Tras un último y dificultoso ascenso, los caballos atravesaron la línea de arbolado hasta llegar a campo abierto. Frente a ellos la ladera aparecía cubierta por enormes fragmentos de roca de aspecto dentado, diseminados como las armas de unos enormes gigantes de alguna prodigiosa batalla en el amanecer de los tiempos. Más allá, Fabio pudo distinguir las primeras manchas de nieve y también un banco de nubes, mucho más arriba, oscureciendo los picos nevados que solo había podido vislumbrar en los días despejados desde el claro del bosque más abajo. Era un lugar impresionante, y pudo entender por qué los ancianos pensaban en él como la morada de los dioses. Recordó la última vez que Escipión y él estuvieron en un sitio tan alto, hace casi diez años, la víspera de la batalla de Pidna, cuando subieron por las laderas del Olimpo llegando hasta la cima y sintiéndose como los mismos dioses al contemplar un mundo que parecía ofrecerse a ellos para que lo tomaran. Más abajo, el campo de batalla se desplegaba como el juego de estrategia con el que Escipión y los otros habían estado ensayando en la academia solo unos meses antes, como si la guerra real pudiera de hecho diferenciarse apenas de un juego, muy lejos del olor de la sangre y la angustia de los heridos que tuvieron ocasión de experimentar cuando volvieron a bajar. Pero eso sucedió mucho tiempo atrás y ahora las cosas eran diferentes. Escipión había dejado de ser el joven ansioso por desempeñar su primer mando, convirtiéndose a sí mismo en un marginado desdeñoso del proceso que le llevaría a emprender una carrera en Roma, atormentado por su amor a Julia. Hoy no tenían intención de trepar hasta el pico de la montaña; si existía alguna posibilidad de cazar un jabalí, deberían permanecer en el borde del bosque, rastreando el monte bajo donde se decía que merodeaba la gran bestia, y manteniéndose todo el tiempo en guardia frente a su frenético ataque.
Escipión distinguió algo en la tierra, desmontó del caballo y se ciñó la capa al cuerpo. Una ráfaga de nieve cayó sobre ellos como el frío aliento de la montaña y Fabio se estremeció. Pronto la temperatura descendería hasta helar y el lugar quedaría cubierto por muchos pies de nieve haciéndolo intransitable hasta primavera. Escipión se arrodilló señalando una piedra dada la vuelta y un trozo de tierra removida, y luego miró hacia Polibio.
—¿Un jabalí?
Polibio se inclinó hacia delante desde su silla, mirando con atención.
—Es justo donde esperaría que un jabalí escarbara buscando raíces, a lo largo de la línea de árboles. Necesitamos comprobar si hay algún olor que seguir. Fabio, ¿dónde está tu perro?
Fabio se sobresaltó y miró alrededor. Se había olvidado de Rufio durante el último trecho del sendero. Se puso de pie sobre los estribos, oteando entre la niebla que ahora parecía caer sobre ellos envolviendo las lindes del bosque y reduciendo la visibilidad a menos de cincuenta pies. Se llevó los dedos a la boca para silbar, pero entonces lo pensó mejor. Su instinto le decía que no delatara su posición ni revelara que sabían que el perro había desaparecido. La sensación de incomodidad que había experimentado poco antes regresó con más fuerza si cabe.
—Rufio nunca desaparece por su cuenta —explicó—. Por eso no tengo que estar pendiente de él.
—¿Lobos? —sugirió Polibio.
Fabio negó con la cabeza, frunciendo el ceño.
—Nos han estado siguiendo en el bosque, pero de haber cogido a Rufio se hubiera producido una pelea y la habríamos oído. Se puede escuchar su ladrido en millas.
Escipión le miró fijamente y luego a Polibio.
—¿Estás seguro de que alguien nos ha estado siguiendo?
