XVIII

Fabio permanecía con los pies separados sobre la plataforma de madera muy por encima del puerto, el casco sujeto con el brazo izquierdo mientras su mano derecha se aferraba a la empuñadura de su espada. La vieja cicatriz de su mejilla le palpitaba como le pasaba siempre antes de la batalla. Respiró hondo, saboreando los pocos momentos que había tenido de soledad. El sol aún no había asomado por la dentada montaña de Bou Kornine al otro lado de la bahía hacia el este, sus cumbres gemelas perfilándose contra el brillo rojizo del amanecer como gigantescos cuernos de toro. Hacia el sur, el cielo color azul pastel parecía unirse con el horizonte, una borrosa mancha anaranjada que oscurecía las áridas colinas y la llanura que llevaba hasta la costa. Durante días había estado soplando un viento del desierto, cubriendo todo de un fino polvo rojo, que hacía que les picaran los ojos y les ardiera la garganta. Hoy parecía haber amainado, y pudo inhalar grandes bocanadas de aire sin toser. La sensación a tierra aún estaba allí, un sabor a cobre que palpitaba por sus venas acelerándole el pulso como si hubiera bebido un trago de vino. Sabía a sangre. Sabía a guerra.

Había sido un período extraordinario desde que Escipión y él regresaron de África a Roma. Y luego, tras la elección de Escipión como cónsul, su regreso a África como general apenas un año antes. Su nombramiento a su edad al puesto más alto no tenía precedentes, pero demostraba la urgencia con la que Roma finalmente había sido persuadida para contemplar la amenaza de Cartago. Casi habían transcurrido cincuenta años desde que Catón comenzara a mediar por su causa, ayudado en los últimos tiempos por Polibio y, finalmente, por Escipión. Después de regresar a Roma, el heredero del Africano se lanzó a la carrera política, entendiendo que, tras la muerte de Catón, sus esfuerzos eran más críticos que nunca a la hora de variar la opinión en favor de la guerra. Para su gran satisfacción, no habían sido el poder de su gens ni sus maniobras políticas los que lo consiguieron, sino más bien su reputación militar; una reputación que no era la de un patricio ascendido rápidamente a puestos de mando, como sucedía con Metelo, sino la de un soldado que la había ganado con su sudor y esfuerzo como tribuno en Hispania y África, un oficial que mandaba desde la primera línea a las tropas y con el que muchos veteranos en Roma habían luchado pudiendo responder personalmente por él.

Aquellos en el Senado a los que Escipión despreciaba, esos que representaban el orden social que tanta angustia le había causado en su vida personal, no habían sido instrumentos de su éxito. Fue su reputación como soldado entre los legionarios, los veteranos y sus familias la que había forzado al Senado en su favor, incluyendo a aquellos enemigos que temieron que no apoyarle pudiera derivar en una revuelta popular y en la instauración de Escipión como dictador. Entre ese grupo se encontraban los senadores que Escipión y Polibio sabían que eran traidores a Roma por haber mantenido negociaciones secretas con Cartago para llenar sus propios bolsillos, los mismos que confiaban en el levantamiento de Metelo en Macedonia y Grecia como la figura que representaría el poder de una nueva Roma en el este. Al final resultó que Escipión y Polibio no necesitaron desenmascarar a esos hombres para conseguir que Roma apoyara su causa, aunque seguía siendo su carta secreta en caso de que hubiera algún indicio de que el Senado quisiera retirarle el apoyo. Por el momento, estaba seguro en su parcela de poder; su atención a los legionarios había sido recompensada con el apoyo que el pueblo le había otorgado, y él a cambio proporcionaría a esos hombres la gloriosa victoria y el futuro que compensarían con creces su confianza en él.

