Fabio cerró los ojos y respiró hondo sintiendo cómo su pecho se hinchaba contra su peto mientras olfateaba el pesado aroma a incienso que impregnaba el aire. Al volver a abrirlos, se quedó deslumbrado por la vista que tenía ante sí. Toda Roma parecía arder esa noche, pero no con un fuego destructivo sino de celebración: miles de pebeteros de aceite ardiendo jalonaban el itinerario de la procesión, desde la puerta de Ostia a través del Foro hasta los Campos de Marte. Aquí en el pódium, bajo el Templo Capitolino, estaba en su punto álgido el desfile, al final de la vía Sacra, donde los legionarios que marchaban en dirección a ellos giraban hacia el oeste camino de la explanada del campo de Marte para los juegos y espectáculos que continuarían durante toda la noche.
Él y Escipión habían dejado la cabecera de la primera legión pocos minutos antes, para subir a grandes zancadas los escalones y que Escipión pudiera estar al lado de su padre, Emilio Paulo, cuando la procesión alcanzara su clímax. Polibio también se encontraba allí, de pie detrás de Emilio Paulo, y, al lado de ellos, Marco Porcio Catón, ocupando su legítimo puesto en el pódium como el más anciano de los estadistas del Senado, antiguo cónsul y censor, además de uno de los más viejos amigos y partidarios de Emilio Paulo. Fabio miró al general, que alzó su mano derecha como saludo y la mantuvo firme mientras pasaban ante él cada una de las legiones. Bajo su bruñida armadura, ahora era un hombre viejo, de piel curtida y rugosa como la de Catón, ambos veteranos que en su día subieron allí como jóvenes tribunos para contemplar las procesiones triunfales, mucho antes de que Fabio y Escipión hubieran siquiera nacido. Ese día sería la última dosis de gloria para la generación que había luchado contra Aníbal; aquellos que sabían que pronto seguirían a Escipión el Africano a las Llanuras del Elíseo, pero que solo descansarían en paz una vez que Cartago hubiera sido finalmente vencida.
Fabio paseó su mirada sobre los jóvenes con armadura y los ancianos con toga que abarrotaban las escaleras del pódium más abajo. Las mujeres patricias no asistían, esperando en los palcos que cada gens había montado al final del recorrido de la procesión para presenciar la ejecución de los desertores. Sin embargo Metelo y los tribunos más jóvenes estaban todos allí abajo; un grupo al que, cada pocos minutos, se incorporaban otros muchos que dejaban la cabecera de sus legiones y manípulos, tal y como habían hecho Fabio y Escipión, para subir las gradas y observar el espectáculo. La ausencia más llamativa, no obstante, era la del viejo centurión Petrus, que había colgado definitivamente su armadura una vez que Escipión y los demás se marcharon a la guerra en Macedonia y la academia tuvo que cerrar. Para él la guerra pertenecía al pasado, y ahora toda su atención estaba volcada en cuidar de sus tierras en los montes Albanos; estaban en noviembre y tenía que recoger el maíz y sembrar el trigo de invierno antes de las primeras heladas. Era un auténtico romano, primero granjero y luego soldado, leal a las raíces de Roma más que cualquiera de esos patricios que competían entre sí por ser considerados de la gens más antigua y del linaje más puro desde Rómulo o algún otro semimítico guerrero del pasado de Roma.
Pero también faltaban algunos otros. Cuando desfiló por delante de los fasti consulares al principio del Foro, Fabio pudo distinguir la placa de mármol en la que estaban inscritos los nombres de los oficiales de las gentes patricias que habían caído en Pidna. Entre ellos figuraba Cayo Emilio Paulo, tribuno temporal de la cuarta legión, de tan solo dieciséis años de edad en el momento de su muerte. Fabio recordó la última vez que estuvo con Cayo Paulo en Italia, el rostro exhausto de este al final de su marcha al sur en dirección a la bahía de Neápolis, así como las imágenes del cuerpo mutilado, que él y Escipión ayudaron a transportar hasta la pira funeraria después de la batalla. El manípulo del joven fue la primera unidad de infantería romana en cargar, después de que los pelignos se precipitaran contra la falange. Sin embargo, tras el desconcierto causado por esa imprevista incursión de los pelignos, los macedonios se prepararon para lo que estaba por llegar, de modo que esos primeros legionarios no tuvieron ninguna oportunidad. Algunos dijeron que Cayo Paulo había gritado de terror dándose la vuelta delante de la falange, otros que rugía como un toro y que solo se volvió para caer sobre el cuerpo de un legionario herido y recibir, él mismo, las estocadas de las lanzas macedónicas, en un acto que le hubiera valido la corona obsidionalis si hubiera sobrevivido para confirmarlo. Toda la primera línea del manípulo se sacrificó en las lanzas de la falange, para que las siguientes filas pudieran abrir brecha. Fabio recordó la brutalidad de Petrus con el chico, no mucho peor de la que todos habían sufrido de él, pero diferente debido a la juventud de Cayo Paulo. Se preguntó si en esos últimos momentos finales aquello le habría fortalecido o bien solo había conseguido quebrarle. Tal vez nunca supiera la verdad, pero confió en que la sombra de Cayo Paulo pudiera mantenerse erguida y con la cabeza bien alta en el Elíseo, junto con aquellos que habían muerto con él.
