Media hora más tarde, los cuatrocientos hombres de la fuerza de asalto romana estaban formados al otro lado del muro, debidamente alineados en filas de tres en fondo que se extendían a lo largo de un frente de aproximadamente mil quinientos pies. Escipión y Fabio se hallaban brevemente adelantados, los primipilus de los fabri a su lado, mientras Enio permanecía en retaguardia con cien hombres encaramados al muro, desde donde podía divisar su campamento y dirigir el fuego de su solitaria catapulta.
Su plan de montar un asalto por sorpresa se había visto frustrado por los celtíberos, que claramente les habían estado observando y, tomando la delantera, salieron de su empalizada tan pronto como los legionarios empezaron a formar. Ahora estaban allí, alrededor de trescientos hombres, clamando venganza, y emitiendo unos penetrantes y solitarios gritos que se unían y alzaban hasta formar un rugido, una desordenada fila a aproximadamente mil pies de los romanos en un campo que descendía en una leve pendiente desde ambas líneas de soldados hasta una pequeña meseta en el centro, aproximadamente a quinientos pies de donde se hallaba Fabio.
Este podía sentir el peso de su espada en la mano. Él y Escipión ya habían empapado sus espadas con sangre celtíbera una semana antes cuando cargaron a través de la brecha para tomar el muro, y ahora la sed de batalla volvía a correr por su cuerpo, ansiando más. Era el momento.
Escipión se volvió hacia el primipilus, y luego hacia él. Alzó la espada, y luego su boca se abrió en un gruñido. Durante varios segundos todo lo que Fabio pudo escuchar fue el palpitar de la sangre en sus oídos, y de pronto estaba cargando hacia delante, corriendo tan rápido como podía hacia la embestida de los celtíberos espada en ristre y gritando con todas sus fuerzas.
Ahora podía ver con más claridad el centro del campo: una franja de terreno uniforme de aproximadamente unos treinta pies de anchura donde las dos laderas convergían. Había grandes charcas de agua estancada debido a las recientes lluvias, y parches de tierra manchada por donde rezumaba el barro. Era una depresión natural, un área de tierra pantanosa que normalmente habría estado cubierta de hierba, pero que debía de haber sido protegida y mantenida para dar la sensación de una continua tierra firme. En ese instante Fabio comprendió que algo iba mal. Era una trampa. Tal vez los celtíberos habían sido reducidos por el hambre y el agotamiento, pero lo que parecía una carga desorganizada y desesperada era, de hecho, una estratagema para hacer creer a los romanos que podrían encontrarse a mitad de camino y ser fácilmente destruidos, cuando en realidad estaban siendo conducidos hasta una muerte segura, al igual que él y Escipión enardecieron y enfurecieron una vez a un búfalo atrayéndolo hasta el cauce de un río seco, que por debajo era puro barro líquido, dejando a la mugiente bestia atrapada, presa fácil para sus lanzas. Si continuaban avanzando libremente, los legionarios quedarían enredados de la misma forma, su formación desordenada y distraída por la necesidad de mantenerse en pie, momento en que apartarían los ojos del enemigo y que los celtíberos aprovecharían para cobrar ventaja.
Fabio sabía que el jefe celtíbero estaría observándoles con ojos de águila; si trataba de detener ahora a los legionarios, mostrando que había descubierto su trampa, el jefe también detendría el impulso de su propia carga. Pero sabía que podía hacerles caer en su propio juego: debía hacerles creer que los romanos irían de cabeza al cenagal, ignorando el peligro. Se precipitó a toda velocidad, corriendo lo más rápido que podía con la espada en alto. Todo parecía transcurrir muy despacio. Los celtíberos surgiendo por la ladera como la espuma de la marea, ondeando espadas y brazos; salpicando agua teñida de barro por encima de ellos como la espuma del mar en la cresta de una gran ola. Fabio estaba a menos de cien pies del barro, contando los segundos. Uno. Dos. Tres. Súbitamente se detuvo en seco y se giró, tambaleándose hacia un lado para recuperar el equilibrio, y gritando lo más fuerte que pudo:
—¡Alto! ¡Mantened la línea!
