Fabio y Escipión estaban en la cubierta de la pequeña galera mercante que navegaba por la costa del norte de África, su única vela cuadrada ondeando sobre ellos. Habían remado con fuerza toda la mañana para alejarse lo máximo posible de la orilla, haciendo turnos con la tripulación, la vela recogida y el viento azotando por estribor; pero entonces el capitán decidió que ya se habían distanciado lo suficiente de la bahía para que pudieran ser arrastrados contra la costa antes de alcanzar el objetivo. Mandó desplegar la vela y llevar la caña a estribor, haciendo que los remos gemelos de dirección desplazaran la proa hasta ponerla rumbo al suroeste, con la nave surcando las olas hacia tierra y el viento pegando a estribor. Fabio acababa de terminar de ayudar al timonel a llevar la caña hacia la derecha, amarrándola a la borda para contrarrestar la tendencia del navío a correr delante del viento. Habían ajustado el cordaje, sujetando la vela para conseguir un mejor ángulo y atrapar el viento manteniendo tensa la tela, pero evitando que el aire entrara con tanta fuerza que el barco corriera el riesgo de zozobrar.
Fabio estaba sudando profusamente bajo el duro sol, y aprovechó para dar un trago a un odre de agua. Le divertía remar, empujando fuerte mientras la embarcación se deslizaba a través de las olas sobre su afilada quilla, pero ahora que el barco había empezado a cabecear arriba y abajo con cada embate del mar, se sintió bastante más incómodo. Apenas podía creer que tuvieran Cartago a la vista, sus encalados edificios extendiéndose a lo largo del litoral a menos de una milla, alzándose sobre la colina de Birsa con su templo en el centro. Sabía que debía sentirse más aprensivo, habida cuenta de sus posibilidades de entrar allí y salir con vida, pero con el movimiento de la galera empeorando a cada instante se encontró rezando por tocar tierra en cualquier parte, cualquiera que fuera el peligro. Cuanto antes llegaran, mejor.
Miró a Escipión, que permanecía erguido con los pies firmemente plantados en cubierta, balanceándose con el barco y mirando hacia delante. En los últimos meses se había dejado crecer el cabello y la barba en anticipación de esta misión, para así parecerse más a un mercader y menos a un soldado romano disfrazado. En los tres años transcurridos desde que habían abandonado Hispania, sus facciones se habían vuelto más cinceladas, su piel oscurecida y arrugada por el sol de África. Ahora tenía treinta y siete años, mayor para ser tribuno, pero aún disfrutaba con la oportunidad que el rango le ofrecía de liderar a los hombres en el frente, consciente de que las probabilidades para comandar a una legión se inclinarían a su favor si finalmente el Senado era persuadido para iniciar una guerra total. Habían sido tres años de duro trabajo, participando en escaramuzas con pequeñas unidades apoyando a Gulussa y sus númidas en los confines del desierto. Violentos encuentros con las patrullas cartaginesas que constantemente intentaban infiltrarse por el terreno de monte bajo, tratando de violar las fronteras que habían sido acordadas con Roma hacía más de cincuenta años. Seis meses antes, Escipión y Gulussa habían comenzado a percibir que algo más importante se estaba urdiendo: un creciente flujo de mercenarios llegando al frente desde los campos de entrenamiento cartagineses tras los muros de la ciudad, una masa de hombres lo suficientemente grande como para forzar una brecha… Sabían que si aquello sucedía no podrían hacer demasiado para detenerlo y Numidia sería invadida. La misión que Escipión había propuesto era un último intento para proporcionar a Polibio la evidencia de las intenciones cartaginesas y trasladarlas a Roma donde las presentaría al Senado. Habría quien abrigaría sospechas, conociendo la posición de Escipión, y lo tacharían de exagerado, pero su reputación de fides tal vez fuera suficiente para persuadir incluso a los más dubitativos. Su misión suponía un gran riesgo, pero era mejor que morir en el desierto. Todo dependía de lo que descubrieran hoy.
