X

Un águila se lanzó en picado sobre las colinas, su chillido resonando por todo el valle mientras batía fuertemente sus alas en el húmedo aire. Fabio levantó la vista de su faena, respirando con dificultad y notando el sabor del sudor que llevaba resbalando por su cara toda la mañana. Se sacó el casco secándose la incipiente barba con el dorso de la mano y levantó su rostro hacia el cielo para disfrutar, siquiera por una vez, de la fresca humedad del lugar. Había comenzado a lloviznar de nuevo, con esa lluvia incesante que parecía envolver estas colinas desde que Escipión y él llegaron de Roma, hacía casi tres meses. El paisaje estaba siempre envuelto en una perenne nube baja que crecía al socaire de las altas montañas que, más al norte, dividían Hispania de la Galia. Había llegado a convencerse de que la lluvia le gustaba; sentir de nuevo el sol solo habría servido para recordarle la última vez que vio a Eudoxia y a su hijo pequeño, nacido un año antes, jugando junto a las centelleantes aguas del Mediterráneo. Miró a la parte alta de la colina hacia los muros del oppidum, la cercada ciudadela de los celtíberos. Allí dentro también había mujeres y niños, pero aún no los había visto, solo a los esposos y padres cuando hacían alguna salida, gritando con los cabellos revueltos y blandiendo las espadas de doble filo que aterrorizaban a todos salvo a los enemigos más endurecidos por la batalla.

La catapulta, a unos pocos pies detrás de él, lanzó su carga con una discordante sacudida, enviando una bola de fuego por encima del muro hasta el oppidum de más allá. Llevaban así más de una semana, día y noche, una descarga cada hora, acarreando muerte y destrucción y llevando lentamente al enemigo hacia la sumisión. Antes de aquello habían lanzado piedras, machacando el muro hasta abrir una brecha que permitió a los legionarios adentrarse por ella forzando al enemigo a retroceder hasta su segunda línea de defensa delante de sus cabañas y casas. Tomar el muro hacía que el trabajo que ahora estaban haciendo pareciera redundante, pues estaban cavando un foso bajo la ladera del oppidum. Pero Enio sabía cómo mantener a sus fabri contentos, hombres reclutados del gremio de la construcción en Roma a los que nada les gustaba más que cavar fosos y erigir empalizadas, además de trabajar en los artefactos de asedio que les hacían recordar las grandes grúas con contrapeso junto al río Tíber utilizadas para sacar de la bodega de los barcos los grandes bloques de mármol. Fabio había deseado apuntarse y ayudar al recordar las horas que pasó, siendo un joven recluta, haciendo prácticas sobre cómo construir fortificaciones en el Campo de Marte y cómo el viejo centurión les había explicado que construir era una parte del trabajo del legionario igual de importante que el combate. A pesar de la incomodidad de la zanja, aún sentía un pellizco de satisfacción por llevar de nuevo la armadura de legionario, sin importar qué tarea tuviera que desempeñar. Habían transcurrido diecisiete años desde Pidna, e incluso después de las semanas de duro trabajo desde que llegaron a Hispania, seguía sintiendo el mismo orgullo y excitación por llevar las armas en nombre de Roma que había experimentado por primera vez como joven recluta en Macedonia, tantos años atrás.

Escuchó un gran murmullo de satisfacción detrás de él y un chapoteo. Los dos elefantes que habían estado trabajando en el muro toda la mañana yacían inmersos en el estanque de barro que se había formado al fondo del foso, refrescándose y utilizando sus largas colas para espantar a las moscas que se agolpaban a su alrededor. Un poco más arriba de la ladera, el tercer elefante estaba trabajando bajo la vigilante mirada de su domador númida, sirviéndose de su trompa para apartar las rocas y despejar de escombros el irregular borde de la brecha, facilitando así el paso de las tropas de asalto. Después de romper el muro y forzar a los defensores a retroceder hasta el oppidum, Escipión había consolidado su avance, abriendo rápidamente la entrada principal para dar paso a más hombres; pero una vez que divisó la segunda línea defensiva, una empalizada de madera a través del centro del oppidum, unos quinientos metros más adelante, decidió no seguir adelante y, en su lugar, retirar sus tropas hasta la brecha y dejar ese espacio abierto intermedio como terreno baldío donde acabar con el enemigo si decidía hacer alguna salida.

