Las estrechas callejuelas a cada lado de la calle estaban sumidas en sombra, y Fabio miró hacia delante para comprobar cómo el sol del atardecer caía por detrás de la colina de Birsa.
—No nos queda mucho tiempo —declaró—. El kybernetes quiere estar en mar abierto al caer la noche. Si descubren los cuerpos de esos soldados y sospechan de nosotros, enviarán a uno de esos liburnae en nuestra persecución. Tendremos que aprovechar la oscuridad para remar lo más rápido que podamos hasta llegar a nuestras propias naves, que se encuentran a más de diez millas hacia el este.
Escipión asintió.
—Solo estaremos media hora, ni un minuto más. ¿Recuerdas la maqueta de Cartago que mi abuelo Escipión el Africano construyó, aquella que nuestro amigo el dramaturgo Terencio me ayudó a modificar? Él me habló sobre el laberinto de viejas casas púnicas en el que solía jugar siendo niño, y quiero comprobar si los cartagineses las han demolido durante toda esta reconstrucción para dejar un espacio abierto donde luchar delante de la colina de Birsa.
Atravesaron rápidamente la calle, ascendiendo de tal modo que, si miraban hacia atrás, podían captar algún destello distante del mar más allá de los puertos, brillando por encima de los tejados. A ambos lados los edificios eran altos, más parecidos a los muros de una fortaleza que a fachadas de viviendas, y, a medida que se acercaban al final de la calle, pudieron advertir que las terrazas estaban coronadas por pequeñas almenas conectadas por torreones bajos. Avanzaron decididos mientras se cruzaban con grupos de gente. Entonces Escipión se detuvo y examinó los muros juzgando el campo de tiro para flechas y lanzas.
—Es tal y como me imaginaba al venir —declaró con gravedad—. Los cartagineses han planeado una defensa en profundidad, haciendo deliberadamente estas calles más estrechas a medida que se acercan a Birsa para constreñir en ellas una fuerza de ataque hasta este lugar, donde una fuerza oculta aparecería súbitamente en los muros y la masacraría. La única manera de contrarrestarlo sería montar un ataque con la suficiente rapidez y ferocidad para abrir una brecha y sobrepasarlos, con arqueros en vanguardia para disparar hacia los muros y hacer que los defensores tengan que permanecer ocultos. Una fuerza de ataque que vacilara, atrapada en múltiples luchas callejeras, se estaría metiendo en una trampa mortal. El asalto a Cartago podría terminar directamente aquí.
Fabio asintió.
—A estas alturas del asalto, con su fortaleza amenazada, podrían organizar ataques suicidas enviando combatientes calle abajo para tratar de detener el avance. A pesar de que esos defensores morirían en pocos instantes, solo haría falta que unos pocos de ellos se lanzaran, uno tras otro, para detener el avance y así las tropas de asalto serían acribilladas en gran número por hombres apostados en cómodas posiciones defensivas en los muros, concentrados únicamente en sus objetivos. Se necesitaría un fuerte liderazgo para mantener la determinación de los legionarios y hacer que las fuerzas de asalto continuaran adelante.
—Y un uso imaginativo de los escudos —murmuró Escipión, examinando los muros—. Enio y yo hemos estado discutiendo una nueva formación para el testudo, solapando los escudos juntos hasta crear una cubierta protectora continua por encima mientras la cohorte continúa moviéndose. Tenemos que ensayarla, pero no en campo abierto sino en calles y pasajes de una ciudad en la que los centuriones puedan adiestrar a los legionarios a alzar y bajar sus escudos dependiendo de los cambios de anchura y dirección de las calles.
—Habrá que encontrar una ciudad púnica con una disposición similar —sugirió Fabio—. Una con un alineamiento de calles y un diseño de casas parecidos.
—Conozco ese lugar —repuso Escipión—. Kerkoune, en la costa este más allá del cabo, supuestamente fue el lugar donde los fenicios desembarcaron la primera vez que llegaron a África. La ciudad quedó abandonada tras la guerra entre Roma y Cartago hace un siglo, y nunca ha vuelto a ocuparse. Enio ya ha estado allí para comprobar un nuevo artilugio de asedio contra las débiles fortificaciones púnicas. Podría ser el lugar perfecto para practicar una ofensiva urbana.
