XV

Los guardias apostados a la entrada del puerto exterior en la muralla de la ciudad tenían una apariencia típicamente cartaginesa: hombres morenos de piel oscura, cabello rizado y barba, descendientes de aquellos antepasados fenicios que habían abandonado su hogar al este del Mediterráneo, siglos atrás, para escapar del caos que siguió a la guerra de Troya, fundando Cartago no mucho antes de que el príncipe troyano Eneas desembarcara en la costa de Italia por primera vez y pusiera sus ojos en Roma hace casi seiscientos años. Los dos guardias más próximos a Fabio llevaban largas lanzas arrojadizas con el extremo inferior de bronce para que no se oxidaran cuando se clavasen en el húmedo suelo, así como afiladas espadas kopis de estilo griego: armas de aspecto terrorífico con el filo hacia el interior y, sin embargo, menos efectivas en el cuerpo a cuerpo que la espada recta romana. En vez de armaduras de metal lucían los distintivos coseletes de lino endurecido, no lo suficientemente gruesos para repeler la embestida de un arma, pero cuyo exterior blanco y su menor peso resultaban más adecuados para el sol africano que las armaduras metálicas romanas.

Sin embargo, la parte más llamativa de su equipo eran los cascos, hechos de hierro bruñido, con una bulbosa corona que emergía y se extendía hacia delante y con protecciones desmontables para las mejillas, diseñadas para cubrir completamente el rostro, dejando solo aberturas para los ojos y la boca, repujadas para representar el vello facial. La visión de los cascos hizo que Fabio contuviera el aliento y recordara los sueños de su infancia. Eran exactamente iguales a como su padre se los había descrito de la batalla de Zama hacía más de cincuenta años, la última vez que los romanos se enfrentaron a los cartagineses en una batalla organizada en formación. Polibio había ridiculizado a los cartagineses en sus Historias por utilizar demasiados mercenarios y por alinear a fuerzas reclutadas entre sus propios ciudadanos sin ningún entrenamiento, pero Fabio sabía por su padre que las fuentes de Polibio habían exagerado para desviar la atención de las deficiencias en las líneas romanas, especialmente la división de fuerzas dentro de cada legión de acuerdo con la experiencia y la calidad de sus armas y armadura. Al ver hoy a estos guardias con actitud confiada a juzgar por su postura erguida y la forma en que sostenían sus armas, tan similares aparentemente a la descripción de su padre de aquellas supuestamente mal entrenadas levas, empezó a comprender por qué en Zama la batalla de la infantería se había alargado durante horas antes de que la caballería de Masinisa llegara y decantara la balanza a favor de los romanos. Y, sin embargo, estos hombres no tenían aspecto de sombras del pasado, una simbólica fuerza policial concedida a un enemigo vencido, sino de duros y bien entrenados guerreros, hombres que probablemente habían recibido su bautismo de sangre en los enfrentamientos fronterizos de los tres últimos años con la caballería de Gulussa y las fuerzas expedicionarias romanas. Si había más hombres como aquellos desplegados tras los muros de Cartago, entonces el asalto de la ciudad por los romanos no sería el paseo militar que algunos habían pronosticado.

El kybernetes regresó de hablar con el oficial de aduanas, hizo un gesto en dirección a Escipión y señaló hacia la entrada de la muralla de la ciudad, más allá de la torre vigía.

—Estáis autorizados para entrar en el foro de los mercaderes, el nombre que utilizan para designar a la columnata entre el puerto exterior donde nos encontramos ahora y los dos interiores, el puerto rectangular para el comercio controlado por el estado y el circular que es el de guerra. Oficialmente no tenéis acceso a esos puertos internos ni a la ciudad, más allá. Si sois capaces de encontrar una forma de penetrar en ellos, ya depende de vuestros propios recursos. Mi barco partirá en cuanto regreséis. Vuestro propósito aquí es concluir un trato con un comerciante de vinos cartaginés, nada más. Si os entretenéis más de lo necesario, los guardias portuarios sospecharán. Pero si os acompaño al foro de los mercaderes es posible que me obliguen a incorporarme a la armada cartaginesa. El único lugar en el que los marinos tienen inmunidad es aquí fuera. Mientras tanto me ocuparé de aprovisionar mi barco en los almacenes navales. Suceda lo que suceda, no debéis revelar nunca vuestros nombres. Para los cartagineses, capturar al heredero de Escipión el Africano en una misión encubierta dentro del recinto amurallado sería como dar el toque de difuntos a cualquier intento romano de tomar esta ciudad. Exigirían un rescate exorbitante, reteniéndoos como objeto de burla para minar el prestigio de Roma en cualquier parte del mundo, y hundir la moral de las legiones. Pero, si la captura es inevitable, será mejor morir luchando o caer bajo vuestra propia espada. Buena suerte.

