Cerca de la frontera númida, cinco meses después
Fabio refrenó su caballo hasta detenerse, observando al solitario jinete con el casco crestado cuyo contorno se perfilaba a la pálida luz del amanecer en el repecho que tenía delante. En los meses transcurridos desde su misión encubierta en Cartago y el regreso al campamento del cuartel general romano, él y Escipión se habían dedicado sin descanso a la causa de Gulussa, ayudándole a formar y entrenar a la caballería númida en las distantes llanuras y zonas semidesérticas de monte bajo al sur de Cartago. Fabio había vuelto a saborear la vida de soldado, pero esa mañana se encontraba cansado y hambriento, cubierto de polvo por la cabalgada de la noche; sabía que en cuanto pudiera reunirse con los demás junto al cauce del río, y acostarse, caería fundido como una vela consumida y dormiría durante horas.
Gulussa calculaba que aún tendrían que cabalgar cinco días antes de alcanzar la zona pantanosa desecada por debajo de Cartago, la etapa final después de semanas empleadas en recorrer las fronteras del reino de su padre buscando hombres que se unieran a la caballería que él e Hipólita estaban reuniendo para detener nuevas incursiones cartaginesas en el territorio de Numidia. Ahora ya estaban todos aquí, más de mil hombres con sus caballos, ocupando el cauce de más abajo; las fogatas de sus desayunos salpicando de luz la escasa corriente donde habían abrevado a los animales y dormirían durante el calor del día. Llegar hasta el cauce había supuesto un desvío de unas pocas horas hacia el oeste desde la ruta principal, pero Escipión tenía planeado desde el principio visitar este lugar; el mismo Fabio había recibido instrucciones estrictas de Polibio de escribir todo cuanto viera. El fiel consejero hubiera querido acompañarles, pero su regreso a Roma para comunicar a Catón la información obtenida en el reconocimiento de Cartago le había retenido durante más tiempo del esperado, debiendo tantear y convencer a los distintos grupos de influencia en lugar de al cada vez más achacoso Catón, que ahora ya tenía más de noventa años. A pesar de las abrumadoras evidencias de los preparativos de Cartago para la guerra, las discusiones siguieron resultando una laboriosa lucha contra aquellos que despreciaban la importancia de África en favor de Grecia y el este y que, incluso, protestaban por prestar apoyo a Masinisa, en su intento de defender la integridad de su reino contra el resurgimiento de Cartago. Fabio sabía que Polibio se había guardado la munición más potente para el final, la evidencia de la complicidad de senadores romanos del más alto nivel con los planes cartagineses, temiendo que una exposición prematura de los culpables suscitara incredulidad y pudiera volverse contra ellos, a menos que tuvieran la mayoría del Senado de su lado. Pero también sabían que el tiempo se estaba agotando y que ese juego de espera no podría durar mucho más mientras Cartago continuara rearmándose. Polibio tendría que jugar pronto sus cartas, arriesgándose a la censura y a la proscripción de él mismo así como de Escipión, si no se producía pronto un movimiento a su favor en el Senado.
Fabio dio un sorbo de agua de su pellejo y luego vertió un poco sobre las crines de su caballo, echándose hacia atrás mientras el animal sacudía la cabeza y relinchaba. Pronto estarían de vuelta en el lecho del río, donde podrían beber a su antojo. Observó a Gulussa galopar por el borde del cauce para unirse a él, llevando aún la capa para protegerse del frío de la noche, y juntos enfilaron el sendero rocoso que ascendía hasta el repecho donde estaba la figura. Para Escipión visitar Zama era un peregrinaje personal: fue en ese lugar donde su abuelo adoptivo, Escipión el Africano, obtuvo su mayor triunfo hacía casi sesenta años, cuando los dos ejércitos se encontraron en ese lugar al borde de lo desconocido, para decidir si Cartago o Roma gobernarían como la mayor potencia que el mundo hubiera visto jamás.