Fabio tragó con fuerza, concentrándose en el horizonte tal y como le había indicado el capitán que hiciera cuando vio su malestar, fijándose en la línea de costa hacia el sur. Detrás de ellos quedaba Bou Kornine, la montaña cuyas cumbres gemelas semejaban los cuernos de un toro, y que había sido una referencia para la navegación desde los tiempos en que los fenicios, siglos atrás, siguieron esta ruta por primera vez. En la línea de costa, bajo esas laderas, estaba el campamento romano, su punto de embarque de la tarde anterior. La playa, que unos pocos años atrás había sido un lugar de atraque, era ahora un acuartelamiento semipermanente con cientos de tropas de refresco pasando por ella cada semana de camino a reforzar las fuerzas númidas en el sur. Lo que había comenzado como una misión encubierta de asesores y entrenadores, de hombres experimentados en Macedonia e Hispania, acabó convirtiéndose en una fuerza expedicionaria que estaba teniendo sus primeros enfrentamientos con la vanguardia del ejército enemigo, con cohortes de mercenarios que habían sido enviadas por delante para localizar los puntos débiles de las líneas númidas. Ninguna de las partes estaba aún preparada para una guerra total; los cartagineses simplemente se habían limitado a ocupar un territorio reclamado que por derecho les pertenecía, y los romanos estaban prestando ayuda a sus aliados númidas con los que les unía un tratado. Pero Fabio recordaba bien lo que Polibio les había dicho en la academia: que esas fronteras mal definidas eran, sin duda alguna, motivo para el estallido de una guerra, y que el antiguo territorio cartaginés cedido a Masinisa después de la derrota de Aníbal era un punto clave. Algo estaba a punto de romperse en breve, cuando Asdrúbal estuviera preparado para una batalla a gran escala y Roma deseara implicarse en el final de un juego que había sido pronosticado muchos años atrás, cuando Escipión el Africano fue obligado por el Senado a perdonar a Aníbal tras su derrota en Zama y dejar que Cartago se librara de la destrucción definitiva.
Pensó en Asdrúbal, un hombre al que pocos en el lado romano habían visto, que se había alzado con el poder tras los muros de Cartago después de que la ciudad se cerrara a visitantes no deseados. Se decía de él que era un monstruo, una especie de mole humana tan enorme como un toro, que vestía una piel de león y soltaba rugidos como los de una bestia y, sin embargo, era capaz de mostrar gran ternura hacia su joven y bella esposa, así como con sus hijos, colmándoles de regalos escogidos del botín de pasadas guerras cartaginesas contra las ricas ciudades griegas de Sicilia. Había algunos en el Senado, enemigos de Catón, que describían a Asdrúbal como un fanfarrón de cabeza hueca, pero Escipión no era tan estúpido como para menospreciar a un hombre con el que, tal vez algún día, tendría que enfrentarse en la batalla. Asdrúbal había demostrado ser impetuoso, arrogante, un jugador deseoso de correr riesgos, lo que podría sugerir una cierta inclinación hacia la autodestrucción, aunque con bastante frecuencia, en sus choques con la caballería de Gulussa y sus asesores romanos, había demostrado ser un hábil e implacable estratega. Su amigo Terencio, el dramaturgo, que había pasado su niñez en Cartago, decía que Asdrúbal presumía de ser de la misma línea de sangre que el gran Aníbal, un legado que Escipión sabía que no podían dejar caer en saco roto; por no mencionar que era muy consciente de cuánta fuerza y sentido del deber había recibido él mismo a través de su propio legado del archienemigo de Aníbal, Escipión el Africano, y cómo cualquier conflicto venidero con Asdrúbal no podría ser tomado a la ligera.
