VI

El patio de la casa de Terencio Lucano en la Colina Esquilina había sido diseñado al estilo griego, con un peristilo de columnas rodeando el jardín y un estanque en el centro. En un extremo se había erigido un escenario para actuaciones y el jardín había sido parcialmente entablado para proporcionar asiento a la pequeña audiencia. Fabio siguió a Escipión y a Julia hasta el atrio de la casa, sentándose entre ellos en medio de las dos docenas de espectadores reunidos para ver la obra. Una hora antes había dejado a la pareja a la entrada de la casa de Polibio bajo el Palatino, y rápidamente corrió de vuelta al Foro para encontrarse con Eudoxia, llevándosela a un jardín recóndito que conocía en el extremo más alejado del Circo Máximo. Luego volvieron a reunirse a tiempo para que Julia se dejara ver por el Foro de camino al Esquilino, asegurándose de que a su madre y a las Vestales les llegara la noticia de que no se había fugado. De camino se cruzaron con Metelo y su grupo de amigos, todos ellos borrachos como cubas, tambaleándose entre los palcos instalados para la ocasión a lo largo de la vía Sacra, donde se servía vino sin ningún tipo de restricción ahora que la procesión acababa de finalizar. Metelo lanzó a Escipión una mirada sombría, balanceándose ligeramente con un cántaro de vino en la mano, y luego se dedicó a seguirles con sus amigos, gritando y burlándose, hasta que se distrajo al pasar por su taberna favorita cerca de la Cárcel Mamertina. Fabio sabía que cuanto más ebrio estuviera Metelo, más querría reclamar a Julia como su prometida, y que no habría nada que Escipión pudiera hacer para detenerle sin causar un escándalo entre las gentes. Solo cabía confiar en que la casa de Terencio Lucano estuviera lo suficientemente alejada de las tabernas para disuadir a Metelo de presentarse allí, y que Escipión y él pudieran llevarse a Julia después de la obra y dejarla en casa de los Césares antes de que Metelo pudiera ponerle las manos encima.

En cuanto se sentaron, un hombre ágil con la piel oscura de los africanos les vio desde el escenario y se acercó hasta ellos, con una gran sonrisa.

—Julia, Escipión Emiliano, Fabio. Bienvenidos, amigos míos. Me alegro de que hayáis venido. Estamos esperando la llegada de mi patrón y dueño de esta casa, Terencio Lucano, que está ofreciendo un sacrificio en el Templo de Cástor y Pólux, rezando, confío, por el éxito de mi obra.

Escipión miró a su alrededor.

—Una reunión encantadora, aunque pequeña y bastante apartada de las fiestas de esta noche, me temo.

Terencio suspiró.

—He enviado planos al Senado para la construcción de un teatro en Roma al estilo griego, pero han sido rechazados por el edil a cargo de las obras públicas con el pretexto de que un teatro convertiría a los romanos en afeminados griegos.

Escipión sonrió.

—¿Y qué contestaste?

—Le dije que tenía razón. Las posaderas romanas aún no son lo suficientemente duras para soportar los asientos de piedra.

—Realmente sabes cómo complacerles, Terencio. Me sorprende que aún no te hayan expulsado de Roma.

Terencio sacudió la cabeza con gravedad.

—Como dramaturgo, no se puede ganar. Me hubiera gustado presentar obras propias, escritas en un estilo realista y enérgico al gusto de Roma. Pero no ha podido ser, aquellos que financian mis producciones insisten en pastiches de obras griegas muy conocidas porque dicen que eso es lo que la gente desea ver. De hecho, es lo que mis mecenas quieren, pero no mis admiradores. Mis mecenas quieren lo viejo, pero mis admiradores buscan lo nuevo. Aquellos buscan la repetición de las mismas obras viejas y aburridas que en el pasado les proporcionaron dinero a espuertas, de modo que suponen que tienen que volverlo a hacer. Esta gente ha acudido aquí esta noche solo porque son clientes de Terencio y se sienten en deuda con él. Se quedarán hablando entre ellos durante el tiempo que dure la obra, sin apenas apreciarla. El teatro ha quedado reducido a un lugar de encuentro con los amigos e intercambio de cotilleos, antes de partir para la verdadera diversión en las tabernas.

Escipión aún llevaba consigo el rollo que había sostenido en el pódium mientras contemplaban la procesión, y Terencio lo señaló.

—Parece como si hubieras traído algo más para entretenerte. ¿Qué manuscrito es?