Llevaban casi una semana esperando; una semana durante la cual los celtíberos habían soportado hambre y miseria, acribillados por el granizo y la lluvia, que convirtió el lugar en un cenagal, así como por las bolas de fuego lanzadas por los artilleros de Enio por encima de los muros a las casas donde, a pesar de la lluvia, las ardientes cargas de brea y aceite habían prendido fuego a los tejados forzando a la gente a salir al aire libre, desprotegidos de los elementos y de las piedras de la ballesta. Resultaba increíble que hubieran aguantado tanto tiempo, aunque Fabio ya había oído hablar a otros legionarios de la resistencia de los celtíberos y de cómo un asedio como este podría alargarse hasta que la última persona del interior hubiera muerto de inanición o por su propia espada.

Miró hacia Escipión, al otro lado del foso, inclinado sobre un diorama táctico que él y Enio habían creado usando arcilla y piedras de la orilla del río. Escipión ya tenía casi treinta y cinco años, su rostro más curtido que la última vez que fueron juntos a la guerra, la barba incipiente y el corto cabello poblados de canas. Habían transcurrido seis años desde que abandonaron Macedonia; seis años que Escipión consagró a regañadientes a los tribunales y las instituciones de gobierno de Roma, una carga que había podido sobrellevar gracias a pasar algunos meses al año cazando en las estribaciones de los Apeninos y en las altas laderas de las montañas cisalpinas al norte, además de trabajando diariamente en Roma con los gladiadores para mantenerse en forma y prepararlos para la batalla. A diferencia de sus contemporáneos en Roma, que habían sucumbido a la autoindulgencia, Escipión era tan musculado y fibroso como los fabri que ahora trabajaban a su alrededor; capaz de sentirse igual de cómodo cavando cualquier zanja que uniéndose a los combates de lucha libre y a los entrenamientos con espada que mantenían en forma a los legionarios mientras aguardaban a que el asedio minara la resistencia de los celtíberos y les obligara a entablar de nuevo batalla.

El maltrecho peto de Escipión tenía la forma de un musculoso torso humano, un legado de los Emilio Paulo que, en su día, había constituido un espléndido ejemplo de orfebrería etrusca, pero que ahora estaba abollado y dentado por la guerra. Había sido utilizado por el padre de Escipión cuando era un joven tribuno en la guerra contra Aníbal y por su abuelo, en la primera guerra púnica, el primer gran conflicto con Cartago hacía casi cien años. La guerra con Cartago nunca estaba lejos de sus pensamientos, incluso ahora cuando estaban luchando porque los celtíberos decidieron ponerse del lado de Aníbal en su expedición a través de Hispania hacia Roma más de sesenta años atrás. Desde entonces habían demostrado ser un obstáculo para los intentos de Roma de conseguir llegar a los distritos con minas de oro situados más al noroeste. La guerra había estallado tres años antes, siendo sofocada por los romanos después de una ardua campaña en esas mismas desoladas estribaciones, que minaron por igual a las fuerzas tanto atacantes como defensoras. Pero luego, con la paz a la vista, Lúculo fue elegido cónsul y decidió reclutar una nueva legión y partir para concluir el trabajo en sus propios términos, renegando de las promesas hechas a los celtíberos por sus predecesores. Todo el mundo sabía que su campaña era un modo de conseguir un triunfo fácil —la primera oportunidad de un cónsul, en casi dos décadas, para liderar un desfile triunfal en Roma—, y que los celtíberos estaban siendo tratados con un desprecio que enfurecía a aquellos que habían luchado contra ellos y aprendido a respetar su sentido del honor como guerreros.