Fabio se había sentido inquieto durante los últimos meses, a la sombra de una guerra que oficialmente no existía, pero en la que él y Escipión estaban a punto de adentrarse, un mundo aún más oscuro, plagado de espionaje y subterfugios que eran el dominio de Polibio y sus agentes. Se habían quitado las armaduras para poder hacerse pasar por un mercader italiano de vino y su sirviente, pero Fabio se sentía incómodo y expuesto sin sus armas. La noche anterior, Escipión había pasado horas discutiendo sobre Cartago con el kybernetes[3], el capitán del barco —un griego aqueo que figuraba en las crónicas de Polibio y había ofrecido su barco para la misión—, repasando juntos la topografía de la ciudad una y otra vez. Fabio recordaba la maqueta de Cartago construida para Escipión el Africano en el tablinum de su casa del Palatino, y las historias relatadas por los esclavos de cómo el anciano solía retirarse a esa habitación para meditar. El joven Escipión Emiliano también acudía allí, invitando a su amigo Terencio, el dramaturgo, a contemplarla con él; para cuando Escipión asistió a la academia la conocía como la palma de su mano. Terencio había hecho retirar la vieja estructura del puerto y un anillo de viviendas alrededor de Birsa, la acrópolis de Cartago, contando que, cuando era niño y paseaba por la ciudad, había podido presenciar cómo se estaba construyendo en secreto un nuevo edificio que ocupaba ambos lugares. Eso era lo que Fabio y Escipión debían averiguar ahora, así como descubrir todo lo que pudieran sobre las intenciones de los cartagineses. Escipión estaba convencido de que había mucho más sobre el rearme de Cartago que el simple desafío de Asdrúbal, y que su beligerancia iba más allá de convertir simplemente su ciudad en una fortaleza condenada que vendería cara su existencia cuando llegara el momento.
Fabio tragó con fuerza, sintiendo unas terribles náuseas y confiando en que su aspecto no fuera tan malo como se sentía. Nunca le habían gustado las travesías por mar y este era el barco más pequeño en el que se había subido en mar abierto, meciéndose y balanceándose como un corcho. Por el momento, y en lo que a él se refería, los cartagineses podían quedarse con el mar; los romanos tal vez les hubieran superado en las batallas navales del pasado a pesar de no ser marineros por naturaleza, pero el único lugar adecuado para que un romano luchara era la tierra firme. Cerró los ojos, lamentándolo al instante, y luego pronunció una oración de gracias cuando el kybernetes ordenó plegar la vela, y los remos volvieron a tomar el mando. Ahora estaban a menos de un estadio de tierra y si mantenían izada la vela corrían el riesgo de precipitarse contra la costa. Tenían por delante una navegación muy complicada para conseguir atravesar el largo muelle y llegar hasta la bocana del puerto.
Observó la brillante fachada de la ciudad, protegiéndose los ojos del resplandor del sol. Todo el frente norte que daba al mar estaba protegido por un muro defensivo de unos quince pies de altura contra el que se había adosado una larga hilera continua de oficinas y almacenes frente a un ancho muelle vacío. El muelle estaba demasiado expuesto para servir de refugio a cualquier embarcación, salvo que fueran grandes barcos, uno de los cuales era visible en el extremo oeste; en su lugar, la mayoría de los navíos entraban en un complejo protegido en la parte este, donde las mercancías eran descargadas y transportadas hasta los almacenes frente al mar por carros de bueyes o acarreadas por esclavos. Un puerto algo más distante, para navíos con mercaderías de alto valor o expediciones comerciales controladas por el estado, se encontraba detrás, en una zona sin acceso directo al mar a la que se accedía a través de un estrecho canal hacia el sur y que, a su vez, daba a otro puerto donde se hallaban las dársenas. El canal de acceso a esos puertos cerrados estaba fuertemente vigilado, por lo que supieron que no tenía sentido atracar allí sin atraer una atención no deseada. En su lugar, el capitán ordenó al timonel que se dirigiera hacia la parte este del muelle, haciendo que la tripulación recogiera los remos al aproximarse, y pilotando el resto del trayecto con el impulso que traían. Fabio y Escipión se trasladaron hasta la popa por detrás del timonel, manteniéndose apartados mientras este sostenía la caña para virar los remos de dirección hasta la posición que el capitán le indicaba desde la proa, gobernando hábilmente el barco hasta el puerto exterior.