Fabio sintió cómo la sangre recorría su cuerpo haciendo que dejara de tener frío. Sus sentidos se agudizaron y súbitamente creyó escuchar con más claridad ruidos procedentes del bosque, ramas que se mecían con el viento, crujidos en los matorrales. De nuevo se convirtió en el guardaespaldas de Escipión, y no solo en su compañero de cacería. Se bajó del caballo entregándole las riendas a Escipión y señaló hacia la ladera.
—Llevad los caballos hacia la niebla y escondeos detrás de esas rocas. Cuando no haya peligro de salir, soplaré el cuerno tres veces.
Polibio desmontó y se colocó a su lado.
—¿Y qué harás tú? —preguntó.
—Si alguien nos está siguiendo, puede que lleve haciéndolo un buen rato, por lo que sabrá que Rufio suele obedecerme y vuelve a mí al primer silbido. Si ha cogido a Rufio, tal vez pretenda hacerme retroceder para buscarle. Si consigue abatirme, entonces vosotros dos seréis una presa fácil. Voy a silbar, pero no pienso desandar el camino.
Polibio le ofreció la lanza para el jabalí.
—Necesitarás un arma.
Fabio se abrió la capa revelando la empuñadura de la daga celta que su padre le había regalado.
—Tengo todo lo que necesito. Pero si nos está acechando tal vez lleve un arco. Aquí estamos al alcance de una flecha disparada desde la línea de árboles. Tenéis que llegar hasta esas rocas. Ya.
Se llevó los dedos a la boca y emitió un largo y penetrante silbido, repitiéndolo por tres veces. Esperó en silencio durante unos minutos, pero Rufio no apareció. Entonces palmeó los cuartos traseros de su caballo y contempló a Escipión y a Polibio guiando a los tres animales entre la niebla. Se quitó la capa dejándola caer y luego, agachándose, empezó a correr hacia la línea de árboles a la izquierda del sendero, adentrándose en el bosque mientras se abría paso entre las píceas y los abetos que lo poblaban. El denso follaje dio paso a árboles más espaciados entre sí, lo que le permitió avanzar con más facilidad hacia una pantanosa meseta que habían atravesado en su ascensión con grandes charcos de un torrente de montaña que se había desbordado durante el deshielo de primavera. Rodeó el borde del pantano, poniendo cuidado en mantenerse oculto del sendero situado a unos ciento cincuenta pasos a su derecha.
A medio camino del borde del pantano, un pequeño arroyo cruzaba vertiendo sus aguas ladera abajo, borboteando a través de la maleza un poco más abajo. Apenas tenía tres pies de ancho, pero sabía que el terreno a ambos lados sería menos sólido de lo que parecía, reblandecido por el agua del pantano. Distinguió una piedra en el centro de la corriente, saltó sobre ella y permaneció quieto, notando cómo se hundía ligeramente bajo su peso. Luego dio un nuevo salto hacia la orilla opuesta, confiando en que el sonido de la corriente sofocara cualquier ruido. Cuando tocó la orilla, la tierra pareció ceder en una cascada de barro y piedras y tuvo que aferrarse frenéticamente a las raíces de un árbol que habían quedado al descubierto, agarrándose a una de ellas e impulsándose para subir. Maldijo el ruido para sus adentros. Cualquiera que siguiera su rastro lo habría escuchado. Tendría que aprovechar sus oportunidades con un enemigo que ahora tal vez estuviera esperando a que llegara en esa dirección y podría abatirle fácilmente si tenía un arco.