Se escabulló dirigiéndose hacia un vendedor de cordajes junto al muelle. Escipión caminó con seguridad por delante de los soldados, mientras Fabio le seguía a una distancia prudencial. En pocos minutos se encontraron tras los muros de la ciudad. El espacio con columnas en el que habían entrado era largo y estrecho, alineado no por almacenes como los del muelle sino con pequeñas oficinas con mesas de mármol y sillas en sus puertas. El lugar no se parecía demasiado al animado caos de la plaza de los mercaderes del puerto de Ostia en Roma, que Fabio conocía tan bien por ser uno de sus lugares favoritos de niño, sino a uno de los tribunales de justicia del Foro, con grupos de hombres inmersos en solemnes discusiones. Sentado en la oficina más próxima a la entrada había un hombre vestido con una túnica teñida de púrpura oscuro, el color que los fenicios extraían de una rara especie de conchas marinas; era la forma más fácil de reconocer a un oficial cartaginés. En la mesa de piedra frente a él, estaba colocada una balanza y una hilera de pequeñas pesas dispuestas en una hendidura labrada en la veta, y en la parte trasera de la oficina, había una caja fuerte también de piedra custodiada por dos fornidos soldados. Era, evidentemente, un puesto de cambio de moneda y Fabio pudo ver algunos más desperdigados a lo largo de la columnata. El lugar estaba claramente regentado por oficiales cartagineses, no por mercaderes libres, y las transacciones no eran los pequeños tratos hechos gradualmente por los típicos navieros de Ostia, sino intercambios de alto valor, como pudo constatar por una transacción unas cuantas oficinas más abajo, en la que uno de los platillos de la balanza rebosaba de monedas de oro.

Escipión recorrió la columnata, mirando a izquierda y derecha como si buscara a un mercader en concreto, y luego se volvió casualmente hacia Fabio haciendo un gesto hacia el lado opuesto.

—Hay una entrada entre las columnas —comentó en voz baja—. Es un estrecho pasadizo custodiado por dos soldados aproximadamente a mitad del mismo, lejos de la vista de todos salvo que lo estés mirando intencionadamente. Debe de llevar a los puertos interiores. Nuestros disfraces de mercader y su siervo ya no nos sirven si pretendemos entrar allí. La única posibilidad es hacernos pasar por soldados cartagineses. Cuando te haga la señal, te ocuparás del que está a la derecha.

Fabio siguió a Escipión cuando se adentró en el callejón y caminó hacia los soldados, que lucían el mismo tipo de armaduras y equipo que los hombres de la entrada. Ambos llevaban puesta la protección de las mejillas oscureciendo sus rostros, pero, a juzgar por sus largas barbas, parecían ser mercenarios del este, tal vez asirios. El hombre de la izquierda se adelantó para cortarles el paso, golpeando su lanza contra el suelo.

—No se permite pasar más allá —declaró, su griego apenas comprensible—. Por orden del alto almirante.

—¿El alto almirante? —replicó Escipión fingiendo no conocerlo—. ¿No es este el camino para el puerto circular?

—Sí, pero este no es el puerto que buscáis —gruñó el hombre—. Vuestro puerto está por donde habéis venido. Vosotros los mercaderes sois aún más estúpidos de lo que creía. No tenéis sentido de la orientación.