Los últimos legionarios pasaron ante ellos, dejando la vía Sacra libre, mientras esperaban la siguiente fase de la procesión. Fabio echó un vistazo al recorrido, hacia los monumentos y los templos envueltos en humo y engalanados con guirnaldas, y recordó los tiempos en que hacía carreras con Escipión siendo niños, o cuando tiempo después le acompañaba cada día desde la casa de Escipión en el Palatino hasta la academia en la Escuela de Gladiadores. Ni siquiera en sus mejores sueños habría podido imaginar que, apenas unos años más tarde, estarían aquí contemplando la mayor procesión triunfal jamás vista, no como chicos que contemplan boquiabiertos y con envidia a los jóvenes tribunos y legionarios de la procesión, sino como soldados que regresaban tras haber luchado y matado a la mayor gloria de Roma.
Sintió que la mejilla le palpitaba y se pasó un dedo sobre la lívida cicatriz donde su herida había comenzado a sanar. Ya había pasado más de un año desde la batalla de Pidna; un año durante el cual él y Escipión tuvieron que servir con las fuerzas de ocupación en Macedonia mientras Emilio Paulo trataba de establecer una República vasalla, una provincia de Roma en todo salvo en el nombre. Al principio su trabajo consistió en dar caza a aquellos que se negaban a rendirse tras la batalla, principalmente mercenarios tracios que sabían que tendrían que enfrentarse a una muerte segura si les capturaban. Había sido un trabajo muy estimulante, con Escipión al mando de una unidad de cincuenta jinetes de caballería ligera y Fabio como compañero de armas, recorriendo Macedonia a lo largo y ancho, mientras cazaban a los hombres como a bestias salvajes, acorralándolos y sacrificándolos sin piedad. Ocasionalmente, el enemigo conseguía reagruparse, y sus enfrentamientos se convertían en auténticas escaramuzas, encuentros rápidos y sangrientos de unas cuantas docenas de hombres luchando hasta morir; aunque, más frecuentemente, se trataba de combates singulares, duelos feroces protagonizados por el propio Escipión, y a veces por Fabio, con solo un resultado posible, ya que el resto del ala rodeaba el lugar de la lucha, prestos para clavar las lanzas en el enemigo en caso de que este empezara a dominar. Escipión y Fabio habían dado cuenta cada uno de más de una docena de hombres por ese sistema, y tras seis meses de tarea, se sentían como auténticos veteranos de campaña más que como simples supervivientes de una batalla.
Después de que la operación de limpieza terminara, Emilio Paulo llamó a Escipión para que acudiera a la capital macedonia de Pella y allí coger experiencia actuando como árbitro en disputas locales; un papel que le costó asumir después de la excitación de los meses anteriores, pero en el que consiguió destacar: su reputación de fides y de hombre justo hizo que fuera muy solicitado por toda la región bajo la que ejercía su control. Apenas hacía tres semanas que habían regresado a Italia, después de solucionar una falsa demanda de un hombre que decía ser hijo del vencido rey macedonio Perseo, y en consecuencia cabeza legítima de la nueva República. El malentendido sobre el funcionamiento de la República fue admirablemente resuelto por Escipión al explicarle cómo Roma había rechazado a sus reyes hacía más de trescientos años rompiendo la línea de sucesión y construyendo la República con hombres nuevos que eran elegidos para gobernar. Sin embargo, tras celebrar el triunfo en Roma, pensaban regresar a Macedonia, no para realizar ningún trabajo administrativo sino para disfrutar de un merecido permiso, cazando en las vastas extensiones de los Reales Bosques Macedonios que bordeaban las imponentes montañas del norte.
Súbitamente se escuchó el sonido de un cuerno —una aguda y estridente nota desde algún punto por detrás de ellos—, y el gentío que se alineaba a lo largo de la vía Sacra quedó en silencio, esperando con respiración contenida lo que ocurriría a continuación. Desde un pedestal a medio camino de la Colina Palatina, un gigantesco esclavo nubio lanzó una tea encendida hacia lo alto, dirigiéndola hacia un caldero metálico del rostrum, la tribuna más abajo del pódium. La tea dio varias vueltas perezosamente, su llama susurrando mientras caía, y luego desapareció en el interior del caldero para aparentemente extinguirse sin rozar apenas los laterales. El gentío rompió en aplausos, asombrado ante semejante prodigio de puntería. Pero Fabio sabía que aquello no había acabado. El murmullo de la multitud se desvaneció y todos los ojos se volvieron hasta el extremo más alejado de la vía Sacra donde se reanudaría la procesión. Sin previo aviso, una enorme explosión surgió del caldero, expulsando una bola de fuego hacia lo alto hasta que también estalló, duchando a la multitud con chispas y dejando una espesa nube negra que oscureció el cielo sobre el Foro, haciendo que las hogueras a lo largo de la calzada parecieran aún más brillantes. Esta vez la muchedumbre se quedó demasiado absorta para aplaudir, contemplando con la boca abierta algo que jamás habían visto antes, un adelanto del espectáculo visual que estaba por llegar y que Fabio sabía que pronto les haría suplicar para que continuara.