Cuando el movimiento casi había cesado, el barco se aproximó a una sección despejada del embarcadero golpeando contra las redes rellenas de broza que colgaban del muelle para amortiguar el impacto. El timonel quitó rápidamente las horquillas que fijaban los remos en su sitio y empujó la caña del timón hacia delante, alzando los remos hasta la borda para que no se dañaran con el borde del muelle o con otros navíos. Fabio echó una mano, tirando con fuerza de la caña hasta que los remos estuvieron horizontales, pero Escipión permaneció en su sitio, sabiendo que los oficiales a cargo de la vigilancia encontrarían sospechoso que un mercader prestara apoyo a su sirviente al lado de la tripulación. El timonel y el capitán echaron las amarras a tierra desde proa y popa y luego saltaron al muelle para asegurarlas a los norayes de piedra instalados en el muelle. Dejaron las maromas un poco flojas, lo suficiente para prever el descenso de la marea de uno o dos pies en esta época del mes. Luego dos de los marineros colocaron una plancha desde la borda hasta el muelle haciendo un gesto a Escipión y Fabio para que descendieran. Fabio bajó pesadamente, contento de pisar tierra de nuevo pero balanceándose precariamente. Dio unos cuantos pasos por el muelle para estirar las piernas y después se detuvo y miró alrededor. Se olvidó del mar, sintiendo cómo le invadía la excitación. Estaban en Cartago.
Media hora más tarde aún seguían en el muelle, esperando a que volviera el mensajero con el sello del mercader que el capitán había enviado a las autoridades portuarias como credencial. Fabio y Escipión absorbían todo cuanto les rodeaba, memorizando discretamente cada detalle. Cientos de ánforas de barro se acumulaban una contra otra a la sombra de los muros de la ciudad; los esclavos las agarraban por el cuello y por sus bases puntiagudas, cargándolas sobre sus hombros y trasladándolas hasta los almacenes de mercancías a lo largo del muelle. Fabio distinguió las ánforas cartaginesas de aceite de oliva —grandes, con forma cilíndrica y pequeñas asas por debajo del hombro—, pero las más numerosas con diferencia eran las ánforas de vino, con su inconfundible contorno de abultados vientres y largos cuellos y asas. Reconoció las vasijas con asas en el borde superior de Rodas y Cnido, hechas para transportar los mejores vinos griegos, y, un poco más abajo del muelle, una enorme remesa de ánforas alargadas para vino producido en Italia, en la zona de la bahía de Neápolis, la antigua colonia griega ahora controlada por Roma donde se habían cultivado viñas desde que los primeros colonos griegos llegaron a los pies del monte Vesubio siglos atrás, en la época en que los fenicios se estaban asentando en Cartago. Escipión también advirtió las ánforas. Se volvió hacia el kybernetes hablando en voz baja para no ser oído.
—Pensaba que todo comercio entre Roma y Cartago estaba prohibido por el tratado que siguió a la batalla de Zama. Por eso en mis credenciales dice que soy un mercader independiente, romano pero no representando al estado.
—Y así es en lo que se refiere al comercio con Roma, pero no con las otras ciudades de Italia que aún se consideran agentes libres en lo relativo al comercio —contestó el kybernetes—. Donde hay ganancias, los mercaderes siempre encuentran la forma de eludir un tratado comercial.
—Es evidente que aquí hay grandes beneficios que sacar —murmuró Escipión—. Mucho más de lo que hubiera creído el Senado en Roma. Este lugar parece aún más próspero que Ostia. Pero seguramente todo este vino no ha sido importado para ser consumido en Cartago, ¿verdad?
El capitán resopló.
—Olvidáis vuestra historia. Esta gente son fenicios, los más astutos comerciantes que el mundo haya conocido. ¿Veis aquel barco en el muelle?
Señaló una embarcación que habían visto atracada en la línea de costa más expuesta al entrar, un barco cuya manga era demasiado ancha para poder entrar en el puerto cerrado, pero lo suficientemente grande para poder superar una tormenta sin demasiada dificultad. Fabio se protegió los ojos contra el sol, siguiendo su mirada.
—Es enorme —exclamó Escipión—. Es como uno de esos barcos que recalan en Ostia de camino a Massilia[4], en la Galia, llevando vinos italianos para comerciar con los jefes guerreros del interior.
—Es exactamente eso —declaró el capitán con voz triste—. ¿Veis mi barco aquí, el Diana? Puede transportar trescientas ánforas, cuatrocientas como máximo. Sin embargo, ese barco de allí, el Europa, tiene cabida para diez mil.