Llegaron hasta la cima de la cuesta deteniéndose junto a Escipión. Por delante de ellos el terreno descendía hasta una llanura, que recordaba a una inmensa palangana vacía limitada al sur y al oeste por más montañas. Sabían que el campamento romano había estado justo debajo de ellos, y el cartaginés a una milla más o menos, a los pies de la opuesta cadena montañosa hacia el oeste. Había poco que ver —solo una tierra baldía de monte bajo y piedras, un cabrero con unos pocos y dispersos animales que se encaminaba hacia el lejano centro de la depresión—, nada que sugiriera que uno de los eventos más decisivos de la historia había tenido lugar allí apenas dos generaciones atrás. Sobre el borde más alejado de la colina se alzaba la frontera de los dominios de Masinisa, pero no con otros reinos sino con el desierto africano, una vasta extensión de arena que se prolongaba desde Egipto a la orilla atlántica y en dirección sur a lo desconocido. Fabio se acordó de cuando recorrieron a caballo los bosques de Macedonia diez años atrás, y cómo Polibio les dibujó el mapa del mundo hecho por Eratóstenes; entonces habían estado cerca del borde norte, como ahora lo estaban del sur. El que pudieran llegar a los otros extremos, al este y al oeste, dependería de lo que sucediera aquí, en África, de si Escipión sería capaz de erguirse sobre una ciudad vencida y mirar a través de la neblina de la guerra hacia el horizonte, más allá del mundo restringido que los senadores de Roma se habían trazado para sí mismos.
Fabio pronunció la palabra para sus adentros: Zama. Era el nombre con el que los veteranos habían llamado a este lugar, a partir de un asentamiento bereber cercano; un nombre con el que Fabio había crecido escuchándolo de labios de ancianos borrachos en las tabernas o mendigando agazapados en las calles alrededor del Foro. Un lugar que pocos en Roma que no hubieran luchado aquí podrían haber imaginado, tan distinto de los paisajes de Italia. En la academia, Polibio les había explicado que el norte de África era el terreno perfecto para batallas organizadas en formación, y ahora podía entender por qué. Apenas había asentamientos humanos que dificultaran las maniobras a gran escala de un ejército, ni altas cordilleras o complejas y escarpadas costas que dificultaran el transporte y las comunicaciones. Aníbal y Escipión el Africano habían elegido este lugar para la batalla, un lugar donde el terreno no proporcionaría a ninguno de los bandos una clara ventaja táctica y todo dependería de la naturaleza y disposición de las formaciones: infantería, caballería, elefantes. Era el equivalente más cercano que hubiera visto en la vida real a un simulacro de guerra jugado sobre un tablero; la clase de ejercicio abstracto con el que los chicos comenzaban en la academia antes de pasar a los dioramas representando las batallas reales, donde el terreno y la topografía constituían importantes variables.
Escipión espoleó a su caballo y ellos le siguieron hacia el centro del campo de batalla. Por el camino, cruzaron por delante de un montón de rocas y zarzas que delimitaban el lugar del campamento romano, aún visible después de más de sesenta años, hasta la chamuscada roca salpicada de fragmentos ennegrecidos de hueso que marcaba el lugar donde los prisioneros cartagineses habían sido obligados a apilar y quemar a sus muertos. Más adelante, en el propio campo de batalla, Fabio escudriñó entre la maleza y la tierra encontrando restos que habían escapado a los carroñeros, algunos de ellos tal vez enterrados durante años y destapados recientemente por el viento del desierto: oxidadas cabezas de lanza, una espada celtíbera rota, una cota de malla herrumbrosa con la piel momificada y las pezuñas de un elefante todavía pegadas. Gulussa señaló hacia los restos blanqueados de la pierna de un esqueleto humano, sin armas ni armadura, con el cráneo aplastado y las costillas arrancadas por los perros y zorros salvajes que, sin duda, habrían terminado el trabajo como lo habían hecho en el pasado con cualquier resto humano que emergiera del polvoriento terreno.