—Mi padre me permitió llevarme lo que quisiera de la Real Biblioteca Macedonia. Es una copia de la Ciropedia de Jenofonte, sobre la vida del rey Ciro el Grande de Persia. Pensé que tal vez tuviera la oportunidad de discutirla con Polibio durante un descanso de los festejos, pero eso fue antes de que supiera que podría pasar algún tiempo esta noche con Julia.

—¿Lees por educación y no por placer?

Escipión le miró muy serio.

—Quiero aprender cómo vivir una buena vida, Terencio. Jenofonte fue alumno de Sócrates. Pero es cierto que mi interés por aprender reside más bien en su aplicación práctica, algo que Polibio me enseñó. Jenofonte tenía una visión práctica de los problemas de la guerra. Y Ciro el Grande es un personaje que me intriga; en cierto sentido fue un gobernante idealista, un déspota benigno. Quiero descubrir qué es lo que hace que la gente desee seguir a unos gobernantes y no a otros.

Julia le propinó un codazo sonriendo.

—Si estás planeando convertirte en el próximo Alejandro Magno, no podrás aprenderlo, es algo que se tiene dentro o no se tiene.

—Eso es cierto. Pero Alejandro podría haber aprendido un par de cosas sobre el manejo del imperio. Aún estamos limpiando sus desastres.

—No tenía ningún precedente —alegó Terencio—. Pero tú sí, en él. Debes tener cuidado en que el recuerdo de tus logros no sobreviva solamente en fragmentos, como la caída de las hojas en otoño, secas y quebradizas y con el peligro de convertirse en polvo.

—Eso suponiendo que haya una vida que merezca recordar.

—Oh, la habrá, Escipión. No hace falta recurrir al oráculo para saberlo.

—Bueno, entonces Polibio se encargará de escribir mi memoria. Ya ha completado sus Historias de la primera y segunda guerra púnica, aunque está retrasando la publicación del segundo volumen hasta que pueda visitar Zama en el norte de África y ver el campo de batalla por sí mismo. No es frecuente que un soldado tenga como amigo íntimo a uno de los mayores historiadores del momento, un hombre que comparte no solo mi fascinación por la organización militar sino también una gran habilidad para las estrategias y tácticas.

—Entonces esperemos que cuando consiga completar su biografía de Escipión Emiliano no se quede estancado con ese otro volumen. Las historias que quedan sin publicar a la muerte de su autor tienen el desagradable hábito de ser manipuladas por los enemigos del sujeto, o desaparecer por completo.

Julia decidió intervenir.

—Yo escribiré la historia de Escipión Emiliano si Polibio no lo hace. Seguiré su vida como si estuviera con él en cada momento, aunque sea desde la distancia.

Fabio miró a Escipión y vio una sombra cruzar su rostro. Todos sabían que su tiempo con Julia se estaba acabando. Terencio se inclinó hacia delante y dio unos golpecitos en el rollo.

—He escuchado hablar a Polibio en las sobremesas de esta misma casa. Hay que tener cuidado con los gobiernos monárquicos, decía. Roma se ha hecho grande por haber expulsado a los reyes hace tres centurias.

—¿Y acaso los cónsules no son reyes? —espetó Escipión, su infelicidad incendiando su pasión, lanzando la precaución al viento sin importarle que alguien pudiera escucharlo—. ¿Y el Pontífice Máximo, y los príncipes del Senado y los tribunos de la plebe? ¿Acaso no estamos gobernados por un comité de reyes?

—Si es así, son reyes electos.

Escipión resopló.

—Reyes electos únicamente por un año, que no tienen tiempo para grandes hazañas ni reformas, sin tiempo para desarrollar una administración adecuada en las provincias, y cuya labor de gobierno está dominada por alegatos legales y obligaciones sociales, precisamente la vida que rechacé cuando entré en la academia.

—Un camino que tu abuelo adoptivo, Escipión el Africano, decidió para ti.

—Desearía haber sido lo suficientemente mayor para conversar con él. Desearía haberle oído decir que veía algo en mí. Crecí sintiéndome un intruso, despreciado incluso por los mismos Escipiones por no mostrar ningún interés en el juego de la política, como si no estuviera capacitado para ello.

