VII

Fabio tiró con fuerza de las riendas de su caballo, haciéndole rodear el barro que rezumaba de un manantial subterráneo surgido en mitad del sendero del bosque. Su perro de caza, Rufio, saltó sobre el fango corriendo hacia los dos jinetes que se abrían paso alrededor de las rocas que habían quedado al descubierto donde un arroyo de montaña había cortado la ladera. La profundidad del cauce daba a entender que en primavera aquello debía de ser un auténtico torrente, arrastrando el agua del deshielo de las montañas que se erguían más allá de la franja norte del bosque. Los guardabosques les habían contado que aquel sendero se utilizó, años atrás, para transportar los enormes troncos de roble destinados a construir la tumba del rey Filipo, padre de Alejandro Magno, situada a muchos estadios hacia el sur en la llanura macedónica, junto al mar. Esos leñadores habían tenido que subir tan al norte para seleccionar los árboles de la madera más dura que crecían allí, en las estribaciones de la montaña donde los robles daban paso a pinos, abetos y cedros, justo antes de que estos comenzaran a escasear y lo que quedara más allá de la línea de árboles fuera nieve y rocas peladas, un lugar donde solo los más audaces se atrevían a entrar.

Fabio y Escipión habían subido hasta allí no para admirar los robles, sino para cazar al esquivo jabalí real macedonio, una criatura semimítica que, según se rumoreaba, estaba escondida en los bosques más recónditos de la ladera de las montañas. Los guardabosques hablaban de ella entre susurros, una bestia tan grande como un buey que corría más rápido que cualquier corcel, dotada de colmillos capaces de lanzar por el aire a un caballo con su jinete y con un pellejo tan duro que rechazaba todas las armas excepto las lanzas más sólidas. El jabalí se había convertido en la obsesión de Escipión, su trofeo más ansiado, arrastrándole a una cacería que parecía a punto de llevarles más allá del mundo de los hombres, hasta un lugar donde solo un Hércules o un Teseo podrían soñar con llegar.

Iban buscando algún signo de tierra escarbada, alguna huella en el suelo que pudiera proporcionarle a Rufio una pista que seguir. El perro se había convertido en un hermoso animal, lustroso y ágil, tan rápido como una liebre, además de un fiel compañero para los dos en los fríos días y noches que pasaron juntos en el bosque; su pelaje blanco y negro cada vez más largo y espeso a medida que se acercaba el invierno. En los tres años transcurridos desde que abandonaron Roma para vivir en el bosque, Rufio se había convertido en un perro de caza tan habilidoso como ninguno que hubieran conocido jamás, experto en seguir a ciervos y osos a los que habían seguido la pista entre la densa maleza de las laderas más bajas y en cobrar faisanes y perdices que, ocasionalmente, habían tenido la suerte de cazar con sus flechas. Pero allí arriba, donde el aire era más fino y se hallaban envueltos en una fría bruma permanente, Rufio parecía acobardado, sin atreverse a alejarse demasiado incluso cuando encontraba un olor fuerte. Fabio, acostumbrado a confiar en Rufio como su sexto sentido, compartía la misma aprensión que el perro.

La noche antes tuvieron que reforzar su campamento con estacas afiladas para protegerse de una manada de lobos hambrientos que llevaban varios días siguiéndoles, dejando a Rufio muy nervioso y alerta. Los lobos buscaban los restos dejados después de cada exitosa cacería. A pesar de que Fabio, Escipión y Rufio siempre se movían rápidamente después de descuartizar su presa, habían transcurrido varios días desde la última vez que mataron algo, y los lobos empezaban a mirarles con expresión malévola, convirtiendo a los cazadores en su objetivo. Fabio había encendido una hoguera inusualmente grande y se quedó despierto la mayor parte de la noche, con la lanza en la mano y Rufio a su lado, observando el fulgor de los ojos de los animales iluminados por el fuego acechar en el borde del claro. Los aullidos y ladridos habían continuado intermitentemente a través del bosque desde entonces, un enervante sonido a la luz del día. Tal vez los lobos también empezaban a sentirse como si hubieran traspasado su territorio, continuando una búsqueda, al igual que habían hecho Escipión y Fabio, que les estaba llevando peligrosamente cerca de la morada de los dioses. Volvió a mirar hacia los dos jinetes que iban por delante. Se alegraba de que Polibio hubiera venido. Él inculcaría un poco de sensatez en Escipión, trayéndolo de nuevo a la tierra. Era hora de regresar a Roma.