Escipión se volvió, propinándole un codazo.
—Enio quedará muy complacido. Le dije que si no conseguía hacer que su mezcla de naphtha fuera un arma exclusiva, al menos podría organizar con ella un espectáculo para celebrar el triunfo. Lleva meses trabajando en esto.
Emilio Paulo se volvió hacia Escipión apoyando una mano en su hombro.
—Disfrutad del espectáculo, pero no os dejéis seducir por él —declaró bruscamente—. Recordad esto: hay triunfos verdaderos y triunfos falsos. Un general victorioso puede ser tratado como un dios en un día como este y, luego, convertirse en la escoria de los tribunos al siguiente, expulsado de la ciudad como un perro. Incluso hoy los tribunos del pueblo han tratado de impedir mi triunfo, azuzando a la plebe y haciéndoles creer que mis legionarios eran unos inmorales totalmente descontrolados, que regresarían para saquear Roma tal y como habían saqueado Macedonia. Pero también hay triunfos ordenados por cónsules que han exagerado sus victorias en un intento por granjearse una gloria cuando no hay ninguna, desesperados por apropiarse de algún éxito militar durante su año de gobierno.
—La derrota de Perseo es el mayor triunfo jamás celebrado en Roma —replicó Escipión alzando la voz por encima del estruendo—. Con la victoria en Pidna has transmitido a Roma el legado de Alejandro Magno, dejando abierta la puerta para la conquista de Oriente por Roma.
—Tal vez ese sea el juicio de la historia, el de los hombres como Polibio —dijo Emilio Paulo—. Pero el juicio de Roma sobre los logros de un hombre en su vida es algo muy voluble, que oscila de un lado a otro como el viento que sopla entre estas siete colinas. Haced caso de mis palabras. Catón y yo ya lo hemos hablado, y creemos que se avecinan tiempos oscuros. Hasta que Roma realmente sea consciente de la amenaza de Cartago, habrá años en los que la guerra parecerá un recuerdo lejano, en los que vuestro propio destino se muestre turbio e incierto. Debéis ser fieles a vosotros mismos y recordar siempre las palabras de Homero: Aquellos que destacan en la vida son los que su fortuna se inclina a un lado y luego al otro. Cuando la fortuna está a tu favor, tu habilidad para destacar será impulsada por la fuerza que hayas adquirido en tiempos de adversidad.
Emilio Paulo se giró hacia la vía Sacra, y Fabio pudo advertir la mirada de Polibio, captando el destello de una sonrisa en sus labios. La noche antes, habían caminado juntos a lo largo de la orilla del Tíber y Polibio le hizo la siguiente predicción: en el momento culminante del espectáculo habría un solemne mensaje moral de padre a hijo. Le explicó que esa era una de las cosas que más admiraba de los romanos, su rectitud moral, algo que le había hecho volver la espalda a Grecia y considerar su hogar el de aquellos que habían sido sus captores. Estaba convencido de que eso era lo que hacía que los romanos fueran tan buenos generales y tan diferentes de Alejandro Magno, cuya brillantez como caudillo de guerra se veía disminuida por excesos e inmoralidad que, afortunadamente, parecían estar muy lejos del carácter romano.
Fabio siguió la mirada del general y observó los estandartes de los legionarios reluciendo en la distancia, donde se alzaban por encima de los edificios que jalonaban la ruta hacia el Campo de Marte. Emilio Paulo tenía razón sobre la ingratitud de la gente. Después de dejar a Polibio la tarde anterior, Fabio había pasado gran parte de la noche en las tabernas con camaradas del primer manípulo de la segunda legión, la unidad con la que había entrenado antes de partir para Macedonia, y había podido palpar su rabia. Hombres que regresaban a Roma tras la gloriosa batalla y eran expulsados de sus hogares por sus esposas y rechazados por sus hijos. Sabía por Polibio qué lo había causado, pero esta vez no eran los tribunos del pueblo sino aquellos que les habían sobornado para propagar su descontento, el mismo grupo de senadores que se había opuesto a la formación de un ejército profesional y a la fundación de la academia. Era la primera vez que Fabio podía reconocer el poder que esos hombres ejercían, y cómo conseguían poner a la plebe de su lado. También comprendió que Metelo y sus seguidores podrían aprovecharse de la enemistad de esa facción del Senado y volverla hacia los Escipiones y Emilio Paulo en beneficio propio, envenenando a la opinión contra Escipión. Esa era una parte del mensaje de su padre, sobre los tiempos oscuros que se avecinaban y que serían provocados, no por un enemigo externo, sino por uno interior. La mitad de esos hombres que ahora rodeaban el pódium, vestidos con togas y disfrutando del reconocimiento de la gente, estarían encantados de ver a Emilio Paulo expulsado de Roma y su triunfo desacreditado. El general también había tenido razón sobre eso. El viento ese día soplaba a su favor, pero puede que no lo hiciera el siguiente.