El primipilus de los fabri comprendió lo que sucedía y repitió la orden que fue pasando, a lo largo de la línea, por los centuriones y optio de cada lado. En pocos segundos toda la fuerza romana se había detenido, plantada sobre suelo firme al borde del lodazal.
Los centuriones bramaron otra orden: «¡Posición de defensa!». Los hombres que lideraban se agacharon clavando la base de las lanzas en tierra, colocándolas en ángulo hacia el enemigo mientras las agarraban con ambas manos. En medio, la siguiente fila de hombres sujetaba sus pila en horizontal, apretándose unos contra otros para presentar un afilado muro de lanzas, sus piernas separadas y flexionadas para soportar el inminente ataque. Tras ellos, la tercera línea permanecía con las pila preparadas para ser lanzadas y sus espadas desenvainadas dispuestas a derribar a cualquiera que lograra pasar.
Escipión se había colocado al lado de Fabio y ambos miraban hacia delante, jadeando pesadamente, cada músculo de sus cuerpos en tensión, sujetando con fuerza las espadas. El cálculo de Fabio había funcionado: era demasiado tarde para que los celtíberos pudieran detenerse. Su jefe solo podía llevar a sus hombres hacia delante, para incrementar el ímpetu del ataque y así, tal vez, salir del lodo antes de hundirse en él.
Los centuriones bramaron de nuevo: «¡Firmes! ¡Mantened la posición!». Las líneas de pila parecieron estremecerse al unísono, sacudidas por el estrepitoso avance del enemigo. Ahora se podía distinguir con más claridad a cada uno de los guerreros que se acercaban por la ladera, los más rápidos corriendo delante y gritando mientras agitaban sus escudos, para luego deshacerse de ellos y poder avanzar más rápido. Algunos llevaban antiguos cascos corintios y corazas romanas obtenidas en antiguas batallas, otros apenas unas toscas túnicas de lana, pero todos sostenían jabalinas o las espadas celtíberas curvas de doble filo. Los gritos y chillidos se convirtieron de nuevo en un rugido uniforme, que ensordeció a Fabio y, a medida que se acercaban al barro, sintió un escalofrío recorrer su cara como si el dios de la guerra estuviera cruzando con su carro a través del lodo, acariciándoles con el frío aliento de la muerte.
Apenas podía respirar. Agarró su espada con toda la fuerza que pudo tratando de mantener la calma. Entonces el primer guerrero entró en el barro, resbaló hacia delante y se abalanzó sin control directamente contra una de las pila, a unos pies a la izquierda de Fabio, rompiéndola cuando la punta atravesó su cuello provocando un reguero de sangre. Otro más le siguió, y luego otro. Cada uno de ellos ensartados por las lanzas, y luego acuchillados por la última fila de legionarios. Una jabalina pasó muy cerca de Escipión y se clavó en la parte alta del muslo del primipilus, seccionando su arteria y haciendo que la sangre brotara como una fuente empapando a Escipión y a Fabio. El primipilus cayó con un gruñido, su mano presionando la herida, mientras su lugar era rápidamente ocupado por el segundo centurión de la cohorte, que girándose gritó a la tercera fila de legionarios: «Tened dispuestas vuestras pila». Observó cómo el núcleo principal de celtíberos alcanzaba el barro y luego volvió a gritar: «Hacedlas volar.» Las pila silbaron como flechas al cortar el aire por encima de Fabio, algunas rebotando en las armaduras, pero otras encontrando su objetivo y derribando a docenas de guerreros en un tambaleante montón sobre el que tropezaban muchos de los que venían por detrás. Toda la masa pareció deslizarse hacia delante a través del barro y desmoronarse contra las líneas romanas, los guerreros retorciéndose y gritando mientras los legionarios daban muerte a aquellos que no habían sido abatidos por las pila de la primera línea.