—Tal vez ese fuera su deseo —replicó Terencio—. Sabía que a un niño no le haría ningún bien que le dijeran que su destino era más grande que el de aquellos que le rodeaban. Sabía que para alcanzar la grandeza primero tienes que sentirte como un intruso. Que luchar contra las opiniones adversas, sabiéndote a veces inapropiado, te fortalecería y que, una vez que comprendieras tu fuerza, desarrollarías una ardiente ambición por compensar esos sentimientos que tenías de niño, una ambición que te permitiría erigirte por encima de todos ellos.

Julia se volvió hacia Escipión.

—Sin embargo sabía que tu ambición necesitaría ser refrenada, controlada. De modo que tu padre designó a Polibio como tu mentor. Mi padre, Sexto Julio César, dice que no hay mayor control sobre el ego de un hombre que ser enseñado por un buen historiador que pueda mostrarte cómo los hombres elevados sobre su grandeza pueden caer fácilmente en la oscuridad.

Se escuchó un barullo en la puerta y Fabio sintió que el corazón se le encogía. Metelo apareció tambaleándose por el peristilo, seguido de su grupo de amigos. Miró alrededor y luego, espiándoles, agitó la jarra que llevaba en la mano en su dirección.

—¿Por qué no vienes de juerga con nosotros, Escipión? ¿Acaso te asustan las prostitutas de los burdeles? ¿O es que quizá se te ha olvidado lo que hay que hacer, después de tanto tiempo en compañía de esos eunucos griegos?

Fabio advirtió cómo los nudillos de Escipión se ponían blancos mientras aferraba el borde del asiento, y agarró la muñeca de Escipión.

—Mantén la calma —le susurró—. Está intentando provocarte, pero son solo palabras. Si saca un puñal, entonces será otra cuestión.

—Como se atreva a nombrar a Polibio le rajaré la garganta —gruñó Escipión.

—Es demasiado astuto para hacer eso —murmuró Julia—. Tal vez se burle de los griegos, pero sabe muy bien lo respetado que es Polibio en el Senado debido a su experiencia militar. Sabe bien cómo jugar, y no está tan borracho como parece.

Metelo se había subido dando tumbos al escenario, cogiendo otra jarra de uno de sus compañeros.

—O tal vez no puedas permitírtelo —se burló Metelo, levantando la jarra hacia la audiencia y luego dando un buen trago—. Tal vez Escipión Emiliano haya dado todo su dinero a las mujeres, porque es incapaz de darles ningún otro favor.

—Está hablando de mi madre y mis hermanas, a las que ayudé con mi herencia del Africano —murmuró Escipión con los dientes apretados por la rabia—. Aún soy un hombre tan rico como él, si no más. Será mejor que no mencione la generosidad de mi padre.

Julia sacudió la cabeza.

—No lo hará, y menos hoy, el día del triunfo de tu padre. Esperará a que el nombre de Paulo se haya desvanecido de la memoria colectiva para poder mofarse de él con sus amigos por regresar de Pidna sin pensar en su propio bolsillo. Lo utilizará contra ti como muestra de debilidad de carácter en tu gens.

—No es una debilidad, sino fortaleza —gruñó Escipión.

Julia se volvió hacia él.

—Has dado la fortuna de tu abuela adoptiva, Emilia, a tu madre, Papira. Pagaste las dotes de tus hermanas adoptivas. Esta tarde, cuando hemos estado juntos, me has dicho que, si es necesario, darás la parte que te corresponde de las tierras de tu padre a tu hermano, pagando la mitad de los costes de los juegos funerarios que por derecho del hijo primogénito debían corresponderle solo a él; y después, cuando tu madre, Papira, fallezca, pasarás la fortuna de los Emilia que le diste a tus hermanas de sangre.

—Haré todas esas cosas —reconoció Escipión tranquilo, observando a Metelo mientras apartaba a un lado a los actores y bailaba alrededor del escenario, parodiando su actuación, y luego estrellaba su jarra contra el suelo, riéndose a carcajadas de sus compañeros, al tiempo que se daba la vuelta y hacía una reverencia burlona a la audiencia.

—Has sido generoso con los demás, Escipión —añadió Julia rápidamente, sabiendo que su tiempo se acababa—, haciendo una virtud de ser magnánimo, y Polibio y los demás pueden ponerte de ejemplo. Pero ten cuidado. Roma recela siempre del exceso de generosidad, y eso puede volverse contra ti. Metelo dirá que has utilizado tus riquezas para acallar las críticas que otros puedan hacer de tu carácter, lo que solo demuestra la debilidad que quiere encontrar en ti. Es hora de que seas generoso contigo mismo, Escipión. Debes olvidarte de la opinión de los otros y mirar por tu propio futuro.

