III

A la hora señalada esperaron a que el centurión entrara en la habitación y los guiara hasta la arena, donde Bruto llevaba entrenando duro toda la tarde. Escipión y Cayo Paulo aún llevaban las túnicas con el borde púrpura que habían lucido para la ceremonia en el templo, pero se habían quitado las guirnaldas de laureles que los distinguían como viris principes, jóvenes dentro de su gens que estaban próximos a la edad de poder llevar a cabo los rituales por sí mismos. Fabio miró por encima de la balaustrada hacia la arena. El pequeño espacio de prácticas era una versión oval de las que se construían en el Campo de Marte rodeadas de un graderío de madera para celebrar los combates de gladiadores. En los primeros días de Roma, las luchas se desarrollaban en la vía Sacra del Foro, e incluso dentro del recinto del mismo templo; en cualquier espacio abierto donde los espectadores pudieran reunirse sobre los muros que lo rodeaban y en los balcones. Pero cuando el espacio del Foro se quedó pequeño y la muchedumbre aumentó, los combates se trasladaron al Circo Máximo y luego, temporalmente, a la arena del Campo de Marte, junto al campo de entrenamiento militar. Ninguno de los emplazamientos era satisfactorio, e incluso se hablaba de construir una estructura de piedra permanente con gradas y corrales en la parte subterránea para que los animales no tuvieran que ser conducidos por las calles poniendo en peligro la vida de los transeúntes, así como la de los gladiadores que debían luchar con ellos. Pero la idea había sido rechazada por los senadores más conservadores que controlaban las obras públicas, aquellos que pensaban que construir una estructura de semejante escala con el único propósito de servir para el entretenimiento era un gasto de dinero superfluo con un cierto tufillo de afeminamiento griego. Astutamente evocaron los tiempos en que sus antepasados etruscos y latinos establecían los límites de la arena con sus propios cuerpos, gozando con el sudor y la sangre del combate. Arguyeron que una estructura de tamaño suficiente para acomodar a todos aquellos que asistieran a los combates destruiría la majestuosidad de Roma, empequeñeciendo los templos del Foro y burlándose de los dioses y de la pietas y la dignitas sobre las que la ciudad se había construido.

En la academia, los gladiadores eran empleados como contrincantes de los chicos, todos los cuales lucían cicatrices de las horas que habían empleado por las tardes pasando de un oponente a otro, probando sus habilidades y las distintas armas contra los enemigos de Roma que habían sido hechos prisioneros de guerra durante las conquistas: íberos y celtíberos, galos y germanos del norte, honderos de las Baleares y arqueros de Creta, espadachines de todas las regiones del este que habían formado parte del antiguo imperio de Alejandro Magno. Hoy el oponente de Bruto era un gigantesco tracio llamado Braso que había sido capturado siendo mercenario en Macedonia diez años atrás, pero cuyas habilidades para el combate consiguieron que un comandante romano decidiera mantenerlo con vida con la idea de que el prisionero pudiera destacar como gladiador y así incrementar su popularidad entre la plebe. Braso había ganado los suficientes combates como para asegurar su libertad, pero resolvió permanecer en la Escuela de Gladiadores y aún luchaba contra los leones con sus manos desnudas y su horrible cuchillo de tracio cuando estaba lo suficientemente sobrio para hacerlo. Fabio había advertido la malicia en los ojos empañados del tracio y se preguntó si Braso realmente seguía allí porque no tenía otro sitio donde ir, como él decía, o bien recibía dinero de la facción del Senado que se oponía a la academia y que necesitaba tener a alguien fuerte dentro para cuando llegara el momento de destruirla. Lo único cierto es que el hombre era un extraordinario luchador con la espada, que había logrado perfeccionar las habilidades de Bruto hasta el punto de que ahora estaban prácticamente igualados, algo que podía apreciarse por el entrechocar de sus hojas y los constantes movimientos que podían durar horas, sin que ninguno de los dos hombres cediera, y que únicamente se interrumpían cuando el maestro de ceremonias paraba el combate y enviaba a Bruto a regañadientes a su siguiente clase.