Fabio sentía su corazón desbocado. Había llegado el momento de avanzar. Escipión rugió, adentrándose en el cenagal. Las dos primeras líneas de legionarios dejaron sus pila y le siguieron, blandiendo sus espadas. Entonces el mismo Fabio se encontró en el lodo, rodeado de barro hasta las rodillas, segando y propinando estocadas. Un celtíbero de cabellos pelirrojos trenzados se lanzó sobre él justo cuando estaba sacando su espada de un cuerpo. Sin perder un segundo, levantó el brazo con la hoja hacia arriba alcanzando al hombre bajo la barbilla y abriéndole desde el mentón hasta la frente, dejando una masa de sangre, mocos y cerebro donde antes había estado su cara. El hombre cayó con un aullido y Fabio siguió embistiendo, clavando su espada en la cabeza de otro hombre y luego hundiendo la punta en un cuello expuesto, las yugulares estallando en una fuente de sangre que salpicó su cara, metiéndosele en los ojos. Parpadeó con fuerza, moviendo la espada a ciegas, y, cuando su visión se aclaró, pudo ver que los legionarios habían continuado avanzando, siguiendo a Escipión mientras se movía entre el fango y la sangre hacia la ladera más alejada.
Súbitamente se oyó el soplido de un cuerno, un profundo sonido que no provenía de una trompeta romana sino de alguna parte de las líneas celtíberas. El guerrero al que Fabio había estado persiguiendo se retiró súbitamente, y vio que otros hacían lo mismo a derecha e izquierda. Los legionarios que habían surgido para arremeter contra el enemigo quedaron tambaleándose y jadeando, contemplando a los celtíberos en retirada, algunos de ellos con las caras enrojecidas y escupiendo, otros pálidos por la tensión del combate. Apenas había durado unos pocos minutos. Sin embargo, docenas de cuerpos yacían mezclados en el barro, la mayoría de ellos celtíberos, aunque también aquí y allá podía distinguirse entre ellos el brillo de alguna armadura romana. Fabio se tocó la mano izquierda, notando por primera vez que tenía un corte producido por una espada, y luego volvió a mirar hacia delante. Los centuriones estaban voceando a lo largo de la línea, ordenando a los hombres que se habían adelantado que regresaran a suelo firme, y a aquellos que habían permanecido en la línea que volvieran a coger las pila, preparándose para otra acometida.
Pero en su lugar, un único guerrero enemigo se adelantó, un hombre mayor con una flotante cabellera canosa que aún no había tomado parte en el combate. Su armadura y sus armas aún brillaban impolutas. Llevaba una coraza musculada que parecía etrusca y su casco era como los de los griegos que Fabio había contemplado en los relieves del Partenón en Atenas. Recordó que muchos de los celtíberos habían servido como mercenarios durante los períodos de paz en sus comarcas, luchando por Cartago en la última guerra, y que las cicatrices de batalla y las armaduras del saqueo eran toda la recompensa que buscaban. Este hombre no era lo suficientemente mayor para haber servido en Cartago, pero sí podía haber participado junto a los mercenarios de Macedonia en Pidna; la cuenca de su ojo izquierdo estaba vacía y una lívida cicatriz atravesaba su cara, causada sin duda por un fuerte golpe décadas atrás, cuando era joven. Detrás de él un chico demacrado sostenía un enorme y curvado cuerno de vaca con el que había tocado la señal de retirada. Fabio supuso que el hombre debía de ser el jefe. Se detuvo en el borde del barro, resplandeciente en su armadura, los pies separados y plantados con gesto desafiante, mirando a los romanos y luego centrando su mirada en Escipión, que estaba de pie cubierto de barro a un tiro de piedra, observándole intensamente.
El hombre señaló hacia él.
—Tú eres Escipión —gritó con voz ronca, hablando en latín con un fuerte acento—. Mi abuelo luchó contra un Escipión en Cannas y ahora yo lucharé contra un Escipión en Intercatia.
—¿Me estás retando? —gritó Escipión en respuesta.
—A una orden mía, mis guerreros regresarán y lucharán hasta morir, y muchos romanos morirán. O bien la contienda puede terminar con un combate singular.
—¿Cuáles son tus condiciones?
