El mensajero desmontó de su caballo y corrió hacia ellos, llevándose la mano derecha al pecho a modo de saludo. Era un hombre que Fabio conocía y en el que confiaba, Quinto Apio Probo, un experimentado legionario de la vieja guardia que se había convertido en mensajero porque sabía montar a caballo y había sido herido en una pierna.
—Traigo noticias de Cauca. El oppidum ha caído.
Enio le miró fijamente.
—¿Caído? Pero si mis catapultas no estaban preparadas. Sin ellas nunca habrían conseguido abrir una brecha en sus muros.
—No han tenido necesidad de hacerlo. Se ha negociado una capitulación.
—¿Negociado? ¿Lucio Licinio Lúculo? Eso debería figurar en los anales.
—No fue el general quien llevó a cabo las conversaciones, sino el tribuno mayor de su guardia personal, Sexto Julio César.
—Ah —exclamó Enio—. El hermano de Julia. —Se giró hacia Escipión—. Es lingüista y sabe hablar su lengua. Uno de los esclavos de su casa en Roma era un antiguo jefe celtíbero, un guerrero que Aníbal atrajo para su causa cuando pasó por estas tierras con sus elefantes de camino a Roma. ¿Te acuerdas de él, Escipión? Nos enseñó cómo utilizar la espada ibérica de doble filo.
Escipión asintió y luego miró fijamente al hombre.
—Pareces inquieto, Quinto Apio. Hay algo más, ¿no es así? Puedes hablar libremente. Tienes mi palabra.
Quinto se aclaró la garganta.
—Sexto garantizó la seguridad del pueblo a cambio de que permitieran que una guarnición romana ocupara el oppidum. El propio Lúculo les condujo al interior. Pero era un manípulo de la nueva legión, los hombres que el propio Lúculo había reclutado del cuarto distrito de Roma prometiéndoles un gran botín y forzando a aquellos que se negaban a presentarse voluntarios. Yo crecí en los aledaños de ese barrio, y sé cómo son. Pueden ser los mejores legionarios si son entrenados con mano de hierro, y los peores si no lo son. La única acción que estos hombres han visto en su vida es la de las peleas de las bandas callejeras de Roma después de las carreras de carros; la única disciplina, los latigazos de los celadores militares cuando fueron embarcados en las naves con destino a Iberia.
La barbilla de Escipión se tensó.
—¿Y qué pasó?
—Lúculo les permitió saquear el oppidum. Pero todos sabemos que los celtíberos tienen poco que ofrecer. Son pastores y ganaderos, no comerciantes. Estos nuevos reclutas fueron engañados con cuentos del botín de Macedonia y creían que cada ciudad extranjera estaría cubierta de oro y plata. Pero cuando no encontraron nada en Cauca, Lúculo les dio lo segundo mejor. Es un general lo suficientemente avispado para saber que los hombres enviados a la guerra que aún no han podido matar necesitan saciar su sed de sangre y, cuando lo consiguen, eso ocupa sus mentes durante unos cuantos días hasta que vuelven a querer más.
Escipión dio un paso atrás, cerrando los ojos durante un instante y pellizcándose la punta de la nariz.
—No me lo digas.
—Todos los hombres del lugar. Les rodearon asestándoles tajos a diestro y siniestro hasta matarlos y luego incendiaron la ciudad.
—¡Por Júpiter! —murmuró Enio.
Escipión respiró hondo y apretó los dientes.
—¿Cuánto tiempo hace de eso?
—Seis horas. He venido lo más rápido que he podido. Quería advertiros de que Lúculo está de camino hacia aquí y sus hombres esperan más de lo mismo. Llegarán al anochecer.
—¿La legión entera?
Quinto asintió.
—Incluido el manípulo que entró en el oppidum. Ahora ese lugar ya no necesita una guarnición.
Enio soltó un gruñido.
—Al menos traerán las balistas con ellos. Así podré empezar a bombardear Intercatia como es debido. Si no capitulan pronto, esa será la única forma con que podamos forzar su rendición. Solo es cuestión de tiempo antes de que les lleguen los rumores de lo sucedido en Cauca. Usan corredores para transmitir las noticias entre los oppida, y algunas veces no podemos atraparlos.
Quinto se volvió hacia Escipión.