—Tenemos que recordar contra quién nos enfrentamos —dijo Fabio—. Asdrúbal no es un hombre razonable como lo fue Aníbal. Es desafiante y resistirá hasta la muerte. Si ha contagiado a sus guerreros ese mismo espíritu, entonces no cederán este lugar tan fácilmente. Los hombres necesarios para realizar los ataques suicidas por estas callejuelas no serán mercenarios. Puedes pagar a un hombre para que arriesgue su vida, pero no para que afronte una muerte segura. Solo podrían ser ciudadanos cartagineses.
Escipión asintió.
—Si han reflexionado tanto para construir estas defensas, también habrán entrenado a sus hombres para ese propósito: hombres que profesen una fanática lealtad a Cartago, tal vez bajo la influencia de los sacerdotes. Sería una cohorte de guerreros suicidas con solo un objetivo: lanzarse sobre los atacantes en estas calles.
Habían alcanzado una masa de edificios a los pies de Birsa, donde las laderas se empinaban aún más hacia la plataforma del templo en la cima de la colina. A su derecha pudieron distinguir el camino procesional que llegaba a Birsa desde el oeste, un lugar donde el sol de la mañana arrojaría una luz brillante sobre los escalones de piedra. Sin embargo la calle por la que caminaban acababa abruptamente ante una densa acumulación de casas, estructuras unidas por escalas y escaleras en los tejados que permitían el acceso a otros edificios desde sus azoteas. A pesar de haberse cruzado con apenas unas cuantas personas mientras ascendían, las callejuelas de delante estaban atestadas de gente: esclavos llevando ánforas y otros objetos en los hombros, mujeres abriéndose paso entre las casas con canastos de comida, niños corriendo y jugando. Fabio plantó su lanza en el suelo irguiéndose, como si estuviera vigilando.
—Este parece un barrio antiguo, como esas descripciones de las viejas ciudades del este de las que he oído hablar a los esclavos de Roma —dijo—. Es como si el programa de reconstrucción no hubiera llegado hasta aquí. Tal vez este barrio tenga un significado especial, como la casa de Rómulo en la Colina Palatina, conservada por ser el primer asentamiento de la ciudad.
Escipión examinó las casas.
—Creo que hay algo más detrás. Me parece que lo han dejado así deliberadamente. Si una fuerza de ataque consiguiera llegar hasta este punto, los cartagineses supervivientes podrían replegarse entre estas casas, escondiéndose. Esta es la última línea de defensa en profundidad.
—Si quisieras tomar este barrio sin sufrir demasiadas bajas necesitarías conducir a tus hombres sin vacilaciones dentro de las casas, habiendo primero espoleado su ardor para el combate individual. Tal vez Asdrúbal reserve a sus mejores guerreros para esta lucha.
Escipión asintió.
—Está bien. Ya he visto cuanto necesitaba. Tenemos toda la munición necesaria para entregársela a Polibio y a Catón antes de que comience su lucha con el Senado. Deberíamos regresar.
Dieron un último vistazo a las casas púnicas y a los alrededores de Birsa más arriba. El reluciente mármol blanco estaba iluminado a contraluz por el rojo resplandor del cielo del atardecer. Fabio se preguntó si volverían a ese lugar y si la calle en la que se encontraban se convertiría en un río de sangre. Se dieron la vuelta y descendieron con paso rápido en dirección a los puertos, girando bruscamente cuando la calle se abría a una ancha avenida justo por encima de la fachada fortificada que formaba la segunda línea de defensa. Allí, a su derecha, escucharon el inconfundible entrechocar de armas seguido de gritos de mando. Escipión se detuvo volviéndose hacia Fabio.
—Eso suena como un campo de entrenamiento. Echemos un vistazo.