Una ráfaga de nieve azotó el sendero, oscureciendo la visión de los jinetes. Fabio clavó los talones en los flancos de su caballo galopando más aprisa, resbalando y deslizándose por las rocas húmedas. Los jinetes surgieron de nuevo y se acercó un poco más. Polibio les había alcanzado una hora antes, soplando su cuerno para advertirles de su presencia tras haber partido del campamento de los guardabosques a un día de caballo de allí, después de emprender viaje a Macedonia desde Roma. Polibio conocía el bosque como la palma de su mano, habiendo aprendido a cazar en él siendo un niño, más de treinta años antes, pero cuando llegó parecía fuera de lugar con su arreglada barba y su lujosa capa; sus años en Roma le habían transformado haciendo que pareciera más un profesor y un hombre de letras que un guerrero o un cazador. Fabio sabía que a Polibio no le gustaría oír aquello, recordando lo mucho que se enorgullecía de su resistencia física y su experiencia militar. Escipión, por el contrario, llevaba una barba descuidada, con el cabello, a la altura del hombro, recogido por detrás de la cabeza como un bárbaro, la piel bronceada y moteada por la tierra del bosque. Parecía tener más de veintiocho años, como un curtido veterano de guerra, y, sin embargo, era precisamente a causa de la falta de guerras en las que intervenir desde Pidna, hacía casi doce años, por lo que ahora estaban allí, luchando en una guerra de poderes contra las bestias del bosque en vez de contra los hombres.

Fabio confiaba contra toda esperanza en que Polibio trajera noticias de un nuevo conflicto, de una llamada a las armas de Roma que hiciera regresar a Escipión. Cabalgó hasta los dos hombres, manteniéndose a un caballo de distancia, pero lo suficientemente cerca para escuchar su charla. Polibio, que había estado examinando el arco de Escipión, se lo devolvió a su dueño. Era evidente que trataba de analizar con ojos críticos su equipo de caza. Hizo un gesto hacia la aljaba con lanzas para jabalí que Escipión llevaba colgando en ángulo de su silla para que no entorpeciera su trote y, sin embargo, tenerla a mano cuando fuera necesario.

—¿Has matado alguna vez a un hombre con una lanza para jabalíes, Escipión?

—Nunca he tenido la oportunidad. Y tal vez nunca la tendré. La guerra parece ser algo del pasado.

—No estés tan seguro. Y en cuanto a la lanza de jabalíes, algún día al final de la batalla, cuando tengamos desertores a los que castigar, te mostraré cómo utilizarla. La plana cabeza de hierro de la lanza es demasiado ancha para poder retorcerla dentro de un cuerpo, así que has de conseguir atravesarlo completamente, para luego girarla fuera del cuerpo y tirar hacia atrás hasta sacarla. Es un arma que se adapta perfectamente a la caballería cuando te encuentras en medio de una refriega con el caballo prácticamente parado, lo que proporciona al jinete la oportunidad de embestir y luego echarse hacia atrás y retirarla con fuerza. El secreto de la cuchilla estriba en su forma simétrica, como una hoja de sauce, con el borde afilado en la parte anterior al igual que en la posterior.

Escipión sonrió.

—Siempre has sido un pozo de sabiduría, Polibio. Un verdadero mentor para un joven aristócrata romano. Me enseñaste la ética de la guerra, la estrategia y cómo matar. Y lo más importante para mí ahora, me enseñaste a cazar. No podría haber recibido mejor educación.