En privado Escipión se había mostrado desdeñoso con Lúculo, un novus homo zafio con apenas antecedentes militares, creyendo que la renovada guerra con Hispania era una distracción de la inminente amenaza de Cartago. Pero Escipión, que acababa de ser nombrado senador, vislumbraba su futuro atrapado en Roma, sin ninguna posibilidad de conseguir la reputación militar que necesitaría para ser designado comandante de una legión o de un ejército cuando llegara el momento de asaltar Cartago. Por una vez, Polibio se hallaba ausente, de viaje en Grecia aconsejando a la Liga Aquea sobre temas de organización militar, y Escipión se vio obligado a meditar sobre ello sin su consejo, sopesando su propia ambición y lo que él creía su destino contra su conciencia por enrolarse en una guerra deshonrosa. Entonces, unos días antes de que Lúculo y su legión marcharan de Roma, le llegaron noticias de que un grupo de ancianos senadores, detractores de Catón y recelosos de cualquiera que llevara el nombre de Escipión, estaban tramando un nombramiento para él como edil de Macedonia, un puesto que supondría un bienvenido descanso de Roma, excepto por el hecho de que el nuevo gobernador provincial era su archienemigo Metelo. Lo discutió con Fabio y tomaron una decisión. Ambos recordaban lo sucedido en los bosques de Macedonia seis años antes, y no tenían ningún deseo de acabar sus días en algún callejón perdido de Pella con un cuchillo clavado en la espalda.

Escipión acudió a Lúculo, que estaba formando a su legión en el Campo de Marte, y se ofreció voluntario. Había aceptado su nombramiento como tribuno militar pero no como uno más de los jóvenes que lideraban los manípulos y cohortes, sino como oficial del cuerpo de Lúculo, para actuar como emisario cuando llegara el momento de discutir de nuevo los términos con los celtíberos. Lúculo confiaba en la reputación de Escipión de fides, de mantener su palabra, un papel que Fabio sabía que sacudiría la conciencia de Escipión dada la duplicidad de Lúculo hacia los celtíberos. Ese fue el motivo por el que los dos amigos se encontraban ahora de paso en Intercatia, mientras esperaban a que la lluvia cesara y el camino a la costa quedara de nuevo transitable, tras haber recalado en el campamento diez días antes con una reducida centuria del oppidum de Cauca donde Lúculo estaba acampado con su legión. Cuando llegaron Enio ya estaba allí, comandando una pequeña fuerza de asedio. Él fue quien convenció a Escipión para que pospusiera su marcha, ya que sabía lo mucho que su amigo ansiaba entrar en acción y honraba la capacidad de liderazgo que ejercía años atrás en la academia. La fuerza principal de Enio era una cohorte de obreros que se suponía que debían completar las fortificaciones antes de la llegada de la legión de Lúculo, en cuyo momento este último confiaba en que el oppidum capitulara y así poder añadir una nueva victoria a su cesta sin necesidad de arriesgar su propio pellejo liderando a sus hombres a la batalla.

Fabio observó cómo Escipión se enderezaba y miraba hacia los muros. No llevaba el disco de plata phalera con el que su padre le había recompensado por su valor en Pidna. Escipión le había comentado que la lucha en Pidna sucedió cuando la mayoría de los legionarios que estaban ahora aquí aún eran unos niños, por lo que aquello se habría convertido en una vieja historia de guerra contada por sus padres. Todos sabían que era hijo del legendario Emilio Paulo y nieto adoptivo de Escipión el Africano; todos sabían que los príncipes a menudo llevaban condecoraciones ofrecidas por reyes, incluso cuando nunca hubieran entrado en acción. Él no estaba dispuesto a vivir de los laureles del pasado, sino que se ganaría el respeto ante los ojos de sus soldados. Y así lo había hecho una semana antes, conquistando las murallas a la cabeza de la legión, siendo el primero en trepar hasta lo alto de los escombros y ver cómo los guerreros celtíberos retrocedían a su segunda posición defensiva, el muro a través del centro del oppidum que cercaba las cabañas y casas de madera del asentamiento. Las relucientes cicatrices del peto de Escipión, prueba de esos breves momentos de feroz lucha en las murallas, tenían más significado para él que cualquier condecoración que Roma pudiera otorgarle. Pero allí fuera, donde el simulacro de las batallas nunca se hacía realidad, donde la guerra implicaba tediosos días y semanas de asedio salpicados de terroríficos momentos de violencia cada vez que los celtíberos intentaban romper el cerco, el combate individual era la llave de la reputación de un hombre. Ningún general podría jamás liderar una legión entera perfectamente formada en la batalla en esta parte de Hispania, donde el terreno, repleto de colinas y recónditos valles fluviales, solo admitía pequeñas unidades, manípulos y cohortes lideradas por centuriones y tribunos, y donde la acción solo se hacía visible en el curso de asedios en lugares que los propios celtíberos elegían para la lucha, terrenos en pendiente bajo los oppida o en espacios cerrados al abrigo de muros interiores que recordaban más a la arena de los duelos de gladiadores que al campo de batalla de un ejército.