Continuaron adelante hasta llegar al centro de la depresión. Entonces Escipión se detuvo volviendo su caballo para mirar a las líneas cartaginesas, al igual que debió de hacer su abuelo el Africano. Fabio hizo lo mismo, y luego cerró los ojos durante un instante, escuchando únicamente el resollar de los caballos y un ligero viento del oeste que azotaba la maleza haciendo que los animales volvieran sus cabezas hacia allí. Recordó a su padre que luchó aquí como joven legionario, antes de convertirse en uno de esos viejos veteranos de las tabernas, contando siempre las mismas anécdotas de la batalla a los pocos que le escuchaban. Fabio había sido uno de ellos. Abrió los ojos. Su padre le había contado cómo los ochenta elefantes de guerra cartagineses habían cargado contra el ejército romano como jamás se había visto. Aníbal y sus elefantes habían pasado a la historia, pero en los años transcurridos desde que los guio a través de los Alpes, los romanos habían aprendido a ver sus puntos débiles, de modo que el Africano decidió utilizar una técnica aprendida de los buscadores de marfil: una manada de elefantes siempre se dirigía a los huecos vacíos si podía verlos, negándose a cargar contra una densa masa de hombres. En Zama habían sido canalizados hacia espacios que se abrían en las líneas romanas y luego abatidos uno a uno por las lanzas mientras caían en la trampa, muriendo todos ellos tras sus líneas. Después de eso, la caballería de Masinisa y las alae romanas de los flancos se habían unido a la carga, dispersando a la caballería cartaginesa y persiguiéndoles fuera del campo de batalla, dejando a la infantería sola para seguir luchando. Pero no fue hasta que la caballería romana regresó cuando se decidió el curso de la batalla, forzando a Aníbal a rendirse ante Escipión con cientos de muertos y moribundos sembrando el campo de batalla.
Pero no era la táctica o el curso de la batalla lo que Fabio se encontró tratando de imaginar. Eran los momentos del combate que su padre le había descrito: intervalos de pocos minutos cada uno marcados por una violencia sin igual, apuñalando y segando, golpeando y mordiendo. En Zama la infantería de ambos ejércitos se condujo como dos bestias idénticas enzarzadas en un combate mortal, chocando y retirándose, una y otra vez, acabando con las reservas del otro pero sin vacilar nunca. Para su padre aquellos minutos de combate habían marcado su vida; nunca había sido capaz de apartarlos de su mente. Eran recuerdos que le mantenían despierto, bañándole en un sudor asfixiante todas las noches, que solo era capaz de controlar con la bebida y la violencia que destruyó su vida e hizo que su familia le temiera. Fabio le había odiado por ello, le había despreciado marchándose de casa cada vez que le repetía las mismas viejas historias; un comportamiento que, años después de la muerte de su padre, cuando él mismo se hizo soldado, llegó a lamentar amargamente, aunque eso fue después de Pidna, cuando él mismo experimentó ese remolino de sensaciones ante el horror de la batalla y comenzó a entender por lo que su padre había pasado.
Pidna le había enseñado que solo aquellos que han experimentado la batalla pueden entender realmente lo que es. Sin embargo, aquí, en Zama, incluso como veterano del combate, Fabio se sintió como un intruso. Este lugar pertenecía a aquellos que habían luchado y muerto aquí, y su historia estaba cerrada con ellos. Polibio podía escribir cuanto quisiera sobre el gran escenario de la batalla, sobre las tácticas y la disposición del terreno, pero la auténtica verdad residía en experiencias individuales que nunca podrían ser contadas, o que apenas eran recordadas por aquellos que aún seguían vivos y habían afrontado las sombras de ese día. En la tierra y las piedras de este lugar estaban impresos los actos de valor y los comportamientos desesperados que permanecerían ahí para siempre, compartidos solo por los dioses que presidieron la batalla del mismo modo que Escipión y los demás presidían los juegos de guerra en la academia de Roma.
Gulussa se colocó a su lado y Escipión se volvió hacia él.
—Tu padre, Masinisa, ¿te trajo aquí? Zama fue el escenario de su mayor triunfo, así como el de Escipión el Africano.