Pero súbitamente se escuchó otro ruido, un fuerte crujido a través de los matorrales, un gruñido y un jadeo como nada que hubiera escuchado antes. Una bestia gigantesca pasó por delante de él, resoplando y babeando, con sus colmillos inclinados hacia delante y los ojos rojos como el fuego. Desapareció antes de que pudiera asimilarlo, un enorme borrón de negrura precipitándose a través del pantano en medio de una lluvia de barro, pisoteando violentamente los matorrales del lado opuesto del sendero en busca de alguna presa desconocida. Fabio se echó hacia atrás tratando de controlar su respiración y cerró los ojos durante un instante. Era el jabalí real de Macedonia. Escipión no quedaría muy contento cuando supiera que había visto uno y que no habían podido darle caza. Pero dio gracias a los dioses por no haber tenido la oportunidad. Las lanzas se habrían partido contra sus costados como frágiles ramitas, y habrían acabado desgarrados por sus fauces como prisioneros en el circo. Abrió los ojos y contuvo el aliento, escuchando atentamente. El sonido del jabalí había sido engullido por el bosque. Esperaba haber escuchado algún ladrido. De haber estado Rufio vivo, el jabalí lo habría atrapado y sus ladridos se habrían escuchado en millas. Pero no se oía nada, aparte del chapoteo discordante del arroyo, y del sobrecogedor ulular de las copas de los árboles mecidas por el viento que se levantaba de las laderas de las montañas.
Se le cayó el alma a los pies. Aquí, tan lejos de todo, Rufio había sido su vínculo con Eudoxia, y le costaba soportar la idea de que hubiera desaparecido. Sintió crecer la ira en su interior, una sed de sangre como no había sentido desde que estuvo en Pidna y observó a los macedonios clavar sus lanzas en sus camaradas heridos hasta matarlos. Quienquiera que hubiera hecho esto lo pagaría caro.
Reflexionó un momento. El sonido del jabalí sin duda habría ocultado el ruido de su caída. Tal vez aún tuviera una oportunidad. Se arrodilló, tratando de captar algún ruido inusual, y luego reanudó la marcha bordeando el pantano y manteniéndose por debajo del nivel de la orilla. El barro que ahora cubría su cuerpo le servía de camuflaje ayudándole a fundirse con la maleza. Saldría al camino cuando llegara al último punto donde había visto a Rufio trotando a su lado mientras cabalgaban hacia la línea de árboles. Alcanzó el lecho seco del arroyo, miró cuidadosamente en ambas direcciones y luego trepó sobre los maderos que se entrecruzaban sobre él, donde los habían dejado los guardabosques que cortaron la madera para la tumba de Filipo de Macedonia ciento cincuenta años atrás. El sendero seguía la línea del arroyo al otro lado, y después de abrirse paso hasta el último tronco, se acurrucó al lado de las marcas que habían hecho los cascos de sus caballos hacía menos de una hora. La nieve caía cada vez en copos más gruesos, arremolinándose por la vaguada de la ladera de la montaña, y reduciendo la visibilidad a menos de cien pies. Si su maniobra había funcionado, el asaltante debía de estar en alguna parte por delante de él mirando ladera arriba, dando la espalda a Fabio, esperando que apareciera por el camino desde la línea de árboles.
Sacó la daga de su cinto, su hoja brillando pálidamente con los bordes cortantes tras haberla afilado la noche antes junto al fuego. La sostuvo en su mano izquierda con el filo hacia atrás y avanzó sigilosamente dejando el pantano a la derecha casi medio esperando escuchar a cada paso el silbido de una flecha. Después de recorrer aproximadamente veinte pies, advirtió un gran cuervo negro brincando sobre una roca del sendero, y luego otro. Estaban revoloteando alrededor de algo, picoteándolo, arrancando trozos de carne. Fabio distinguió una mancha de sangre en las rocas, y luego el familiar pelaje blanco y negro del que sobresalía la pluma y el mástil de una flecha. Cerró los ojos, tratando de controlarse. Ahora no podía detenerse ni tampoco apartar a los cuervos. Se arrastró hacia delante, apretando la daga con todas sus fuerzas, con los ojos fijos al frente y respirando con dificultad.