Escipión se volvió hacia Fabio hablándole al oído por encima del ruido.
—El despliegue pirotécnico de Enio era la señal. Echa un vistazo hacia la vía Sacra.
Ahora podían escucharse los tambores, un lento e insistente redoble perdido en la distancia, señalando la segunda parte de la procesión: el desfile de los tesoros de Macedonia que serían traídos en carretas hasta los pies del pódium y consagrados a los templos que alineaban la vía Sacra. Para Fabio la mejor visión no era el botín de la guerra sino el mismo Escipión, con el rostro arrebatado por la excitación y resplandeciente con la coraza y el casco de plumas heredados de su abuelo adoptivo, Escipión el Africano, el hombre por cuya memoria Fabio había jurado proteger con total fidelidad al joven Escipión, permaneciendo a su lado por donde quiera que la fortuna le llevara. Hasta el momento, ese día era el punto culminante de la vida de Escipión; la primera vez que estaba hombro con hombro junto al mejor guerrero vivo y hombre de estado de Roma, teniendo a su alcance su propio destino. Fabio intentó apartar de su mente el lado oscuro, ya que ese sería también el último día que Escipión podría estar con Julia, el día que marcaba el principio de los ritos formales de purificación con las Vírgenes Vestales antes de su matrimonio con Metelo. Puede que la guerra hubiera endurecido a Escipión, pero no hasta ese punto. Fabio miró hacia delante divisando la primera carreta cargada con tesoros aparecer traqueteando entre una nube de humo tirada por una yunta de bueyes. Por el momento, al menos durante unas horas, confió en que Escipión pudiera dejar a un lado su futuro, mientras disfrutaban con el mayor espectáculo que Roma jamás había visto.
Tres horas más tarde, el espacio delante del pódium estaba ocupado por una alta pila de deslumbrantes tesoros y obras de arte, que habían sido transportados hasta allí por doscientas cincuenta carretas y carromatos; sobresaliendo entre ellos había un enorme montón de objetos labrados en plata, algo por lo que los macedonios eran muy conocidos, incluyendo magníficas copas con forma de cuerno decoradas con hojas de oro y piedras preciosas, amontonadas sobre un inmenso cuenco para libación que Emilio Paulo había ordenado hacer con más de veinte talentos del más puro oro de las montañas macedonias. Fabio se sintió mucho más interesado por las carretas con armas y armaduras, cientos de cascos, escudos, petos y grebas, mezclados y cubiertos de barro y sangre seca, tal y como estaban cuando fueron recogidos en el campo de batalla; entre ellos pudo identificar redondos escudos cretenses, los de mimbre de los tracios, lanzas macedonias y aljabas escitas para flechas, todos ellos restos de las fuerzas mercenarias que habían combatido contra ellos en Pidna junto a la falange macedónica. Acto seguido, aparecieron más de un centenar de bueyes de cuernos dorados que serían destinados al sacrificio esa misma tarde en el Campo de Marte, y luego la familia y los esclavos de la casa de Perseo y el mismísimo rey depuesto, arrastrando los pies, despojado de su armadura y vestido con una túnica negra, con mirada confusa y triste por la derrota. Después de que pasara, se produjo una pausa mientras se preparaba un último espectáculo; los espectadores recibieron vino y fruta de manos de los esclavos, que habían sido instruidos para dar de beber al gentío con moderación, para que no se volvieran escandalosos antes de que la procesión terminara y se llevaran a cabo los sacrificios en el Campo de Marte esa tarde.