Fabio miró hacia la vasta extensión ocupada por la flota romana anclada a sus espaldas, y al campamento de las legiones en la llanura del sur. Hubo otra razón para la urgente elección de Escipión al consulado. La guerra con Cartago había sido declarada abiertamente hacía más de dos años, terminando el período de soterrados conflictos en los que Roma solo había estado proporcionando entrenamiento y asesores a su aliado Masinisa en un intento por contener las incursiones cartaginesas en territorio númida. Con la llegada de las legiones, la fortaleza cartaginesa de Útica fue tomada y Cartago se vio forzada a renunciar a todas sus conquistas territoriales, produciéndose incluso un avance de las tropas romanas en los suburbios de la parte norte de la ciudad, que fue rápidamente rechazado. Pero la campaña no había ido como se esperaba. Cartago se había convertido en una ciudad sitiada y la guerra pronto llegó a un punto muerto. Hubo un momento en que incluso Roma se planteó abandonar, al desaparecer el apoyo del pueblo y presentarse a las elecciones a cónsul candidatos que eran más conciliadores que belicistas. Pero las múltiples gestiones de Polibio consiguieron que la elección saliera justo de forma contraria a lo previsto, poniendo en los hombros de Escipión la responsabilidad de llevar el asedio a su conclusión; una tarea que se había tomado con gran entusiasmo. En seis meses de extraordinaria actividad había puesto al día todo el poder de Roma, reuniendo la mayor fuerza de asalto jamás vista. Ahora ya solo era cuestión de días, posiblemente menos de veinticuatro horas, antes de que se diera la señal final. Ningún ejército había estado jamás mejor preparado para terminar un asedio, uno que podría cambiar el curso de la historia.

Fabio contempló el penacho de su casco. Escipión había sido fiel a su palabra dada cinco años atrás cuando promocionó a Fabio al rango de centurión tras el asedio de Intercatia y, al ser elegido cónsul, le había ascendido a primipilus, jefe centurión, pero no de una legión en particular, sino del personal de su estado mayor, lo que significaba que Fabio era el centurión mayor de todo el ejército bajo el mando de Escipión. Era una gran responsabilidad que le otorgaba la autoridad de facto, por encima incluso de los tribunos jóvenes, como el hombre al que los legionarios mirarían tanto como a Escipión. Su ascenso hizo que Fabio se acordara del viejo centurión Petrus; había regresado a su granja en los montes Albanos para recoger las cenizas que Bruto hizo conservar en una vasija después de aquella terrible noche en la que Petrus fue asesinado, y las llevó hasta la tumba de Escipión el Africano en Literno, tal y como le había prometido a Petrus que haría, cumpliendo así con la petición del propio Africano. Una parte de él aún sentía cierto temor reverencial ante los viejos centuriones de pelo canoso que pudo distinguir entre las legiones frente a Cartago, y tuvo que recordarse que ahora él también pasaba de los cuarenta y debía de parecer igual de avejentado a los ojos de los jóvenes legionarios reunidos hoy. Era uno de los pocos cuadros aún en el ejército que habían servido bajo las órdenes de Emilio Paulo en Pidna, la última gran batalla organizada en formación en la que había participado el ejército romano, pero sus recuerdos apenas eran compartidos durante las comidas con unos pocos centuriones, no con los nuevos reclutas. Su trabajo como primipilus mayor consistía en mantener la disciplina en el ejército, por lo que ya no podía mezclarse con los hombres ni contar historias de guerras pasadas junto a las hogueras del campamento; eso quedaba para sus padres y tíos en las tabernas de Roma, para veteranos que hablaban de Pidna al igual que sus padres lo habían hecho de Zama, o como harían aquellos que hoy sobrevivieran al asalto final de un conflicto que había consumido la sangre y el erario público de Roma durante más de un siglo.

Recordaba haber acudido con Escipión a la cueva de la Sibila la víspera de su partida a la guerra de Macedonia hacía más de veinte años, cuando apenas eran unos niños. Allí también había sentido un olor, un tufo a sulfuro emergiendo del inframundo, mezclándose con la fragancia de las hojas que la adivina arrojaba al fuego y que hizo que su cabeza diera vueltas. Se suponía que debía esperar fuera mientras Escipión entraba, aunque consiguió colarse a hurtadillas en la cueva durante algunos instantes después de que los otros se marcharan. Ella le había tocado, un dedo arrugado surgiendo de la oscuridad, hablándole en acertijos que imaginó que se referían a su destino, al destino de Escipión y Roma, aunque aún no sabía lo que significaban. Lo único que sabía por el momento era que estaban cerca de finalizar una guerra que había causado estragos en Roma durante generaciones, acabando con los mejores jóvenes en los campos de batalla de más de la mitad del mundo civilizado.