Fabio se volvió hacia la habitación. Durante la hora de comer, pudo escuchar rumores en la casa de Escipión sobre los sucesos de Macedonia, y cómo todo el mundo estaba tenso por la excitación. Todos rezaban para que Emilio Paulo no derrotara al ejército del rey Perseo, un triunfo que si bien sería un éxito para Roma supondría el definitivo toque de difuntos para sus oportunidades de entrar en el servicio activo en breve. Los rumores decían que la batalla final era inminente, pero que Emilio Paulo la estaba aplazando hasta que recibiera una nueva remesa de legionarios, así como los tribunos necesarios para mandarlos. Metelo ya se había marchado esa misma tarde a caballo para reunirse de nuevo con su legión y sería seguido en breve por los otros jóvenes oficiales que se hallaban de permiso en Roma aprovechando la tregua en la lucha de los últimos meses. Pero poner a esos hombres a cargo de tropas recién reclutadas sería disgregarlos en líneas demasiado escasas, y Fabio sabía que Escipión y los otros chicos debían de estar cruzando los dedos para ser los siguientes en la lista; además de Metelo, que era diez años mayor y solo estaba visitando la academia, ninguno de ellos había cumplido dieciocho años, de modo que no podían otorgárseles los nombramientos oficiales como tribunos de una legión, pero en cambio un general podía temporalmente hacer nombramientos entre su personal y asignarlos a los manípulos en caso de emergencia.

Los miembros de la academia ya estaban bastante mermados, al haberles abandonado Ptolomeo y Demetrio para marcharse a Egipto y Siria durante el último mes, con Gulussa e Hipólita debiendo regresar también a sus países de origen. Todo el que se quedara tendría una buena oportunidad de ser nombrado si se producía el llamamiento a las armas. Fabio ya había cumplido los dieciocho, pues era un año mayor que Escipión, con la edad necesaria para ser reclutado como legionario tras haber recibido el entrenamiento básico en el Campo de Marte; si la llamada a las armas se producía, él cumpliría su promesa de proteger a Escipión y permanecería como su guardaespaldas, pero sabía que el propio Escipión no toleraría que sirviera solamente como asistente de un oficial e insistiría en que fuera designado legionario en primera línea, una petición que Petrus también apoyaría.

Por el momento, las habladurías no eran más que rumores, así que sus metas estaban centradas en la academia y en las necesidades del día a día. Había escuchado a Escipión advertir a Cayo Paulo que, como recién llegado, debía poner cuidado en no dar un paso en falso, pese a haber superado la prueba con la espada esa misma mañana. Sin embargo, Fabio tuvo un mal presentimiento cuando vio que Cayo Paulo se separaba del grupo y se ponía firme, deseoso de agradar.

Strategos —llamó en voz alta, saludando al hacerlo.

Fabio resopló para sus adentros, mientras el centurión lanzaba una mirada furiosa hacia Cayo Paulo. Escipión se inclinó hacia delante propinando un codazo a su primo.

—Por el buen Júpiter, tienes que llamarle centurión —le susurró.

—Pero aquí todos le llaman strategos, incluso los esclavos que me trajeron aquí —musitó el joven—. Y lo mismo hacen los profesores griegos.

—Por eso precisamente lo odia —contestó Escipión en un murmullo—. Son griegos. ¿Acaso no sabes lo que significa el bastón que lleva, el vitis, el distintivo del rango de centurión? Pues pronto lo sabrás porque te lo has buscado.

—¡Silencio!

El centurión se adelantó dejando caer de golpe su bastón contra el suelo delante de Cayo Paulo. El color desapareció del rostro del joven, pero se mantuvo firme. Con un diestro movimiento el centurión volteó el bastón y lo estampó con fuerza contra las espinillas del joven. Cayo Paulo se dobló hacia delante manteniendo precariamente el equilibrio y luego volvió a ponerse firme, a apenas unos centímetros de la cara del centurión. Fabio observó cómo trataba de mantenerse inexpresivo, sin mostrar dolor y conteniendo las lágrimas. El centurión clavó una mirada despiadada en él, tratando de descubrir algún signo de debilidad. Después de lo que pareció una eternidad, soltó un gruñido y golpeando su bastón contra el suelo pasó por delante de Cayo Paulo en dirección a la mesa. El rostro del joven se contrajo de dolor y Escipión volvió a darle un codazo mientras sacudía con fuerza la cabeza. El centurión dio un golpe de bastón y todos se volvieron para seguir su mirada mientras señalaba el diorama de la batalla.