—Puedo ver a los esclavos sacando las ánforas de vino y a otros metiéndolas —dijo Escipión—. Salvo que me equivoque, las que salen son de vino italiano, y las que entran griego, de Rodas o Cnido.
El kybernetes asintió.
El Europa debería haber zarpado con su carga de vino italiano directamente desde Neápolis a la Galia, pero se desvió al sur hasta Cartago. En lugar de llevar vino italiano a la Galia, llevará vino griego.
—No lo entiendo. ¿Y cuál es el beneficio?
—Debéis pensar como fenicios. ¡El mismo Poseidón sabe que si lo hiciéramos seríamos todos ricos! Funciona así. Actualmente, el negocio más beneficioso en todo el Mediterráneo es el comercio de vinos con la Galia. Así es como muchos romanos se han hecho ricos: los propietarios de viñedos en Italia, los armadores, los intermediarios en Massilia que tratan con los galos. Pero no había forma de que los cartagineses pudieran hincar el diente en ello. Si aparecieran por Ostia, Neápolis o Massilia ofreciendo sus servicios como navieros despertarían la ira de Roma. En cambio, si te puedes unir a una empresa de comercio, siempre es posible ocultarse. Un consorcio de comerciantes cartagineses apoyados por el consejo de gobierno ha cerrado un trato encubierto con los comerciantes griegos de Rodas. Se realizó rápidamente: los griegos también estaban empezando a resentirse del dominio del vino italiano en el oeste, dejando a un lado sus productos.
Escipión asintió lentamente.
—Y los griegos debían de saber que las tácticas comerciales cartaginesas invariablemente sacarían provecho para todas las partes implicadas.
—Exacto. Con esa idea en mente, los griegos accedieron a surtir a los cartagineses con todo el vino de calidad que puedan producir, pero sin tener que desembolsar un solo dracma. Así, los cartagineses reemplazarían el vino italiano de estos barcos por el griego, enviándolo a Massilia. Antes de embarcarse en esta aventura, hicieron, cómo no, un sondeo del mercado, fieles a sus raíces fenicias, enviando agentes que llegaron con muestras de vino a los oppida de la Galia, descubriendo que los bárbaros tienen un gusto refinado y saben apreciar fácilmente la superioridad de los vinos griegos. Así que con cargamentos de diez mil ánforas griegas enviadas a Massilia, los galos podrán tener vinos de alta calidad en abundancia. El mercado del vino italiano se colapsará y los cartagineses recogerán sus beneficios.
—Lo que, si el consejo de Cartago tiene un porcentaje en el comercio, redundará en beneficio de la ciudad.
El kybernetes hizo un gesto hacia los malecones.
—¿Cómo creéis que se han financiado estas nuevas fortificaciones? Gran parte del revestimiento de mármol utilizado viene de Grecia, y los albañiles no son baratos. Os asombraríais de lo que se ve en el interior. Es posible que Cartago aún no controle el territorio de ultramar como lo hizo tres generaciones atrás, pero detrás de esos muros hay una ciudad más rica de lo que lo fue antaño.
Fabio señaló hacia el barco cargado con ánforas al lado del muelle.
—Hay algo que me intriga. ¿Cómo han conseguido los cartagineses convencer a ese naviero romano de desviar su barco hasta aquí? Se dice que cada ánfora de vino italiano se cambia en la Galia por un esclavo, y en Roma los esclavos se venden últimamente a precios muy altos porque ha habido pocas guerras con que proporcionar una decente selección. Si ese cargamento de vino italiano vale diez mil esclavos entonces el dueño podía hacer una fortuna en el mercado de esclavos de Roma. ¿Por qué seguir en el método cartaginés cuando hay beneficios indudables aguardando?