—Julia. —La voz gruesa de Metelo atronó por el escenario, mientras agitaba una mano en su dirección—. Es por ti por quien he venido. Es hora de que pruebe mis derechos maritales. Esta noche he renunciado al prostíbulo para demostrarte lo que valgo. El teatro puede irse al garete. Nos vamos.

Súbitamente, Escipión se puso en pie de un salto, atravesó como un rayo el peristilo y se abalanzó sobre Metelo, al tiempo que le empujaba violentamente contra la pared del escenario sujetándole del pecho. Sacó el cuchillo que llevaba en su cinturón y lo apoyó contra el cuello de Metelo, haciéndole levantar la cabeza. Durante unos segundos, Escipión mantuvo la posición, su cara tensa mientras todo el mundo observaba en asombrado silencio. Metelo estiró la cabeza hacia un lado, bajando los ojos a la cuchilla.

—Adelante, Escipión —murmuró entre dientes—. ¿Eres demasiado blando para soportar la sangre? Esas cacerías que tanto te gustan te están ablandando. Algún día deberías tratar de matar hombres.

Fabio se acercó por detrás de Escipión y le agarró la muñeca con firmeza, tirando de la mano que sostenía el cuchillo y echándole hacia atrás, mientras algunos de los compañeros de Metelo hacían lo mismo con él. Este les apartó, se enderezó y luego se dirigió hacia Julia, cogiéndola del brazo y llevándola hasta su grupo.

—Me acordaré de esto, Escipión Emiliano. Te aconsejo que vigiles tu espalda.

Fabio continuó sujetando a Escipión mientras el grupo se alejaba a trompicones. Terencio se dejó caer en un rincón con la cabeza entre las manos, y la audiencia comenzó a levantarse y salir. Escipión parecía desconcertado por lo sucedido. No estaba acostumbrado a perder el control, y sentía como si su rabia contra Metelo se hubiera disparado, dando rienda suelta al sentimiento de impotencia que le causaba la marcha de Julia. Ahora que ella se había ido, parecía realmente desconcertado. Fabio pudo notar cómo se estremecía, la sangre palpitando con fuerza en sus venas. Julia echó la vista atrás una última vez antes de doblar la esquina, y entonces desaparecieron. Fabio soltó a Escipión, le quitó el cuchillo volviendo a guardarlo en su funda y luego le condujo por el hombro fuera de la casa hasta la calle, de vuelta al Foro.

—¿A dónde vamos? —dijo.

Escipión miró fijamente hacia delante, donde los rezagados compañeros de Metelo aún eran visibles, uno de ellos vomitando en el umbral de una casa.

—Al altar de mi casa en el Palatino, para honrar la memoria de mi abuelo adoptivo, Escipión el Africano, y luego regresaremos a Macedonia para cazar. Necesito estar lejos de los hombres y lejos de Roma. Partiremos esta noche.

Fabio vio cómo Escipión se llevaba la mano a la phalera, el disco de plata sobre su peto que le había sido concedido por su valor en Pidna. Podía intuir lo que Escipión estaba pensando. El disco era un regalo de padre a hijo que, de acuerdo con la ley, no hubiera debido participar en la guerra al ser un año menor de lo necesario para ser designado tribuno militar. Solo Fabio sabía hasta qué punto se había ganado la condecoración y cómo la phalera no era un signo de favoritismo, pues el tribuno había corrido solo hasta la falange abriéndose paso a través de las filas enemigas hasta estar cubierto de la sangre macedonia. Pero Escipión sabía muy bien que había otros que no lo veían así: detractores y enemigos de su padre y de su abuelo, aquellos que despreciaban sus logros en Pidna tachándolos de exagerados e incluso utilizaban la condecoración de la phalera contra él. En el voluble mundo de Roma, el mecenazgo de su padre, que le había llevado hasta Pidna colocándole en el primer peldaño de la escalera militar, también podía ser su perdición, permitiendo a sus detractores proclamar que siempre había tenido las cosas fáciles y que se había colgado de la toga de su padre y su abuelo a los que nunca podría llegar a emular.