—Vinimos aquí al regresar de la academia de Roma, cuando tú y los demás fuisteis nombrados tribunos para la guerra contra Macedonia. Le conté a mi padre la envidia que sentía porque vosotros fuerais a la batalla, y él me trajo aquí para intentar mostrarme cómo era la guerra. Por aquel entonces, aún podían distinguirse más restos, huesos humanos y carcasas disecadas de los elefantes caídos que no habían acabado de quemarse en las piras funerarias. Era un escenario desolador, y así aprendí que incluso las grandes batallas pueden ser olvidadas a capricho y dejar poco rastro. Mi padre me dijo que las batallas solo merecen la pena si las utilizas para destruir a un enemigo, pues de lo contrario estarán condenadas a repetirse. Tenía razón: aquí estamos de nuevo, enfrentándonos a Cartago justo como estábamos antes de Zama.
—En la academia era justo lo opuesto, Gulussa. Éramos nosotros los que te envidiábamos. Sabíamos que Masinisa estaba constantemente en guerra con sus vecinos, y pensábamos que tendrías un glorioso futuro por delante.
Gulussa mostró una sonrisa cansada.
—Glorioso no, Escipión. Esa no es la palabra exacta. Veinte años de incursiones, de perseguir merodeadores y bandidos en el desierto, de represalias contra pueblos del desierto por albergar fugitivos. He matado con frecuencia, cientos de veces, pero raramente con gloria, y es solamente ahora, con Cartago amenazando de nuevo nuestra tierra, cuando por fin podré liderar por primera vez a mi caballería contra un enemigo adecuado, en escaramuzas y persecuciones. He vivido mi vida esperando este momento, pero aún no he estado en una auténtica batalla.
—Ya te llegará el momento, Gulussa. Seguirás los pasos de tu padre.
—Mi padre, Masinisa, me dio un buen consejo ese día. Era algo que llevaba intentando concretar durante más de sesenta años de experiencia en la guerra, y que había presenciado en numerosas batallas. Él fue educado siendo niño en Cartago por un matemático griego que era uno de sus profesores favoritos, y eso le hizo pensar que tal vez hubiera una fórmula que debía respetarse.
—Continúa.
—Había visto muchas batallas con un planteamiento inicial similar acabar discurriendo de forma diferente como para saber que una pequeña alteración de una variable al comienzo podía cambiar el curso de los acontecimientos, haciendo que una victoria segura se volviera una sonora derrota. A menudo no había una lógica aparente en ello, ninguna secuencia obvia de efectos consecuentes de ese único cambio, pero, sin embargo, en un determinado momento de la batalla, toda la estructura parecía colapsarse. Dado que las pequeñas variables cambian constantemente, como el movimiento de una centuria o de una cohorte en el orden de la batalla, él tenía sus dudas de que pudiera predecirse el resultado de las batallas; convencido de que más allá de asegurar que tu línea frontal fuera lo suficientemente fuerte para entablar una buena pelea, todo lo demás estaba en manos de los dioses. Pero entonces comenzó a observar algo muy interesante. Cuanto más uniformada fuera tu fuerza —cuanto más homogénea—, menos posibilidades había de que un pequeño cambio produjera un resultado catastrófico. Mientras que cuanto más variadas fueran tus fuerzas, cuanto más heterogéneas, más riesgo había de verte en problemas. Decía que Escipión el Africano tuvo suerte de ganar ese día en Zama porque sus fuerzas tenían precisamente esa debilidad.
Escipión desmontó del caballo, alisó una zona de arena y, desenvainando su espada, la utilizó para trazar tres líneas paralelas en la arena. Miró a Gulussa, con su cara enardecida por la excitación.
