Media hora más tarde, Fabio y Escipión estaban entrando en el palco de madera construido para la rama de los Césares de la gens Julia a las afueras del Campo de Marte justo donde la calle, que había sido embellecida para la procesión triunfal, se abría al recinto de entrenamiento del ejército y la zona de prácticas. Las gentes disputaban entre sí para que sus palcos estuvieran situados en los mejores sitios, siendo los tribunos de la plebe los encargados de establecer el orden preferente de acuerdo con la cuantía de los donativos entregados a la ciudad desde el anterior triunfo, una de las pocas ocasiones en las que la plebe podía influir en los privilegios de los más adinerados. Los Césares lo habían hecho excepcionalmente bien ese año, habiendo instaurado el reparto gratuito de trigo y construido un baño público en la Colina Esquilina, por lo que se les había ubicado en una posición desde la que podían presenciar tanto la ejecución de los desertores al borde de la carretera, como los espectáculos del Campo de Marte planeados para esa tarde. Los eventos incluían pelea de perros contra osos, lucha a muerte entre prisioneros macedonios y gladiadores, y el sacrificio masivo de cientos de cabezas de ganado que proporcionarían carne suficiente para todos los que quisieran comerla tras ser asada en espetones y braseros en las numerosas hogueras desperdigadas por el campo, cuyas llamas ya se elevaban hacia el cielo del atardecer.
Pero lo primero eran las ejecuciones de desertores. Un acontecimiento que Escipión estaba obligado a presenciar como oficial del ejército; él y Fabio habían llegado apenas unos minutos antes que la primera carreta, de modo que no tenían tiempo que perder. Se abrieron paso entre las filas de asientos ocupados por matronas de elegantes peinados acompañadas de sus hijos y hombres con coronas de laurel en la cabeza, en reconocimiento a su labor cívica, y togas, algunas con el borde púrpura del Senado. Entre ellos se encontraban unos cuantos hombres en uniforme, incluyendo el hermano de Julia, Sexto Julio César, compañero tribuno que también había servido en Macedonia, y su distinguido padre del mismo nombre, un condecorado veterano de la batalla de Zama que hizo una leve inclinación hacia Escipión y les devolvió el saludo cuando él y Fabio pasaron.
Julia, que se mantenía aparte de las otras mujeres de su gens ocupando una grada superior con las dos esclavas que la atendían, les saludó con la mano cuando Escipión y Fabio se acercaron. No iba arreglada como las demás, y su aspecto era como si acabara de volver de una de sus sesiones secretas en la academia, con su ondulado cabello apenas recogido hacia atrás cayéndole lánguidamente sobre los hombros, y una túnica ceñida en la cintura para revelar las firmes curvas de sus caderas y pechos. No se le permitía lucir ningún ornamento militar, pero llevaba una reliquia de familia, un casco alado de antiguo diseño griego con el águila emblema de los Césares incrustada en la parte frontal. Era un pequeño acto de desafío que Fabio sabía que su padre le había permitido, en contra de los deseos de su madre y de las otras Vestales. Allí de pie con el casco parecía como si hubiera sido recortada del mismo molde que las esculturas de las cariátides que Fabio había visto en la Acrópolis de Atenas, si bien el acabado final era totalmente romano; tenía la nariz recta y los pómulos altos de la familia César, y el cabello castaño y los enormes ojos de su madre. Cuando se volvió para recibirlos estaba radiante, sin rastro de la tristeza que Fabio había advertido en ella desde el regreso de Metelo, por lo que confió en que, al igual que Escipión, pudiera ser capaz de disfrutar de la velada y olvidarse del futuro, de la vida que tendría que llevar como matrona de la gens Metela a partir de aquel momento.
La muchedumbre ya había comenzado a gritar y abuchear, y Fabio divisó el primero de una fila de carros conducidos por bueyes aparecer traqueteando desde el camino del Foro. Cada carro transportaba una gran jaula de hierro y, cuando el primero de ellos se acercó lo suficiente, pudo distinguir a una leona africana paseando de un lado a otro con los ojos inyectados en sangre y la lengua colgando. Sabía que estaría desquiciada por el hambre, su cuerpo famélico tras días de inanición en preparación para el espectáculo. Detrás de cada carreta, un hombre caminaba dando tumbos con las manos atadas a la espalda y los tobillos con grilletes arrastrando las cadenas; iba atado a la jaula por una larga soga sujeta a sus muñecas, y otra anudada a una argolla en su cuello la agarraba, unos pasos más atrás, un musculoso gladiador vestido con la armadura completa de un bestiarius, que ondeaba un chasqueante látigo con el que cada pocos instantes azotaba la espalda del prisionero.