Escipión se volvió poniendo expresión perpleja, pero en realidad estaba mirando hacia el callejón para asegurarse de que nadie les veía. Se encontró con los ojos de Fabio, haciendo un gesto prácticamente imperceptible. Entonces, con un rápido movimiento se giró en redondo propinando un fuerte puñetazo en la garganta del soldado, cogiéndole mientras caía, y retorció su cabeza bruscamente hacia un lado hasta que pudo escuchar el crujido del cuello al romperse. En ese mismo instante Fabio hizo lo propio con el otro hombre, sosteniendo su cabeza cuando terminó y dejándole en el suelo con delicadeza. No hubo sonido alguno, ni tampoco sangre. Arrastraron a los dos hombres por el callejón hasta un rincón oscuro detrás de un tabique y rápidamente les desnudaron. A su vez, se quitaron las ropas que llevaban colocándose las armaduras y los cascos de los soldados y cerrando las protecciones de las mejillas sobre sus caras. Los cadáveres permanecían con los ojos abiertos como platos, sorprendidos en el instante de la muerte. Escipión arrojó las prendas que llevaban sobre los cuerpos de forma que pareciera una pila de ropa. Recogieron las lanzas y salieron del callejón, girándose y moviéndose ágilmente a lo largo de las columnas de un pórtico que se extendía en ángulo recto desde el foro de los mercaderes, con una longitud aproximada de cien pies, hasta una abertura desde la que podía distinguirse el brillo del agua.

Escipión se detuvo un momento, atento a cualquier señal de persecución, pero no escuchó nada. Fabio respiró hondo, notando que sus manos estaban temblando. Siempre le sucedía lo mismo después de matar: una ola de adrenalina similar a cuando das un buen trago de vino al final de una larga carrera se apoderaba de él, su corazón bombeando el néctar que recorría sus venas, haciéndole estremecer. Y no era porque disfrutara matando por su propio placer, sino por el presentimiento de que haber abatido a esos dos hombres suponía el primer acto del juego final, como si el asalto a Cartago por fin estuviera en marcha.

Habían salido a uno de los extremos del acotado puerto rectangular, una dársena que llevaba hasta una entrada fortificada en el lado este, con las cumbres gemelas de Bou Kornine visibles al fondo. Fabio comprendió que ese puerto debía de ser paralelo al otro en el que el Diana estaba atracado, solo que este había sido totalmente construido por el hombre y sin salida directa al mar. Solo había dos barcos amarrados allí, uno era el típico mercante fenicio de casco abultado con ojos pintados por debajo de la proa, y el otro de diseño mucho más esbelto que no era ni barco de guerra ni mercante, con las regalas más altas y robustas de lo que Fabio estaba acostumbrado a ver. El muelle al lado del navío estaba alineado de cestos llenos de fragmentos de piedra, algunos de ellos brillantes y metálicos. Cuando él y Escipión pasaron por delante, un esclavo, sudando profusamente y maldiciendo, bajó por la plancha dejando otro cesto en el suelo. Levantó la vista, mirando con envidia a Fabio, que se había detenido a curiosear.

—Siéntete libre de echar una mano si no tienes nada mejor que hacer —afirmó con un fuerte acento griego—. Ya casi he terminado.

—¿Qué hay ahí dentro, en los cestos? —preguntó Fabio.

—Mineral de estaño de las Casitérides, las islas del Estaño —contestó el hombre—. Al menos así es como los marineros púnicos llaman al lugar según su nombre griego, pero yo lo conozco de otra forma. Algunos de nosotros, procedentes del oeste de la isla, lo llamamos Albión y otros Britania. Ya ves, esa era mi casa, donde vivía feliz sin meterme con nadie hasta que fui capturado durante la incursión de un jefe vecino, vendido a los galos y trocado por estos a cambio de un ánfora de vino a un naviero italiano, que luego me ofreció como regalo a un mercader cartaginés para cerrar algún trato. Así que ahora me encuentro aquí, como esclavo de un capitán fenicio que está a punto de embarcarme de nuevo hacia mi isla nativa para que le ayude a cargar más material de este. No me importaría demasiado si lo que embarcara fueran lingotes, ya que sería más fácil de transportar. Pero lo mantienen como mineral porque el peso de las rocas actúa como lastre contra las fuertes olas del océano.