—Eso encaja perfectamente con lo que yo discutía cuando hacíamos el simulacro de Zama en la academia. Este es el orden de la batalla de Escipión para cada legión: hastati en las líneas del frente, príncipes en la segunda, y triarii en la tercera con velites en los flancos. Todo el que haya estudiado la batalla sabe que la balanza estaba prácticamente inclinada en contra nuestra cuando los hastati fueron obligados a retroceder tras el ataque inicial de Cartago. Pero la debilidad que Masinisa identificó estaba en la división general de fuerzas: en la línea de batalla las legiones no eran homogéneas. ¿Por qué insistimos en organizar a nuestras legiones de esta forma, con divisiones que se remontan a los días en que los ciudadanos eran al mismo tiempo guerreros y tanto sus armas y armaduras como su papel en la batalla dependían de su fortuna personal? Nos jactamos de haber descartado la clasificación por riqueza, ahora que todos los reclutas tienen acceso a un equipo básico y a armas, pero aún mantenemos estas divisiones en el entrenamiento y en el orden de batalla basándonos en la edad y la experiencia. ¿Cómo puede ser razonable poner a todos los hombres sin experiencia en una única división, los hastati, y colocarlos delante como si no fueran otra cosa que topes humanos prescindibles y prácticamente inútiles?
—Los centuriones llevan años rumiando sobre ello —indicó Fabio—. Al igual que la desbandada de las legiones después de cada campaña impide que la experiencia de los veteranos pueda llegar a los nuevos reclutas. Salvo que los mezcles en las mismas unidades, los reclutas tienen que aprenderlo todo por sí mismos de la forma más dura y, en consecuencia, los generales tienen una fuerza de combate mucho menos efectiva.
—Exactamente. —Escipión borró las líneas de una patada golpeando su espada contra la palma de su mano y mirando al campo de batalla—. Roma necesita un ejército profesional. Es la única solución.
—Te va a costar mucho persuadir al Senado —declaró Gulussa—. Aquellos que no tienen experiencia en la batalla, como sucede con la mayoría de los senadores romanos ahora mismo, mirarán a Zama y dirán que la organización de aquel ejército fue suficiente para derrotar a Aníbal, de modo que por qué cambiarla. Unas legiones más fuertes y cohesionadas supondrían un ejército más sólido y producirían generales más fuertes que podrían regresar a Roma con sus ojos puestos en una dictadura o algo más. Eso es lo que realmente les asusta.
Escipión envainó su espada y montó en su caballo cogiendo las riendas.
—Eso ya lo veremos. Tomar Cartago va a requerir un ejército profesional o un general que incluso ahora sea visto como una amenaza para aquellos en el Senado que se oponen al cambio.
—Mi padre me contó algo más —añadió Gulussa—. Aníbal era un hombre honorable que aceptó la derrota. Pero Asdrúbal es diferente. En Hispania pudiste experimentar la resistencia de los jefes celtíberos, aquellos que preferían morir antes que deshonrarse a sí mismos con la rendición. Él es algo más que eso. Siente un tremendo rencor hacia Roma, obsesionado con el desafío, lo que lo hace mucho más peligroso. No habrá ninguna salida honrosa para él, ningún combate singular como el que libraste con el jefe de Intercatia. Asdrúbal caerá solo cuando la ciudad de Cartago caiga. Eso es algo que el Senado debe comprender. La previa rendición de Aníbal no supone un anticipo de lo que podría suceder si Cartago fuera cercada ahora. Esta nueva guerra, si se produce, solo puede terminar con la destrucción total de Cartago y Asdrúbal.
—Confiemos en que Polibio tenga suerte en su misión —replicó serio Escipión—. Pero, por ahora, debemos honrar a aquellos que cayeron ese día y cuyos espíritus nos observan desde el Elíseo. Hay uno en concreto que debe unirse a ellos y cuyos deseos debo satisfacer. En su lecho de muerte le prometí que algún día regresaría a Zama, y procuraría que su general se reuniera con sus amados legionarios para toda la eternidad. Debo cabalgar a lo largo de las líneas de batalla, para que ellos vean que Escipión el Africano ha regresado. Dejadme ahora.