Entonces la nieve amainó momentáneamente y lo vio. Aproximadamente a veinte pies por delante, un hombre estaba tumbado boca abajo detrás de una piedra, mirando hacia la ladera, sosteniendo un arco escita cargado con una flecha preparada para tensar. Llevaba una capa de piel de oveja, pero tenía la capucha bajada y su larga cabellera negra caía en trenzas sobre su espalda. Fabio le reconoció del campamento de los guardabosques tres días antes, un fornido hombre de la montaña que decía ser de Panfilia, en Asia Menor, y al que Fabio había tomado por un simplón. El hombre se había ofrecido a guiarles hasta las mejores zonas para cazar jabalíes, pero uno de los guardabosques se llevó a Fabio a un lado y le advirtió que se mantuviera lejos de él; el hombre había llegado apenas unos días antes y no tenía ningún conocimiento del bosque, pero sí sabía mucho sobre Escipión y había estado preguntando por el éxito de su cacería poco antes de que él y Fabio llegaran al campamento. Fabio lo había borrado de su mente, pero ahora recordó lo desconfiados que se habían mostrado los guardabosques, como si tuvieran miedo de él. El hombre incluso estuvo jugando con Rufio, lanzándole un palo para que lo cogiera y dándole de comer pequeños trozos de carne hasta que Fabio le detuvo. Ahora sabía cómo logró atraer a Rufio hasta tenerlo a su alcance. Debía de llevar días planeándolo. Fabio sintió que la rabia se apoderaba de él, un deseo casi incontrolable de matar.
Se arrastró hasta quedar más cerca. A su espalda, uno de los cuervos graznó y el hombre se movió. Fabio se quedó muy quieto conteniendo el aliento. Luego el hombre se colocó la capucha y recuperó su posición. Fabio se inclinó hacia delante con la cabeza agachada al igual que hubiera hecho Rufio, todo su ser concentrado en su presa. Entonces se precipitó hacia delante, saltando daga en ristre antes de que el hombre comprendiera que algo iba mal, y aterrizando pesadamente en la espalda de su oponente, cuya cara se aplastó con la piedra. El matón aulló de dolor, mientras la sangre brotaba de su boca. Fabio le retiró la capucha y tiró de sus trenzas echándole la cabeza hacia atrás lo máximo posible y poniéndole la daga contra el cuello. Luego acercó su cara a la de su perseguidor hasta quedarse tan pegado como para poder oler el sudor y el aceite de su cabello.
—Volvemos a encontrarnos, panfilio —gruñó en griego, tirando hacia atrás de su cabello y advirtiendo el miedo en sus ojos—. Si quieres que sea rápido, tienes que decirme quién te ha enviado.
El hombre tosió escupiendo varios dientes, la nariz chorreando sangre. Luego curvó los labios y empujó su cabeza, forcejeando contra la mano de Fabio, haciendo que la sangre brotara cuando la daga se deslizó por la piel de su cuello. Se debatió de nuevo, pero se quedó quieto cuando Fabio tiró aún más de su cabeza a punto de partirle el cuello.
—Vete al Hades —murmuró, con la boca retorcida de dolor.
Fabio retiró la daga del cuello del grandullón y le hundió la cara en el barro por debajo de la piedra. A continuación clavó la hoja en la mano extendida, incrustándola y retorciéndola hasta que los huesos y los tendones chasquearon y se rompieron. Notó cómo se convulsionaba por el dolor y trataba de incorporarse para respirar. Entonces extrajo la daga, colocándosela de nuevo bajo el cuello y retirando su cara del barro mientras mantenía su cabeza estirada hacia atrás. El hombre tosió y vomitó, arrojando sangre, barro y saliva, sus ojos fuera de las órbitas, la nariz rota y retorcida.
Fabio se acercó de nuevo a su oído.
—Dime lo que quiero oír y tal vez te deje vivir lo suficiente para que Escipión te interrogue. Entonces él decidirá tu futuro. Quizá sea generoso.
El hombre escupió y dijo algo. Fabio se inclinó para escuchar.