Delante de ellos había un solar donde los edificios habían sido demolidos para crear un campo abierto. Un muro bajo se había construido alrededor para mantener la alineación de la calle, uniendo las casas fortificadas cercanas a Birsa con los edificios de más abajo. En el centro del muro había una entrada y dos guardias. A Fabio le parecieron montañeses del norte de Macedonia o Tracia, hombres enormes con ojos oscuros y tupidas barbas. Escipión se plantó descaradamente delante de ellos hablando en griego.
—Mensaje de Asdrúbal para el strategos —espetó. Fabio se puso tenso, manteniendo su mano sobre la empuñadura de su espada, mientras el guardia de la izquierda les miraba suspicaz.
El hombre habló en griego.
—No os he visto antes —declaró—. No sois iberos ni griegos. Parecéis romanos.
Escipión resopló y escupió.
—Romano de nacimiento pero no por alianza. Luchamos como legionarios en Pidna, pero luego desertamos. Los generales pensaban que luchábamos únicamente por el honor de Roma, así que se quedaron todo el botín para ellos. ¿Puedes creerlo? Te digo que cuando los romanos se queden cortos de hombres van a venir buscando mercenarios, pero no pienses en unirte a ellos. En cualquier caso, una noche bebimos demasiado estando en Tiro y nos despertamos encadenados a los remos de una galera, pero conseguimos escapar cuando esta atracó aquí hace unas semanas, y ofrecimos nuestros servicios. —Había advertido la forma distintiva del arco que colgaba en la espalda del hombre, confirmando su nacionalidad—. Es bueno volver a ver tracios. Después de Pidna pasamos diez años con una banda de mercenarios tracios, bebiendo y yendo de prostíbulo en prostíbulo por todos los reinos del este, trabajando dondequiera que hubiera un buen salario. Dicen que algún día, cuando la estrella de Roma se apague, un tracio se alzará con el poder empalideciendo a Alejandro Magno y liderando un ejército para conquistar todas esas tierras. Por lo que conozco de los tracios, no tengo ninguna duda.
El guardia miró a Escipión a los ojos y luego gruñó, mostrando una sonrisa torcida.
—Tienes razón. Cuando estamos fuera de servicio acudimos a una taberna junto al mar que sirve vino tracio. Solo pregunta por la taberna de Menandro. Nos encontraremos allí esta noche. El dueño tiene dos chicas egipcias que siempre están ansiosas de catar carne fresca. Así podréis demostrar lo que valéis. —Inclinó la cabeza señalando hacia la puerta—. Llevad dentro vuestro mensaje. Pero no os entretengáis demasiado. Si lo hacéis os utilizarán para practicar con la espada.
—¿Mercenarios?
El hombre sacudió la cabeza.
—Cartagineses. Poco más que unos niños y ninguno de ellos ha visto una batalla. Pero llevan entrenando así, día tras día, desde que estamos aquí estacionados. Se dice que son los primeros hijos nacidos de la nobleza cartaginesa, dispensados del sacrificio en el Tophet para que pudieran entrenar y ser los últimos defensores de Cartago. La fuerza personal suicida de Asdrúbal para cuando los romanos finalmente tengan las agallas de asaltar este lugar. Os digo que, cuando eso suceda, mi compañero y yo estaremos muy lejos. Nos encadenaremos a una galera con tal de salir de aquí. De todos los mercenarios, solo los cabezas duras de los celtíberos aguantarán aquí, ya que luchan por el honor y no por el botín. Quedarse cuando aparezcan los romanos en el horizonte sería un viaje sin retorno al Hades.
Escipión miró fijamente al hombre y luego, echando un vistazo alrededor, dijo en voz baja:
—Conocemos a un kybernetes que podría ayudaros. No está buscando esclavos, pero sí los mejores mercenarios que pueda encontrar para formar una fuerza de élite que se una a Andrisco el macedonio en su intento por recuperar el reino de Alejandro. —Buscó en su túnica sacando un pequeño saquito de cuero. Lo abrió y vertió algunas monedas de oro en su mano—. Son monedas de Alejandro Magno hechas con oro tracio. Hay más oro en esta bolsa del que conseguiréis en todo un año sirviendo a Cartago, y esto solo para empezar. —Volvió a meterlas dentro, y sacó otra bolsa más, entregándoselas a cada uno de los hombres—. Hay otra bolsa para cada uno en el barco y otra más cuando lleguéis a Macedonia. Una vez que estemos allí, tendréis la verdadera paga. Formaréis parte de la guardia personal de Andrisco, y estaréis a tiro de piedra de Tracia. Seréis enviados allí para reclutar a otros hombres para el ejército macedonio. Volveréis a casa siendo ricos.