—Que se permita a mis hombres deponer las armas y quedar libres, y que las mujeres y los niños de Intercatia permanezcan sin ser molestados en las casas que aún no se han incendiado, y se les dé de comer. He oído que la palabra de un Escipión es una palabra de honor. ¿Es así?
Escipión entornó los ojos para mirarle.
—Así es.
—¿Tengo vuestra palabra?
—Os doy mi palabra.
—Entonces que comience el combate. —Dejó caer el escudo, clavó su espada en la tierra y se despojó del casco para coger una cinta que le tendió el chico y atarse el pelo hacia atrás. El chico le desató la coraza y se la quitó. No llevaba nada debajo excepto su falda, revelando un torso que en su día debió de estar firmemente musculado pero que ahora mostraba el paso de los años, las cicatrices de muchas guerras resaltando como ronchas rojas sobre su pálida piel. Escipión se quitó a su vez la armadura, mientras el jefe cogía de nuevo su espada y se acercaba cojeando al barro, arrastrando una pierna al andar. Fabio comprendió por qué el hombre no se había unido antes al barullo: le hubiera resultado virtualmente imposible permanecer erguido. Cuando sus guerreros formaron un semicírculo tras él, Fabio tuvo la sensación de que ya habían hecho eso antes, presenciar duelos por honor, mujeres o poder en este mismo lugar, combates en los que el jefe, en sus años jóvenes, sin duda había salido victorioso. Pero esta vez sería diferente. El combate con Escipión solo podía tener un resultado, y todos lo sabían. Los términos del acuerdo ni siquiera permitían la victoria del jefe, y si esta llegaba no podría permitirse darle un golpe mortal a Escipión; porque si lo hacía, lo único que conseguiría es que los soldados romanos entraran en tromba a saquear su pueblo y masacrar a su gente, cuyo futuro dependía por tanto de que Escipión sobreviviera y mantuviera su palabra. El jefe se estaba sacrificando a sí mismo por sus mujeres y niños, de un modo honroso según una tradición inmemorial, que también dejaría a sus guerreros satisfechos porque el honor se hubiera mantenido, y sus propios rituales respetado.
Fabio se volvió y miró hacia Escipión. Su fibroso torso y su espada dispuesta en el costado, su rostro serio e inexpresivo. Podía adivinar los pensamientos que cruzaban su mente. De niños habían soñado con la guerra como una gloriosa contienda, con batallas entre ejércitos y guerreros donde las mejores peleas estaban prácticamente igualadas; luchando no solo por Roma y la gloria sino como prueba de hombría en la que el vencedor podía salir con la frente bien alta por haber matado a un oponente tan valeroso como él. Pero la realidad de la guerra era bien diferente. Era desigual y caótica. Tal vez hubiera honor en la palabra de Escipión, en su fides, pero no habría gloria para él en esta lucha. Escipión estaba haciendo lo que tenía que hacer para permitir a los guerreros enemigos salir de allí con dignidad; una decisión que, quizá, les hiciera más propicios a ser aliados de Roma en el futuro, a la vez que salvaba a sus legionarios de morir innecesariamente. Pero esto apenas podía diferenciarse de una ejecución, el destino del jefe era tan cierto como la muerte de los desertores que habían contemplado devorados por los leones en los juegos triunfales después de la batalla de Pidna. Después de años de desear volver a la guerra, Escipión se encontraba ante un feo final, y Fabio estaba seguro de que no se sentiría orgulloso por lo que tenía que hacer.