Desde un carromato unos metros más atrás, un león rugió, su gruñido retumbando por todo el palco como un terremoto, haciendo que la multitud gritara y aullara. Todos sabían lo que sucedería a continuación; los prisioneros habían sido condenados damnatio ad bestias. Emilio Paulo se había mostrado clemente con muchos de los capturados en Pidna, incluso con los mismísimos macedonios y con unos pocos mercenarios tracios que podrían servir para el entrenamiento de gladiadores, pero cualquier prisionero al que se hiciera marchar en el desfile triunfal arrastrando las cadenas solo estaba posponiendo su implacable final. La plebe lo sabía y no mostraría ningún signo de piedad. Además, estos prisioneros eran los peores, no eran enemigos sino desertores, hombres cuyos antiguos camaradas y familias estaban entre aquellos que pedían su sangre entre la multitud de ese día. Roma tal vez enviara a sus hombres engalanados y dispuestos para la guerra, pero aquellos a los que les fallaba el valor o la fortaleza debían saber que serían tratados más duramente que cualquier enemigo, regresando a Roma encadenados y humillados, para ser ajusticiados ante esa misma multitud cuya confianza y expectativas habían traicionado tan gravemente.
A lo largo de la carretera, a intervalos más o menos regulares, se habían clavado gruesos postes de madera como los de los crucifijos, pero, en lugar de un madero transversal, estos tenían en su parte superior un aro de hierro. A medida que cada carreta llegaba a los postes, la multitud retrocedía hasta formar un círculo. Aquellos situados en primera fila se agarraban de las manos, empujando hacia atrás para abrir suficiente espacio. Fabio vio cómo en el poste que tenían más cerca, el maestro de fieras se apeaba desde su asiento al lado del conductor, se dirigía a la parte trasera de la jaula y soltaba la cuerda que unía la jaula a las muñecas del prisionero, pasando el extremo a través del aro del poste antes de entregársela al bestiarius. Luego metió un brazo en la jaula, sacando un tramo de la cadena que estaba atada a una anilla de hierro alrededor del cuello del león, y enganchó el otro extremo en el aro del poste. A una señal del bestiarius, el conductor azuzó a los bueyes y el carro se tambaleó hacia delante haciendo que la parte de atrás de la jaula se abriera y el león saltara fuera, su cuello violentamente constreñido por la cadena al ponerse tensa. El enfurecido animal sacudió la cabeza y rugió. Entonces embistió directamente contra la multitud hasta que la cadena tiró de él, haciendo que cayera al suelo intentando arañar y arrancar la argolla de su cuello. Volvió a insistir, lanzándose esta vez en otra dirección, y luego se puso en pie, paseando por el borde del claro, babeando y amagando zarpazos hacia la multitud, sus garras pasando a pocos centímetros de los chicos que se desafiaban entre sí para aguantar en primera fila. Fabio recordó cuando él hacía lo mismo, jugando con la muerte en muchas ocasiones, y provocando al león al mostrarle patas de bueyes obtenidas de los restos de sacrificios de los altares de los Campos de Marte; los sacerdotes siempre dejaban piezas de carne para ese propósito, recordando las diversiones de su niñez cuando desafiar a los leones y adquirir alguna cicatriz era el modo más rápido de ganarse en las calles el prestigio como guerrero.
La multitud guardó silencio mientras observaba al león recorrer el círculo una y otra vez. El bestiarius mantenía tensa la cuerda atada a las manos del prisionero, dejando el suficiente margen para que el hombre pudiera retroceder y mantenerse cerca del círculo de gente, pero ligeramente fuera del alcance del león. Cada vez que el animal se acercaba, los chicos intentaban empujar al hombre hacia delante. Al tercer intento, el prisionero tropezó y el león se abalanzó sobre él antes de que pudiera echarse atrás, desgarrando un lado de su cara y sacándole un ojo. El hombre gritó, cayendo de rodillas, con un trozo de carne sanguinolento colgando por debajo de su barbilla. Algunas veces el bestiarius permitía que continuara el tormento hasta que la víctima apenas tenía vida, pero esta vez sabía que la multitud estaba suficientemente caldeada y ansiaba una gratificación. Súbitamente tiró de la cuerda y el prisionero se precipitó hacia delante, tropezando y retorciéndose mientras la cuerda tiraba de sus muñecas hacia el aro del poste y quedaba colgando de este, sus pies pataleando y sacudiéndose incontrolables, mientras seguía los movimientos del león con el ojo que le quedaba. En el momento en que el animal se detuvo y le miró, comprendiendo que por fin lo tenía a su alcance, el bestiarius dejó de sostener la cuerda y tiró de la que estaba anudada en el cuello del prisionero, levantándole justo a tiempo para ponerle a salvo. La multitud rugió y Fabio pudo ver al prisionero con más claridad, su cara gris por el miedo y las piernas manchadas de heces.