El tracio miró a su compañero y de nuevo a Escipión, asintiendo lentamente mientras sopesaba el saco en su mano y lo deslizaba por dentro de su túnica.
—Llevamos meses tratando de buscar una forma de salir de esta ciudad.
—Esperadnos aquí. Cuando entreguemos el mensaje bajaremos juntos al puerto. Habrá algunos más.
El hombre inclinó la cabeza hacia la entrada.
—¿Aún queréis entrar ahí?
—El kybernetes conoce a un romano que está deseando pagar a cambio de información. Si puedo decirle que he visto a estos cartagineses con mis propios ojos me creerá. Los romanos también pagan bien, y habrá un porcentaje para vosotros.
—Está bien. Pero intentad que no os vean.
Escipión hizo un gesto de asentimiento hacia Fabio y ambos pasaron dentro. La entrada llevaba a través de un estrecho pasaje a un espacio más amplio detrás de algunas columnas. Fabio habló en voz baja.
—Ha sido muy arriesgado. ¿Qué pretendes hacer con esos hombres?
Escipión replicó rápidamente en un murmullo:
—Polibio dijo que si era posible sobornáramos a un par de soldados que pudieran proporcionarnos descripciones de primera mano en un intento de persuadir al Senado. Nunca creerían a los cartagineses, pues dudarían de su sinceridad, pero tal vez crean a unos mercenarios que no profesan lealtad al lugar. Una vez que estemos en el barco y les cuente quién soy realmente y que garantizaré su seguridad además de ofrecerles una recompensa, seguirán queriendo venirse con nosotros, estoy seguro. No tienen otra oportunidad: regresar a Cartago después de desertar sería enfrentarse a una ejecución segura. Pero antes de eso, sin duda nos serán útiles cuando descendamos juntos hacia el puerto, haciendo que parezcamos una unidad más creíble. Los tracios pueden decir a la policía de aduanas que estamos cumpliendo una misión para el mismísimo Asdrúbal: inspeccionar los barcos recién llegados. Además en la oscuridad, y con la protección de nuestras mejillas puesta, podríamos pasar desapercibidos incluso aunque se hubiera dado la voz de alarma. Para cuando se enteren de que los tracios también están huyendo, el barco ya habrá zarpado.
—¿Crees que tendrán la información que necesitamos?
—De momento ese hombre ya nos ha dado valiosas muestras sobre la moral de la fuerza mercenaria y cómo es probable que todos intenten desertar cuando llegue el ejército romano. Creo que habrá hombres suficientes para defender la zona del puerto, ofreciendo una fuerte resistencia, pero una vez que consigamos atravesar sus defensas, el camino a la ciudad estará despejado hasta que lleguemos aquí, donde los últimos defensores serán cartagineses preparados para morir por su ciudad.
Fabio señaló hacia delante.
—Aquí estamos. —Contemplaron el ancho espacio de aproximadamente un estadio de longitud, una reminiscencia de la arena donde entrenaban en la Escuela de Gladiadores de Roma. Delante de ellos había una unidad de soldados ejercitándose en formación, en número aproximado al de una centuria, marchando hacia delante y de lado y voceando al unísono mientras golpeaban los escudos con sus espadas. Su armadura y sus armas resplandecían como la plata, brillando incluso en la escasa luz. Estaban equipados como nada que Fabio hubiera visto antes, con musculadas corazas y cascos de estilo corintio, la protección de nariz y mejillas extendiéndose hasta por debajo de la barbilla. Parecían una visión del pasado, como hoplitas griegos, soldados que Fabio solo había visto en los relieves y pinturas.