Sin embargo, Fabio sabía que existía otra razón por la que Escipión no llevaba la phalera. No la había lucido desde la noche del desfile triunfal de su padre en Roma, cuando Metelo se burló de su valor y Julia estuvo con él por última vez. La misma noche en la que Escipión supo que había perdido a Julia, y tomó la decisión de no dejar que las burlas de otros y los convencionalismos de Roma enturbiaran su concentración en su destino. Hispania debía ser su campo de pruebas, donde demostraría ser no solo el hijo de Emilio Paulo y nieto del Africano, sino también un soldado capaz de enfrentarse mano a mano con el enemigo como lo hacen los legionarios, cuando la lucha es por sobrevivir y por tus camaradas y no por ninguna otra gloria u honor.

Fabio salió del foso acercándose hasta donde estaban Escipión y Enio. Contempló el diorama y las marcas en el barro que Escipión había hecho con su bastón y señaló hacia un gran surco.

—Si se supone que eso es el río no está bien hecho —declaró—. Se curva hacia el sur, más allá del campamento de los obreros.

Escipión negó con la cabeza.

—Esto no es Intercatia sino Numancia. Si alguna vez vamos a derrotar a los celtíberos, deberemos tomar Numancia.

—Es su mayor bastión —indicó Enio.

Escipión apretó los labios, mirando pensativo.

—La mayor debilidad de los celtíberos es su estructura de clan, lo que significa una falta de control estratégico global. Son pastores, al igual que nosotros en Roma éramos ganaderos en los tiempos de Rómulo, leales a nuestras familias y clanes en cada una de las siete colinas, pero compartiendo un alianza con ellos solo cuando éramos atacados por una confederación de tribus latinas. Es una debilidad de los celtíberos, pero también es lo que nos hace más difícil la guerra a nosotros al tener que luchar con cada tribu por separado y asediar los oppida uno a uno, sin ninguna garantía de que la caída de algún oppidum haga que el asedio del siguiente vaya a ser menos difícil, habida cuenta de que los habitantes pueden ser de diferentes clanes normalmente hostiles entre sí.

—Es como tener que luchar en un montón de pequeñas guerras sucesivamente —murmuró Enio—. Puedes terminar cada una negociando la paz y manteniendo tu palabra, a la vez que proporcionas a los jefes la sensación de una derrota honorable, e incluso mantener una actitud distante con las otras tribus que permanecen en guerra. Pero romper tu palabra es otra historia; los clanes podrían responder agrupándose y presentando una oposición más unificada. Eso es lo que parece haber sucedido ahora con la llegada de Lúculo y su rechazo al acuerdo que consiguió pacificar a los celtíberos el año pasado.

Escipión asintió.

—La dinámica de la guerra contra los celtíberos ha cambiado. Los arévacos son la tribu mayoritaria, y su principal oppidum es Numancia. Toma Numancia y el resto de los oppida de la tribu caerán en tus manos sin necesidad de luchar. La guerra habría terminado.

—¿Ese es el plan de Lúculo? —preguntó Fabio.

El rostro de Escipión permaneció impasible.

—Él solo tiene una legión, recién reclutada y sin experiencia. Intenta ganar los suficientes asedios para su triunfo, y luego marcharse. Pero al venir a Hispania sin otra cosa en la cabeza más que la gloria, ha puesto en marcha una guerra con Roma que no se extinguirá hasta que Numancia haya sido tomada, tal vez dentro de muchos años. Eso es lo que Enio y yo hemos estado representando.

—¿Y qué es lo que haríais? —se interesó Fabio.

Enio señaló con su bastón.

—Este es el río Duero. Construiría torres en cada orilla en dos sitios distintos a unos quinientos pies de separación. Las torres de la orilla más cercana estarían lo suficientemente próximas para que los arqueros pudieran lanzar una lluvia de flechas dentro del oppidum. Mientras tanto, yo rodearía la fortificación con un profundo foso con terraplén y duplicaría su ancho justo delante de las principales entradas, donde una salida de las fuerzas de los sitiados podría sobrepasar un único sistema de fosos.