El bestiarius permaneció con las piernas separadas y el pecho henchido, jaleando a la multitud.
—¿Está el león hambriento?
La multitud rugió de nuevo.
—¿Debemos darle de comer?
Otro rugido. Entonces aflojó la cuerda del cuello y tiró de la otra con todas sus fuerzas, sus músculos resaltando tensos al izar al hombre sobre el poste, hasta que de nuevo estuvo colgando. Los pies pataleando frenéticamente, la cabeza retorciéndose por el terror mientras el león continuaba recorriendo el perímetro y se paraba a contemplarlo, flexionando el lomo y empezando a escarbar la tierra.
Súbitamente dio un salto y la multitud jadeó. Sucedió tan rápido que el hombre no tuvo tiempo de gritar. El león clavó sus mandíbulas en su espalda, arrancándolo del poste y sacudiéndolo violentamente a un lado y a otro, quebrando sus huesos como si fuera una presa atrapada en las llanuras de África. El bestiarius soltó completamente la cuerda y retrocedió entre la multitud. Un chorro de sangre brotó del cuello del prisionero, salpicando a los chicos de la primera fila. El león dejó caer el cuerpo, se sentó cómodamente sobre sus patas traseras y empezó a comer. Primero un gran mordisco en el pecho del hombre, que aplastó sus costillas y dejó un enorme agujero en su costado, y luego arrancando un pulmón y tragándoselo, la tráquea y las arterias colgando de su mandíbula. Tras engullirlo, dio un nuevo bocado, esta vez en el abdomen, atracándose con el estómago y los intestinos del hombre, con el morro chorreando sangre y bilis.
Escipión se volvió hacia Julia, que había estado observando con gran atención.
—Aquí se ha acabado el entretenimiento —declaró—. Aunque continuará toda la noche en el Campo de Marte. He prometido a Terencio que me pasaría a ver la obra teatral que ha preparado especialmente para los juegos en el peristilo que rodea el jardín de la casa de su patrón en el Palatino. Pero antes, Polibio y yo tenemos una cita. Quiero contarle algo que Terencio me explicó y, aparentemente, Polibio tiene algo que decirme. ¿Quieres venir?
—Mi madre se dará cuenta de mi ausencia y enviará a las Vestales en mi busca —dijo Julia sonriendo—. Pero eso lo hará más divertido. Ahora no están mirando, así que vámonos.
Se levantaron, abriéndose paso entre la gente sentada en el palco, seguidos por Fabio. La multitud alrededor del león había empezado a dispersarse, algunos de ellos desplazándose hacia los carros donde las ejecuciones aún no habían comenzado, otros dirigiéndose directamente hacia el Campo de Marte. Fabio echó un vistazo al león cuando pasaron por delante, advirtiendo su estómago visiblemente hinchado y los restos desmembrados de la víctima reducidos a un amasijo de sangre y huesos; la cabeza del hombre asomaba entre sus fauces y, justo al cruzar frente al animal, pudo escuchar el crujido de sus colmillos aplastándola. Entonces recordó la fiesta que seguiría al sacrificio de los bueyes en el Foro, y las piezas de carne que los sacerdotes entregarían para ser asadas al fuego por debajo del rostrum. Fabio había prometido reunirse allí con la esclava de Hipólita, Eudoxia, un poco más tarde, por lo que confió en que Escipión y Julia no se entretuvieran demasiado en la obra teatral. Empezaba a sentirse hambriento.
De vuelta en el Foro se encontraron con Polibio dentro de la Basílica Emilia, el enorme tribunal en el que se había estado celebrando una reunión de sabios y maestros griegos que habían sido traídos a Roma por Emilio Paulo con ocasión del triunfo. Cuando llegaron, se estaba despidiendo de un grupo de hombres con túnicas blancas, flotantes barbas grises y largos cabellos, que llevaban varios rollos de pergaminos en los brazos mientras miraban altivamente hacia delante. Escipión se volvió hacia Polibio sonriendo.
—Salvo que me equivoque, mi padre ha capturado la filosofía griega y la ha traído a Roma.
—No son cautivos, sino una delegación venida desde Atenas —murmuró Polibio—. Han acudido en respuesta a la invitación de tu padre para enseñar a pensar a los jóvenes descreídos.
—Pareces escéptico, Polibio.