—Podría ser peor —indicó Fabio—. Podrías estar como esclavo en una galera.

—O limpiando el estiércol de elefantes mareados. —El hombre ladeó la cabeza en dirección al extremo más alejado del puerto—. ¿Ves ese astillero de allí? Están construyendo un elephantegos, un carguero de elefantes. Dicen que ni siquiera Aníbal tenía barcos especiales para elefantes como ese.

Fabio siguió su mirada y luego volvió a mirar al hombre con atención. Estaba claro que no sentía ningún aprecio por los cartagineses, y era muy charlatán. Sabía que si seguía preguntando podría levantar sospechas de no haber sido el hombre un esclavo, pero en este caso decidió arriesgarse. Buscó en la bolsa que llevaba colgando del cinturón y extrajo una moneda de oro macedonia que Escipión le había dado antes, en caso de que necesitaran sobornar a potenciales informadores, tendiéndosela al hombre.

—Cuéntame más cosas.

El hombre cogió la moneda mirando fugazmente a Fabio y se guardó rápidamente el oro. Comenzó a hablar animadamente, contándole cuanto sabía sobre los cargueros de elefantes, pero después de unos minutos un hombre moreno apareció en la cubierta, agitando su látigo y mirándole furioso. Fabio gritó al esclavo como si tratara de quitárselo de encima, y continuó andando. No podían arriesgarse a que las miradas suspicaces se fijaran en ellos, si bien el solo hecho de pararse a hablar con el esclavo había sido tentar a la suerte. Escipión permaneció a la espera en el borde del canal que unía el muelle rectangular con el circular, y Fabio corrió hacia él, hablando entre dientes.

—Es tal y como nos contó el kybernetes. Los cartagineses están importando metal no solo de Galia sino también de las islas Albión. Ese cargamento vale su peso en oro.

Caminaron enérgicamente a lo largo del pórtico, bordeando el canal que daba al puerto de guerra. A medida que se acercaban, una extraordinaria estructura surgió ante sus ojos. El kybernetes se la había descrito la noche anterior, pero ni siquiera él había podido verla desde dentro. El puerto estaba construido alrededor de una dársena circular que Fabio calculó que debía de tener aproximadamente un estadio y medio de diámetro, alrededor de mil pies, lo suficientemente grande para acomodar barcos de cuatro filas de remos, quadriremes, y de cinco, quinqueremes —llamados por los cartagineses pentereis, según su nombre griego—, que tradicionalmente constituían los mayores navíos de la flota cartaginesa. En el centro de la dársena había una isla, más o menos de medio estadio de anchura, con una estructura circular en cuyo centro se alzaba una torre vigía. El mismo estilo de pórtico techado se repetía alrededor de la isla y en el borde exterior de la dársena, un diseño tan uniforme que hacía que la estructura resultara más grandiosa que nada que se hubiera construido en Roma. Pero lo más sorprendente de todo era que los espacios entre columnas servían como pequeños embarcaderos, dispuestos a lo largo del borde exterior, así como en la isla. Fabio pudo ver las proas de los barcos de guerra asomando, galeras que habían sido levantadas sobre gradas. Debía de haber al menos doscientas aberturas, y prácticamente la mitad de ellas estaban ocupadas. En el lado más alejado, una sección de almacenes estaba siendo utilizada como astillero, con estacas de madera y cuerdas claramente visibles y cascos de barcos parcialmente construidos surgiendo de sus armazones de madera. Solo un barco de guerra flotaba en la dársena, pegado al muelle justo delante de la entrada; era una pequeña embarcación de solo una fila de remos, un lembo, que recordaba a las naves que Fabio había visto entre la flota romana atracada en Miseno, en la bahía de Neápolis, tripuladas por duros equipos de remeros de élite para transportar personas y mensajes a mayor velocidad de la que las grandes galeras podían alcanzar.