Escipión le sonrió.

—Hablas como un verdadero ingeniero. Si tuvieras la oportunidad serías capaz de construir otro par de murallas alrededor de Roma.

—No sería ninguna tontería. La ciudad se está haciendo demasiado grande para las murallas servianas. Ya tienen más de doscientos años. Y cuantos más bloques de pisos de madera se amontonen en el interior de sus muros, más posibilidades hay de que se produzca un fuego devastador.

—Polibio y uno de sus amigos científicos de Alejandría hicieron un cálculo matemático sobre las murallas de las ciudades —explicó Escipión—. Según ellos, salvo que tengas una población aún más densa que la de Roma viviendo en casas de ocho o diez plantas de altura, no habría suficiente mano de obra en toda la ciudad para defender sus límites exteriores.

Enio asintió.

—Los muros de la ciudad son solo pura apariencia.

—Se necesita una defensa en profundidad, una pequeña área fortificada tras la que refugiarse. Eso es lo que los celtíberos han hecho aquí en Intercatia hace una semana.

—¿Recuerdas cuando Polibio nos llevó a Atenas para mostrarnos la Acrópolis? Eso es algo que los griegos entendieron bien y nosotros no.

—Porque el espíritu romano es ofensivo, no defensivo. Pero los celtíberos, al igual que los griegos, generalmente suelen mirar hacia dentro; para ellos lo inusual es expandirse más allá de sus fronteras y apropiarse de otros oppida. Roma, por el contrario, siempre ha mirado hacia fuera durante siglos, devorando las tribus de alrededor y las ciudades-estado de los griegos y los cartagineses sin dejar de expandirse.

Enio lanzó una mirada irónica.

—Sí, y ya ves lo que sucedió cuando los invasores alcanzaron Roma: los galos hace doscientos cincuenta años y, más recientemente, Aníbal en los tiempos de nuestros abuelos. La Colina Capitolina, donde la gente se refugió de los galos, fue fácilmente superada y aún permanece sin fortificar. Un día Roma alcanzará los límites de su expansión y sufrirá la misma debilidad en la que resultaron los cálculos de Polibio por no tener suficientes hombres con que defender sus fronteras. Y, sin embargo, se harán grandes esfuerzos para fortificar las fronteras a expensas de la propia Roma, que permanecerá vulnerable y caerá.

Escipión gruñó.

—Los celtíberos contemplan sus oppida como refugios, al igual que los galos —afirmó—. Las partes inferiores de los muros están construidas con piedra, mientras que la estructura superior es de madera con techos de paja vulnerables al fuego. Esa es su mayor debilidad defensiva. No sabían nada de máquinas de asedio cuando diseñaron sus muros.

Enio asintió.

—Traeré baterías de balistas[2] y catapultas para disparar piedras y bolas de fuego.

Escipión apretó los labios.

—El río sigue siendo un punto débil.

Enio se quedó mirando fijamente la reproducción durante un instante y luego trazó una línea a través del surco entre las dos piedras.

—¿Qué te parece esto? Enganchas un grueso cable entre las dos torres, tan tenso que sobresalga de la superficie del agua. Entonces retuerces el cable alrededor de las secciones de los troncos hasta que formen una barrera. Así no habrá forma de que puedan salir barcas enviadas desde el oppidum para ponerse a salvo.

Fabio le miró.

—Tengo una sugerencia.

—Di lo que pienses.

—¿Alguna vez habéis asistido a las carreras de cuadrigas del Circo Máximo cuando enganchan cuchillas a las ruedas?

—Un gran espectáculo y una auténtica carnicería —declaró Enio—. No solo por lo que las cuchillas hacen en los carros cuando se traban entre ellos sino también por lo que les ocurre a los aurigas que caen encima.

—¿A dónde quieres llegar, Fabio? —preguntó Escipión—. Numancia está muy lejos del Circo Máximo; además, aquí los carros se hundirían en el barro.