—Sé cómo funciona en Atenas. La sabiduría de los auténticos filósofos, de Sócrates, Platón y Aristóteles, ha sido diluida y devaluada por hombres que piensan que por llevar una túnica de profesor y dejarse una gran barba blanca están cualificados para ganarse nuestra estima. La mayoría son hombres como estos, hombres intelectualmente incapaces de algún pensamiento original y que, sin embargo, tratan de inculcar sus confusas ideas a los débiles y crédulos. Roma se parece a un joven brillante pero sin educar, deseando aprender pero sin ninguna capacidad crítica. Estos hombres no enseñan filosofía, sino simple sofistería, palabrería, y solo saben hablar en acertijos como la Sibila, pero sin el beneficio de Apolo para guiarlos.
—Nos subestimas, Polibio —protestó Escipión, mirándole con fingida seriedad—. Para la mayoría de nosotros, estos hombres son solo un simple ornamento, como los bronces y las pinturas que cogimos de Macedonia. Proporcionan entretenimiento en las sobremesas de las villas de Roma y Neápolis, en Herculano y Estabia. Y sin duda se volverá obligatorio tener un filósofo griego entre los esclavos, al igual que se ha convertido en una moda tener un doctor griego o músicos griegos. Pero más vale que se guarden buenos trucos en la manga, pues nadie en esas cenas escuchará una palabra de lo que digan. Serán poco menos que simples actores.
—Aun así, Escipión, sé que tú asistirás a sus charlas. Eres demasiado inquisitivo para mantenerte al margen. Cuídate de los griegos que hablan con lengua bífida.
Julia le dio un codazo.
—¿Y eso no te incluye a ti, Polibio?
Escipión se rio, dando a Polibio una palmada en la espalda.
—Ni por asomo. Lo que a Polibio le gusta de verdad es un caballo de guerra y cazar jabalíes con lanza. ¿No es así, Polibio? Esa es la razón por la que estás tan fascinado con nosotros, los romanos. Te gusta nuestro pragmatismo. Para ti estudiar historia no consiste en reflexionar sobre la condición humana como un filósofo, sino en entender las batallas del pasado y encontrar la mejor forma de montar una escaramuza o desplegar la caballería ligera. ¿Me equivoco?
Polibio le miró afectuosamente.
—Hablando de cazar, he sabido que tu padre te ha concedido los Reales Bosques Macedonios como regalo por la mayoría de edad. ¿Sabes que aprendí a cazar allí siendo un niño? Tiene los mejores jabalíes de todos los bosques al sur de los Alpes.
Escipión miró a Julia de reojo.
—¿Ves lo que quiero decir? Es mencionar la caza de jabalíes con lanza y lo tienes comiendo en tu mano. —Se volvió hacia Polibio sonriendo—. Tienes razón. No puedo esperar a estar allí. Pero solo es un regalo temporal, mientras Macedonia siga siendo el feudo personal de mi padre y pervivan sus hazañas de Pidna. Está convencido de que, en unos años, Roma tratará de anexionarse Macedonia como provincia y mandará un pretor. Entonces ya no podré disponer del bosque para cazar, de modo que ahora es mi oportunidad.
—Por cierto, dijiste que querías verme —dijo Polibio.
Escipión asintió poniéndose súbitamente serio.
—Desde la última vez que te vi, Publio Terencio Africano nos ha estado hablando a Fabio y a mí sobre Cartago.
—¿Terencio el dramaturgo? Mantienes amistades muy interesantes.
Escipión asintió.
—Terencio fue esclavo en Cartago, y su madre era una africana de las tribus bereberes de Libia, emparentada con los númidas de Gulussa. ¿Te acuerdas de la maqueta de Cartago que hice en la academia?
—¿Aquella que utilizabas para plantear un posible asalto a la ciudad? Recuerdo haberme preguntado de dónde habrías sacado los detalles. Quise preguntártelo, pero entonces se interpuso la llamada a las armas. Roma no se ha molestado en tener espías en Cartago desde el final de la guerra contra Aníbal, y ahora los romanos que intentan entrar en la ciudad son rechazados. Se dice que están llevando a cabo grandes construcciones, todas ellas detrás del dique y, por tanto, imposibles de ver desde los barcos que navegan hasta allí.
Escipión miró detrás de él.
—Cuéntaselo, Fabio.
Fabio se aclaró la garganta.
—Mi madre trabajó en la casa del senador Publio Terencio Lucano, que mantuvo a Terencio como esclavo y lo manumitió después de educarle y descubrir su talento como dramaturgo. Terencio y yo nos hicimos amigos cuando él aún era un esclavo. Él me contó que Cartago estaba mucho más preparada que Roma para jugar al escondite, debido a que sus casas están apiñadas a los pies de Birsa, la colina de la acrópolis. Cuando Escipión, años después, dijo que estaba planeando construir una maqueta de Cartago, hice llamar a Terencio y él fue quien le aconsejó durante su construcción.