—Yo estuve allí, en primera línea de la primera legión —declaró Petrus con brusquedad, señalando los bloques de madera que representaban a la infantería romana. Entornó los ojos hacia Cayo Paulo y luego miró a Escipión—. Por entonces yo era el portaestandarte de tu abuelo adoptivo. Tras diez años más en filas, me convertí en centurión y luego en primipilus, el centurión mayor de mi legión. Por tres veces ostenté ese rango, por tres veces, mientras las nuevas legiones eran reclutadas para nuevas guerras. Después ya no pude ascender más debido a que mi padre era un simple campesino, un honesto romano que labró con su buey las colinas de los montes Albanos toda su vida: la clase de romano al que los cónsules no dejan de alabar, la espina dorsal del ejército pero que, sin embargo, no puede comandar unidades mayores que una centuria. Afortunadamente tu abuelo no pensaba así. Unos pocos de nosotros, sus centuriones más veteranos, fuimos ascendidos para mandar cohortes auxiliares. Mi grupo era el de los elefantes. —Miró hacia Enio, que otra vez tenía la tarea de limpiar el establo del viejo Aníbal ese día—. Los elefantes te marcan.

—Centurión —asintió Enio con voz temblorosa.

—Luego, cuando se convirtió en pretor, general del ejército, me puso al mando de sus tropas personales, la Guardia Pretoriana. Y más tarde, antes de partir a la otra vida, me eligió para cuidar de vosotros. Había tantos griegos enseñando aquí que empezaron a llamarme strategos. Y el nombre se quedó.

Polibio se aclaró la garganta.

—Proviene de una honrosa genealogía. Piensa en los héroes de las Termópilas, en los de Maratón, en Alejandro Magno y sus generales, en Perseo y su falange macedonia.

El anciano resopló.

—Cuando vuelvo al pueblo de mis antepasados me llaman centurión. Y así es como me llamarán cuando me retire.

—Solo te retirarás cuando los dioses te llamen al Elíseo, centurión. Naciste soldado y morirás como soldado.

Petrus volvió a resoplar, pero pareció complacido. Polibio sabía bien cómo adularle. El centurión no había llegado donde estaba solo por su fuerza: era un estratega suficientemente ducho en tácticas como para detectar la insólita habilidad de Polibio para diseñar estrategias, a pesar de todo el fingimiento que desplegaba antes de que entraran en la arena.

—Pero ya basta de cháchara —dijo con voz ronca—. Solo hay una forma de ganar la guerra, y es haciendo lo que los romanos saben hacer mejor: matar en el cuerpo a cuerpo, con la lanza, con la espada, con las manos desnudas. Toda esta palabrería sobre estrategia os está volviendo unos blandos. Es hora de que bajemos para ayudar a Bruto a ejecutar criminales.

—Salve, centurión. —Todos se pusieron firmes mientras esperaban que recogiera su báculo y liderara el camino. Pero antes de que pudiera hacerlo, Escipión dio un par de pasos y se plantó delante de él, dirigiéndose a su maestro de modo formal.

—Cneo Petrus Atino, mañana debo acudir a la tumba familiar de los Escipiones en la vía Apia para honrar a mis antecesores. Desde allí emprenderé un viaje de tres días a lo largo de la costa hasta Literno, a la tumba de mi abuelo adoptivo, Publio Cornelio Escipión el Africano. Sabéis que él eligió acabar sus días y ser enterrado lejos de Roma porque se sintió abandonado por el Senado, por aquellos que envidiaban su fama y rechazaron seguir sus consejos. Ahora, quince años después de su muerte, los cónsules por fin han permitido que la ceremonia completa de la lustratio pueda llevarse a cabo en su tumba, otorgándole el mayor honor como romano.

Petrus refunfuñó.

—Eso dicen, pero yo no confío en el Senado. Escipión el Africano solamente descansará en paz una vez que Cartago haya sido destruida.

Escipión buscó en una bolsa que llevaba y sacó una prenda blanca de bordes púrpura doblada.

—Cuando mi padre, Emilio Paulo, estaba junto al lecho de muerte de mi abuelo, Escipión el Africano, este le contó que había un lugar para vos en su tumba, que sostendríais este estandarte en la otra vida al igual que hicisteis en este mundo. Mi familia se sentiría muy honrada si vistierais esta toga praetexta y realizarais ante su tumba la lustratio, el sacrificio de la purificación. Como centurión primipilus ganador de la corona obsidionalis, la ley os permite realizar el rito.

El centurión se quedó petrificado, pero Fabio pudo advertir que sus labios temblaban de emoción. Se aferró con fuerza a su báculo y a continuación alargó rígidamente su mano derecha, cogiendo la toga.