—Esa es la razón por la que ahora quiero hablarte sobre lo que estás haciendo con tu vida. Pero primero tengo una pregunta. —Miró fijamente las lanzas—. ¿Qué rayos le pasa a esa madera? Está toda segmentada, como los juncos que crecen a las orillas del río. Nunca he visto nada igual.

Escipión sacó una de las lanzas y se la tendió a Polibio, quien la sopesó examinándola detenidamente.

—Extraordinario —murmuró—. Tan ligera y sin embargo tan sólida. Con forma de fuste y cada uno de los segmentos del mismo ancho que el anterior, pero sin astillarse como le pasaría a una rama de árbol normal. ¿Me equivoco al pensar que está hueca?

Escipión asintió con entusiasmo.

—¿Recuerdas cuando en la academia Ptolomeo y yo salíamos a caballo por las tardes camino de la vía Apia para cazar el cerdo salvaje de las lagunas Pontinas?

—Recuerdo claramente a Ptolomeo —replicó pensativo Polibio—. ¿Sabes que en Egipto ahora le llaman philometor, «amante de su madre»? Pero su mayor problema no es el afecto que profesa a su madre, sino su matrimonio con su intrigante hermana Cleopatra. Cuando era un niño le dije que recordara siempre que era macedonio por su linaje, y que el hecho de que su familia gobernara en Egipto desde los tiempos de Alejandro no significaba que tuviera que comportarse como un faraón y casarse con sus propios hermanos. Dos veces ha aparecido por Roma con el rabo entre las piernas desde que se marchó a Egipto, primero cuando su antiguo amigo, Demetrio de Siria, les invadió, y luego cuando su propio hermano usurpó su trono. Y las dos veces, Roma ha tenido que ayudarle. A Demetrio no le ha ido mucho mejor en Siria. El problema con esos reinos es toda una lección sobre cómo no hay que llevar un imperio: sin estructura, sin administración. El legado de Alejandro es como si el hombre más rico del mundo hubiera muerto sin dejar testamento. Ptolomeo y Demetrio solo siguen gobernando porque son aliados de Roma y resulta más conveniente mantenerlos así que anexionar Egipto y Siria como provincias; sin embargo, sostenerlas pronto resultará más engorroso que invadirlas. Un general romano —el conquistador de Cartago por ejemplo— debería mirar hacia el este, así descubriría una sucesión de reinos que podrían caer a sus pies como las columnas de un templo bajo un terremoto.

—Cartago aún parece un sueño imposible. El Senado está demasiado absorto en sí mismo para ordenar el asalto o autorizar un ejército permanente que haga frente a la amenaza. Roma se ha vuelto débil.

—No es la vieja generación la que luchará con Cartago, sino la tuya; una generación que deberá representar ese papel, proporcionando legados y cónsules. Sin embargo sus mejores miembros han abandonado Roma, y si permanecen fuera demasiado tiempo nunca se les permitirá volver.

—Por cierto, ¿qué ha sucedido con el senador Sexto Calvino? Sé que murió poco después de que nos marcháramos de Roma. Mi padre me lo comunicó.

—Un terrible accidente. Casualmente, Bruto pudo presenciarlo. Fue atropellado por un carro de bueyes y luego corneado por las reses. Su cuerpo quedó tan destrozado que fue imposible reconocerlo.

—Suena muy propio de Bruto.

—Aquellos que estaban contra ti, incluyendo Sexto Calvino, fueron expulsados la noche del triunfo gracias a la ascendencia de tu padre, Emilio Paulo, la súbita popularidad de tu gens entre la plebe y la amenaza que aquellos senadores sintieron de que aquello fuese un inminente golpe militar, tal vez una dictadura. Es posible que algunos se movieran simplemente por temor a que se violara la constitución, pero la mayoría estaban simplemente protegiendo sus propios intereses personales en el orden establecido. Petrus era visto como la roca que os mantenía unidos a ti y a los otros jóvenes tribunos leales a tu causa, y deshacerse de él era una forma de romper esos vínculos y reducir la amenaza sin llegar al extremo del asesinato político y acabar con un colega patricio. Tu marcha puede que les persuadiera de que habían ganado, pero hay otros rivales tuyos que aún te ven como una amenaza. Eso nunca desaparecerá y siempre deberás estar en guardia, incluso aquí.