Al grito de una orden, los soldados dieron media vuelta quedándose directamente frente a Escipión y Fabio, que rápidamente retrocedieron por detrás de las columnas antes de atreverse a mirar de nuevo con cuidado. Sus escudos eran completamente blancos, excepto por una luna creciente pintada de rojo sobre un triángulo truncado en el centro. Fabio reconoció el motivo de la entrada al santuario de Tophet por el que habían pasado antes, el símbolo de la diosa Tanit. Recordó lo que había dicho el mercenario respecto a que estos eran hombres a los que se les había dado una segunda oportunidad de vivir, escapando al sacrificio tras su nacimiento solo a cambio de dedicar sus vidas a entrenarse para otro tipo de sacrificio, una deuda contraída con la diosa cuyo símbolo llevaban tan desafiantemente en sus escudos.
—¡Por Júpiter! —susurró Escipión—. Es el hieros lockos, la Banda Sagrada.
Los soldados marcharon de nuevo hacia delante, y a otra orden, dieron la vuelta y desfilaron hacia un grupo de hombres a los pies de los muros de Birsa, entre los que Fabio pudo distinguir varios sacerdotes con túnicas blancas así como oficiales en armadura. Se volvió hacia Escipión.
—Creía que la Banda Sagrada era una antigua historia.
—Fueron destruidos hace casi doscientos años en la batalla de Crimiso, en Sicilia, contra Timoleón de Siracusa y luego de nuevo por Agatocles, una generación más tarde, a las afueras de Cartago —replicó—. Eran la élite del ejército de ciudadanos cartaginés, pero desde entonces Cartago ha confiado en mercenarios.
—Sin embargo, por lo que nos ha dicho el tracio, los mercenarios no están dispuestos a defender la ciudad.
—Por eso los cartagineses han reformado la Banda Sagrada —razonó serio Escipión—. Durante todos estos años en los que Roma ha mirado hacia otro lado, Cartago ha reconstruido no solo su flota sino también su más temible fuerza de infantería.
—Si lucharon dos veces hasta la muerte, será parte de su historia sagrada, y estarán preparados para hacerlo de nuevo.
—Se están entrenando para luchar en estas calles, en esas estrechas callejuelas que desembocan en Birsa y en las viejas casas del barrio púnico. Cuando una fuerza de asalto alcance este lugar, comprenderán que no tienen ninguna oportunidad de sobrevivir, que la guerra significa vender la victoria al precio más alto posible. Estos hombres están siendo entrenados para arrojarse directamente en brazos de la muerte. Son guerreros suicidas.
—Y, sin embargo, si el asalto no sucede pronto y Cartago recupera su fuerza, esta unidad podría transformarse en una más ofensiva, en una fuerza de ataque o, incluso, en la guardia especial de Asdrúbal.
Escucharon el agudo pitido de un par de trompetas. Los dos se volvieron para mirar hacia la entrada del muro donde se hallaban los sacerdotes y oficiales. Los trompeteros se apartaron a un lado y una figura entró seguida por varias personas más. El primero era un hombre grande, musculoso y de anchos hombros, que iba vestido con la piel de un león con las fauces abiertas apoyándose en su cabeza, y la barba de corte cuadrado y trenzada. Fabio le miró fijamente y se tambaleó. Solo un hombre en Cartago llevaba una capa de piel de león. Era Asdrúbal. Parecía la personificación de todo lo que hacía de Cartago un lugar temible: la dureza de un fenicio y la fuerza de un númida. Era asombroso pensar que estaba a tiro de piedra de Escipión, heredero del militar romano que había puesto Cartago a sus pies, el mismo cuyo destino desde su infancia había sido plantarse ante estos muros y enfrentarse con el sucesor del gran Aníbal.