—Publio Cornelio Escipión Emiliano —carraspeó—, acepto este honor. Serví a tu abuelo en este mundo y lo haré también en el siguiente. —Sostuvo la toga contra su peto y entonces miró a Escipión—. Literno se encuentra a solo una hora de marcha de los Campos Flégreos, donde Eneas visitó el averno. Ya sabes quién vive allí.

Se produjo un silencio, una súbita e incómoda tensión. El centurión golpeó su báculo.

—Vamos, que alguno de vosotros lo suelte. Ella es solo una vieja bruja en una cueva.

—La Sibila —murmuró Polibio.

El centurión soltó un gruñido.

—Puede que sea una vieja bruja, pero transmite las palabras de Apolo a través de sus acertijos. Hace cincuenta años fui allí con Escipión el Africano, cuando aún era un muchacho como tú y yo era su guardaespaldas. La Sibila predijo que un día el dios se revelaría a otro Escipión, en los idus de marzo, en el año 585 ab urbe condita. Eso es dentro de cuatro días, y en ese día Escipión deberá aguardarla en la cueva.

Esta vez fue Escipión quien se le quedó mirando.

—¿Os referís a mí?

—Esa es la predicción. —Hizo una pausa—. Alguien más ha pasado por allí antes que tú, deteniéndose mientras cabalgaba hacia el sur camino de Brindisi, aquel que lleva la marca del águila.

Escipión le observó fijamente.

—¿Os referís a Metelo?

—La Sibila así lo pronosticó, aquel que tuviera la marca del sol, el símbolo de los Escipiones, y alguien con la marca del águila. Dijo que deberían ser dos jóvenes guerreros de Roma, y Metelo es el único de vosotros que tiene semejante marca.

—¿Y qué más presagió?

—De alguna forma vuestro futuro está unido, pero de modo que solo la Sibila puede explicar.

Escipión apartó la vista pensativo. Su futuro ya estaba unido a Metelo a través de Julia, y sabía demasiado bien que él era quien llevaba las de perder. Fabio comprendió que su amigo no querría viajar todo el camino hasta los Campos Flégreos para escuchar a una vieja bruja hablar con oscuros acertijos que serían interpretados por algunos como la evidencia de que no tenía ningún futuro con Julia; un hecho que la Sibila podría haber deducido fácilmente gracias a su red de espías en Roma que la surtían con la información que, posteriormente, utilizaba para convencer a los más crédulos de que tenía algún tipo de clarividencia. Pero entonces Fabio miró al viejo centurión y recordó lo que Polibio les había dicho esa mañana respecto a que debían permitirse las supersticiones de los soldados. Petrus sabía mejor que nadie que las guerras se ganaban con táctica y estrategia, no por oráculos divinos, pero, como muchos de los que sobrevivían a la batalla, estaba convencido de que había algo más que azar y destreza, que la suerte era un don divino. En cuanto a Escipión, visitar a la Sibila significaba mucho más que para Petrus; sería parte de un peregrinaje para honrar la memoria del reverenciado Africano. Fue idea de Escipión invitar a Petrus a Literno, y ahora iba a tener que complacerle.

Enio se decidió a hablar.

—¿Podemos asistir el resto de nosotros? ¿Ir a la tumba de Escipión el Africano y presenciar el rito de purificación?

El centurión le lanzó una mirada furibunda y luego olfateó el aire de forma exagerada. El inconfundible olor a excrementos de elefante se había colado por la ventana desde hacía un buen rato.

—Después de lo que estás a punto de hacer esta tarde para el viejo Aníbal, no habrá posibilidad de purificación para ti, Enio, ni en este mundo ni en el otro. —Su rostro se abrió en una de sus raras sonrisas y los otros se rieron, rompiendo la tensión. Luego puso una mano en el hombro de Enio—. Ya te llegará el momento. Llegará para todos vosotros. Muy pronto conoceréis vuestro destino. Hay una guerra en ciernes.

El sonido de cadenas tintineando llegó desde la arena, junto con el chasquido de los látigos y los gritos de dolor de los prisioneros al ser conducidos hasta allí. El centurión apoyó el bastón contra su pecho, levantó las manos y los examinó con gesto teatral y ojos centelleantes.

—Pero mientras tanto hay trabajo por hacer. Fijaos, la sangre del esclavo que impregnaba mis manos esta mañana se ha secado. Es hora de que vuelva a humedecerlas. —Dio una palmada en el hombro a Polibio, agarró la empuñadura de su espada y volvió a recoger su báculo, golpeándolo contra el suelo—. ¿Estáis preparados? —gritó.