—Cuando me marché, Roma estaba lastrada por la falta de dirección, incapaz de mirar más allá de las siguientes elecciones consulares, en las que el matrimonio ataría a una gens con otra.

Polibio miró de manera penetrante a Escipión y luego volvió la vista hacia delante.

—Me encantaría saber más sobre esas lanzas. Pero ibas a hablarme de Ptolomeo.

Fabio sabía lo que Polibio estaba intentando. Sacar a Escipión de su ensimismamiento hablándole apasionadamente sobre temas que sabía que estaban muy próximos a su corazón, pero que se empeñó en desdeñar cuando se autoimpuso el exilio en el bosque. Tal vez Polibio fuera el único que podía sacarle de esa melancolía, pero tendría que hacerlo con mucho tiento si quería apartarle de ese bosque y volver juntos a Roma.

Escipión sacó otra de sus lanzas de la aljaba y le mostró su flexibilidad haciéndola rebotar en su mano.

—Ptolomeo también era un apasionado de la caza, tal vez esa fuera su perdición.

Polibio le miró fijamente.

—Ha sido la perdición de muchos hombres; en unos casos, porque sus éxitos en la caza les hicieron tener delirios de grandeza y, en otros, porque, estando destinados a hacer algo grande, dejaron escapar toda su energía en la caza.

—Tú siempre dijiste que era la habilidad, y no el destino, lo que hacía grande a un hombre. El placer de la caza se debe a que es todo habilidad, y no hay nadie que te agobie con grandes designios, ni antepasados orgullosos o traicionados por tus acciones. Aquí en el bosque, la caza es como una batalla en la que vives el momento y donde todo depende de tu coraje y tu destreza, no de tu destino.

—Háblame de Ptolomeo. De las lanzas.

—Vino a buscarme a los juegos funerarios de mi padre tres años atrás. Me propuso acompañarle en una expedición por la zona del alto Nilo y las cataratas, donde se dice que habitan cocodrilos de enorme tamaño, bestias envueltas en mitología como el jabalí real que hoy estamos buscando. Le dije que cuando triunfara aquí, le enviaría la cabeza en conserva de un jabalí para mostrárselo, y luego cogería un barco hasta Alejandría y me reuniría con él. Mientras tanto, me obsequió con algunas de sus lanzas a las que reemplacé la fina punta de hierro, que utilizan para atravesar la piel de cocodrilo, por la cabeza con forma de hoja de nuestras lanzas de jabalí. Y en cuanto a la extraña madera, según él, procede de una isla llamada Taprobane, muy lejos en el mar de Eritrea.

—Taprobane —dijo Polibio asombrado—. Eso está al sur de la India, a una enorme distancia.

—Ptolomeo dijo que los egipcios llevaban recibiendo mercancías de esa zona desde tiempos de los faraones, traídas en embarcaciones nativas a través del mar de Eritrea hasta la costa de Egipto, y luego cruzando el desierto hasta el Nilo. Incluso les traen productos de un imperio lejano llamado Thina, incluyendo serikon, un fino tejido extraído del capullo de gusanos. A esta madera la llaman mambu. Tiene una fuerza increíble para su peso, de tal modo que una caña de doce a quince pies es tan ligera como nuestras jabalinas arrojadizas. Si la punta de hierro se rompe, la madera se abre en afiladas astillas que se mantienen unidas por la fuerza del siguiente segmento de más abajo, lo que significa que el mástil aún puede utilizarse como lanza. Y finalmente, debido a que el aire entre cada segmento está cerrado por el siguiente, las secciones de mambu lanzadas al fuego explotan cuando el aire del interior se calienta y expande, enviando astillas letales en todas las direcciones. Los guerreros nativos de esos territorios las utilizan para despejar aldeas y ciudades, lanzando el mambu a los edificios ardiendo para matar y mutilar a cualquier ocupante que quede dentro.