—Dilo otra vez —espetó. El hombre lo repitió musitando un nombre. Así que eso era. Mantuvo el cuchillo sobre el cuello del panfilio y luego contempló la mano destrozada, advirtiendo la inconfundible marca roja en el interior de la muñeca, la marca de un arquero al utilizar el arco sin la protección de cuero de la muñeca. Recordó cómo se había hecho aquello: los mechones de pelo blanco y negro en el camino de detrás, los cuervos. Soltó la cabeza del hombre y le levantó agarrándole por el estómago hasta dejarle medio arrodillado, la punta de la daga apoyada a la altura del esternón. El otro, aterrorizado, se puso rígido.
—¿Qué estás haciendo? —murmuró con la cara cubierta de sangre—. Dijiste que no me matarías.
—Solo dije tal vez. Pero me he acordado de mi perro.
En un rápido movimiento hundió la daga hasta la empuñadura penetrando a través de los pulmones y el corazón, y retorciendo la hoja para conseguir mayor efecto. Luego la retiró y, agarrándole de la cabeza, la giró bruscamente hasta romperle el cuello. Observó cómo los ojos del hombre se ponían vidriosos y su último aliento se cristalizaba en el gélido aire. Después Fabio se levantó, limpió la daga en un montículo de hierba volviéndola a envainar, y cogiendo su cuerno sopló tres veces. La nieve estaba arreciando, extendiendo un brillante manto sobre el cuerpo del sicario y cubriendo lentamente las huellas del camino que tenía que recorrer. Echó a correr hacia el borde del bosque donde había visto por última vez a Escipión y a Polibio. Tendrían que descender de la montaña antes de que los senderos se volvieran intransitables. No había tiempo que perder.
Quince minutos después, se reunió con Escipión y Polibio, que habían abandonado las rocas al escuchar el cuerno y traían consigo los caballos hasta el borde del bosque. En el camino de vuelta encontró un arroyuelo en el que se detuvo para lavarse el rostro y las manos. Fue entonces, pasada ya la excitación de la persecución, cuando fue consciente del frío que tenía y de que su cuerpo no dejaba de temblar. Volvió a ponerse la capa envolviéndose bien en ella y luego tomó el pellejo que le ofrecía Polibio dando agradecido un gran trago de vino. Se secó la boca con el dorso de la mano y le devolvió el pellejo cogiendo las riendas de su caballo.
—Era el hombre de Panfilia que estaba en el campamento de los guardabosques —anunció a Escipión, volviéndose luego hacia Polibio—. Se ofreció para guiarnos pero nos advirtieron sobre él. Había llegado pocos días antes y no dejaba de hacer preguntas sobre Escipión.
Polibio refunfuñó.
—¿Le diste la oportunidad de decir quién le había enviado?
—Mató a mi perro. Pero tuvo su oportunidad. Fue Andrisco.
Polibio miró a Escipión con gravedad.
—Tal vez Andrisco fuera el que transmitiera las instrucciones, pero Metelo está detrás.
Escipión miró pensativo hacia la ladera de la montaña, estrechando los ojos para otear entre la nieve y el viento.
—Parece que incluso aquí en la morada de los dioses no puedo escapar al afán de venganza de Roma.
—La única forma de superar a Metelo es escalando a través del cursus honorum como ha hecho él, convertirte en senador y postularte para legado. Estarás más protegido de él en Roma, donde demostrarás la fuerza de tu personalidad y el poder de tu gens, haciéndole que sea más difícil menospreciarte. En lugares como este, en el límite de lo desconocido, ya no estás a salvo. Tu muerte en una cacería no levantaría sospechas, solo lamentos entre aquellos de tu gens y tus partidarios que han visto cómo rechazabas tu destino y escapabas lo más lejos posible hasta el borde del mundo.
Escipión bajó la vista a las huellas que habían encontrado poco antes, ahora apenas unas formas difusas en la nieve.