Todos respondieron al unísono.

Parati sumus, centurión. Estamos preparados.

Cuatro días después Fabio se hallaba entre las humeantes fumarolas de los Campos Flégreos, cerca de Neápolis, saboreando el olor acre del sulfuro y deseando estar al aire libre a pocas millas de distancia bajo el monte Vesubio, en la ciudad de Pompeya, donde tenía algunos primos. Él y Escipión partieron de Roma acompañados por Cayo Paulo quien, como vástago lejano de la gens Cornelia, había sido enviado en representación de su familia a la lustratio por Escipión el Africano; ahora estaba con ellos, con aspecto pálido y exhausto. Desde el principio el camino había sido duro para él. El viejo centurión quiso compensar su brote de sentimentalismo tras haber sido invitado por Escipión a Literno, convirtiendo el viaje al sur en una marcha militar, haciéndoles cargar en sus espaldas un saco de piedras equivalente a la mochila de un legionario. Cayo Paulo, que solo tenía dieciséis años y era bajo para su edad, había sufrido el que más con Petrus acosándole sin piedad y sacudiendo su látigo con frecuencia contra la parte trasera de las piernas del chico. Para cuando llegaron a Literno, después de tres días y tres noches de camino, deteniéndose solo unas horas para dormir antes de que Petrus volviera a levantarles, el chico apenas podía mantenerse en pie. Durante la ceremonia celebrada ante la tumba, Fabio y Escipión tuvieron que colocarse a ambos lados de él para impedir que se desmayara y deshonrara tanto a su familia como a Petrus, que estaba resplandeciente con su toga praetexta ejerciendo como sacerdote en la ceremonia para perpetuar la memoria del hombre al que tenía como una especie de dios.

Pero por si la marcha no hubiera sido lo suficientemente mala de por sí, sufrieron además una experiencia que quedó grabada en la memoria de Fabio. En la vía Apia, a pocos kilómetros de Roma, más allá del panteón familiar de los Escipiones, se toparon con una hilera de crucifijos de madera que estaban siendo instalados al borde de la carretera. Unos días antes se había producido una revuelta de esclavos en una cantera de mármol travertino al este de la ciudad y los culpables estaban pagando su pena. De este modo, mientras caminaban a lo largo de la calzada, tuvieron la oportunidad de apreciar los distintos estadios de la progresión de la muerte por crucifixión, desde aquellos que fueron colgados primero a las puertas de la ciudad, hasta los que habían recibido el castigo ese mismo día: cuerpos que iban desde el tono gris macilento de los muertos, hasta hombres que aún se debatían para seguir respirando, con ojos muy abiertos por el miedo y sin fuerza en los brazos para mantener sus pechos erguidos e impedir que se ahogaran en sus propios fluidos; las piernas y el poste más abajo manchados con heces, orina y sangre.

Cayo Paulo se volvió hacia un lado y vomitó, pero el viejo centurión se abalanzó sobre él cogiéndole por el cuello de la túnica y rugiéndole a la cara:

—Las guerras no siempre se pueden luchar en los dioramas y recintos de arena de la academia como nos gustaría. Nunca combatirás en una guerra real a menos que aprendas a amar la visión de la muerte. Debes tratar de absorberlo todo. Aprender a saborearlo. De lo contrario ya puedes darte la vuelta y unirte a esos adolescentes con acné del Foro que aprenden oratoria y otras sutilezas sociales. Dadme a una joven como Julia en mi legión y estará muy por encima de todos ellos.

Arrastró a Cayo Paulo al frente de la fila de crucifijos y, liberándole de su carga, habló con el centurión que lideraba el grupo de ejecución, que de buena gana les cedió martillo, clavos y cuerdas a los chicos para que continuaran con su trabajo. Pasaron las horas siguientes alzando y clavando a los prisioneros en las cruces, soportando cómo se retorcían en un intento por liberarse, así como sus gritos de dolor al hundir los clavos de más de un palmo de largo en sus muñecas y pies. Fabio se había sentido enfermo y sabía que lo mismo le sucedía a Escipión, pero no había nada que pudieran hacer para aliviar la agonía de los prisioneros; algunos eran musculosos gigantes capturados en las guerras macedónicas que debían de haber sido reclutados como mercenarios para luchar por Roma en lugar de ser desperdiciados en las canteras: otro fallo de la política de Roma a la que se había opuesto Escipión el Africano, pero que por ahora no podían cambiar.