—No hablo de carros, Escipión, sino de esos troncos flotantes. Una semana después de nuestra llegada a Hispania, salí con una patrulla de reconocimiento a Numancia para evaluar sus defensas. Ahora que sé que vuestro modelo representa su oppidum, reconozco el curso del río. En los puntos donde habéis colocado las torres, la corriente fluye especialmente rápida al ser el cauce más estrecho, sobre todo cuando aumenta con las lluvias que parecen caer todo el tiempo. Pero en lugar de ver la climatología como un impedimento, podemos volverla a nuestro favor. Si añadimos unas paletas a modo de radios de una rueda en cada extremo de esos troncos, eso los hará girar con la corriente.

—Ya te entiendo —declaró Enio entusiasmado—. Acoplar cuchillas que sobresalgan a lo largo de los troncos, que serán tan cortantes como las de las ruedas de las cuadrigas. Eso impedirá no solo el paso de barcas, sino también el de los nadadores.

Fabio le quitó el bastón a Escipión y trazó dos líneas a través del surco.

—El río es prácticamente vadeable en estos puntos. Coloca tus torres y la barrera de troncos allí, y las cuchillas prácticamente rozarán el lecho del río. Los nadadores ni siquiera podrán sumergirse por debajo.

Enio asintió mirando el barro.

—Una brillante sugerencia, Fabio. Digna de figurar en uno de los textos de Polibio. Si los habitantes de Intercatia continúan poniendo a prueba nuestra paciencia y aguantando mucho más, mantendré a mis obreros ocupados haciéndoles construir una barrera experimental en el río cercano para ver cómo funciona.

Escipión dio una palmadita en el hombro de Fabio.

—Creo que aún podremos hacer un general de ti.

—Me basta con centurión, Escipión. Algún día, cuando lo merezca.

Enio miró a Escipión.

—Pero ya vale de nuestro simulacro de asedio. ¿Cómo dispondrías a tus hombres?

—Un tercio para la fuerza de asalto y otro tercio en reserva. Un tercio de la reserva para que avance y asegure los muros enemigos una vez que la fuerza de asalto se haya desplazado a través de las brechas abiertas por la artillería, incluyendo todos los arqueros y lanceros disponibles. La línea delantera de la reserva incluirá los fabri preparados para embestir y proporcionar escalas por las que ascender y equipos de demolición si fueran necesarios. Y el tercio restante estaría compuesto por el personal a cargo de las balistas y catapultas, la caballería pesada para repeler cualquier salida del enemigo y una pequeña fuerza de caballería ligera preparada para abatir a cualquiera que escape del oppidum para pedir ayuda.

Enio le sonrió.

Eso está directamente extraído del manual.

—He tenido tiempo de sobra para prepararlo. Cuando no estaba cazando o entrenando, siempre estaba simulando guerras. Los tribunales y órganos de gobierno solo me quitaban unas pocas mañanas a la semana. Han demolido la vieja Escuela de Gladiadores donde teníamos la academia, pero Fabio y yo conseguimos rescatar la mesa de dioramas donde estudiábamos las batallas. Cada vez que Polibio o alguno de los otros están en la ciudad, nos reunimos en una habitación que he añadido especialmente a mi casa en el Palatino y recreamos las grandes batallas del pasado, cambiando las variables para intentar alterar el resultado, tal y como se nos enseñó a hacer. Hemos debido de recrear Zama más de cincuenta veces, y Cannas prácticamente las mismas. Pero mi fascinación siempre han sido los asedios.

—Me pregunto por qué —dijo Enio mirando con sorna a Escipión—. Déjame que lo adivine. Una gran ciudad en la orilla sur del Mediterráneo, con el puerto cercado, una alta acrópolis albergando el Templo de Baal-Hammon, y un lugar donde sacrifican niños. La mayor enemiga de Roma aún sin conquistar.

—Es en lo único en lo que puedo pensar. Es mi destino.

—Bueno, Intercatia no es Cartago, y aquí solo tienes quinientos hombres, dos tercios de ellos obreros.

—Los fabri también son legionarios.

—Por supuesto. Los mejores.

—Entonces deberían formar la fuerza de asalto y la centuria que he traído conmigo desde Cauca se mantendrá en la reserva.