Pero también sabía que Escipión no fingiría una lucha, que respetaría el orgullo del viejo guerrero combatiendo con él de hombre a hombre con todas sus fuerzas durante el tiempo que durase. El jefe entró cojeando en el barro hasta quedarse a unos cuantos pies de Escipión, con las piernas separadas y sosteniendo la espada delante de él con ambas manos, con el filo hacia abajo. Escipión asintió, y el hombre súbitamente movió su espada como una guadaña por delante del pecho de este, causándole un arañazo en la piel y haciendo que se echara hacia atrás, tambaleándose ligeramente. El hombre aún tenía fuerza en los brazos y la habilidad de toda una vida en el manejo de la espada celtíbera. Su cortante cuchilla era más larga que la gladio romana pero menos versátil en distancias cortas. Su debilidad residía en su escasa movilidad, Escipión iba a tener que acercarse a él, metiéndose bajo el arco de su espada y esquivándola, para poder embestir. Se inclinó hacia delante, esta vez ligeramente agazapado con la espada firmemente agarrada, levantándola lo justo para contener otro mal intencionado ataque del jefe que a punto estuvo de enviar la gladio volando. Volvió a echarse hacia atrás, agachándose un poco más, y lanzándose súbitamente a un lado para pillar al jefe desequilibrado cuando intentó girar su cuerpo para enfrentarse a él. Escipión arremetió y clavó su espada en la pierna buena del hombre, sacándola de su pantorrilla justo a tiempo para evitar otro golpe del enemigo. El hombre se tambaleó, a punto de caer. El barro a sus pies brillando con la sangre fresca de su herida, humeando en el frío suelo.
El jefe había mostrado su habilidad y valor delante de sus guerreros, pero ahora ya no esperaban nada más. En el siguiente ataque Escipión rechazó la espada, desviándola, y luego se echó hacia delante, clavando la suya esta vez en el abdomen del hombre. La hundió hasta la empuñadura y luego apretó con fuerza, manteniéndose pegado a él, tambaleándose juntos en el barro. El jefe vomitó, arrojando bilis amarilla manchada de sangre, y luego Escipión le empujó hacia atrás, moviendo la espada arriba y abajo, al tiempo que le abría una enorme herida desde la pelvis hasta la caja torácica. Retiró la espada y el hombre dio un paso atrás, tambaleándose y retorciéndose, y al hacerlo la herida se separó completamente y sus intestinos brotaron, azules y rojos, humeantes y envueltos en sangre. Miró hacia abajo con su único ojo, la cara blanca como la cal, su expresión inescrutable. Los intestinos cayeron en un remolino hasta el suelo y, tropezando en ellos, se desplomó hacia delante. Luego, alzándose sobre las rodillas, los recogió del barro con sus manos y trató de introducírselos de nuevo en el cuerpo.
Fabio miró a su amigo. Era hora de concluir. Escipión dejó caer su espada y se tiró sobre la espalda del jefe, aplastándole y manteniéndole inmóvil mientras empujaba su cabeza contra el barro líquido. El hombre tosió y escupió, impulsándose súbitamente hacia arriba y, en un último destello de fuerza, apartó a Escipión de su espalda y se puso en pie un tanto vacilante, con los brazos estirados y la cabeza alta, gritando algo hacia el cielo. Entonces divisó su espada en el barro y fue dando tumbos hasta ella, arrastrando sus entrañas tras él. Escipión volvió a saltar sobre él y le hizo caer de nuevo, esta vez sin intentar ahogarle sino sujetando su cabeza con fuerza inmovilizándola con el brazo. El hombre comprendió lo que estaba intentando hacer y se resistió, manteniendo rígido el cuello y la cabeza contra la presión hasta que, agotadas sus energías, cedió a la presión. En ese instante, Escipión retorció bruscamente la cabeza a un lado, y el cuerpo se quedó repentinamente inmóvil. Luego levantó la cabeza del jefe sujetándola por el pelo, la echó hacia atrás y la seccionó con un corte limpio de su espada. La sostuvo en alto durante un momento para que todo el mundo pudiera verla y la dejó caer en el barro.
Fabio se sentía delirante, como si se hubiera olvidado de respirar. Se relajó e inspiró hondo. Se había acabado.