Fabio lo conocía lo suficiente para leer sus pensamientos. Escipión amaba Roma y, al mismo tiempo, la odiaba. Amaba Roma por haberle puesto en el sendero de la gloria militar, pero la odiaba por haberle separado de Julia. Recordó lo que Escipión le contó la noche en que compartieron una jarra de vino mirando las estrellas desde el Circo Máximo. Un día regresaría aquí luciendo un peto propio, más magnífico aún que el que tenía ahora, hecho con oro y plata extraídos de sus conquistas, y decorado no con imágenes de guerras pasadas sino con las de sus propias victorias, una ciudadela ardiendo con un general en pie sobre el cuerpo vencido del mayor enemigo de Roma. Regresaría para celebrar el mayor triunfo que Roma hubiera podido ver jamás. Esperaría hasta recibir las alabanzas y la adulación del Senado y entonces les daría la espalda, despreciando las formas que tanta infelicidad le habían hecho sentir en el día de hoy, el día del triunfo de su padre, y también el día señalado para los desposorios de Julia. Dejaría el Senado impotente, despojado de poder, porque se llevaría con él al pueblo, a los legionarios y centuriones con los que forjaría el mayor ejército que el mundo hubiera visto jamás, uno que conseguiría liberarse de las cadenas de Roma arrasando con todo lo anterior, y dirigido por un general cuyas conquistas harían que las de Alejandro Magno parecieran en comparación una nimiedad.

El último de los hombres que iban por delante desapareció dando tumbos, gritando confusas palabras de desdén, arrojando una jarra de vino medio llena que se estrelló contra el suelo dejando un reguero rojo por la calzada… Aún podía distinguirse el fulgor de las grandes fogatas del Campo de Marte, la señal de que la sangría de la tarde todavía continuaba.

Fabio se volvió hacia Escipión, que aún miraba hacia delante. Se acordó de cuando lucharon el uno al lado del otro en las callejuelas de Roma hacía casi diez años, dando una buena paliza a la pandilla que les había estado persiguiendo, tras lo cual Fabio tuvo que ponerle en pie y sacudirle el polvo. Escipión se había reído, satisfecho de encontrar un nuevo amigo y compañero de peleas, disfrutando de la libertad que había descubierto en las calles, lejos de los rígidos convencionalismos que ahora le habían arrebatado a Julia. Pero Fabio también recordó la dureza que advirtió en sus ojos entonces, una dureza que otros a su alrededor veían y temían; el mismo temor que llevó a aquellos chicos —que ahora se habían convertido en estos jóvenes borrachos— a burlarse por no ser uno de ellos. Fabio tendría que asegurarse de que esa dureza permaneciera, y que Escipión se sobrepusiera a esta tormenta como lo había hecho a la mofa de los otros, sin caer en la amargura y la autodestrucción. Sabía lo que tenían que hacer.

Se volvió hacia Escipión.

—¿Recuerdas el ciervo que mataste en Falermino el pasado verano?

Escipión guardó silencio con la mirada aún fija. Después de unos segundos dejó caer la cabeza y asintió.

—Fue a principios del verano, lo recuerdo muy bien —replicó tranquilo—. La nieve aún cubría los riscos más altos de las montañas. —Miró fijamente a Fabio—. No trates de consolarme, Fabio. No lo necesito.

—Solo estaba pensando en el equipo de caza que necesitaremos para Macedonia. Allí tendremos que perseguir no solo ciervos, sino también jabalíes. Polibio dijo que el lugar ofrece la mejor caza de jabalíes que jamás haya experimentado. Necesitaremos lanzas, además de arcos. Y tengo un nuevo cachorro para entrenar como perro de caza. Siempre es mejor entrenar a un perro en el lugar donde quieres utilizarlo, y los Reales Bosques Macedonios pueden ser su casa. Le adiestraré para acechar jabalíes.

Escipión mostró una sonrisa cansada.

—Un perro. ¿Cómo se llama?

Rufio. Es por el ruido que hace. No consigo impedir que ladre. Eudoxia me lo ha regalado.

Escipión suspiró profundamente.

—Entonces Rufio será nuestro compañero. Tendremos que recoger nuestras cosas esta noche. Y no te acerques demasiado a esa esclava. Podríamos estar fuera mucho tiempo.

Hubo un súbito alboroto en la calle más adelante, y alguien irrumpió entre la multitud corriendo hacia ellos. Era Enio, sujetando su casco y bañado en sudor.

—Es el viejo centurión, Petrus —dijo jadeando—. Tenemos que ir a buscarle ahora. Van a intentar matarle.

Escipión le sujetó por los hombros.