Fabio se acordó de lo que Polibio les dijo en los bosques macedonios diez años atrás, cuando les habló de los rumores sobre que los cartagineses estaban reconstruyendo su puerto de guerra; esta estructura no podía ser más antigua que eso. La fachada revestida de mármol aún estaba lustrosa y brillante y había piezas amontonadas en un patio al lado de la entrada. El mármol era de gran calidad, sin duda procedente de Grecia, y las columnas de piedra del pórtico tenían un hermoso color miel que Fabio reconoció por una vasija que Gulussa le había mostrado de una cantera recién descubierta en territorio númida al sudeste de Cartago. Este puerto no había sido algo levantado de cualquier manera ni construido por gente desesperada por restaurar algunos de los vestigios de su orgullo militar, sino diseñado concienzudamente como un arsenal muy superior a nada que Roma o el mismo mundo griego hubieran visto, una estructura construida por gente que, una vez más, confiaba en proyectar su poder más allá de estas costas.

Sabía que Escipión aprovecharía cada minuto para valorar las implicaciones tácticas de un encuentro naval con los nuevos barcos de guerra cartagineses. Justo antes de la entrada al puerto circular había otro puesto de control. Pero esta vez Fabio sabía que no podrían soñar en penetrar en él, aunque tal vez pudieran acercarse lo suficiente para echar un vistazo a lo que había detrás. Dos guardias con lanzas firmemente plantados les cerraron el paso cuando se acercaron.

—No se puede entrar sin autorización —dijo uno de ellos en griego, imaginando que eran mercenarios y no cartagineses—. Yo soy el optio de la guardia. Decid qué queréis.

Escipión avanzó un paso e hizo un saludo, llevándose el puño al pecho.

—Traigo un mensaje urgente de Asdrúbal para Amílcar, strategos del escuadrón pentereis.

El hombre gruñó.

—No conozco a ningún comandante de escuadrón con ese nombre, pero soy nuevo en el puesto. ¿Del mismo Asdrúbal, decís? Tendré que acercarme a la isla del almirante para comprobarlo. Esperad aquí. —Chasqueó los dedos y otro guardia apareció corriendo desde la garita de detrás de ellos para ocupar su lugar. Mirándoles por encima del hombro con irritación, el optio salió apresuradamente bordeando el puerto hacia un puente de madera que conducía a la isla del centro. Escipión bostezó suspirando pesadamente y se giró dando la espalda al puerto y fingiendo desinterés. Se acercó lentamente hacia el puerto rectangular, deteniéndose con las manos en las caderas al llegar a un punto donde sabía que los soldados no podrían escucharle. Fabio, que le había seguido, habló en voz baja:

—Por todo el Hades, ¿quieres decirme quién es Amílcar el strategos?

—Todos los terceros varones en Cartago parecen llamarse Amílcar, así que lo más seguro es que haya alguien con ese nombre estacionado en el puerto. Supuse que el guardia de la entrada no sabría los nombres de todos los capitanes y comandantes de escuadrón, además antes pude advertir una galera de cinco filas de remos en la dársena frente a nosotros, una pentereis. Solo podemos confiar en que el strategos de ese escuadrón no se llame Amílcar. Nuestra oportunidad para valorar este lugar es ahora, antes de que el optio regrese, pero debemos ser cuidadosos. No hay que parecer demasiado interesados.

Escipión se estiró, dio media vuelta y caminó hasta quedar delante de los guardias, mirando más allá de ellos mientras sus dedos tamborileaban impacientes contra su muslo.

—Tómate tu tiempo, soldado —dijo uno de los guardias—. Siempre es difícil encontrar a la gente en este lugar. Hay doscientas veinte dársenas que comprobar, así como cada estancia del cuartel general de la isla.

Escipión apretó los labios.

—Ya sabes lo que pasa —dijo—. Si no vuelvo pronto a Birsa con el mensaje entregado, estaré acabado. En cualquier caso, creía que este lugar era el orgullo de Cartago. Debería ser un ejemplo de eficiencia.

El hombre resopló.

—¿Cuánto tiempo llevas en Cartago, soldado?

—Solo unos días. Somos mercenarios italianos, que nos metimos en problemas mientras estábamos con el ejército de Demetrio en Siria y acabamos como esclavos en las galeras; pero entonces nos escapamos del barco al llegar a puerto y ofrecimos nuestros servicios a la guardia antes de que nuestro capitán pudiera reclamarnos.