—Fascinante —murmuró Polibio—. La madera es perfecta para largas embestidas con lanza o para ser utilizada en una carga a caballo. Los sármatas y los partos también usaban lanzas de esta longitud. El propio Alejandro Magno las probó con su caballería, pero las descartaron por el grosor y el peso de la madera necesarios para una lanza. Si fuera posible adquirirlo en grandes cantidades, este mambu podría armar a toda una nueva rama de la caballería y aumentar, en gran medida, la efectividad de una carga sobre una línea de infantería.

—Por el momento debemos conformarnos con utilizarla para cazar el jabalí, que es todo lo que nos importa aquí —dijo Escipión espoleando a su caballo—. Solo nos quedan un par de horas de luz y no quiero tener que acampar más allá de la línea de árboles. Ya hace bastante frío ahora mismo, y el viento allí arriba sin duda lo empeorará. —Habían recorrido varios cientos de pies ascendiendo por la ladera mientras hablaban, escrutando el suelo en busca de algún rastro del jabalí. Polibio se dejó caer hasta la altura de Fabio, y señaló hacia la bruma gris que cubría la copa de los árboles más adelante.

—¿Recuerdas cuando tú y la esclava celta de Hipólita, Eudoxia, la que era originaria de las islas Albión, acudisteis a mí pidiéndome que os enseñara griego, y yo te mostré el mapa del mundo de Eratóstenes para señalarte de dónde venía? Pues allí arriba, en algún punto delante de nosotros, está otro de los extremos del mundo.

—No recuerdo el mapa, pero recuerdo muy bien a Eudoxia, Polibio. Yo tenía catorce años y ella acababa de convertirse en mujer.

—Dime, Fabio. ¿Tienes alguna mujer ahora, en Roma tal vez?

Fabio carraspeó.

—Sí, a Eudoxia. Me gustaría decir que desearía estar con ella sobre todas las cosas. Pero hace más de tres años que no nos hemos visto, desde que Escipión y yo vinimos aquí, y apenas nos llegan noticias del exterior, excepto a través de los guardabosques.

—Entonces traigo nuevas felices para ti. Eudoxia está bien y se ha convertido en una hermosa mujer. Tiene muchos pretendientes, pero los mantiene a raya. Me resultaba sorprendente, pero ahora entiendo por qué. Ya ves, la conozco bien, pues la acogí en mi casa cuando Hipólita se marchó para unirse a Gulussa en el norte de África.

Escipión, que se había dejado caer hasta su altura, se volvió hacia Polibio exclamando con asombro:

—¿Hipólita y Gulussa?

—No es lo que parece. La tradición númida establece que un príncipe puede tener muchas esposas, y dudo mucho que ella esté conforme con eso. Zeus sabe que allá en su hogar, en Escitia, la mujer probablemente tenga que matar a otras rivales femeninas para conseguir al hombre que desea, algo que puedo imaginarla haciendo muy bien. La verdad es que el padre de Gulussa, Masinisa, se quedó tan impresionado con ella en su visita a la academia que la invitó a liderar una cohorte de arqueros de la caballería de su ejército, así que se ha marchado para entrenarlos junto con Gulussa. Si Roma entra de nuevo en guerra con Cartago, ellos serán nuestros aliados. Su lealtad para con nosotros se fraguó en la academia. Esa fue la previsión de tu abuelo el Africano y su sabiduría ha dado resultado.

Escipión miró a Polibio gravemente.

—Si Roma no entra en guerra con Cartago, entonces Cartago eclipsará a Roma con el éxito de su comercio, y Roma acabará como todas esas ciudades etruscas olvidadas por la historia. Solo hace falta recordar la obstinación de los senadores encerrados en sí mismos y su incapacidad para asegurar un ejército profesional.