—Tranquilízate, hombre. ¿Qué ha pasado?

Enio bajó la cabeza inspirando con fuerza varias veces y luego miró a Escipión, el sudor resbalando por su rostro.

—Después del despliegue pirotécnico en el Foro mandé a mis fabri a tomar una merecida jarra de vino. La taberna más cercana a la vía Sacra es esa que está junto a la Escuela de Gladiadores, ¿recuerdas?, la regentada por ese granuja de Petronio. Algunos de nosotros solíamos escaparnos allí entre clase y clase. Uno de mis centuriones volvió corriendo para contarme que habían tenido un altercado con Braso, el antiguo gladiador tracio que solía luchar con Bruto. Nunca confié en él, a pesar de que era el mejor luchador con espada de la escuela. Estaba borracho y le hizo un tajo en las piernas a uno de mis fabri con una de esas dagas tracias, una sica, y luego fue abriéndose paso a empujones jurando que esa noche iba a matar a alguien. Poco antes había estado acurrucado en un rincón de la taberna con un hombre que llevaba una capa con capucha y que, según Petronio contó a mis hombres, pudo reconocer como el senador Cayo Sexto Calvino. Al parecer le entregó a Braso unos cuantos denarios de un monedero. Pero fue después de que Sexto Calvino se fuera cuando Braso comenzó a beber desaforadamente y a alborotar.

—Sexto Calvino —dijo Escipión con voz grave—. Uno de los peores enemigos de mi abuelo adoptivo, Escipión el Africano, que incluso trató de llevarle a juicio con falsas acusaciones de apropiación indebida de fondos públicos, y se opuso rotundamente a la formación de la academia.

—Mis obreros vieron cómo Sexto Calvino pasaba delante de alguien en la calle al salir y le entregaba el monedero, y luego esa persona fue la que entró en la taberna. Todos mis hombres pudieron reconocerle. Era Porcio Entestio Supino.

Fabio soltó un suave silbido.

—Por qué será que no me sorprende.

—Suele hacer recados para Metelo, ¿no es así? —preguntó Escipión.

—Más que eso —contestó Fabio con voz seria—. Se ha convertido en la mano derecha de este. A veces es difícil distinguir quién tira de los hilos.

—¿Tú tuviste un encontronazo con él?

—Ambos lo tuvimos. ¿Recuerdas la noche en que nos conocimos hace muchos años, cuando decidiste conocer de primera mano lo que era estar de noche en las calles cercanas al Tíber? Porcio y su banda me estaban persiguiendo y tú te interpusiste entre ellos.

—Así que ese era Porcio —exclamó Escipión—. Nunca mencionaste su nombre.

—Era algunos años mayor que yo y me perseguía sin descanso. Llevó a mi madre a la enfermedad que la mató. Él y su banda cogieron a mi padre cuando estaba en sus horas más bajas. Yo era demasiado joven para defenderle, pero su acoso le llevó a una muerte prematura. Algún día me vengaré, pero lo haré solo.

—¿Y por qué iba a querer ver muerto a Petrus? —preguntó Escipión.

—Porque Metelo está bajo el influjo de Sexto Calvino y su fracción en el Senado. Metelo vislumbra su gloria futura en Grecia, no en Cartago, y ve en Petrus una mala influencia. Las riquezas de Grecia y el poder en Oriente son el futuro que Porcio también vislumbra para él. Pero además hay un motivo personal. Porcio trató de unirse a las legiones que partían a la guerra de Macedonia, después de que nos hubiéramos marchado a Pidna, pero Petrus, sacado de su retiro y puesto a cargo del reclutamiento como un último trabajo después de la academia, le rechazó alegando que su reputación le precedía y que era un cobarde.

—Pero Porcio era un chico de la calle de los distritos del Tíber, tu propio barrio —declaró Escipión—. El caldo de cultivo de los mejores legionarios.

Fabio sacudió la cabeza.

—No siempre. ¿No recuerdas cómo se quedó atrás mientras su banda se abalanzaba sobre nosotros? Convence a otros para que hagan por él el trabajo sucio. Y eso es lo que está haciendo ahora, tratando de que Braso se emborrache y luego pagándole para que vaya detrás de Petrus.