Recordó haber estado delante del mapa del Mediterráneo en la academia de Roma unos días antes de aquella visita, mientras el viejo centurión Petrus trazaba la ruta por la que marchó Aníbal a través de los Alpes hacía más de cincuenta años, mostrando dónde había luchado en la Galia, en Italia, en el norte de África, aunque su vara siempre volvía al mismo asunto sin concluir: la ciudad de Cartago. Fabio contempló ahora la ciudad, una masa de edificios de techos planos y estrechas callejuelas que desembocaban en el gran templo en la colina de Birsa, el lugar donde la reina Dido de Tiro había erigido sus dominios casi setecientos años antes, siglos que habían visto a Cartago pasar de ser un simple puesto de intercambio fenicio a la ciudad más poderosa del oeste, con colonias en Sicilia, Cerdeña e Hispania y ambiciones que casi habían eclipsado a la misma Roma.

La torre sobre la que se encontraba había sido construida por Enio y sus ingenieros en la isla del almirante, en el centro del puerto circular, donde la flota cartaginesa estuvo en su día resguardada en las dársenas a lo largo de la orilla. El puerto había sido tomado tras una sangrienta batalla unos días antes, dejando la playa regada de sangre y muertos cartagineses, cuyos cuerpos aún ardían en las piras funerarias del exterior. Apenas era algo más que una cabeza de puente en la ciudad, pero significaba que el poderío de la armada cartaginesa podría quedar aplastado para siempre. Escipión había ordenado a sus legionarios que no fueran más allá y, por el contrario, consolidaran sus posiciones para poder explotar la debilidad ahora manifiesta de las defensas cartaginesas detrás del puerto y así asegurarse de que, cuando diera la orden del mayor asalto tanto anfibio como terrestre de la historia, pudieran irrumpir por la ciudad como un maremoto.

Las bajas enemigas en el puerto habían sido soldados, la mayoría mercenarios; por delante esperaban miles de civiles, hombres, mujeres y niños aterrorizados, refugiados en sus casas, contando las horas para el final. La noche antes, en el barco atracado en la costa, Polibio les había leído pasajes de la Ilíada de Homero y la obra de Eurípides Las troyanas, con la intención de que recordaran el coste de la guerra. Mirando desde el barco hacia Cartago, con la luna llena brillando sobre las olas que lamían la orilla, habían escuchado la historia de Astianacte, el valiente hijo de Héctor, príncipe de Troya, un niño pequeño que fue arrojado desde los muros de Troya por los victoriosos griegos mil años atrás, mientras su madre lloraba cuando era conducida a la esclavitud. Durante un rato Fabio dejó que la obra le conmoviera, pensando en su propia esposa, Eudoxia, en Roma, y en su hijo pequeño. Pero ahora, a la fría luz del amanecer, la compasión le parecía una debilidad. Ahora la muerte, todas las muertes, ya fueran de soldados o civiles, eran solo un cálculo de guerra.

El día anterior habían avistado al otro lado de las murallas al general cartaginés Asdrúbal: un tipo enorme y bronceado con barba trenzada, su armadura cubierta por la piel de león cuyas fauces se abrían sobre su cabeza. Tal vez su pueblo hubiera deseado rendirse al contemplar con desesperación la inmensa flota romana y las legiones, pero el peso de la historia recaía con toda su contundencia sobre Asdrúbal, líder de una ciudad que había vivido de prestado y tal vez nunca volviera a erigirse de nuevo. Asdrúbal había ordenado a sus soldados quemar las cosechas y talar los olivos, negándoselos a los romanos pero también privando a su pueblo de la última fuente de alimento, en un gesto suicida de desafío. Había ejecutado a prisioneros romanos a la vista de las legiones para dejar claro que no mostraría piedad. Estaba frente a una gran máquina de guerra, más poderosa que cualquier otra en la historia, incitándoles, retándoles. Para Asdrúbal solo había una salida y llevarse con él a cuanta más gente de su pueblo mejor parecía ser su único cálculo de guerra.