Al final, Escipión y Cayo Paulo se plantaron delante de Petrus mientras este se dirigía a ellos.

—Quiero que os convirtáis en tribunos a cuyas órdenes no me importaría servir —declaró—. Eso es lo que Escipión el Africano me pidió que hiciera con los estudiantes de la academia. «Hazlos o rómpelos», me dijo. Pero si os rompo sentiréis el dolor y la vergüenza durante toda vuestra vida. Así que más vale que aprendáis lo que voy a deciros ahora. Algún día tendréis que ordenar la ejecución de hombres, algunos de ellos magníficos guerreros como estos esclavos, otros serán hombres junto a los que habréis luchado y amado como hermanos. Deberéis ser capaces de hacerlo delante de sus camaradas sin el más leve pestañeo, sin piedad. Ahora volved a la carretera, recoged esos sacos de piedras y en marcha. Tenéis treinta segundos antes de sentir el azote de mi látigo.

Fabio siguió a Escipión y a Cayo Paulo por el pedregoso sendero hasta el cráter, con Petrus pisándole los talones. En alguna parte delante de ellos, entre el humo, se encontraba la cueva de la Sibila, y cerca de esta, la grieta en la tierra de la que se decía que llevaba al inframundo. Cuando alcanzaron el final de la ladera tuvieron que atravesar enormes fisuras teñidas de amarillo que apestaban a sulfuro, igual que la cocción de Enio en la academia. La base del cráter era una extensa roca cristalina tan plana como un lago, rodeada de un humo que emergía hacia el cielo oscureciendo el sol y haciendo que el camino que quedaba por delante pareciera oscuro y prohibido. En el borde del cráter, la roca se abombaba formando distintas siluetas que parecían gigantes a medio terminar, nacidos de la tierra pero atrapados en la roca antes de que pudieran emerger por completo. Polibio le había contado a Fabio cómo había ascendido a lo más alto del volcán de Sicilia, donde vio bulbosas figuras como estas mientras se estaban formando, solidificadas por ríos de piedras fundidas. También le explicó cómo los Campos Flégreos eran realmente una entrada al inframundo, un lugar donde la roca sobre la que pisaban no era más que una mera corteza que ocultaba el feroz caos del interior y, al mismo tiempo, una entrada al Hades solo para aquellos que se demoraban demasiado tiempo cerca del humo o resbalaban en las ardientes corrientes cayendo en una muerte segura. Lejos de los oídos de Petrus, les había contado que aquellos que acudían allí lo hacían engañados. Gente cuya desesperación por saber el futuro o por encontrarse con la sombra de alguien amado les había confundido haciendo que tuvieran visiones, sus mentes nubladas por los humos y por las intoxicantes hojas que los sirvientes de la Sibila quemaban en su fuego; hojas que el mismo Polibio sabía que no procedían de un regalo específico de los dioses sino que eran traídas de la India vía Alejandría junto con la droga llamada lachryma papaveris, lágrimas de amapola. Se decía que los sacerdotes de la Sibila ofrecían libremente esas drogas a todos aquellos que acudían a visitarla, y que a aquellos que le llevaban oro se les proporcionaba en grandes dosis, siendo los únicos que seguían volviendo a por más, entre los que se contaban adinerados aristócratas que habían trasladado sus hogares de Roma a Neápolis y a Cumas, para estar cerca de la fuente de una droga que había empezado a consumir sus mentes.

Fabio distinguió formas humanas agachadas detrás de las rocas, que parecían mirarles. Pero no se trataba de aristócratas sino de personas que vivían al margen de la sociedad, formas demacradas con rostros y manos oscurecidos por el humo. Según los rumores, entre ellos se incluía una secta de judíos que creían que algún día su Dios aparecería en ese lugar; la mayoría, sin embargo, eran esclavos fugados y otros fugitivos de la ley, aquellos que, al final de sus vidas, acababan allí para pasar sus últimos días antes de que los gases terminaran con ellos, esperando algún tipo de salvación. Surgiendo de improviso, un hombre se les puso delante, cubierto tan solo por un sucio y harapiento taparrabos, sus ojos mirando sin ver como si estuviera borracho, gesticulando ostentosamente y señalando hacia una fila de rocas diseminadas por la superficie del cráter. Escipión le lanzó una moneda y el hombre se marchó, pero entonces se detuvo y miró a Petrus buscando confirmación. Este asintió, señalando hacia delante, y luego se volvieron caminando a lo largo de la hilera de rocas, el crujido de sus pasos resonando en la cristalizada superficie del cráter. Fabio pudo sentir el calor por debajo de sus pies y se alegró de que la suela de sus sandalias fuera bastante gruesa, pero Cayo Paulo iba saltando y haciendo muecas mientras el cuero de sus sandalias ardía. Después de lo que pareció una eternidad, llegaron al otro lado del cráter, hasta unas rocas que se habían desprendido del borde, en medio del cual se encontraba un oscuro y dentado agujero del tamaño de la entrada de un templo; enfrente había un hogar atendido por dos figuras con túnicas negras que desaparecieron entre las rocas tan pronto como se acercaron a ellas.