—Bueno, si sois buenos remeros, yo no diría nada. De lo contrario los cartagineses os reclutarían para sus galeras de guerra. Han construido este puerto y esos barcos, pero ahora no tienen suficientes esclavos para tripularlos. Cartago no ha llevado a cabo una guerra de conquista desde los tiempos de Aníbal, y la guerra es la única forma de conseguir un buen montón de hombres para las galeras. En mi opinión ese es el motivo por el que han empezado esta guerra contra Masinisa: no por conquistar unos cuantos palmos más de tierra baldía sino para capturar a númidas y utilizarlos como esclavos en las galeras.

El otro guardia se unió a su charla.

—Se dice que también utilizarán a galos traídos como esclavos por los mercaderes de vino. —Giró la cabeza hacia la isla. El optio volvía hacia ellos y los dos guardias se pusieron firmes. Después de unos minutos el optio rodeó el pórtico y se encaminó hacia ellos mirando a Escipión con gesto sospechoso.

—Hay un Amílcar capitán del trirremes, actualmente segundo de infantería, pero no un comandante del escuadrón pentereis. De hecho no existe semejante escuadrón. Solo queda uno de esos grandes barcos aquí, y es una reliquia. Los barcos más grandes de la flota son ahora los trirremes. Salvo que tengas una explicación, debo llevarte hasta el almirante para interrogarte.

Hizo un gesto de asentimiento hacia los dos guardias, que separaron las piernas sosteniendo las lanzas preparadas. Fabio sintió que su pulso se aceleraba: este era exactamente el tipo de enfrentamiento que querían evitar. Escipión permaneció sereno, sin darle importancia, y se encogió de hombros.

—Se trata de un nuevo nombramiento, de uno de los primos de Asdrúbal. Tal vez sea más bien un rango honorario. Este lugar está tan aislado que la información a menudo no llega bien a Birsa, y los ojos de Asdrúbal han estado mirando hacia otro lado, a la guerra con Masinisa. Regresaré y le diré que su primo Amílcar no se encuentra por ninguna parte y que los barcos aún están en construcción. Tal vez eso le haga venir aquí a inspeccionar el lugar.

—No hagas eso —dijo el hombre apresuradamente—. Aún no conoces a Asdrúbal. Si descubre algún fallo y se enfurece rodarán cabezas.

Escipión le dio una palmada en el hombro.

—Todo lo que nosotros queremos es acabar la jornada y poder ir a las tabernas, ¿de acuerdo? Se nos dijo que si no encontrábamos aquí a Amílcar, tal vez estuviera en el santuario de Tophet, ya que también es sacerdote. Iremos a buscarle allí.

—La ruta más directa es justo por allí enfrente. Os escoltaré por delante de la guardia. —El optio se volvió, caminando hacia la izquierda y dirigiéndose a la parte sur del pórtico que rodeaba el puerto, con Escipión y Fabio tras él. Pasaron a apenas unos pies del lembo atracado y por delante de las primeras dársenas, para luego girar hacia la derecha a través de una abertura en el pórtico. Momentos después, el optio les dejó en el puesto de guardia y se encontraron en la ciudad propiamente dicha, en una calle que discurría paralela al alto muro de contención del complejo del puerto. Se abrieron rápidamente paso para alejarse de la vista de los soldados, atravesando el bullicioso mercado de pescado que jalonaba la calle. Escipión se volvió hacia Fabio mientras caminaban, hablando con urgencia.

—¿Has visto ese lembo?

—Parecía romano.

—Era romano. He visto las puntas de las pila asomando por la popa. Ningún otro soldado lleva lanzas como las nuestras. Y las ánforas de vino y aceite de oliva para la tripulación eran italianas.

—¿Habrá sido capturado?

Escipión sacudió la cabeza.

—Eso sería un acto de guerra y no pueden arriesgarse hasta que tengan los suficientes esclavos para manejar las galeras y enfrentarse a nosotros en el mar.

—Hasta entonces ese muelle de guerra es una amenaza vacía.