Fabio examinó su espalda y, durante unos momentos, se quedó contemplando el horizonte, sintiendo como si estuviera suspendido en el aire en medio de la escena; era como si se hubiera elevado hasta unirse a los dioses, manejando los asuntos de los hombres como si fueran piezas de un tablero o los dioramas de las batallas con los que Escipión y los otros habían practicado años atrás en la academia. Entonces escuchó los crujidos de Escipión y Polibio subiendo por la escala para unirse a él, y volvió de golpe a la realidad. No eran dioses, aunque Escipión fuera cónsul y general del mayor ejército romano jamás congregado, y esa torre hubiera sido construida para proporcionarle una vista de pájaro del campo de batalla, y preparar el asalto más devastador de una ciudad que jamás se hubiera visto en la historia.

Ave, Fabio Petronio Segundo, primipilus. —Polibio apareció primero mostrando una sonrisa. Había cambiado poco a lo largo de los años, excepto por algunos mechones de pelo gris de su barba y los finos pliegues alrededor de sus ojos. Al verle con su peto decorado y su casco corintio, Fabio creyó regresar al día en que vio por última vez a Polibio luciendo armadura, hacía más de veinte años en el campo de batalla de Pidna, cuando cargó en solitario contra las fuerzas de la falange macedonia.

Fabio saludó.

Ave, Polibio. ¿Alguna noticia de Enio?

—Sus hombres están retirando el último montón de escombros de detrás de los muros. Pronto nos uniremos a él para seguir los preparativos de primera mano.

Escipión apareció por la escala, luciendo el peto heredado de su abuelo, recién pulido pero con las marcas y abolladuras de guerra que, deliberadamente, había dejado sin reparar.

—Más vale que se dé prisa —dijo irritado, acercándose a ellos—. Pretendo ordenar el ataque hoy.

—Ya lo sabe. Estará preparado.

Fabio se volvió hacia su general.

Ave, Escipión Emiliano el Africano.

Escipión posó una mano en su hombro.

Ave, Fabio, viejo amigo. Otra vez estamos cerca de la batalla. ¿Estás preparado para el asalto?

—He estado preparado para esto toda mi vida.

Fabio observó a Escipión y Polibio. Los dos eran muy diferentes, uno era más un hombre de acción y el otro más inclinado al estudio y, sin embargo, llevaban siendo íntimos amigos desde que se vieron por primera vez, cuando Polibio fue designado profesor de Escipión en Roma. El griego a veces olvidaba quién era el general y quién el asesor, pero tenía un conocimiento enorme de la historia militar y daba buenos consejos, aunque a veces Escipión no los tuviera en cuenta. En este preciso día, Fabio se había dirigido deliberadamente a Escipión por su nombre completo: como Africano, el cognomen heredado de su abuelo adoptivo, el gran Escipión el Africano que se había enfrentado a Aníbal hacía más de cincuenta y cinco años, y cuyo intento de aplastar Cartago había sido impedido por la debilidad del Senado de Roma, por hombres que querían apaciguar en lugar de destruir. Habían aprendido la lección durante los más de cincuenta años siguientes, viendo impotentes cómo Cartago se erguía de nuevo, y cómo sus líderes de guerra se volvían desafiantes. Ahora Escipión estaba frente a los muros de la ciudad como lo había hecho su abuelo, preparado para terminar el trabajo.

En esos cincuenta y tantos años, una nueva generación de oficiales romanos había emergido: hombres implacables, profesionales, adiestrados en el arte de la guerra, que quemaron y saquearon a su paso por Grecia, donde el rival de Escipión, Metelo, estaba listo para tomar Corinto, y bajo el mando de Escipión llevaron a Roma hasta los muros de Cartago. Los mejores hombres estaban ahora aquí, aquellos que no habían muerto en la batalla o no seguían en Grecia: Enio, jefe de la cohorte especialista en ingenieros; Bruto, un hombre monstruoso con su cimitarra curva, tan diferente a la gladio romana, y en las llanuras del sur, el príncipe númida Gulussa y la princesa escita Hipólita, ambos acogidos bajo el ala de Roma a temprana edad y ahora a cargo de sus fuerzas de caballería en el ataque contra la muralla sur de la ciudad. Todos estaban en su mejor momento para luchar, endurecidos, saciados de sangre, experimentados, exactamente como el viejo centurión Petrus, que les había entrenado en Roma, hubiera querido.

