos de la guerra, amigo mío, de guerra y muerte en tu pasado, y de la guerra que será tu futuro.
—Entonces esa es mi música —aceptó Escipión con tranquilidad—. Al despertar del sueño, la noche había terminado, y cuando miré hacia el sol saliendo por el este, sus rayos parecieron rodear la tierra, escindiéndola de los cielos; levanté la vista pero ya no pude distinguir las estrellas y en su lugar solo vi nubes de tormenta desplazándose desde el sur. Mañana, cuando despertemos, serán las nubes de guerra. —Cogió la jarra de vino, volcándola completamente para que las últimas gotas cayeran y luego la arrojó al mar—. Necesitamos tener la cabeza despejada para lo que nos espera. Apenas quedan unas horas para el amanecer, y antes de eso Enio y sus fabri estarán tensando las catapultas preparándolas para el asalto. Ahora deberíamos intentar dormir.