Era la cueva de la Sibila. Siguieron ascendiendo un buen trecho hacia el hogar encendido, por un sendero de piedra desgastada por los innumerables suplicantes que habían hecho ese recorrido con anterioridad. Pocos pasos antes de llegar al hogar se detuvieron, olfateando el olor dulzón que emergía de las brasas y mirando hacia la oscura boca que se abría ante ellos.

—Dicen que su edad se remonta a trescientas generaciones —susurró Cayo Paulo mirando con temor—. Que ya era vieja antes de que Eneas estuviera aquí, pero que ahora se encuentra tan encogida y arrugada que está colgada de una pequeña jaula en la oscuridad, alimentada y atendida por sus sacerdotes como un mono domesticado.

—Ten cuidado con lo que dices —gruñó Petrus—. Puede que el mismo Apolo en persona te escuche y haga caer su castigo sobre ti. —Se volvió hacia Escipión—. Sus sirvientes te han visto, ya sabe que estás aquí. De ahora en adelante debes continuar solo hasta el fondo.

Escipión lanzó a Fabio una mirada irónica, inspiró hondo y continuó hacia delante, rodeando el fuego y desapareciendo de la vista devorado por la oscuridad. Durante algunos minutos solo hubo silencio, mientras Fabio esperaba muy tenso, incómodo por no tenerlo a la vista. Entonces un extraño ruido surgió de la cueva. Un sonido indistinguible, como el conjuro amortiguado de un sacerdote desde una cella al fondo de un templo. Momentos después Escipión reapareció dando tumbos hacia ellos, la cara enrojecida y sudando profusamente. Pasó por delante del hogar y luego se volvió para mirar la cueva, respirando pesadamente.

—¿La has visto? —susurró Cayo Paulo con la voz temblorosa.

—No lo sé. —La voz de Escipión estaba ronca por el humo. Se pasó una mano por la cara, apoyando la otra en el hombro de Fabio—. Los vapores de la hoguera eran demasiado fuertes, su dulzor hizo que la cabeza me diera vueltas. Deben de ser las hierbas de las que Polibio nos advirtió. No estoy seguro de lo que vi, pero puede que hubiera algo en la oscuridad, colgando de alguna parte, y sentí una exhalación que removió las hojas del fuego, haciendo que crujieran y ardieran. Cuando eso ocurrió se oyó una voz, una voz profunda como la de una mujer anciana y quebradiza. Casi me desmayo cuando la escuché.

—Y bien —dijo Cayo Paulo con un hilo de voz—, ¿qué es lo que dijo?

Escipión sacudió la cabeza.

—No estoy seguro. Era un verso, un acertijo. Todo lo que pude entender fue esto: El águila y el sol deben unirse, y en su unión residirá el futuro de Roma.

—¿Y qué demonios significará eso?

Fabio ayudó a Escipión a descender unos pocos pasos hasta donde Petrus esperaba, mientras cavilaba sobre lo que acababa de oír.

—Si el águila es Metelo y el sol representa a los Escipiones, entonces vuestros destinos unidos llevarán Roma hacia delante.

—Metelo en el este, Escipión en el oeste —gruñó Petrus—. Eso es lo que la Sibila predijo cuando Escipión el Africano y yo vinimos aquí muchos años atrás. También afirmó que alguien con el nombre de Escipión conquistaría Cartago y tendría el mundo a sus pies.

—No puedo ser yo —repuso Escipión, apartando a Fabio y tropezando contra las rocas para luego ponerse inmediatamente de pie sin ayuda, parpadeando ante un rayo de luz que surgió a través del humo—. El Senado es demasiado prudente para declarar la guerra, y Cartago seguirá siendo un asunto sin concluir.

—Tal vez lo sea por ahora, pero es posible que aún veamos la guerra con Cartago —insinuó cautelosamente Cayo Paulo.