Escipión retiró su mano de la empuñadura de su espada e hizo un gesto hacia el escenario que se desplegaba ante sus ojos.

—Mañana será un día para tus Historias, Polibio.

—Eso si me dejas escribirla. Parece que he cambiado mi estilete por una gladio.

Escipión mostró una sonrisa.

—Ya te llegará el día. Tal vez en la otra vida.

—Desde aquí podremos tener una vista privilegiada de la batalla.

Escipión señaló la marca rojiza de su muslo, una herida que nunca había cicatrizado bien.

—No me hice esto por quedarme detrás, ¿verdad? La única vista que tendré será la del túnel de humo y salpicaduras de sangre cuando siga a Bruto en el ataque. Tan pronto como suenen las trompetas, estaré a la cabeza de los legionarios.

—Ya sabes que eso va contra mi consejo —replicó Polibio—. Este ejército puede luchar sin Bruto, pero no sin Escipión. Y si sigues a Bruto esperando matar, quedarás muy decepcionado. La última vez que le seguí en la batalla fue en Pidna, cuando estaba perfeccionando el corte cruzado con su espada: un tajo desde la ingle a la cabeza, y luego, en la misma estocada, mientras las dos partes aún permanecen unidas, otro corte en el estómago. Un hombre seccionado en cuatro partes. No quedará nada vivo en tu camino.

—Le pediré como favor que me deje algunos. De una pieza.

Escipión volvió a posar su mano en el pomo de su espada y miró a lo lejos. Había adquirido la cicatriz de su pierna hacía más de veinte años contra la falange macedonia, siendo un joven tribuno que siempre lideraba a sus hombres en el frente. Fabio recordaba bien cómo el viejo centurión Petrus había ganado su mayor honor, la corona obsidionalis, matando a su tribuno cuando se acobardó y liderando él mismo a su manípulo en la batalla hasta alzarse con la victoria. Nunca permitió que los chicos en la escuela lo olvidaran. Tal vez estuvieran destinados a rangos más altos, a comandar manípulos, legiones, ejércitos, pero siempre estarían bajo el ojo atento de sus propios centuriones, sin poder escurrir el bulto. Así era como funcionaba el ejército romano. El centurión les había enseñado bien.

Una especie de bramido llegó desde el puerto, seguido de furiosas maldiciones. Bajaron la vista hacia donde un barco mercante de casco barrigudo había estado descargando provisiones de guerra en el muelle. Una partida de legionarios con las armaduras quitadas trataban de sacar a una bestia de su bodega, un ajado y viejo elefante cubierto de cicatrices y marcas, con los ojos inyectados en sangre refulgiendo cada vez que sacudía la cabeza. El optio al mando de la partida gritó, y las dos filas de hombres volvieron a tirar de las cuerdas, pero la bestia se negaba a salir y con un furioso meneo de su cuerpo tiró a dos hombres al agua. Entonces un gigantesco esclavo númida, el domador de elefantes, chasqueó su látigo contra el lomo del animal y la bestia finalmente se movió, barritando y cojeando a través de las planchas hasta que quedó tambaleándose en el muelle, mirando a los legionarios siniestramente mientras estos se mantenían a distancia.

Polibio entornó los ojos para verlo mejor.

—¡Por Zeus! Reconozco ese trasero. Es el viejo Aníbal, ¿no es así? La última vez que lo vi fue en el desfile triunfal de tu padre, Emilio Paulo.

Escipión asintió.

—Nuestro amigo de la academia de Roma. El último prisionero superviviente de la guerra contra su homónimo.

Polibio frunció el ceño.

—¿Ha sido idea tuya?

—Ya sabes lo que dicen sobre los elefantes. Cuando están listos para morir siempre regresan al mismo cementerio. Al fin y al cabo esta es la casa de Aníbal, y está a punto de convertirse en un camposanto. Es un acto de caridad.

—¿Caridad? —repitió Polibio sarcástico—. No creo que el viejo centurión te enseñara nada de eso.

Escipión soltó un gruñido.

—Bueno, si Asdrúbal se ríe de nosotros, yo me reiré de él. No puede haber nada más humillante que ver al último superviviente del glorioso cuerpo de elefantes de Aníbal cojear entre las ruinas de Cartago, hasta colapsarse y morir en los escalones del templo.