—Porque los cartagineses les han hecho saber que les ofrecerían el doble de margen de beneficio, el equivalente a dos esclavos por ánfora, si los navieros llevan vino griego a cambio. Les han garantizado seguridad, incluso en caso de naufragio. Cuanto mejor sea la calidad del vino griego que surta al mercado galo, más seguros estarán los cartagineses de conseguir que los galos rechacen las cosechas italianas de peor calidad. El comercio de vino italiano se hundirá, especialmente si los cartagineses continúan ofreciendo más contratos lucrativos a los armadores que previamente han transportado vino italiano, persuadiéndoles de navegar hasta Cartago como el Europa y cargar vinos embarcados en Grecia poniendo rumbo norte a Massilia. Una vez que los cartagineses acaparen el mercado galo, podrán subir el precio de un esclavo a dos o incluso tres, y demandar otras mercaderías que siempre han sido una especialidad fenicia, sobre todo cobre y estaño para bronce, al igual que hierro.
Escipión asintió.
—Metales cuya existencia no abunda en África, pero que son necesarios para elaborar sus propias armaduras y armas.
—Pero hay mucho más detrás —continuó en voz baja el kybernetes mirando alrededor para asegurarse de que nadie les escuchaba—. Hay un lado oscuro que no os va a gustar. Es un secreto a voces que muchos senadores de Roma de las viejas gentes, hombres que presumen de despreciar el comercio y solo invierten en tierras, han logrado enormes beneficios permitiendo que los intermediarios recogieran vino de sus propiedades y lo exportaran a la Galia. Y también hay otro grupo de senadores, novi homines, hombres nuevos, que no poseen un gran patrimonio en fincas, y a los que no les importa ensuciarse sus propias manos con el comercio.
—Lo sé —reconoció Escipión con gravedad—. Yo serví al mando de uno en Hispania, Lúculo, que hizo su fortuna después del triunfo en Hispania, utilizando el dinero ofrecido por sus partidarios en el Senado para comprar grandes cantidades sobrantes de grano de Sicilia a precios mínimos, y luego venderlo al año siguiente a las mismas personas cobrando una prima exagerada cuando había carestía. Las ganancias las empleó en adquirir tierras, pero las gentes no olvidarán cómo ha hecho su fortuna.
—Corren rumores de que un grupo de esos hombres se han unido y son quienes han comprado el navío que veis ahora, junto con su cargamento, en un trato secreto muy provechoso para el propietario, y que han hecho lo mismo con otros barcos cargados de vino italiano. También se dice que esos mismos senadores son los que más firmemente se oponen a una acción militar contra Cartago, así como contra Grecia.
—¡Por Júpiter! —murmuró Escipión—. Esto afecta directamente a nuestra idea de persuadir a Roma de marchar a la guerra. Ahora entiendo contra qué tienen que enfrentarse Catón y Polibio.
—Tengo otra pregunta —dijo Fabio—. ¿Qué piensan hacer los cartagineses con todo este vino italiano descargado aquí? Dudo mucho que vayan a bebérselo ellos o venderlo de vuelta a los griegos. Más les valdría arrojarlo al mar.
El kybernetes alzó la vista.
—¿Unos fenicios despreciando un cómodo negocio? No es propio de ellos. Ese vino forma parte de otro proyecto incluso con mayores beneficios. Detrás del muelle interior, lejos de miradas curiosas, han empezado a construir enormes almacenes, de tamaño suficiente para cobijar un barco tan grande como ese carguero de ánforas del muelle. Muy pronto esos almacenes estarán llenos, pero no con ánforas de vino sino con algo todavía más precioso: sacos de una especie exótica llamada pipperia[5]. Proviene de la India y será embarcada y enviada por el mar de Eritrea hasta la costa de Egipto, y luego transportada a través del desierto hasta el Nilo, Alejandría y Cartago. Los primeros griegos en alcanzar las costas del sur de la India descubrieron que a los mercaderes locales de especias les encantaba su vino, y querían más; incluso el vino más tosco de Italia es néctar para ellos. Allí es donde están destinadas todas esas ánforas.
—Pero transportar decenas de miles de pesadas ánforas por el desierto de Egipto supondrá un gasto tremendo —reflexionó Escipión—. He estado allí y sé que el coste sería prohibitivo.