Polibio había lamentado el saqueo de Macedonia explicando a Fabio cómo muchos de esos tesoros, arrancados de templos y santuarios, habían perdido su significado para convertirse en meros ornamentos en las casas de los más pudientes de Roma. Pero ahora Fabio pudo observar cómo la grandeza de esos trabajos, traídos aquí en el triunfo y consagrados en los templos, había adquirido un nuevo significado al otorgarles un nuevo sello de propiedad y ser absorbidos por Roma como símbolos de conquista y poder. A partir de ahora, el arte y los propios artesanos se adaptarían al gusto de Roma, moldeando una nueva Roma, del mismo modo que Polibio y los otros profesores griegos de la academia habían influido en el pensamiento de la nueva generación de caudillos militares romanos. Todo eso hacía que Roma fuera menos estrecha de miras, apartándose de sus tradiciones ancestrales: un peligroso derrotero en opinión de aquellos que en el Senado se preocupaban por la solidez de los cimientos de Roma, construida tal y como era para mantener el viejo orden establecido. Pensó en la ironía del viejo centurión Petrus, conservador hasta la médula, presidiendo una parte de ese cambio al haber sido elegido por Escipión el Africano para educar a esta generación de muchachos en una nueva forma de guerra, una en la que la conquista y la dominación solo serían posibles si conseguían liberarse de la constitución que había anclado y reprimido la ambición militar personal en Roma desde los primeros días de la República.
Mientras esperaban, Catón se movió por detrás de Escipión. Vestido austeramente con la toga al estilo antiguo de sus ancestros, su rostro ajado y lleno de arrugas, miraba con gesto desaprobador al grupo de barbudos profesores griegos de más abajo del rostrum que intentaban poner orden en una clase de jóvenes revoltosos. Hasta donde Fabio sabía, el único griego al que Catón había dado su aprobación era Polibio, y solo porque este era el historiador militar más importante del momento y uno de los mayores defensores de Roma, hasta el punto de que el mismo Catón había propuesto formalmente que se le liberara de su estatus de cautivo y se le diera la ciudadanía romana. Catón susurró unas palabras al oído de Escipión, aunque Fabio pudo escucharle.
—Cuando tenía tu edad estuve en este mismo lugar, hace más de cincuenta años, cuando Aníbal cruzó los Alpes con sus elefantes amenazando a Roma. Tu padre, aquí presente, era como uno de esos chicos de ahí abajo, aunque por aquel entonces utilizábamos centuriones curtidos en la batalla para enseñar a nuestros chicos cómo convertirse en hombres, en vez de estos griegos afeminados.
—Hicisteis muy bien en apoyar la academia, Catón —replicó Escipión ahuecando sus manos en torno a la oreja del anciano para hacerse oír—. Aquellos de nosotros que pudimos asistir, siempre os estaremos agradecidos. Petrus el centurión nos enseñó el mos maiorum, la costumbre de los ancestros.
—La academia fue idea de tu abuelo adoptivo, Escipión el Africano —replicó Catón—. Lo único que yo hice fue asegurarme de que los chicos de las familias que apoyaban nuestra causa contra Cartago tuvieran una plaza y que el tesoro de los triunfos de Escipión se empleara, tal y como él deseaba, en contratar a los mejores profesores en el arte de la guerra. Pero ahora la academia está cerrada, y temo que no vuelva a abrirse. Lo único que veo a mi alrededor son senadores que preferirían apaciguar y negociar antes que prepararse para la guerra. Incluso algunos de los que nos han apoyado han comenzado a creer que, con Macedonia vencida, las guerras de conquista de Roma han llegado a su fin, y su futuro residirá no en la gloria militar sino en los tribunales de justicia y en el Senado. Ambos sabemos lo equivocados que están. Tal vez la paz esté delante de nosotros, pero solo se trata de una paz transitoria, la calma antes de la tormenta. Recuerda lo que te digo, Escipión.
—Aquellos de nosotros que hemos pasado por la academia nos aseguraremos de que ese espíritu sobreviva —replicó sincero Escipión—. No debéis temer por ello.
Catón miró hacia Metelo y los otros jóvenes oficiales que se apiñaban en el pódium más abajo.
—Aún puedo recordar lo que era tener vuestra edad y saborear el regusto de la primera batalla, sintiendo la comezón de volver a intervenir en ella. Pero entonces todavía me quedaban quince años de dura campaña por delante antes de que Aníbal fuera finalmente derrotado en Zama: toda la sangre y la gloria que un joven podía desear. Sin embargo, para vosotros el sendero de la próxima guerra es más incierto, y estáis cargados de expectativas. No debes permitir que el peso de la armadura de Escipión el Africano te venza. Algún día te ganarás tu propio derecho de poder estar donde tu padre está ahora.
—Si los dioses lo quieren y el pueblo de Roma.
Catón apretó los labios.
—Llegará un tiempo en el que los hombres no desplieguen sus ambiciones contra sus adversarios en la cámara de debate, sino que recurran a la intimidación y al asesinato. Cuando eso suceda, la lucha por el poder será larga y amarga. Se alzarán ejércitos para luchar unos contra otros, y se producirá una guerra civil. Y cuando Roma vuelva a erigirse —si es que lo hace—, ya no será una República. El hombre que esté al frente de la nueva Roma será aquel que pueda dejar a un lado las cadenas del pasado y mirar a Roma por lo que es: el corazón de un poderoso imperio, no una obra teatral de intriga, peleas y elevados discursos en el Senado llenos de astuta retórica que no significa nada.