Polibio lanzó una mirada irónica a Escipión.

—Eso ya me cuadra más.

—¿Recuerdas cuando estando en la academia de Roma Petrus castigó una vez a Enio haciéndole dormir entre el estiércol de los establos del elefante?

—Durante una semana. Nunca consiguió quitarse el olor.

—Últimamente el centurión ha estado muy presente en mi mente, y especialmente hoy. Desearía que nos hubiera podido ver aquí.

—Era un duro tirano, pero un auténtico romano —afirmó Polibio.

—Ahora está con mi abuelo adoptivo en el Elíseo.

—Él sabía que nunca vería este día. Su tiempo fue otra guerra, con tu abuelo y contra Aníbal. Tuvo una muerte honorable.

—Luchando con el enemigo desde dentro —murmuró Escipión.

—Murió por el honor de tu abuelo. Por el honor de Roma.

—Y su muerte será vengada.

Fabio miró al elefante, recordando súbitamente la escena, muchos años atrás, en la que el viejo senador Catón desfiló detrás de la oscilante cola del elefante a través del Foro durante el triunfo de Emilio Paulo, en un acto de advertencia sobre Cartago que dejó a la multitud boquiabierta; Catón ahora estaba en los Campos Elíseos, pero el legado de su advertencia vivía en esa irascible bestia que ahora estaba a punto de dar sus últimos pasos a través de la ciudad que había visto por última vez hacía más de setenta años, cuando Aníbal comandó a su cuerpo de elefantes en su extraordinaria pero funesta campaña a través de Hispania y los Alpes, hacia Roma.

Fabio podía imaginar los pensamientos que debían de estar rondando la mente de Escipión. El centurión les había hecho ser oficiales profesionales del ejército, los primeros en la historia de Roma. Desde la guerra celtíbera, su éxito en la batalla les condujo a ganar más guerras, más conquistas; no necesitaron regresar a Roma para enfrentarse a una tediosa sucesión de magistraturas como tuvieron que hacer sus padres y abuelos. Y los hombres a su cargo, los legionarios, ya no eran simples civiles reclutados para una campaña y licenciados cuando esta acababa. Los que estaban aquí, ante los muros de Cartago, incluyendo aquellos que habían luchado junto a Escipión cinco o diez años atrás, eran guerreros endurecidos en la batalla, correosos y fuertes. Escipión se había ocupado de ello. Si el Senado de Roma no creaba un ejército profesional, él lo haría en su nombre. Y sabía que aquellos que habían tratado de hundir al abuelo de Escipión, aquellos que habían ordenado la muerte del centurión, estaban consumidos no solo por la envidia. Temían el poder del ejército y el alzamiento de una nueva especie de generales. Y, por encima de todo, temían el nombre de Escipión el Africano, ahora vuelto a nacer.

Fabio recordó la inscripción en la tumba del viejo Escipión en Literno, a unas cien millas al sur de Roma, cerca de la bahía de Neápolis. La tumba de un hombre que había sido forzado al exilio y que vivió sus últimos años amargado. Ingrata patria, ne ossa quidem habebis. Patria ingrata, no tendrás nunca mis huesos. Fabio observó cómo los nudillos de Escipión se ponían blancos mientras agarraba el pasamano. El centurión Petrus no era el único que sería vengado. Y había algo más, algo de lo que Escipión nunca hablaba pero que estaba siempre presente. Fabio pudo distinguir el amuleto en el pecho de Escipión, una pequeña águila esculpida colgando de una correa de cuero, empapada y endurecida por el sudor y la sangre de la guerra. Recordó quién se la entregó muchos años atrás, y tuvo que tragar con fuerza. Para convertirse en lo que era ahora, cónsul y general, se vio obligado a sacrificar un amor que habría destruido su carrera militar. Había jurado que participaría en el juego, haciendo lo necesario para llegar hasta la cima, para luego sacudirse los grilletes que tanta angustia le habían causado. No volvería a Roma como lo había hecho su abuelo. Este día sería su venganza; después de él ya no se sentiría esclavizado por Roma. Se convertiría en Roma.