—Los cartagineses están preparados para ello, respaldando el coste del transporte con los beneficios del comercio con la Galia. Pretenden mandar solo lo suficiente para sellar el comercio, traer barcos cargados de pipperia y otras especias, además de otros productos de lujo de Oriente, suficientes para disparar la demanda incluso entre los más ricos de la propia Roma: las mujeres de aquellos cuya avaricia han explotado para establecer el comercio en primer lugar, los senadores cuyo barco veis ahora en el muelle. Pero entonces los cartagineses dejarán de exportar vino para pasar a otra mercancía que los indios adoran, algo mucho más fácil de transportar con márgenes de beneficio aún más altos. Me refiero a oro: monedas de oro, lingotes, oro en polvo o en cualquier otra forma. Los cartagineses canalizarán el oro del Mediterráneo hasta el este, vaciando el peculio de las naciones para crear en su propia ciudad el estado más rico que el mundo haya visto, aquí donde estamos ahora.
—¿Y cómo obtienen el oro? —preguntó Fabio—. ¿Otro ingenioso sistema de intercambio?
El kybernetes no respondió, sino que levantó la vista hacia Escipión, que se volvió hacia Fabio con expresión dura.
—Les llegará por otra fuente. Esta vez la vieja astucia fenicia se mantendrá en segundo plano y una nueva fuerza cartaginesa surgirá.
—¿A qué te refieres?
—Me refiero a la guerra. Una guerra no de defensa sino de conquista. La guerra contra Roma y contra el este. Guerras que incluso verán a Cartago aliarse con aquellos romanos que, al parecer, han unido su suerte a ella.
Fabio sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Ya no estaban hablando de extinguir a un antiguo enemigo, de rematar una tarea y satisfacer su honor, o del destino del propio Escipión. Estaban hablando de una guerra que podría cambiarlo todo, que podría tragarse el mundo que ahora conocían, desde la costa del mar de Eritrea hasta los últimos confines de la Galia y las islas Albión. La razón de la presencia de Escipión allí para recabar información parecía de pronto tan importante que le hizo sentir vértigo, como si estuvieran ante un punto crucial de la historia. Las apuestas no podían ser más altas.
El kybernetes miró a Escipión.
—Tal vez hayáis visto todo lo que necesitáis ver. Incluso Polibio sabe poco de todo esto, ya que mi conocimiento de sus planes comenzó después de la última vez que nos vimos y no podía confiar en otros para contárselo. Pero ahora habéis visto lo suficiente para saber que lo que digo es cierto.
Escipión hizo una pausa entornando los ojos y luego sacudió la cabeza.
—Nos habéis hablado de la amenaza estratégica. Pero también hemos venido aquí para evaluar el reto táctico de asaltar Cartago. Necesito ver a sus soldados, su equipo, las fortificaciones, el nuevo puerto de guerra. Sin esa información estaríamos severamente mermados. Además, aún no puedo usar la amenaza estratégica como argumento para convencer en Roma. Si lo que decís es cierto, hay demasiadas personas en el Senado implicadas contra nosotros, nombres que puedo imaginar, pero sugerir en público que son traidores a Roma, sin claras evidencias del rearme militar cartaginés, sería destruir mi caso y, probablemente, mi vida. Solo demostrando con pruebas fehacientes que los cartagineses se están preparando para la guerra podré superar cualquier oposición. Después de eso, sopesaré lo que nos habéis contado y decidiré cómo encaja todo ello en mi propia estrategia una vez que el ejército que lidere hasta aquí salga victorioso, si es que me dan el consulado.
El kybernetes hizo un gesto de saludo hacia alguien. Entonces advirtieron que el mensajero enviado con el sello venía de regreso del edificio de aduanas.
—Bien —dijo el capitán—. No lleva guardias con él, de modo que nos dejarán pasar. —Se volvió hacia Escipión hablando con efusión—. Me alegra veros tan seguro. Pero dejad que os diga lo que pienso. Por lo que he visto de las fuerzas romanas aquí en África, aquellos que están ayudando al ejército de Masinisa no me inspiran demasiada confianza. Tenéis mucho trabajo que hacer, Escipión Emiliano. Después de todo, tal vez el nombre de vuestro padre y el del gran Escipión el Africano lleven adelante el peso de la historia. Mientras tanto, recordad que ahora mismo sois un simple mercader y debéis interpretar vuestro papel con cautela. Tenéis que estar alerta.