—Bueno, desde luego consiguió azuzar a Braso de cabo a rabo —reconoció Enio—. Mis obreros pudieron escucharlo todo. Porcio le contó a Braso que los mercenarios tracios capturados en Pidna serían ejecutados mañana por la tarde, lo que es cierto. Pero resulta que uno de ellos es su hermano. Además aprovechó para recordarle la historia que el viejo centurión Petrus solía contarnos sobre cómo cuando era un joven legionario, un inexperto tribuno, rindió su cohorte a un grupo de mercenarios tracios y los romanos fueron rápidamente pasados por la espada, incluyendo el propio hermano de Petrus. El centurión nunca habló de ningún antagonismo hacia los tracios sino que solo quería demostrarnos que no debíamos rendirnos a los mercenarios. Sin embargo Porcio le hizo creer que Petrus había pedido a Emilio Paulo que mañana los tracios recibieran un «tratamiento» especial, como revancha por lo que estos le hicieron a su hermano muchos años atrás.

Escipión se le quedó mirando.

—Eso era exactamente lo que Sexto Calvino y su facción desearían hacerle creer. Estaba todo preparado. Llevan buscando una forma de deshacerse de Petrus desde que Escipión el Africano le eligió para la academia. Él nunca ha ocultado su parecer sobre la necesidad de un ejército profesional o su desprecio al Senado, por lo que la plebe le respeta. ¿Dónde está ahora?

—En su granja de los montes Albanos. Mis obreros le ayudaron a construir un nuevo granero de piedra hace solo unos meses. Su esposa hace tiempo que murió y sus hijos son mayores y ya no viven con él.

—Yo también he estado allí, hace apenas una semana —declaró Fabio—. Prometí pasar algún tiempo con Petrus cuando regresara de Macedonia y contarle todo sobre Pidna, además de ayudarle a cavar un bancal donde plantar algunos olivos. No podrá llegar a ver sus frutos, pero ha decidido legarme esas tierras a su muerte.

—¿Y Braso?

—Fue visto por última vez dirigiéndose hacia la Puerta Ostia, pero no antes de que, en su borrachera, saqueara de arriba abajo la Escuela de Gladiadores buscando una espada.

Fabio se puso rígido.

—Necesitamos avisar a Petrus.

Escipión posó su mano sobre el hombro de Enio.

—Voy a buscar a Bruto. Hace un rato estaba con la Guardia Pretoriana de mi padre, pero creo que ahora podrá ausentarse pues la ceremonia principal ha terminado. Fabio y yo nos quitaremos la armadura de la ceremonia y estaremos en la puerta en una hora. Si nos damos prisa, podremos estar en los montes Albanos antes de medianoche. Después de todas las batallas que ha librado y todo lo que ha hecho por Roma, no consentiré que Petrus muera en su cama a manos de un gladiador tracio borracho. Y tampoco olvidaré lo que nuestros enemigos han preparado para hacernos caer. Tenemos que movernos.

Cuatro horas más tarde, Fabio gateaba por una ladera infestada de aulagas en las estribaciones de los montes Albanos, seguido de cerca por Escipión y Bruto. Se habían desviado del camino tomando un atajo por un quebrado terreno por donde, unos días antes, cuando visitó a Petrus, había estado paseando con su cachorro, Rufio. Sus piernas estaban llenas de arañazos por culpa de las zarzas, pero no le importaba. Podía oler a quemado y tenía un mal presentimiento. Braso les llevaba al menos media hora de ventaja y ya debía de haber llegado a la granja.

Alcanzó la cresta de la colina, con sus dos compañeros al lado. Delante de ellos se extendía un barranco poco profundo por el que había descendido con Rufio y, al otro lado, la casa de labranza, tal vez a medio estadio de distancia. Era una noche de luna llena y podían distinguir claramente las edificaciones. Más allá del edificio principal, vio una llama procedente de un fuego en el patio, evidentemente el origen del olor. Durante algunos instantes Fabio sintió una abrumadora sensación de alivio. Tal vez Petrus se había ablandado y estaba celebrando el triunfo con su propia ceremonia del fuego. Puede que Braso, después de todo, no hubiera llegado hasta allí y estuviera durmiendo la borrachera en cualquier cuneta a las afueras de Roma. Tal vez no tendrían que avergonzar y enfurecer a Petrus apareciendo para rescatarle, cuando no había ninguna razón.