Escipión se volvió hacia él.
—Pero esas cadenas son el mos maiorum, la costumbre ancestral.
—El mos maiorum significa honor y deber, no mecenazgo y privilegio comprado con sobornos e intrigas y matrimonios de conveniencia —gruñó Catón—. Soy el más firme republicano que Roma haya conocido jamás, pero si Roma pierde de vista las antiguas costumbres preferiría que fuera gobernada por un hombre que conociera el mos maiorum antes que por muchos que lo desconocen. Esa fue otra de las razones por las que fundamos la academia; no todo era entrenamiento militar, también se trataba de restaurar el honor y el deber de aquellos que acaudillarían Roma, no solo en la guerra sino también en tiempos de paz. —Miró hacia Metelo y los otros tribunos, sus mejillas arrugadas y la frente fruncida—. Con algunos como tú, Enio y Bruto, y con los aliados extranjeros Gulussa e Hipólita, hemos triunfado; con otros me temo que no. Son los más peligrosos, tan peligrosos para ti como cualquier enemigo extranjero, y debes vigilarlos. Ahora tengo que dejarte. Debo realizar un último papel, en el último gran triunfo que presenciaré en mi vida.
Escipión le despidió haciendo una respetuosa inclinación de cabeza.
—Ave atque vale, Marco Porcio Catón. Hasta que volvamos a vernos. Recordaré vuestras palabras.
Se volvió hacia su padre, resplandeciente con su coraza dorada y su casco de plumas, sabiendo que a estas alturas de la ceremonia de triunfo el hijo debía felicitar formalmente a su padre.
—Saludos, Lucio Emilio Paulo Macedónico —proclamó Escipión utilizando por primera vez el agnomen que se le había concedido ese mismo día por derrotar a los macedonios—. Roma jamás ha celebrado un triunfo más glorioso. Mars Ultor[1] brille sobre ti.
Era tradición que el triunfador permaneciera digno y en silencio, presidiendo el triunfo como un dios, pero Emilio Paulo se permitió volverse y sonreír.
—Mars Ultor brilla también en este día sobre mi hijo por sus proezas en la batalla y sobre toda Roma. Esta tarde, cuando los juegos hayan finalizado, daré las gracias en el altar de mis antepasados en casa. ¿Querrás acompañarme?
Escipión alzó el brazo a modo de saludo para que todos los que estaban alrededor pudieran apreciar cómo honraba a su padre, y luego inclinó la cabeza.
—Asistiré honrado, padre. Y luego ofreceré el sacrificio en el lararium de mi abuelo adoptivo, Publio Cornelio Escipión el Africano, que contempla vuestra gloria desde el Elíseo.
Emilio Paulo inclinó a su vez la cabeza mostrando el debido respeto ante la adorada memoria de Escipión el Africano, y luego volvió a ponerse de frente para contemplar la vía Sacra a través del Foro. A las puertas del Templo de Fortuna, los sacerdotes estaban consagrando una estatua de Atenea esculpida por el venerado escultor griego Fidias, levantándola en el recinto del templo y luego siguiendo su recorrido entre las columnas.
Fabio contempló cómo mientras era transportada en andas por esclavos griegos capturados la estatua se tambaleaba, su casco dorado y su túnica sin mangas color bermellón más vívidos que los sombríos colores de una escultura romana. En todos los templos del Foro, los dioses y diosas de Grecia estaban siendo subordinados a Roma, al igual que las casas de los pudientes se habían llenado de bronces y pinturas de los saqueos, traídos por los oficiales de las legiones que habían luchado en Macedonia, como un botín de guerra sobre el que los vencedores habían ejercido su derecho desde tiempo inmemorial.
Pero era algo más que un simple botín. Emilio Paulo también había encargado al artista griego Metrodoro que realizara pinturas de los principales acontecimientos de la campaña y que estas fueran colocadas en los laterales de los carros de bueyes llenos de tesoros que habían avanzado pesadamente por el Foro. Fabio sabía por Polibio que Metrodoro había reservado ese obsequio de triunfo para el final, y ahora se estaba acercando hacia ellos. Era una estructura en forma de torre cubierta por un enorme lienzo y transportada sobre postes a modo de vigas por lanceros macedonios de la falange capturada en Pidna. La colocaron en el último espacio que quedaba junto al rostrum y luego continuaron su marcha hacia el Campo de Marte, los látigos de los guardianes de esclavos chasqueando contra los firmes músculos y provocando agudos estallidos en el fino aire del Foro. El propio Metrodoro apareció al final de la procesión, alto y con barba, inclinándose frente a Emilio Paulo y agarrando un cordón atado al lienzo que cubría la estructura. Súbitamente las trompetas atronaron desde las escaleras del Templo Capitolino detrás de ellos, un estridente toque que debió de escucharse por toda la ciudad. La multitud aguardó conteniendo el aliento, pendientes de que Emilio Paulo diera la señal. Escipión se volvió para susurrarle algo a Fabio.