—Pero tal vez les baste con una sola victoria en el campo de batalla para obtener bastantes esclavos. Una vez que eso suceda, la amenaza será muy real.

—Tenemos que advertir a Gulussa para que redoble sus esfuerzos y no deje que sus hombres sean capturados.

—No creo que debamos preocuparnos —replicó Escipión—. Sus hombres lucharán hasta morir.

—Hay algo más —dijo Fabio tras rodear un par de carromatos. Los barcos que he visto en las dársenas eran pequeños, la mayoría de ellos liburnae, con doble fila de remos a lo sumo.

Escipión asintió.

—Solo había unos pocos trirremes. Esa es nuestra mejor información para Polibio hasta el momento. Sabemos que ahora mismo no poseen la mano de obra suficiente para las grandes galeras, a diferencia de en el pasado. Pero anoche el kybernetes dijo que muchos de los capitanes de los barcos mercantes habían sido reclutados a la fuerza por el estado. Esos hombres constituirán un grupo altamente experimentado de oficiales para una nueva flota de liburnae, con remeros de un escuadrón de élite tal vez compuesto, no por esclavos, sino por mercenarios atraídos por la promesa de un alto salario o un porcentaje en los beneficios. Los liburnae son perfectos para penetrar a través de un bloqueo y llevar mensajes a los aliados. Pero también son adecuados para otro tipo de guerra, muy a tono con un estado que se enorgullece de su habilidad y dureza en sus relaciones comerciales.

Fabio se detuvo mirándole fijamente.

—¿Estás diciendo lo que creo?

—Algunos lo llamarían una guerra comercial, llevada a su lógica conclusión.

—Estás hablando de piratería financiada por el estado.

—Con una flota de este tamaño, Cartago podría dominar el mar sin rival, y de ese modo los liburnae regresarían sanos y salvos a su guarida. Seguramente los beneficios que actualmente consigue el estado con los saqueos sean menos importantes que si se aseguran de que los navíos mercantes cartagineses y sus socios obtienen el monopolio de las rutas marítimas. Incluso es posible que los cargamentos de los barcos capturados se repartieran entre la tripulación de los liburnae como incentivo. Con su constitución actual, Roma sería incapaz de detenerlo. Si ya está resultando difícil que los cónsules accedan a reclutar legiones para una campaña que tal vez se extienda más allá de su año de mandato, sin proporcionarles ninguna gloria, imagínate los problemas que surgirían para suprimir la piratería organizada a esta escala. Sería una guerra por encargo con Cartago, que tendría que ser combatida poco a poco durante años, incluso décadas. Exigiría que Roma designara a un almirante con un cometido completamente distinto del que jamás se haya dado a un líder de guerra, y autorizara la formación de una auténtica armada profesional. Pero el Senado de Roma está demasiado atado a sus políticas internas y la rivalidad entre las gentes para permitirlo, y Cartago lo sabe.

—Hay otro cometido para esos liburnae, y es como navíos de escolta —indicó Fabio—. Es otra de las cosas que el esclavo que llevaba el estaño me señaló. En el extremo más alejado del muelle rectangular hay otro astillero con enormes andamios de madera y un barco que está siendo construido desde la quilla. Me dijo que las tablas eran de cedro del Líbano traídas por un convoy que llegó bajo escolta naval del rey Demetrio de Siria, con su hijo al frente de una delegación especial, siendo recibido por el propio Asdrúbal en persona a la entrada del puerto.

—¿Demetrio? —exclamó Escipión—. De modo que finalmente se ha vuelto contra Roma.

—Tal vez él no lo vea de esa forma —dijo Fabio—. Tal vez se esté alineando con una nueva Roma, una que vea a Cartago como un aliado.

Escipión continuó andando con paso firme.

—¿Tienes algo más que decirme?

—Todavía hay algo peor. El navío en construcción tenía más o menos el tamaño del Europa, el enorme carguero de ánforas que vimos atracado en el muelle. Sin embargo, el esclavo contó que no era para transportar ánforas sino un elephantegos, un carguero de elefantes. Me explicó que estaba siendo construido por calafates egipcios especializados en barcos para transportar elefantes y otras bestias a través de la costa del mar de Eritrea desde un territorio que llaman Punt. Dijo que los calafates habían llegado junto con una delegación de tu otro amigo, Ptolomeo Filométor, rey de Egipto, y que su pérfida esposa y hermana Cleopatra les acompañaba.