Pero entonces vio algo que le dejó petrificado. Las llamas surgían desde detrás del edificio, por encima del tejado y del establo de madera donde Fabio había dormido con Rufio. Petrus apareció desde detrás del establo, con su inconfundible caminar de piernas arqueadas, portando una antorcha en una mano y una espada en la otra, perseguido por la tambaleante figura de Braso. El centurión pasó la antorcha por su pila de leña haciendo que la madera ardiera instantáneamente en el seco aire, y luego la arrojó al cobertizo donde guardaba su prensa de aceitunas y sus reservas de aceite.

En cuestión de segundos toda la granja estaba ardiendo, una enorme llama crepitando y elevándose hacia lo alto del cielo. De pronto, Petrus se detuvo en el patio delantero —el lugar donde él y Fabio habían estado sentados charlando, apenas unos días antes, observando la puesta de sol sobre la lejana Roma—, y se tambaleó, cayendo pesadamente sobre un brazo y luchando para ponerse de nuevo en pie. A la luz del fuego pudieron ver que su túnica estaba empapada de sangre, que brotaba formando un reguero detrás de él. Fabio comprendió lo que había estado haciendo con la antorcha, la razón de que incendiara su granja. Estaba encendiendo su propia pira funeraria.

No había posibilidad de llegar hasta él a tiempo. Observaron impotentes mientras se echaba hacia atrás, sin duda gravemente herido, y se enfrentaba a su atacante. Súbitamente arremetió contra él, su espada clavándose profundamente en alguna parte del estómago de Braso. Entonces resbaló perdiendo pie, momento que Braso aprovechó para abalanzarse sobre él, cortando, rajando, hundiendo su espada en el cuerpo del centurión una y otra vez hasta que quedó inmóvil. El tracio se levantó, tambaleándose hacia atrás, volvió a inclinarse de nuevo cogiendo el cadáver por el pelo y cortó la cabeza de un solo tajo, manteniéndola en alto hasta que dejó de sangrar. Entonces envainó su espada, guardó la cabeza en un saco que colgaba de su cinto y se volvió en dirección a Roma apoyando las manos en las rodillas para tratar de recuperar fuerzas. La espada de Petrus aún estaba hundida en su cuerpo, y tenía cortes en los brazos y las piernas. Petrus no había caído sin cobrarse un precio. Había luchado como un legionario hasta el final.

Fabio se quedó paralizado. El viejo centurión estaba muerto.

De pronto Bruto soltó un bramido, los puños apretados en alto con los músculos tensos y los ojos mirando salvajemente la escena. Escipión se puso delante de él cogiendo su cabeza entre las manos y apoyándola contra su frente.

—Acaba con él, Bruto, y cuando hayas terminado, pon el cuerpo del centurión entre las llamas de su amada casa. Esa será su pira funeraria. Yo debo marchar, pero no te preocupes. Fabio cuidará de mí. Ave atque vale. Volveremos a encontrarnos, en este mundo o en el siguiente.

Le sostuvo durante unos instantes más y luego lo soltó volviéndose hacia el fuego. Bruto desenvainó su espada y salió apresuradamente, aplastando la maleza del suelo como un toro enfurecido mientras se precipitaba hacia el barranco y ascendía al otro lado, la espada en alto y aullando de rabia.

Escipión se volvió hacia Fabio.

—Regresa a Roma al amparo de la oscuridad y recoge todo lo que necesitamos para la cacería. Yo esperaré aquí.

—Tu padre te habrá echado de menos en el rito de dedicatoria a Escipión el Africano.

—Encuéntrale antes de partir y explícale lo sucedido. Al menos debería ser capaz de silenciar a Sexto Calvino si es que Bruto no lo alcanza primero. Continuaremos teniendo enemigos en el Senado, pero aquellos que se han atrevido a dar este paso tienen que saber con quién se la están jugando. Mandaré recado a mi padre una vez que lleguemos a Macedonia.

Su voz estaba ronca pero no por la emoción sino con una fría determinación. Fabio pudo ver por encima de la angustia del hombre esa dureza en los ojos que había advertido la primera vez, muchos años atrás. Ya se ocuparía él de que Escipión fuera capaz de sobreponerse a esa tormenta y saliera reforzado de ella, con fortaleza de un soldado.

Escuchó un rugido en la ladera opuesta que retumbó por todo el barranco. Se giraron hacia el fuego y vieron la silueta de Bruto perfilada por las llamas, su espada en alto, sujetando algo con la otra mano. Era la cabeza cortada de Braso.

Escipión agarró a Fabio por los hombros y le hizo girar en dirección a Roma.

—Ahora vete.

Fabio echó a correr.