Asdrúbal descendió por la escalinata y se quedó con los pies separados firmemente plantados, mirando a las filas de guerreros frente a él. Desde otra entrada en el lado sur, un grupo de esclavos tiraba de un buey arrastrándolo hacia él, sus patas coceando y los ojos rojos de miedo. Un sacerdote tendió una espada a Asdrúbal, una enorme hoja curvada que Fabio nunca había visto, y él se volvió hacia el buey. Los esclavos se detuvieron, algunos de ellos agarrados a sus patas y dos a su cuello. Dos sacerdotes colocaron un enorme caldero metálico bajo el animal y se echaron atrás mientras Asdrúbal se aproximaba poniéndose delante del buey. Súbitamente se abalanzó sobre él sujetándolo por el cuello con un brazo, inmovilizándolo y retorciéndolo hasta hacerle perder el equilibrio. Entretanto, con su otra mano clavó la espada en el cuello del buey, rajándolo de arriba abajo hasta que su cabeza quedó casi totalmente separada del tronco. El animal emitió un terrible eructo mientras una oleada de bilis surgía de su estómago y los chorros de sangre caían en el caldero. Transcurridos unos segundos, el flujo de sangre disminuyó y Asdrúbal dejó que el cuerpo cayera pesadamente al suelo y los sacerdotes se llevaran el caldero ahora rebosante. Uno de ellos hundió un cuerno de beber en él y lo sostuvo en alto en dirección a Bou Kornine, las cumbres gemelas que podían distinguirse en la distancia por encima de los tejados hacia el este.
Uno a uno, los soldados fueron acercándose y bebiendo del cuerno, dejando que la sangre resbalara libremente por sus caras y petos, mientras el sacerdote volvía a llenarlo. A medida que se alejaban, cada guerrero se despojaba del casco, y Fabio pudo advertir que el tracio tenía razón. Apenas eran unos niños, de dieciséis o diecisiete años, algunos de ellos todavía imberbes. Sintió un súbito estremecimiento ante la familiaridad de la escena. Su aspecto era igual al de los chicos de la academia de Roma tantos años atrás, la edad que él y Escipión tenían cuando fueron por primera vez a la guerra en Macedonia. Si Roma no atacaba a Cartago, y los entrenadores de estos chicos eran capaces de mirar más allá de su suicidio, entonces podían ser reclutados como la nueva generación de líderes de guerra cartagineses, justo como Escipión y los otros lo habían sido para Roma.
Sabía lo que Escipión tenía que hacer. Debía endurecerse contra la inocencia de esos muchachos, contra su entusiasmo por la guerra y su sed de honor, cualidades todas ellas que el mismo Escipión valoraba por encima de cualquier otra. Tendría que regresar aquí antes de que estos chicos se hicieran mucho mayores, a la cabeza de un ejército que asolaría las calles de esta ciudad como las olas de una fuerte marea. Debía asegurarse de que la oscuridad para la que estos chicos habían sido entrenados fuera cosa del pasado. Tenía que matarlos a todos.
Fabio echó un vistazo a los hombres que habían aparecido en la entrada con Asdrúbal. Dos eran sacerdotes y otros dos, evidentemente, oficiales cartagineses vestidos no con armaduras sino con las túnicas ribeteadas de púrpura. Pero fue el quinto hombre el que llamó su atención, un hombre fornido y musculoso de cortos cabellos grises que llevaba un chiton griego, una prenda que parecía incongruente con su físico.
Fabio lo observó atentamente. Entonces comprendió por qué la prenda se veía rara en él. Se debía a que la última vez que había visto a ese hombre llevaba puesta la armadura, pero no la de los cartagineses o los griegos, sino la cota de malla y el casco de un legionario romano.
Se volvió hacia Escipión.
—Mira a la plataforma, al lado de Asdrúbal. Acabo de reconocerle, al que lleva el chiton. Es mi viejo némesis Porcio Entestio Supino.
Escipión entornó los ojos.
—¿Estás seguro?
—Cuando alguien ha luchado contigo tan a menudo como nosotros lo hicimos de niños, acabas conociendo cada detalle de su rostro.
—Pero Porcio es el siervo de Metelo. Quiero decir, compañero de armas, como lo eres tú conmigo. Y Metelo está en Macedonia.
—También es la versión de Metelo de Polibio. Algo que yo nunca podría ser, un ladino emisario. Debe de estar aquí por algún asunto de Metelo.
Escipión bajó la vista reflexionando.