—¡Por Júpiter! —murmuró Escipión—. ¿Ptolomeo también? Nunca estuvo hecho para ser rey. Cleopatra debe de estar detrás de esto.

—Con Demetrio y Ptolomeo del lado de Cartago, tal vez en secreta alianza con Metelo en Macedonia y sus partidarios en el Senado de Roma, eso significa que más de la mitad de aquellos que estaban en la academia están ahora alineados contra ti y contra la Roma que te prepararon para defender. Demetrio y Ptolomeo han debido de pasarse sus vidas adultas enredados en las luchas políticas de Siria y Egipto, pero ambos fueron adiestrados en la academia por Polibio y el viejo centurión; puestos al mando de un ejército podrían resultar unos formidables estrategas y tácticos. Si tiene que haber una guerra mundial, la balanza de poder se está inclinando peligrosamente contra nosotros.

—Una guerra mundial —exclamó Escipión—. ¿Será eso posible?

—Piensa en ese elephantegos —repuso Fabio—. ¿Qué otro propósito podría tener un navío así para los cartagineses que no sea enviar los elefantes a la guerra? He visto más andamios en otro astillero, para otros barcos en construcción. Los calafates especializados en hacer barcos de gran tamaño para elefantes podrían fácilmente trasladar sus conocimientos para hacer barcos de transporte de tropas.

—Ahora entiendo lo que querías decir sobre los liburnae sirviendo de escolta perfecta a las galeras —dijo Escipión—. Si los cartagineses están tramando una conquista para aumentar sus reservas de oro, no encontrarán demasiado en África más allá de los pueblos númidas, solo cientos de millas de desierto inaccesible. Lo que hemos visto aquí, los puertos y los barcos, no es solo para aumentar el comercio y controlar las rutas marítimas. Cartago está construyendo una flota invasora, una flota que podría desembarcar a las tropas en cualquier punto de la costa mediterránea y sitiar las grandes ciudades de Grecia y del este. Con el apoyo de Demetrio y Ptolomeo, así como el de Metelo, todo el territorio del imperio de Alejandro podría caer bajo esa alianza.

—Y mientras Metelo se concentra en consolidarse en el este, Asdrúbal tendrá sus ojos puestos en otra parte. El legado de la historia permanece tan firmemente grabado para Cartago como lo está para nosotros, el legado que generaciones de guerra y derramamiento de sangre no han resuelto aún.

—¿Crees que está pensando en conquistar Roma?

Fabio asintió.

—Tal vez Cartago sea un asunto sin concluir para ti, para la gens de los Escipiones. Pero Roma también es un asunto sin concluir para Cartago. Al igual que Escipión el Africano llegó a estar frente a Cartago después de la batalla de Zama y se dio la vuelta, Aníbal estuvo plantado frente al recinto amurallado de Roma antes de que fuera obligado a retroceder, y por ende, al igual que tú tienes un legado heredado de tu abuelo, Asdrúbal tiene su propio legado de Aníbal.

—Y mientras tanto no tenemos ninguna flota invasora en preparación, solo algunas fuerzas simbólicas en África y un Senado titubeante —murmuró Escipión.

Fabio entornó los ojos ante los rayos del sol de la tarde que estaba poniéndose por el oeste.

—¿Qué hacemos ahora? No nos queda mucho tiempo.

Escipión respiró hondo.

—¿Recuerdas Intercatia? Los celtíberos defendieron su oppidum en profundidad, con ese segundo muro dentro del anillo principal. Por lo que Terencio me contó, los cartagineses podrían haber hecho lo mismo aquí. Ya hemos visto evidencias de la estrategia ofensiva de Asdrúbal, ahora necesitamos comprobar sus planes defensivos. Iremos más allá del santuario de Tophet ascendiendo por la calle principal desde los puertos hacia Birsa. Tenemos que ver todo lo que podamos. En marcha.