—Está hecho de madera, pero es el modelo para un monumento de piedra que se va a construir en Delfos, allá en Grecia, fuera del Templo de Apolo. Cuando mi padre viajó hasta allí tras la batalla de Pidna se encontró con un enorme monumento a medio terminar que había sido encargado por el rey Perseo antes de su derrota, por lo que creyó adecuado que fuera el triunfador quien acabara de completarlo, embelleciendo la parte superior con su propio rostro.
Emilio Paulo alzó el brazo y luego lo dejó caer. Con gran floritura, Metrodoro tiró del cordón retirando el lienzo. El gentío dejó escapar una exclamación de asombro. Era un pilar rectilíneo de al menos cinco veces la altura de un hombre, que se afilaba en la parte de arriba y estaba construido con bloques de madera pintada de blanco. En la base, había una inscripción en letras doradas y, en la parte superior, un friso esculpido bajo la magnífica estatua dorada de un general sobre su caballo alzándose sobre sus patas traseras. El friso estaba al nivel de la plataforma del pódium donde se encontraban, astutamente posicionado a esa altura para que Emilio Paulo pudiera verlo con claridad y todos lo contemplaran. Mostraba una escena de guerra con hombres de tamaño real empujando y embistiendo, cortando y clavando sus espadas. Era de tal realismo que Fabio sintió como si pudiera caminar por ella. Había soldados muertos que yacían en el suelo con las heridas al descubierto de las que brotaba sangre, que debió de ser aplicada por Metrodoro justo antes de la procesión. En medio del amasijo de hombres se erguía un caballo sin jinete, el mismo que Fabio recordaba de Pidna, y que había conseguido liberarse de las filas romanas y galopar entre líneas, incitándoles a la batalla. Miró hacia Polibio sabiendo que Metrodoro podría haber mostrado fácilmente al mismísimo Polibio, cabalgando heroicamente a lo largo de la línea de la falange para romper sus lanzas; pero Polibio había trabajado estrechamente con el artista para captar la descripción exacta y debió de aconsejarle contra ello, juzgando con razón que los romanos que lo habían acogido en su seno se habrían rebelado contra una descripción de la batalla que mostrara en acción a un cautivo griego que, oficialmente, no estaba presente en las líneas romanas.
El caballo le recordó a Fabio otro corcel que Escipión y él habían visto en las esculturas del frontón del Partenón en Atenas, retorciéndose y encabritándose como si tratara de liberarse de la piedra; solo que, a diferencia de esas esculturas griegas, esta no era una batalla mitológica sino una muy real. Reconoció las armaduras y armas de los macedonios y de sus aliados galos y tracios, así como las de los legionarios. Sin embargo, esa escultura ecuestre, de tamaño superior al natural, no era la de un dios sino la de un hombre, claramente Emilio Paulo, su cara arrugada y su incipiente calvicie reconocibles instantáneamente desde la distancia.
Leyó la inscripción en oro de la base:
L. AEMILIUS L. F. IMPERATOR
DE REGE PERSE
MACEDONIBUS QUE CEPET
Lucio Emilio, hijo de Lucio, emperador, erigió esta estatua con el botín que tomó del rey Perseo y los macedonios. Ese sería el mensaje que los emisarios griegos verían cuando acudieran a Delfos para presentar sus ofrendas a Apolo. Para Fabio el monumento significaba mucho más que el símbolo de coronación del triunfo, no era una simple obra de arte arrancada y encerrada en el interior de un templo en Roma, sino una escultura hecha según el estilo griego y ubicada en el santuario más sagrado de los vencidos, con un inconfundible y nuevo mensaje: hombres, y no dioses, os conquistarán a todos, pero no serán hombres cualesquiera, sino romanos. Fabio se sintió exaltado. Tal vez el futuro fuera incierto, y puede que la fortuna les sonriera mañana o tal vez no. Pero después de este día, cualquier cosa parecía posible.
Uno de los ayudantes lanzó una tea ardiendo al caldero de Enio y otro chorro de llamas irrumpió por encima del Foro iluminando la estatua ecuestre de Emilio Paulo como si estuviera cabalgando a través de los cielos. Incluso después de que el rayo de luz se apagara, la imagen permaneció grabada en los ojos de Fabio. Luego la estatua quedó rodeada de humo con la última luz de la tarde silueteando su forma contra el cielo que iba oscureciéndose en una visión igualmente sobrecogedora que dejó a la multitud sin habla y boquiabierta.
Después de unos minutos de asombro, la gente empezó a revolverse, deseosa de pasar al siguiente escenario de diversión. Escipión cogió el tubo de cuero del que no se había separado en todo el tiempo y se volvió hacia Fabio.