Fabio había visto la vasija de alabastro sellada que contenía las cenizas, asomando de la bolsa que colgaba de la silla de Escipión, algo que raramente perdía de vista. Mientras Roma perdurara, Escipión el Africano sería honrado por el resto de los días por su gens en el lararium de su familia y la tumba de la vía Apia, pero su espíritu permanecería aquí, junto con aquellos a los que más honró. Fabio pensó en su propio padre y en el viejo centurión Petrus, los dos hombres que estuvieron con el Africano en este campo de batalla, y que ahora también se encontraban entre estas sombras. Tragó con fuerza cerrando los ojos y pronunció los dos nombres para sus adentros. Luego espoleó a su caballo y siguió a Gulussa, que ya estaba a mitad de la colina. Pudo escuchar cómo Escipión galopaba alrededor de la meseta tras él, pero no volvió la vista. En pocos minutos el sol aparecería a través de la neblina. Quería regresar cuanto antes al cauce del río para que su caballo bebiera y luego encontrar una piedra tras la que poder dormir. Estaba muerto de cansancio y aún les quedaba un largo trecho antes de llegar al campamento romano en la llanura de las afueras de Cartago.
Tres semanas más tarde estaban sentados bebiendo vino en la tienda de Escipión, en el puesto de caballería que comandaba, a diez millas al este de Cartago, al borde de una extensa laguna desde la que se podían divisar las cumbres gemelas de la montaña de Bou Kornine. Polibio había llegado de Roma dos días antes con la noticia de la muerte de Catón. Él y Escipión estuvieron conversando durante horas después de eso, con Fabio siempre pendiente, meditando sobre las distintas posibilidades de acción. Él tenía claro que la única posibilidad era que Escipión regresara a Roma, ya que quedarse más tiempo en África como simple tribuno no ayudaría ni a su causa ni a su carrera. Ahora había suficientes veteranos en Roma que habían servido con Escipión en Hispania y África para proclamar su popularidad entre la plebe, y Catón había muerto con la satisfacción de haber convencido a los tribunos del pueblo para que apoyaran su causa. Si Escipión pudiera ser persuadido para volver ahora, el péndulo tal vez se inclinara a su favor. Una cosa parecía segura: si tenía que regresar a África ya no sería como tribuno. Si se iba a declarar una guerra, Escipión no podría aceptar nada por debajo de una legión, y como senador con el apoyo de los tribunos del pueblo, tendría la oportunidad de una elección de emergencia para el consulado, a pesar de que aún era oficialmente demasiado joven. Ahora los acontecimientos podrían desencadenarse con rapidez si Escipión aprovechaba la oportunidad que Polibio le estaba presentando para que él mismo planteara su caso en Roma.
Uno de los legionarios de la entrada de la tienda apareció hablando en voz baja al centurión encargado de la guardia, quien se volvió hacia Polibio.
—Parece que hay un hombre aquí que quiere veros. Dice que ha venido en la galera rápida desde Pella. Es macedonio y se llama Filipo.
Ante la mención del nombre Polibio dio un salto y salió de la tienda seguido por el legionario. Unos minutos después, regresó con gesto solemne.
—Filipo es uno de mis informantes. Trabaja con el personal de Metelo como intérprete del comandante mercenario tracio, que sabe poco latín, de modo que está al tanto de todo lo que sucede en los cuarteles del ejército romano de Macedonia. Al parecer hace cuatro días que Metelo derrotó y mató a Andrisco en una gran batalla en Pidna.
—¿En Pidna? —exclamó Escipión—. ¿El mismo lugar donde mi padre, Emilio Paulo, celebró su victoria? ¿La batalla donde me bauticé de sangre por primera vez?
Polibio miró a Escipión con gesto serio.