—Tal vez todavía tengas la oportunidad de negociar la rendición antes de que Lúculo llegue. El prisionero celtíbero que nos hace de intérprete en el cuartel general me contó que para ellos solo hay dos romanos en el ejército instalado en Hispania que les merezcan confianza, Sexto Julio César y Escipión Emiliano. Sexto negoció la paz con ellos el año pasado, antes de que Lúculo llegara dispuesto a empezar su propia guerra, pero ahora, obviamente, habrán perdido toda su fe en las habilidades de Sexto para hacer que su general respete el acuerdo que firmaron con Roma. Contigo sin embargo podría ser diferente. No fuiste parte de la campaña anterior, así que no te tienen tomada la medida. Solo saben que eres alguien que comparte el nombre de Escipión el Africano, el gran general que derrotó a Aníbal y fue magnánimo con los guerreros celtíberos del ejército vencido de este, manteniendo únicamente a unos pocos como esclavos en Roma y ejecutando solo a los cabecillas. Puede que todavía quieran escucharte y confíen en ti.
—Solo si les demuestro que puedo mantener mi palabra incluso con la fuerza —murmuró Escipión mirando más allá de la llovizna hacia los muros—. Tengo que asaltar el oppidum y hacerlos claudicar. Solo cuando vean que los legionarios están bajo mi control, creerán en mi palabra.
Enio le observó con atención.
—Ten cuidado con hacerte cargo de esos asuntos personalmente, Escipión Emiliano. Recuerda que Lúculo es tu general y tu jefe. Piensa en dónde estarías sin él.
—Lo sé muy bien —contestó Escipión—. Estaría de vuelta en Macedonia, ejerciendo de edil provincial bajo el yugo de Metelo, estableciendo un tribunal de justicia en alguna ciudad tan remota que no sería merecedora de la presencia de Metelo, mientras este seguiría intentando hacerme desaparecer, y yo sobreviviría como un oficial sin futuro dándole algo con lo que recrearse. Debo estar agradecido a Lúculo por sus torpes maneras, una cualidad que le permitió pisotear al Senado cuando me ofrecí voluntario para acompañarle a Hispania, lo que hizo que mi nombramiento en Macedonia fuera pospuesto. Aunque también sé cómo funcionan las cosas en Roma. Lúculo es cónsul, pero eso solo durará un año. Es un novus homo, un hombre hecho a sí mismo de una familia desconocida. Ya ha sido condenado a arresto domiciliario por los tribunos debido a su rudeza al reclutar a su legión en Roma, y ahora ha actuado contra las instrucciones expresas del Senado, reiniciando la guerra cuando se suponía que solo venía aquí para establecer una guarnición. Sí, debo dar las gracias a Lúculo y a su guerra por ofrecerme mi primer destino en el campo de batalla desde Pidna. Pero un Lúculo no es suficiente jefe para un Escipión. Nunca llegaré más allá de tribuno militar, y dentro de un año estaré mirando hacia atrás a una carrera militar que no será la envidia de nadie, llena de promesas incumplidas.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Enio.
Escipión hizo una pausa.
—Siempre recordaré las palabras de mi padre: «El único camino verdadero a la gloria es a través de tus propios actos en la batalla, ya sea como guerrero o como líder de hombres, y son solo esos actos los que asegurarán tu reputación». Me ganaré la estima de mis hombres y la confianza de mis enemigos. Si existe un futuro para Escipión Emiliano, este será conquistado a través de su reputación y su fides, su palabra de honor.
Enio le miró brevemente y luego giró la cabeza hacia los muros.
—¿Acaudillarás una fuerza de asalto a través de la brecha?
—Tenemos cinco horas antes de la puesta de sol y la llegada de la legión. Los celtíberos están siempre alerta, pero no esperarán un ataque a esta hora tan tardía. ¿En cuánto tiempo podremos estar preparados?
Enio clavó sus ojos en él.
—Tenemos quinientos hombres esperando una palabra tuya. Están deseando intervenir. Podemos organizar un asalto en menos de una hora.
Escipión asintió y luego miró a Quinto. Su cara tenía un gesto decidido y los ojos centelleaban.
—Encuentra un pilum y afila tu espada. Entramos en guerra.
Quinto saludó y se marchó. Fabio se volvió hacia Escipión.
—Deberías saber que hay cierto descontento entre los centuriones.