—Por supuesto. Ese lembo en el muelle es sin duda el navío que le ha traído aquí a toda velocidad desde Macedonia.
—Cuidadosamente oculto en el puerto de guerra, con signos de llevar una tripulación romana.
—Una misión que el Senado nunca habría autorizado —declaró Escipión.
—A pesar de que algunos de sus miembros más poderosos tal vez lo hayan hecho en secreto.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Escipión.
—Recuerda lo que nos dijo el kybernetes sobre la implicación de algunos senadores romanos en negocios comerciales cartagineses.
—¿Crees que Metelo pueda ser uno de ellos?
—Yo solo soy un simple legionario, Escipión. No se me da bien imaginar los acuerdos comerciales, pero algo he aprendido sobre estrategia militar. Creo que esto es aún peor de lo que sugería el kybernetes. En mi opinión, ver aquí a un embajador secreto de Metelo implica que se está gestando una alianza militar.
Los ojos de Escipión se estrecharon.
—Una alianza entre el gobernador romano de Macedonia y Asdrúbal de Cartago.
—Tal vez no sea solo el gobernador de Macedonia. Tal vez pretenda ser algo más. Sabemos que Metelo ha apoyado en secreto a Andrisco, pero tal vez no sea Andrisco el único con pretensiones al trono de Macedonia. Siempre me pareció cuestión de tiempo que Andrisco dejara de ser útil y Metelo encontrara cualquier excusa para destruirlo. ¿Recuerdas la fascinación que siempre tuvo por Alejandro Magno? Cuando os escuchaba en la academia simulando batallas del pasado, Metelo siempre traía su nombre a colación con gran reverencia. Decía que lo más importante que le había enseñado la academia era cómo, de haber sido Alejandro, habría consolidado sus conquistas, sin extenderlas más allá de sus posibilidades.
—Un nuevo Alejandro. —Escipión resopló—. Después de todo, el principal enemigo de Roma no ha sido Cartago. Es ser ella misma una fuerza oscura desatada, porque Roma no ha sido capaz de proporcionar a hombres como Metelo una satisfacción en sus carreras, hombres que quieren ser no solo reyes, sino emperadores.
Fabio permaneció en silencio durante un momento. Hombres como tú también, Escipión Emiliano. Echó un vistazo a los soldados.
—Si nos movemos ahora podrían vernos. Pero tan pronto como el último guerrero pase de largo deberíamos marcharnos. Tenemos que llegar al puerto y luego hasta Polibio. No hay tiempo que perder.
Observaron cómo la última fila de hombres efectuaba sus libaciones. La mente de Fabio cavilaba desbocada. Su misión en Cartago había descubierto mucho más de lo que podían imaginar. Cartago no solo estaba rearmándose sino que estaba a punto de convertirse en el estado más rico jamás conocido. Y lo que era peor, estaba llevando a cabo negociaciones con un romano a quien la mayoría del Senado tenía por uno de sus más leales generales, pero que podía estar a punto de erigirse como el sucesor de Alejandro Magno, caudillo de la nueva Roma en el este.
Roma se había permitido caer en la autocomplacencia. Solo un hombre se interponía en el camino de este nuevo orden mundial, y ese era Escipión Emiliano. Y, sin embargo, el propio futuro de Escipión, su habilidad para comandar un ejército que destruyera Cartago, y hacer que la balanza se inclinara del lado de Roma, pendía de un hilo. Pocos en Roma conocían tan bien como Fabio lo precaria que era la propia lealtad de Escipión, y lo que podría hacer si algún día se encontrara sobre las ruinas incendiadas del templo que se erguía por encima de ellos ahora.
El último chico cartaginés pasó por delante de ellos, limpiándose la boca y regando el suelo de gotas de sangre. Fabio miró a Escipión a los ojos y luego hizo un gesto de asentimiento.
Su mente regresó a los hombres que habían matado junto al puerto. Solo eran dos, pero serían los primeros de muchos. Escipión regresaría a esta ciudad.
Dieron media vuelta hasta el pasaje donde los dos tracios les estaban esperando, y echaron a correr.