—Sin Rufio, no tenemos esperanzas de cazar un jabalí real. Tal vez nos hemos adentrado demasiado en la reserva de caza de los dioses, y sea una bestia que esté más allá de toda esperanza de que el hombre la vea.
Fabio se dispuso a hablar pero entonces calló, simulando una tos. La mente de Escipión aún no había tomado una decisión y Fabio no quería ser el que le persuadiera para permanecer más tiempo allí. Ya le contaría su encuentro con el jabalí cuando llegara el momento oportuno, tal vez cuando Escipión luciera por fin el casco de legado y hubiera apartado su mente de la caza a favor de la guerra.
—Una sabia decisión, Escipión. —Polibio montó en su caballo y le hizo dar la vuelta para encarar la bajada de la ladera, con la mirada puesta en las copas de los árboles hacia el oeste—. ¿Hace falta regresar por el mismo camino, o hay otras formas de evitar pasar por el campamento de los guardabosques? Si Andrisco se ha molestado en pagar a alguien, puede que haya otros. Es mejor para nosotros que crean que hemos desaparecido y que la tarea está cumplida o, de lo contrario, intentarán perseguirnos por toda Macedonia hasta que escapemos.
Escipión asintió.
—Aproximadamente a cinco estadios bajando por el sendero hay una estrecha pista que lleva hacia el oeste, rodeando el borde de las montañas hasta desembocar en el reino de Epiro. Es un camino farragoso, pero tenemos nuestros sacos de dormir y podemos cazar para comer. Una vez que lleguemos a la orilla del Adriático, encontraremos un barco que nos lleve hasta Brindisi poniéndonos a salvo.
—¿Deberíamos dejar el cadáver a la vista? Esconderlo podría retrasar la persecución de los otros.
Escipión montó en su caballo y sacudió la cabeza.
—No. Utilizaremos un par de maderos de los que hay cortados y abandonados por los guardabosques y crucificaremos el cuerpo en mitad del sendero. Cualquiera que pase por ahí esperando encontrar nuestros cuerpos se lo pensará dos veces antes de cruzarse en el camino de Escipión Emiliano.
Polibio hizo un gesto hacia Fabio.
—O de su guardaespaldas.
El caballo de Escipión se revolvió, olfateando algo que Fabio supuso que podría ser la pista del jabalí, y Escipión tuvo que tirar con fuerza de las riendas hasta calmarlo, mientras el animal piafaba y relinchaba como un caballo de guerra dispuesto a la carga. Cuando consiguió controlarlo miró a Fabio asintiendo en reconocimiento.
—Hoy has actuado con gran valor, Fabio Petronio Segundo, no lo olvidaré. Cuando acaudille al ejército romano, tú serás el primipilus de la primera legión.
Fabio le guiñó un ojo y sacudió la cabeza.
—Hazme centurión si lo merezco, pero prefiero permanecer como tu guardaespaldas. Alguien tiene que vigilarte, mientras vosotros dos trazáis planes sobre posibles estrategias y la mejor forma de utilizar una lanza de jabalí para matar a un hombre.
Polibio sonrió posando una mano en el hombro de Fabio.
—Siento mucho lo de tu perro. Estará esperándote en el Elíseo. Seguirás siendo el guardaespaldas de Escipión cualquiera que sea el rango que te otorgue, ya me ocuparé yo de ello. Algún día Roma apreciará el valor de hombres como tú, y creará un ejército profesional que conquistará el mundo.
Un áspero y frío viento barrió la ladera, levantando las crines de los caballos, mientras Polibio se apartaba de Fabio y se cubría con la capucha volviéndose hacia Escipión.
—El invierno se nos echa encima. Debemos partir. ¿A Roma?
Escipión le lanzó una mirada penetrante, observando cómo Fabio montaba en su caballo y clavaba los talones contra los flancos de su caballo.
—Primero crucificaremos al hombre que mató a nuestro perro. Y luego a Roma.