—Valientes palabras, Escipión, pronunciadas por alguien que se ha desentendido de las otras visiones del Africano, respecto a que deberías ser tú el que levantara la antorcha contra Cartago y terminara el trabajo.

Escipión no contestó y Polibio se volvió hacia Fabio.

—En cuanto a Eudoxia, le haré saber que piensas en ella. Con un poco de suerte, podrás ir tú mismo a decírselo.

—Fue ella la que me regaló el perro, Rufio —declaró Fabio—. Es de una raza especial que se utiliza en los bosques de Albión para proteger a los animales contra los lobos y en las tierras altas de ese país para cuidar a las ovejas. El viejo centurión Petrus me dejó un trozo de tierra en los montes Albanos al este de Roma, un paisaje de colinas abiertas buenas para el pastoreo. Algún día llevaré a Rufio allí y juntos cuidaremos del rebaño.

—¿Con tu camada de futuros legionarios y su madre Eudoxia a tu lado?

—Si los dioses lo permiten.

Escipión se volvió hacia él.

—Salvo que desees luchar como mercenario para algún otro poder, Fabio, tal vez puedas atender a tu rebaño antes de lo que crees. Al parecer Roma ya no tiene apetito por la guerra.

Polibio miró a Escipión.

—Si regresas a Roma tal vez puedas persuadir al Senado de la amenaza de Cartago. Solo entonces podrás asumir el legado de Escipión el Africano.

—Mi padre, Emilio Paulo, me dio los Reales Bosques Macedonios para que me ocupara de ellos tras la batalla de Pidna —replicó Escipión—. También es mi deber honrar este legado.

—Pidna tuvo lugar hace casi doce años y tu padre lleva muerto más de tres —replicó Polibio—. Él sabía que después de Pidna no habría otra guerra en Grecia durante algún tiempo, y te ofreció el bosque para que afinaras tus dotes de cazador y mantuvieras tus ojos despiertos. Pero tal vez te has vuelto adicto a la caza.

—Observa este lugar —declaró Escipión haciendo un gesto hacia los árboles y los oscuros túneles que se formaban en la maleza bajo ellos—. Un hombre puede perderse aquí y aun así encontrar muchas cosas con las que vivir. Sé que compartes mi pasión, pues fuiste tú quien me enseñó a cazar ciervos a caballo.

—Ciertamente. Pero ahora ya tienes veintiocho años y aún no has alcanzado una magistratura en Roma. Si dejas que se pasen nuevos nombramientos y permaneces alejado de la esfera pública, nunca serás elegido como cuestor. Ya eres lo suficientemente mayor, y si no sales elegido con la menor edad posible, será una mancha contra ti en el futuro.

—Cuestor, edil, pretor, cónsul —refunfuñó Escipión—. El mapa del cursus honorum de la vida de un hombre, que te hace casi imposible vivir. Si no se va a declarar ninguna guerra, prefiero con mucho estar aquí cazando que muriéndome de aburrimiento en los tribunales.

—Pero si no asumes esos cargos, nunca podrás ascender a los mandos más importantes. Solo los pretores y los cónsules pueden liderar el ejército de Roma a la guerra.

—Eso es lo estúpido —se quejó Escipión—. Si tuviéramos un ejército profesional, al menos podría estar entrenando legionarios en el Campo de Marte. Pero, ahora mismo, los generales son elegidos de acuerdo con su habilidad para recordar oscuros detalles de la constitución de Roma y arbitrar en los tribunales sobre a quién le pertenece un muro medianero entre dos casas junto al Mercado de Ganado. Ese no es el futuro que mi abuelo Escipión el Africano vislumbraba para nosotros cuando éramos unos adolescentes y asistíamos a la academia, o cuando te designó como mi profesor.