Escipión le miró a los ojos.
—Habla libremente.
Fabio hizo una pausa.
—Es respecto a que Lúculo sea un novus homo. Esa es otra de las razones por las que necesita ofrecer a sus hombres grandes saqueos y sangre. Saben que ha surgido de la nada, que es uno de ellos, ya que apenas hace dos generaciones su familia eran carniceros en el Mercado de Ganado. Los legionarios esperan siempre que uno de los suyos consiga erigirse en primipilus, pero nunca en comandante del ejército. Es un agitador, como uno de esos tribunos del pueblo en Roma, dispuesto a complacer a esos hombres como si aún fueran los matones indisciplinados que reclutó y no legionarios. Los legionarios esperan que sus oficiales sean patricios con un honorable linaje de servicio militar en sus familias, hombres que se pongan al frente de sus tropas. Lúculo no es ninguna de esas cosas. Tal vez sientas que aún tienes que demostrar ser merecedor de tu linaje, Escipión, pero los centuriones curtidos en la batalla te seguirán pasando por encima de Lúculo sin dudarlo.
Enio intervino en voz baja.
—Guárdate esos pensamientos para ti, Fabio. Escipión solo es un tribuno y no tenemos más que un manípulo de quinientos hombres, la mayoría de ellos fabri. Es aquí, ante los muros de Intercatia, donde debe ganarse su reputación, no como un usurpador respondiendo al descontento de unos cuantos centuriones. Cuando sea legado quizá pueda permitírselo, pero no ahora. Roma le destruiría por saltarse las reglas.
—No culpo a Lúculo por hacer un llamamiento a filas —declaró Escipión pensativo—. Ya fue sancionado por hacer las cosas como debían hacerse, sin favoritismos y negándose a eximir a aquellos a los que los tribunos les habían dado su promesa de librarse. Tal vez sea un grosero y un pobre general, pero no es corrupto. Los tribunos del pueblo se echaron sobre él porque es un novus homo, alguien como ellos, un hombre de origen plebeyo que ha renegado de sus raíces y aspira a convertirse en patricio. Tampoco le culpo por eso. Pero de lo que sí le culpo es de inducir a los hombres a presentarse voluntarios ofreciéndoles un botín, y de traerlos aquí sin un entrenamiento básico. Dado que no ha habido otra guerra desde Pidna, la mayoría de los veteranos ya estaban con el ejército en Hispania, por lo que esta nueva legión está compuesta casi en su totalidad por hombres poco versados en el arte de la guerra, sin disciplina ni habilidades, ni tampoco con el cinismo de los veteranos que se toman la promesa de botín con grandes reservas. —Escipión apoyó una mano en el hombro de Fabio—. Ya llegará el momento de hacer grandes cosas, Fabio. Hasta entonces mi lealtad está con mi general. Y ahora mismo, tenemos un oppidum que tomar.
Quince minutos más tarde, estaban subiendo por el tosco sendero en el que los grandes fragmentos de piedra desprendidos de la brecha habían sido apartados a las cunetas por los elefantes. Encima de los escombros, los dos centinelas apostados tras el muro se hicieron a un lado, mirando a través de la abertura. Justo delante de ellos había un amplio espacio abierto, carente de vegetación y lleno de charcos de barro, que ocupaba tal vez una tercera parte del área entre los muros exteriores y el oppidum. Más allá estaba el muro interior, construido con piedras sin tallar, al igual que el muro en el que se hallaban encaramados, y rematado por una empalizada de madera que, en algunos puntos, aún conservaba su altura original. Una torre vigía, parcialmente quemada, permanecía intacta por encima de la entrada. A través de algunos humeantes agujeros de la empalizada, producidos por las bolas de fuego de Enio, pudieron distinguir las toscas casas de los celtíberos en el interior, de techos de paja y forma circular, como la antigua cabaña de Rómulo en la Colina Palatina en Roma. Fabio se giró hacia el optio encargado del despliegue de los centinelas, un veterano de pelo canoso que solo tenía una oreja, al que creyó reconocer de uno de los destacamentos de jóvenes reclutas años atrás en Pidna.
—¿Cuánta gente crees que permanece aún hay dentro?
El optio echó un vistazo hacia la empalizada.