Escipión dio un trago de agua del odre que Fabio le ofreció.

—¿Cómo puedes saberlo?

—El día que dejamos Roma pasé toda la mañana en el Foro. Todo empezó como un rumor entre la gente que luego se convirtió en murmullos en el Senado y, más tarde, en un clamor que acabó con todo debate, hasta que los cónsules ordenaron a la guardia que desenvainara sus espadas para acallar a todo el mundo. Entonces Catón se levantó hasta la tribuna y pronunció las palabras que estaban en boca de todos.

El centurión clavó su mirada en él.

—Suéltalo ya, hombre.

Cayo Paulo tragó con fuerza.

Carthago delenda est.

En el silencio que siguió, Fabio levantó la vista y avistó un cuervo volando alto en el cielo, tal y como su padre le había contado que vio por dos veces antes de embarcarse para la guerra. Escipión se volvió hacia Cayo Paulo y repitió las palabras, su voz ronca por la emoción.

Carthago delenda est. Cartago debe ser destruida.

El centurión clavó la vista en Escipión, sus ojos centelleando con un fuego que Fabio no había visto nunca.

—Hace cincuenta años que estuve con tu abuelo adoptivo en este mismo lugar, cuando la guerra estaba a la vista. Dieciocho años después, estábamos frente a los muros de Cartago, endurecidos por la batalla, observando a Aníbal arrastrarse ante nosotros, suplicando la paz. Entonces el Senado vaciló negándose a dar la orden definitiva. Ahora vosotros sois una nueva cosecha de hombres y aquellos de vosotros que viváis para ver el día en que, por fin, estéis delante de esos muros, no tendréis que mostrar compasión ni piedad para los vencidos. Al menos eso os lo he enseñado en la academia. Habrá mucha preparación y mucha miseria y yo no viviré para verlo. Pero moriré feliz sabiendo que el trabajo al fin se ha concluido.

Cayo Paulo se puso firme mirando hacia delante, el esfuerzo de los últimos días reflejándose en su rostro. Escipión se irguió golpeándose el pecho con la mano derecha, su voz aún tomada por la emoción.

—Podéis confiar en nosotros, centurión.

Justo cuando estaban a punto de partir, el sonido de cascos de caballo les llegó desde el cráter y un jinete, ataviado con la gola y la túnica de borde dorado característica de los heraldos oficiales, apareció ante su vista. Desmontó rápidamente, sujetando las riendas del caballo para controlar las coces y los resoplidos producidos por los vapores, y se acercó a ellos.

—Cneo Petrus Atino, portador de la corona obsidionalis, traigo noticias del Senado. La guerra contra el rey Perseo de Macedonia está llegando a la batalla final. Lucio Emilio Paulo ha solicitado una nueva llamada a las armas. El Senado le ha autorizado a que reclute otra legión.

El corazón de Fabio empezó a palpitar desbocado. Miró hacia Escipión y advirtió en sus ojos un súbito brillo. El mensajero se volvió hacia Escipión.

—Publio Cornelio Escipión Emiliano, tu padre solicita que ocupes temporalmente el puesto de tribuno militar de su guardia. Cayo Emilio Paulo, has sido temporalmente designado tribuno para ser el segundo al mando del tercer manípulo de la nueva legión. Y Fabio Petronio Segundo, al haber cumplido dieciocho años, deberás ser legionario y portaestandarte de la primera cohorte de la primera legión, por recomendación especial del primipilus Cneo Petrus Atino.

Fabio sintió una ola de excitación recorrer su cuerpo y miró al centurión que se limitó a asentir. Petrus debió de hablar de él en Roma antes de que se marcharan. Probablemente sabía que serían llamados a las armas antes de que su viaje terminara. De eso había tratado ese viaje, de prepararles para este momento. Escipión se enderezó y habló.

—Así que eso es todo. Nuestro tiempo en la academia ha terminado.

El centurión posó su mano en la empuñadura de su espada.

—Ahora debéis enfrentaros a la sangre. Debéis aprender a matar como legionarios, ganándoos el respeto de los soldados más duros que el mundo haya conocido. Ignoro lo que significan las palabras de la Sibila. Pero hay algo que sí sé. Debéis ganaros el derecho a mandar a las legiones en la batalla. Solo entonces podréis atender la llamada de Catón y acaudillar al ejército romano de vuelta a Cartago.

—¿Y hoy, centurión?

—Hoy debéis marchar a la guerra.