—Tal vez no —concedió Polibio mirando a Escipión—. Pero él conocía la virtud de una carrera equilibrada y la necesidad de mantener a aquellos que en el futuro serían generales bien arraigados en la política de la ciudad. Las necesidades de Roma deben pesar más que las ambiciones de aquellos que liderarán a sus ciudadanos a la guerra.

—Pues entonces el equilibrio está mal —refutó Escipión—. Y no habrá más generales brillantes porque aquellos que podrían serlo se han vuelto indolentes y perezosos en los tribunales, y cualquier destello del genio militar que hubieran podido tener de jóvenes se habrá extinguido para cuando les entreguen un ejército que mandar. Mientras tanto los legionarios de pasadas guerras no tienen como yo bosques reales en los que ejercitar sus habilidades, y se vuelven corruptos y cínicos dándose a la bebida en las tabernas de Roma. —Torció la cabeza a un lado—. ¿No es así, Fabio?

Fabio espoleó a su caballo hasta colocarse en medio de los dos hombres.

—Si no hay posibilidad de crear un ejército profesional, entonces lo único que los veteranos exigen es algunas semanas de entrenamiento al año con la gladio y el pilum, aunque eso implique tener que soportar las regañinas de los centuriones. Los ancianos cuentan que, durante los muchos años de guerra contra Aníbal, los niños podían ver a sus padres regresar con heridas y cuentos de sangrientas batallas, y ansiaban que llegara el día en que ellos fueran lo suficientemente mayores para alistarse. Ahora, con la guerra como un recuerdo lejano, lo único que los chicos tienen por seguro es el enorme botín que llegó de Grecia después de Pidna, oro y plata que solo consiguió que sus padres consumieran sus vidas en las tabernas, contando historias de la guerra a las que ya nadie presta atención y que incluso ellos mismos apenas recuerdan. La próxima vez que Roma tenga necesidad de reunir a sus legiones, los reclutas serán unos soldados débiles con la mente puesta únicamente en el botín. Todo lo que se aprendió en el pasado se habrá perdido. Los viejos soldados beben para olvidar la vergüenza de saber que el próximo ejército romano en el campo no tendrá ninguna oportunidad contra los profesionales y mercenarios de nuestros enemigos. Lo sé muy bien porque mi padre fue uno de ellos, un veterano de Cannas que murió en una reyerta que pude presenciar, defendiendo el honor del ejército de Roma de sus tiempos contra aquellos que se reían de él.

—Ahí lo tienes —asintió Escipión mirando a Polibio—. No son solo los generales aspirantes los que se han vuelto unos cínicos, sino los legionarios como Fabio, que no debería estar cabalgando aquí ni ejerciendo de asistente en una cacería de jabalíes y ciervos, sino como un centurión en una legión romana de élite entrenándose cada día en el Campo de Marte, practicando maniobras de batalla y arrasando simuladas fortificaciones construidas por Enio y sus ingenieros.

—Bajo tu mando, Escipión —añadió Fabio.

Polibio miró a Escipión.

—La única forma de que eso se haga realidad es estando en Roma.

—Hay otra razón para que esté aquí. La gente de Macedonia recurre a mí para que arbitre sus disputas, y también las que tienen con Roma. Tengo reputación de mantener mi palabra, de fides. Eso es lo que me enseñaste en la academia.

—Esa reputación te será muy útil —declaró Polibio cauteloso—. Pero debo recordarte que aquí no ejerces ningún cargo oficial. No te inmiscuyas en el territorio de otros.

—¿Qué quieres decir?

Polibio refrenó su caballo, y los otros dos hicieron lo mismo. Fabio manteniéndose a corta distancia detrás. Polibio se giró en su silla mirando a Escipión.

—Ese es el motivo que me ha traído hasta aquí. No te estoy recomendando que regreses a Roma por el bien de tu carrera. Te estoy diciendo que lo hagas por tu propio bienestar. Una amenaza se cierne sobre ti, y este bosque ha dejado de ser un lugar seguro. Metelo ha sido nombrado procónsul de Macedonia.