—Mi informante me cuenta que Metelo eligió deliberadamente ese campo de batalla para tratar de hacer sombra a los logros de tu padre. El ejército de Andrisco estaba compuesto por chusma, y la batalla fue una masacre. Pero Metelo la está presentando como una gran victoria y la conquista definitiva de Macedonia, como si hubiera terminado lo que tu padre dejó sin concluir veinte años atrás. Fanfarronea ante sus oficiales diciendo que los Escipiones y los Emilio Paulo hacen gran alarde de ir a la guerra, pero, después de ganar un par de batallas fáciles, vuelven corriendo a casa con el rabo entre las piernas porque no tienen agallas para terminar el trabajo. Por supuesto está hablando de ti. Y hay algo más. Ha desmantelado el monumento en Dion, los jinetes de bronce que Lisipo había hecho representando los compañeros de armas de Alejandro Magno que murieron en la batalla de Gránico. Está alardeando de que eso eclipsará cualquier cosa que tu padre llevó a Roma. Dice que, a diferencia de las riquezas que según él tu padre se quedó para sus propios cofres, él donará los bronces al pueblo y después los colocará en un nuevo templo dedicado a Júpiter y Juno que construirá con su propio peculio en el Campo de Marte.
Escipión se levantó apretando los puños y tratando de controlar su rabia.
—La batalla de Pidna es una de las mayores proezas romanas jamás vistas, una batalla contra la mayor falange macedonia jamás alineada. Y si Metelo se refiere a que mi padre se marchó dejando Macedonia sin anexionarse como provincia, eso fue porque Emilio Paulo estaba cumpliendo las órdenes expresas del Senado. Además tenía el presentimiento, que demostró ser cierto, de que la pacificación de Macedonia necesitaría una guarnición romana permanente, una que el Senado tampoco le permitió. No volvió con el rabo entre las piernas, y tampoco lo hizo mi abuelo de Zama. Ambos obedecían órdenes de Roma. Y en cuanto al monumento de Gránico, mi padre y yo lo visitamos después de la batalla para dejar unas guirnaldas y honrar a los compañeros de Alejandro. Nunca hubiéramos soñado en profanar su memoria retirándolo. Metelo ha mostrado su auténtico carácter con lo que ha hecho. No es un soldado de Roma.
Fabio habló en voz baja.
—Tienes razón, pero debes tener cuidado en no sonar demasiado defensivo. Por lo que concierne a los legionarios aquí destacados, las noticias significan que esta noche se abrirán algunas ánforas de vino, de modo que, digas lo que digas, las nuevas serán motivo de celebración. Pocos legionarios tienen motivos para despreciar a Metelo como nosotros.
—Lo que supone una razón más para que regreses a Roma —intervino Polibio, dirigiéndose a Escipión—. Has hecho todo lo que podías aquí. Has ganado la corona civilis y la corona obsidionalis. En Hispania y en África te has curtido durante todos esos años en los que no ha habido una guerra a la vista. Nadie duda de tu coraje ni de tus dotes de mando. Pero aún eres un tribuno militar. Debes regresar a Roma y ocupar tu sitio en el Senado haciéndote valer. Solo entonces se te otorgará una legión o un ejército que comandar. Y estas noticias aumentan de nuevo el riesgo contra tu persona. Metelo celebrará un gran triunfo y tratará de hacerte sombra. Debes mostrarte como el sucesor no solo de tu abuelo y de tu padre sino también de Catón, de la causa que él hizo suya. Pero al mismo tiempo no puedes bajar la guardia. Metelo tal vez crea que ahora no necesita planear tu desaparición como lo hizo diez años atrás, cuando Andrisco era su aliado y estabas en los bosques de Macedonia. Pero si se siente amenazado de nuevo, si ve que te alzas en el Senado y ganas el apoyo popular, entonces deberás estar atento. Fabio, permanecerás junto a Escipión todo el tiempo. Ya he arreglado todo con mi informante para que prepare vuestro viaje a Roma en la galera lo más rápido posible. Estarás allí antes de que Metelo regrese de Macedonia y deberás aprovechar la oportunidad para lograr tus objetivos. Haz resonar las palabras de Catón en la gente. Carthago delenda est. Cartago debe ser destruida. Si va a producirse la conquista final de Cartago, debe ser un Escipión el que se alce con el triunfo en la plataforma del templo. La gente debe saberlo y tú eres quien tiene que decírselo. Ahora partid.