—¿Recuerdas cómo me gustaba simular el asalto? —dijo Escipión volviéndose hacia Polibio—. Creo que a menudo nos concentrábamos demasiado en los sitios más defendibles: los muros, los templos, los arsenales. Esos elementos eran todo lo que los veteranos de la última guerra contra Cartago me habían podido contar, pero eso fue antes de que conociera a Terencio. Él me habló del anillo de casas antiguas que rodeaba Birsa, con una profundidad equivalente a dos o tres de nuestros bloques de viviendas. Piensa en las casas de la plebe que ahora rodean Roma, presionando contra el borde del Foro. Un general que planeara el asalto a Roma apenas les prestaría atención porque están dispuestas en manzanas y se puede caminar por las calles que las atraviesan directamente hasta el Foro. Si hubiera alguna resistencia, bastaría con prenderles fuego, ya que la mayoría son de madera y yeso. Ningún defensor que se precie establecería su posición allí, sino que lo haría en los edificios de piedra del Foro.
—Pero Cartago debe de ser diferente —replicó Polibio pensativo—. Hay menos madera disponible en África, de modo que utilizan más la piedra, incluso en las construcciones más rudimentarias.
Escipión asintió entusiasmado.
—Precisamente. Esas casas que vio Terencio están hechas de piedra: sus muros sostenidos por pilares, los espacios entre ellos rellenos con mampostería. Terencio dice que han empotrado vigas de madera como apoyos para los suelos, pero no sería fácil quemarlas salvo que pudieras hacer llover el fuego desde el tejado. Para eso necesitaríamos artilugios de asedio o catapultas instaladas en barcos que estuvieran anclados cerca del malecón. Las casas en sí mismas son como una madriguera, no están dispuestas en manzanas regulares sino en estrechos callejones y pasarelas entre las terrazas y todas tienen aljibes donde los defensores pueden acechar. Eso es a lo que Terencio se refería al hablar del escondite. Una fuerza de asalto situada a tiro de piedra de Birsa podría pensar en un primer momento que ha obtenido la victoria, pero se equivocaría completamente. Las fuerzas de élite de mercenarios y guardias especiales, que son normalmente los últimos que resisten en un asedio —aquellos que saben que no habrá piedad para ellos si se rinden—, podrían organizar una defensa en profundidad y hacer que la fuerza de asalto lo pagara muy caro justo en el preciso momento en que los legionarios empezaran a pensar en la victoria y el botín. El comandante a cargo del asalto tendría que asegurarse de que mantuvieran el momentum y siguieran atacando esas casas mientras su sed de sangre aún permaneciera sin saciar. Es una visión táctica que quería compartir contigo. He vuelto a pensar en Cartago, Polibio. Y debo dar gracias a Terencio por ello.
Polibio mostró una sonrisa irónica.
—Bueno, siempre he sido escéptico respecto a los dramaturgos. Pero ahora puedo ver que tienen su utilidad. —Se levantó y miró a través de las columnas de la entrada hacia las multitudinarias filas de tropas latinas que habían comenzado a desfilar por delante de ellos a lo largo de la vía Sacra, el principio de una larga procesión de victoriosos aliados que marchaban detrás de los legionarios y el botín de guerra—. Más vale que os vayáis y recibáis vuestra dosis de drama antes de que las festividades de la tarde comiencen de verdad. Acabo de ver a Demetrio de Siria con su cuerpo de guardia, y quiero alcanzarle para que me ponga al día sobre otro advenedizo que también está reclamando la sucesión de Perseo en Macedonia. No es muy frecuente tener tantos aliados de Roma en la ciudad al mismo tiempo, debo aprovechar la oportunidad.
—Todavía nos queda una hora hasta que la obra comience —contestó Escipión—. ¿No querías contarme algo?
Polibio se giró para mirar a Julia y Escipión, y Fabio advirtió algo más en sus ojos, una mirada vacilante e incluso triste.
—Este día es vuestra última oportunidad para estar juntos sin que los demás os observen o sepan quiénes sois. Quería deciros que las puertas de mi humilde casa bajo el Palatino están abiertas, y mi esclava Fabina ha sido advertida de que tal vez aparezcáis por allí. No sabéis cuándo tendréis otra oportunidad así. En cuanto a mí, me voy. Ave atque vale. Y recordad lo que he dicho. Aprovechad el día.