—Eso es muy astuto. En mis tres años en Hispania, he aprendido que un general siempre debe utilizar a los hombres que ha desplegado como su fuerza de asedio para llevar a cabo el asalto final. Utilizar tropas de refresco podría provocar el descontento entre aquellos que han pasado semanas y meses delante de los muros, además de desperdiciar el conocimiento que hayan adquirido de las costumbres del enemigo y sus debilidades. Incluso aquellos legionarios que parecen agotados encontrarán fuerzas renovadas al tener el fin a la vista y lucharán con más ferocidad que las tropas de reserva.

—Entonces aquellos que la semana pasada estaban conmigo en primera línea de los muros formarán la primera línea de la fuerza que utilizaré para entrar en el oppidum.

—Pero hay algo más que no aprendimos en la academia. El comandante de un asedio no debe dejar que sus propias tropas o el enemigo piensen que se echa atrás por cobardía o falta de agresividad. Tu plan para el asedio de Numancia es sólido porque muestra resolución y esfuerzo, dejando claro que estarás allí el tiempo que haga falta con la intención de llegar hasta el final. Un comandante más débil, que solo pretenda alardear de sus fuerzas, podría dejar el río indefenso, confiando en su corriente como un límite natural, o colocar varias filas de estacas donde cavar zanjas y construir un vallum, con los que tal vez pueda convencer a algunos en Roma de haber hecho todo lo posible para derrotar a un enemigo inalcanzable; pero, sin embargo, sus soldados pensarán lo peor de él y lo mismo el enemigo. Creerían que no tiene el coraje para un asalto o que piensa que sus soldados no lo tienen. Si tus hombres piensan que no tienes fe en ellos, nunca podrás liderarlos hacia la victoria.

Escipión dejó escapar una sonrisa.

—Sin embargo, lo que realmente te gusta de mi plan es que conlleva un montón de trabajo de elaborada ingeniería para ti y tus fabri.

—Incluso eso tiene otra ventaja: mantener a los hombres ocupados. Es para lo que han sido entrenados, y no para sentarse de brazos cruzados todo el día esperando al enemigo. Nada les gusta más que ver alzarse fortificaciones a su alrededor, lo que acobarda al enemigo.

Fabio miró con atención la brecha en los muros a unos trescientos pies pendiente arriba, observando a los centinelas encaramados sobre los escombros que vigilaban ante cualquier señal de actividad enemiga. Recordó al viejo centurión en Roma regañando a los chicos y aplacando su entusiasmo de unirse a la batalla a la primera oportunidad. No luchéis con hombres desesperados —les advirtió—. Dejad que se debiliten por el hambre y la sed. Tomad únicamente una ciudad sitiada cuando estéis seguros de la victoria.

Escipión miró a Enio.

—¿Recuerdas cuando nos llevaron a ver los leones, y lo que el jefe de la Escuela de Gladiadores nos contó sobre cómo preparaban a las bestias salvajes para los juegos?

Enio asintió.

—Dijo que un gladiador experimentado se negaría a pelear con bestias hasta saber que habían sido reducidas por el hambre, ese enemigo invencible.

—Según dijo, el hambre enfurecía a la bestia pero también la debilitaba —continuó Escipión—. Un león que está hambriento proporciona un gran espectáculo, pero es más fácil de matar. Decía que había que elegir el mejor momento para el espectáculo, cuando la bestia estaba enfurecida por el hambre pero aún lo suficientemente fuerte para pelear, con la guardia baja y el hambre haciéndola vulnerable a tu golpe mortal.

—Pero la guerra no es un combate de gladiadores —replicó Fabio.

—No estés tan seguro de ello —contestó Enio—. Todavía no has hecho campaña contra el enemigo tanto tiempo como yo. No se puede elegir entre dejar morir de hambre a una ciudad o arremeter contra ella, o lo uno o lo otro. Además, debes satisfacer a tus propios hombres, que esperarán un final sangriento, y también el honor de un enemigo que solo se considerará vencido cuando haya sido derrotado en batalla. Solo entonces se rendirán.

—Dejaremos que el hambre haga su trabajo y luego plantearemos las condiciones —declaró Escipión.