Escipión se puso de rodillas, y luego de pie, tambaleándose hacia atrás, a punto de caer. La sangre le cubría de la cabeza a los pies. Se inclinó hasta un charco de barro junto a la cabeza del hombre y se echó agua en la cara, cogiendo al vuelo un trapo que le lanzó uno de los fabri para limpiarse. Se secó los ojos y volvió su rostro hacia los guerreros celtíberos que aún permanecían en semicírculo observando en silencio. Durante algunos instantes nada sucedió. Fabio previsoramente dejó que su mano descendiera hasta la empuñadura de su espada. Entonces los guerreros empezaron a arrojar sus armas al suelo y se volvieron hacia la colina, donde la entrada a la empalizada estaba abierta y las mujeres y los niños se habían atrevido a salir para presenciar la pelea. Escipión permaneció en el mismo sitio hasta que el último de ellos desapareció. Entonces se dio la vuelta, desandando el camino fuera del barro, con los pies chapoteando y resbalando hasta que alcanzó suelo firme. El legionario que le había pasado el paño le tendió un odre de vino que él levantó dando un trago agradecido, antes de cerrar los ojos mientras vertía el vino sobre su rostro y su cuello, dejando que chorreara hasta el suelo. Se secó de nuevo la cara devolviendo el odre y miró hacia Fabio. Su mirada era dura, ardiendo de fervor. Examinó a los legionarios y levantó su brazo derecho. «Hombres, acercaos.» Los legionarios se aproximaron formando un círculo a su alrededor, cientos de hombres exhaustos salpicados de barro. Dentro del espacio que formaron el segundo centurión estaba inclinado sobre el cuerpo del primipilus, colocando la espada sobre su pecho. Fabio se le quedó mirando con la mente en blanco. Apenas habían transcurrido quince minutos desde que el primipilus recibiera la jabalina en su pierna, y sin embargo parecía que hubiera sucedido mucho tiempo atrás para recordarlo.
Escipión alzó la mano a modo de saludo.
—Hoy habéis luchado duro y con honor contra un enemigo valiente al que honraremos en la derrota permitiendo que los guerreros supervivientes regresen ilesos con sus familias. —Se volvió hacia el cuerpo que yacía en el suelo, y al segundo centurión—. Por el primipilus, ave atque vale. Por el nuevo primipilus, eres un digno sucesor. Por todos los que han caído hoy, volveremos a encontrarnos en el Elíseo. —Se giró hacia Fabio, posando una mano ensangrentada en su hombro, contemplándole con ojos centelleantes—. Y por el legionario Fabio Petronio Segundo, que se ha ganado la insignia de centurión. El ascenso debe concedértelo Enio como comandante de nuestras fuerzas. Ha estado observándonos desde los muros y habrá visto tu acción en este día. Al intuir el peligro y parar nuestro avance como lo has hecho, has ganado la batalla por nosotros, salvando muchas vidas romanas.
Hubo una cerrada ovación de reconocimiento de los legionarios. Fabio miró a Escipión.
—Te has ganado la estima de tus hombres, Escipión Emiliano. Ningún legionario olvida a un comandante que lucha contra el jefe enemigo en un combate singular.
Escipión se secó la boca con el dorso de la mano y miró a los legionarios congregados.
—Algún día, no muy lejano, lideraré un ejército. ¿Querréis ser mi guardia personal? No puedo prometeros un botín. Pero puedo prometeros la gloria. Y para aquellos de vosotros que sois fabri, puedo garantizaros un montón de excavaciones y construcciones en trabajos de asedio.
El nuevo primipilus se puso firme.
—Conocemos vuestro destino, Escipión Emiliano. Sabemos dónde lideraréis a vuestro ejército. Y os seguiremos a todas partes, en este mundo o en el siguiente.
Escipión asintió, dándole una palmadita en el hombro.
—Bien. Y ahora creo que hay varias carretas de vino de Falerno esperándonos, enviadas por delante de la legión para que estén preparadas en los cuarteles del personal de Lúculo. Creo que tal vez descubran que alguna carreta sufrió un accidente y las ánforas se rompieron, ¿no creéis? Pero aseguraos de rebajarlo con una buena cantidad de agua del río. Necesitamos permanecer despejados para los ritos funerarios de nuestros camaradas caídos y construir una pira lo suficientemente alta para enviarles al lugar al que pertenecen junto con el mismo dios de la guerra. Solo entonces, cuando el fuego haya sido encendido, permitiremos que el vino corra libremente y nos dejaremos llevar.