—Puede que unos doscientos guerreros y el mismo número de civiles, la mayoría de ellos mujeres y niños. Pero la población disminuye por momentos. Fíjate en esa pequeña procesión a la izquierda.
Fabio siguió su mirada hacia una pequeña abertura en el muro interior, aproximadamente a unos cincuenta pies a la izquierda de la entrada por debajo de la torre. Fuera, en el campo abierto de delante, ardía una pequeña hoguera. Entonces comprendió que aquella debía de ser la fuente del hedor a carne calcinada que se filtraba a través de la brecha del muro. Pudo distinguir varias figuras entre el humo, arrastrando algo hacia el fuego, y algunas más alrededor, apresurándose aparentemente sin dirección concreta y corriendo de un lado a otro.
—¿Se trata de algún tipo de ritual? —preguntó Fabio—. ¿Un terreno sagrado?
—Es sagrado, es cierto —contestó el optio—. Uno de los prisioneros dice que el espacio abierto de delante se utiliza para el combate individual entre guerreros, para resolver disputas entre ellos y seleccionar al nuevo jefe. Pero lo que ahí se está celebrando es otra clase de ritual.
Enio estaba mirando a través de un largo tubo con lentes de cristal en cada extremo que Fabio recordó haberle visto construir en la academia. Se lo pasó a Escipión, quien lo apoyó sobre una piedra y apuntó hacia el fuego y la gente, cerrando un ojo y mirando a través de la lente.
—¡Por Júpiter! —murmuró. Bajó la vista y luego pasó el tubo a Fabio, que se inclinó contra el borde dentado de la abertura y miró a través del artilugio. La imagen era vacilante, distorsionada, borrosa en los bordes con breves destellos de color, como un arco iris que se enfocaba y desenfocaba, pero después de unos momentos comprendió que el centro de la lente no estaba distorsionado y concentró sus ojos en el objetivo, magnificado cuatro o cinco veces respecto a su tamaño a simple vista.
Lo que vio fue una visión de horror. La gente que se acercaba hacia el fuego arrastraba cuerpos humanos tras ellos, formas cubiertas por el barro, esqueléticas, que apenas se diferenciaban de las vivas, vestidas con harapos y con el pelo largo y enmarañado. Una vez allí, lanzaban los cuerpos a las llamas y esperaban hasta que se prendían fuego. Pero también había otros rodeando la pira como buitres. Fabio vio a uno de ellos precipitarse y tirar de un cadáver, cortándolo frenéticamente con un hacha para luego apartarse con un brazo seccionado entre las manos y clavar sus dientes en la carne. Aquellos que habían llevado el cadáver corrieron tras él mientras trataba de escapar, derribándolo y cosiéndolo a puñaladas en el barro hasta dejarlo inmóvil. Rodeando la escena, Fabio pudo distinguir a otros que habían logrado escapar con su premio, agachados en el barro como perros y mordiendo los trozos de carne desmembrada. Fabio apartó el tubo y se lo ofreció al optio, que sacudió la cabeza.
—Llevo viéndolo todo el día —declaró—. Ya no quiero mirar más.
Enio se volvió hacia Escipión.
—Podemos hablar todo lo que queramos sobre sitiar una ciudad por hambre hasta su sumisión, dibujar líneas de batalla en la arena y empujar soldados de juguete a través de los paisajes de las maquetas en la academia. Pero esto es la realidad. Tal vez podamos dejar que el hambre gane la guerra por nosotros, pero no hay ningún honor en observar a un pueblo orgulloso reducido a este extremo.
Escipión se puso de rodillas, asomando durante un segundo su cuerpo a través de la brecha. Una flecha surgió silbando, rebotando sonoramente contra la placa de su peto y trazando un bucle para perderse en la distancia. Todos se agacharon bajo la línea del muro, y Escipión contempló la abolladura donde la flecha se habría hundido en su pecho. Miró a Fabio y luego a Enio.
—Está bien. Ya he visto bastante. Con tus fabri y mi centuria contamos con trescientos hombres para embestir a través de la brecha. Formaremos en campo abierto retando a los guerreros a que salgan y se enfrenten a nosotros.
Se volvió hacia el optio.
—¿Cuál es tu opinión, legionario? ¿Están preparados tus hombres?
—Esperamos vuestra orden —bramó el hombre medio sacando su espada de la funda—. Terminemos con esto.