—El pueblo de Intercatia únicamente se rendirá cuando ya no pueda luchar. Si es preciso comerán pellejos hervidos y hasta su propia ropa. Sus mujeres y niños les están observando y esperarán de ellos que luchen hasta la muerte frente a sus ojos. Aquellos que sobrevivan solicitarán la muerte antes que someterse a la esclavitud.

—Entonces se cumplirán sus deseos —repuso Escipión.

Enio señaló hacia el diorama.

—Bueno, ¿y para la fase final de Numancia? ¿Qué piensas hacer una vez que hayan capitulado?

—No cometeré el error que se hizo con Cartago hace sesenta años. Asolaré Numancia hasta los cimientos. Repartiré su territorio en partes iguales entre los oppida de alrededor, haciendo aliados de aquellos que en su día fueron enemigos. Por esa misma razón me llevaría a Roma a los hijos de los guerreros supervivientes, pero no para humillarles, sino para mostrarlos en mis desfiles triunfales como los nobles y merecidos adversarios que son. Los educaré como oficiales romanos al igual que Gulussa e Hipólita y les pondré a cargo de una fuerza celtíbera auxiliar para luchar con Roma mientras continuamos avanzando hacia el norte, más allá de las montañas, hasta el territorio galo, que es donde pienso dirigirme una vez que los venza. El legado del asedio de Numancia no será un triunfo vacío de un enemigo tan aplastado que no pueda volver a levantarse nunca, sino la celebración de un enemigo convertido para luchar por Roma.

Enio le sonrió.

—Pareces recién salido de la academia. Polibio se sentiría orgulloso de ti. Pero yo he servido tres largos años contra los celtíberos, y sé que una larga campaña puede desgastar a un comandante, Escipión. Las nobles intenciones se pierden en el barro y la miseria. Tal vez te sientas menos magnánimo en la derrota, menos inclinado a mirar hacia el futuro. Cuando ves a tus propios hombres sufriendo y muriendo por nada, el deseo de terminar la guerra de cualquier modo nublará tu visión del enemigo, haciéndote menos clemente. Y después de un largo asedio también deberás acceder a los deseos de tus hombres. Un general débil podría estar de acuerdo en permitir el pillaje y la masacre, mientras que uno fuerte les prohibiría atravesar las puertas de la ciudadela conquistada, pero tendría que ser un hombre al que siguieran por la sola razón de contagiarse de la fuerza de su virtud y honor. ¿Serías tú ese general?

Escipión cogió el brazalete de cuero de su muñeca y se lo puso, mirando hacia los muros del oppidum.

—Bueno, todo lo que puedo decirte es que, definitivamente, Licinio Lúculo no es ese general. ¿Qué es lo que dicen los centuriones, Fabio?

Fabio ayudó a Escipión a atarse las correas de cuero alrededor de la muñeca.

—Aquellos que han servido aquí como Enio dicen que la paz con los celtíberos fue difícil de conseguir, y que Lúculo no ha hecho más que reavivar el conflicto con la esperanza de una victoria fácil para hacer creer que la guerra se ha ganado durante su consulado. Dicen que ha reunido su nueva legión con promesas de botines que los veteranos saben que no existen entre los celtíberos, y que eso solo llevará a la destrucción y a la carnicería con sus mal entrenados legionarios buscando una retribución después de que no encuentren nada que saquear. Los veteranos respetan a los celtíberos como guerreros y preferirían que fueran nuestros aliados y camaradas en armas. Esperan mucho de ti, Escipión. Los pocos que estuvieron en Pidna saben de tu coraje en la batalla, pero es tu nombre lo que les da esperanza. El hijo de Emilio Paulo y nieto del gran Escipión el Africano solo puede liderarlos a una mayor gloria. Ya no miran a la campaña en Hispania, sino a África.

Escipión levantó su otro brazo y Fabio recogió la protección de cuero que faltaba.

—Primero tengo que demostrármelo a mí mismo aquí. Pidna tuvo lugar hace diecisiete años y ahora tengo el doble de edad que entonces. Pocos de los centuriones presentes debieron de luchar allí.

Enio ladeó la cabeza hacia el tosco camino que llevaba a la tienda, donde un hombre a caballo acababa de llegar y desmontaba junto al puesto de guardia.

—Hablando de Lúculo, ese parece uno de sus jinetes. Oigamos lo que tiene que decir.