—Prometí a Julia que me encontraría con ella a las afueras del Campo de Marte. Su padre tiene un palco para su familia y clientes que da sobre el final de la ruta de la procesión y quiero asegurarme de ver a los legionarios de mi manípulo desfilar de camino a los juegos. Si no nos vamos ahora, nos lo perderemos. Vamos.
—Espera un momento —indicó Fabio señalando hacia la vía Sacra—. Se aproxima algo más.
La muchedumbre también se había dado cuenta y volvió a guardar silencio mientras ambos se quedaban mirando. A través del humo apareció una bestia solitaria de ojos enrojecidos y marchitos, su lomo arqueado por la edad, las patas hinchadas y el tronco desplazándose de un lado a otro mientras avanzaba.
—¡Por Júpiter! —murmuró Escipión—. Salvo que mis ojos me engañen, creo que es el viejo Aníbal.
Fabio entornó los ojos para verlo más nítidamente. Tenía razón. Era el elefante que Escipión el Africano había capturado al ejército de Aníbal, el mismo al que los chicos habían tenido que alimentar y limpiar en su establo de la Escuela de Gladiadores. Cuando se acercó más pudieron ver las líneas blancas en sus costados donde las espadas romanas se habían clavado hacía más de cincuenta años, los bultos y muescas en su tronco de los trozos de carne que le habían sido arrancados, pero aún resistía, un pesado testamento de las cicatrices de la guerra. Cuanto más se aproximaba más fuerte parecía, sus ojos ya no eran tristes sino de un brillante rojo, las patas ya no mostraban pesadez sino una disposición a cargar, como si la fuerza que le había mantenido vivo durante todos esos años hubiera revivido súbitamente a la bestia de guerra que había dentro de él aquí, en el lugar más sagrado de un enemigo que realmente nunca le había vencido.
Luego, cuando se giró delante del pódium, tuvieron una visión aún más sorprendente. Unos pocos pasos más atrás, sujetando una cuerda atada al elefante como si estuviera encadenado a él, surgió una figura solitaria con la cabeza inclinada. Fabio apenas podía creer lo que veían sus ojos: era Catón. Juntos, hombre y bestia pasaron por delante del pódium, ninguno de ellos levantó la vista, sino que caminaban pesadamente hacia delante hasta que desaparecieron. El elefante moviendo la cola y Catón aún con la cabeza agachada. Durante unos momentos, la muchedumbre permaneció en un asombrado silencio, como si no supieran qué pensar o hacer.
Fabio levantó la vista hacia Emilio Paulo. Estaba impasible, con la mirada perdida en la lejanía. Y de pronto comprendió lo que había sucedido. Lo habían planeado los dos, Emilio Paulo y Catón, dos hombres mayores que miraban hacia el pasado, pero también compartían un sentido de responsabilidad con el futuro. Aquello enfurecería a la facción del Senado que se les oponía; Fabio pudo notar los gestos impacientes y oír los resoplidos de indignación entre los hombres con toga de más abajo. En su momento de mayor triunfo, Emilio Paulo había elegido enviar una advertencia al pueblo de Roma: Cartago aún estaba allí, deteriorada por la lucha pero fuerte, tirando de Roma al igual que el elefante lo había hecho con Catón, recuperándose con renovadas fuerzas mientras Roma observaba sin hacer nada. La conquista en el este era una pobre victoria mientras Cartago permaneciera desafiante. Perseo y los macedonios nunca serían una amenaza para Roma; en cambio, los elefantes de Aníbal se habían plantado resoplando en los límites de la mismísima ciudad.
Algo más había sucedido. Era como si la luz que había brillado sobre Emilio Paulo se hubiera desviado hacia Escipión. Todo el mundo conocía el legado de su abuelo adoptivo y la carga que cayó sobre el joven cuando adoptó ese nombre. Lo que había comenzado como la celebración de una victoria, en la que él había representado un papel, acabó tornándose en un portento de incertidumbre y expectación; la lealtad de aquellos legionarios que habían visto su valor en el campo de batalla no constituía ninguna garantía del afecto del pueblo de Roma, que podía ser persuadido para cambiar sus lealtades caprichosamente. Fabio sabía que la armadura de su abuelo adoptivo se haría ahora especialmente pesada en los hombros de Escipión, y que lo que estaba por venir en los próximos años supondría una terrible prueba de su resolución como nada que hubiera experimentado en los campos de batalla de Macedonia.
Escipión se volvió hacia él posando una mano en su hombro, con un mohín irónico en el rostro.
—¿Cómo era lo que decían los epicúreos? Carpe diem. Aprovecha el momento. Por una vez, intentaré olvidar el futuro. Julia nos espera junto al Campo de Marte para presenciar la ejecución de los desertores, y es mi deber como oficial del ejército estar allí. En marcha.